lunes, 19 de noviembre de 2012

LOS ORÍGENES HISTÓRICOS DEL “SER NACIONAL”


por J.J. Hernández Arregui

“Los infinitos héroes desconocidos,
valen tanto como los más grandes héroes 
de la Historia.”

W. WITHMAN



Se ha establecido anteriormente, que la opinión sobre España, sobre todo en la Argentina, es un falseamiento que viene del siglo xix, con el encaramamiento de la oligarquía terrateniente y la hegemonía británica. Esta historiografía ha tachado el período hispánico. En contraste, se ha incrementado otra versión sobre España no menos abultada. Para esta tesis, denominada misional y de origen católico, la conquista fue una misión religiosa, fruto de la magnificencia del alma española ajena al capitalismo y su ética. Ambas tesis deben reajustarse a la verdad histórica.
La época hispánica, no encaja por entero, dentro del despectivo rótulo de “colonial” como la ha denominado la oligarquía liberal, ya que, para la corona, estas tierras eran provincias del reino, y así se las definía. La tesis misional, por su parte, se refuta a sí misma por la situación de las masas indígenas que integraron la clase verdaderamente explotada. Pero la historia no es un idilio, sino una galería cuyas luces y sombras agrandan o desdibujan los objetos, según el prisma ideológico que los refracta. Junto a la acometida sobre la raza de bronce subyugada, España trajo a estas tierras una de sus virtudes más grandes, el espíritu de independencia y las instituciones que lo resguardaron. Un antecedente de esta actitud altiva y libre, que América Hispánica recibió como legado, se encuentra ya en Lope de Aguirre, al tratar de igual a igual, en 1561, a Felipe II: “Te aviso, rey español, que tus reinos de la India tienen necesidad de justicia y equidad para tantos y tan buenos vasallos como en ellos moran. En cuanto a mí y a mis compañeros, no pudiendo sufrir más las crueldades de tus oidores y gobernantes, nos hemos salido de hecho de tu obediencia y nos hemos desnaturalizado de nuestra tierra que es España, para hacerte aquí la más cruel guerra que nuestras fuerzas nos consientan”.
……………… . . . . . . . . . . . . . . . .. . . . .... .. . . . . . . . . ....
“En estas tierras damos a tus pendores menos fe que a los libros de Martín Lutero.”
La metódica campaña de desprestigio cumplida por Inglaterra y Francia durante los siglos xviii y XIX ha entintado la obra de España en América. España, con la conquista, realizó la más colosal empresa capitalista del Renacimiento, sin estar en condiciones de llevarla a término. Esta contradicción habría de estallar tres siglos después, con la disolución del Imperio Español en América: “Los varios modos de acumulación primitiva que hacen germinar la era capitalista, se distribuyen primeramente, y por orden más o menos cronológico, entre Portugal, España, Francia e Inglaterra, hasta que esta última los combina a todos en el último tercio del siglo xvii, en un conjunto sistemático que abarcó, a la vez, el régimen colonial, el crédito público, la hacienda moderna y el sistema proteccionista” [...] “La historia de esta expropiación no constituye materia servible para conjeturas; está escrita en la historia de la humanidad con indelebles caracteres de sangre y fuego.” (Marx) Pero tres siglos no pueden suprimirse de la historia de América. Durante ese dilatado lapso, el Imperio Español se mantuvo geográfica y políticamente intacto. Y esto rebate el dictamen sobre una inestabilidad crónica del sistema, que recién hace crisis en el siglo XIX, por causas ajenas a supuestas cualidades congénitas de la raza española. Tal estabilidad, entre otras causas, fue posible gracias al centralismo monárquico —idea a la que muchos americanos retornarían durante el siglo xix—, y que organizó el sistema administrativo, cuyos litigios jurisdiccionales, en última instancia, resolvía la corona. El centralismo aseguró la unidad política de América, y también la aparición de una capa social directora, aristocrática y eclesiástica, que determinó en parte el choque posterior entre el desarrollo económico independiente de las colonias con el aparato que lo obstaculizaba, originándose así, con el correr del tiempo, la contradicción entre la burocracia comercial de funcionarios españoles monopolistas y aquellos grupos criollos —integrantes ambas capas de la burguesía colonial—, que centraban su progreso de clase ascendente en el desarrollo interno de las propias colonias. Pero durante trescientos años esos antagonismos fueron de nivel, y mostraron la misma base material, al unirse tales grupos, como una sola clase económica dominante, frente a los movimientos sociales de abajo, particularmente de los indios.
El centralismo monárquico tuvo en América sus propios rasgos. A él se asociaron las instituciones democráticas que los conquistadores habían traído de España y Carlos V abrogado en la península. Trasplantadas aquí, esas instituciones desplegaron vida vigorosa. Pese al absolutismo de Carlos V, en España los fueros reales estuvieron siempre restringidos por instituciones como las Cortes, representativas de las libertades medievales y particularismos regionales, que el absolutismo nunca logró apagar del todo. Las Cortes personificaban, además, los intereses comerciales de las ciudades y eran los órganos defensivos de la burguesía española, que no logró afianzarse sólidamente como clase social, dada la estructura geográfica y económica de España, junto a otros factores históricos, como la expulsión de los moros, cuyo hueco esa burguesía naciente no pudo llenar jamás. La revolución de los comuneros es el rebote de esta lucha entre las libertades individuales españolas y el poder de Carlos V, en los inicios del desarrollo de la economía crematística y de la formación de los estados nacionales europeos, frutos de este tránsito de la economía feudal a la del capitalismo moderno, del cual, la colonización de América fue su realización más acabada.
La tesis misional, a su turno, jamás podrá refutar este hecho: la conquista no fue una cruzada religiosa, sino una caudalosa empresa capitalista que coincidió con el período cumbre de la España del siglo xvi. Que tal empresa haya sido presentada más tarde como móvil religioso no puede sorprender, pues a los fines del presente, la religión es también militancia. Lo que puede aseverarse es que la religión católica fue un componente de la cultura en América. Pero la frase de Ramiro de Maeztu: “Toda España es misionera en el siglo xvi”, debe conmutarse por ésta: España inaugura la era del capitalismo europeo ascendente durante el siglo XVI y lo presenta como misión espiritual. De codo con la sordidez de la empresa está también la aventura humana que la convierte en un hecho enceguecedor de la historia universal. Ambas cosas fue la conquista. España católica del siglo xvi disfrazó, como siempre acontece en las guerras de dominio, la naciente ética del capitalismo de misión civilizadora. Ningún ejemplo mejor que la famosa tesis teologal de Francisco Vitoria, de acuerdo a la cual el derecho de los indios a la propiedad era legítimo, pero al mismo tiempo postulaba la razón de los españoles a someterlos por las armas si los indígenas no se allanaban a la voluntad de los invasores. Esta duplicidad, la defensa religiosa del indio y su despojo económico, tipifica la vida colonial con la explotación en masa de los vencidos bajo la cruz del misionero, que fue la funda sagrada del arcabuz a pólvora santificado por el bautismo. Tal realidad estaba en la naturaleza de la conquista como obra capitalista. Fray Gil de San Nicolás, uno de los mejores defensores del indio, sostenía en 1557 que el evangelio debía ser inculcado a sangre y fuego como norma religiosa y militar del descubrimiento. Este espíritu dúplice de la colonización en América subsiste en la Recopilación de las Leyes de Indias, elevado cuerpo de legislación social, cuyo inconveniente con relación a los indios fue que no se cumplió nunca. Esta verdad cruda se la enrostró al padre de Valdivia, misionero en Chile, un jefe araucano: “Padre, obrad y no parléis; cumplid con lo que decís, que lo veamos, pues después de tantos años como servimos no es tiempo de creer lo que se oye sino lo que se ve.”
Es tan baldía la “leyenda negra” como la apologética. El sentido de la Inquisición en España se prolongó a América, y de allí surgió el doble carácter militar y religioso de la conquista, proyección, a su vez, del ímpetu nacional de España. La religión y el soldado es el anagrama del capitalismo flotando sobre las ruinas, aún temporáneas y actuantes del feudalismo. Y esta tarea se corporizó en la voluntad política de la nación más poderosa de la época. En contraposición, es también ilícita la tesis calumniosa por exagerada, sobre el trato a los indios y los negros. La esclavitud en América fue benigna —lo mismo que el estado servil de los indios— en comparación con la barbarie rubia de los colonizadores holandeses e ingleses. Y una vez más, las críticas que aún duran forman parte de las intrigas de la época en que nacieron.


La decadencia de España

En esta España unificada por Isabel y Fernando, y primera potencia europea, su territorio ha sido acrecentado por las armas o matrimonios dinásticos, Portugal, Rosellón, los Países Bajos, Nápoles, Milán, Sicilia, Ardena le pertenecen. Reina sobre Alemania. Vence a los turcos y los franceses. Es señora de los mares y dueña del comercio mundial, supremacía fundada en su indisputado poderío militar. La conquista de América está terminada. Y la expansión imperial abarca el África y Asia. Es la potencia colonizadora más grande de los tiempos modernos. Y su genio militar aún asombra. Su literatura es por entonces la más resplandeciente y original de Europa. Universal y nacional en un sentido absoluto. La llamada cultura de Occidente no existiría sin la conquista de Granada y el triunfo final sobre los musulmanes que en medio del pánico de Europa eran dueños de Constantinopla. Pero este esplendor se ha levantado sobre un hecho infortunado, no para Europa, sino para España, y cuyas lentas y futuras consecuencias serán catastróficas. La liquidación del poder económico y civilizador de los moriscos significó la detención de España en las formas productivas precapitalistas. En lugar de una burguesía emprendedora, la conquista de América aumentó a una burguesía parasitaria, sin iniciativa nacional ni poder político. La expulsión de los moros y la conquista de América contuvieron el desarrollo fabril de España y en estos hechos estaba ya incluida la pérdida final de las colonias, cuyos productos servían, no a la industria española, sino a la de los países europeos en pleno período mercantil y manufacturero. España, después de la expulsión de los moros, no estimuló el desarrollo industrial de los burgos, en tanto los estados nacionales europeos, centralizados por las monarquías absolutas, marcan la incontenible impronta del capitalismo moderno.
La unificación nacional de la economía española no se logró nunca. Sus mercados regionales son débiles y aislados, y de esta languidez del conjunto derivó el retraso, cada vez más ostensible, con relación a la revolución burguesa que avanza en Europa junto con el desarrollo industrial: “Si después del reinado de Carlos V (I de España) la decadencia de España en el aspecto político como social ha exhibido esos síntomas tan repulsivos de ignominiosa y lenta putrefacción que presentó el Imperio Turco en sus peores tiempos, en los de dicho emperador, las antiguas libertades fueron enterradas en una tumba magnífica. En aquellos tiempos, Vasco Núñez de Balboa izaba la bandera de Castilla en las costas del Darien, Cortés en México y Pizarro en Perú; entonces, la influencia española tenía la supremacía en Europa y la imaginación de los iberos se hallaba entusiasmada con la visión de Eldorados, de aventuras caballerescas y de una monarquía universal. Así, la libertad española desapareció en medio del fragor de las armas, de cascadas de oro y de las terribles iluminaciones de los actos de fe” (Marx).
Los españoles, carentes de tradiciones técnicas, durante siglos en manos de los árabes, no conservaron las industrias y artesanías moriscas, en parte por la prosperidad fastuosa, pero sin base en la propia metrópoli, que le redituaba la explotación de las colonias. Así, despaciosamente, se iba diluyendo la grandeza de otrora. Este complejo fenómeno de la decadencia de España es una contradicción viva. Por un lado, la unidad religiosa le permitió ascender a la categoría de nación, por el otro, el logro de la unidad nacional significó a la postre su decadencia con el traspaso improductivo a los nobles y el clero de los bienes confiscados. La mejor artesanía de Europa, abandonada, convirtió en eriales los centros industriales y agrícolas más florecientes de la península. El dominico Bleda aconsejaba piadosamente el degüello de todos los moros, ante la imposibilidad de saber quiénes eran cristianos sinceros y quiénes herejes, dejando la decisión a Dios para hacer justicia en el cielo. El impacto sobre el tesoro real fue desastroso. Y España no se recuperó nunca. A fines del siglo xvii la miseria popular era un hecho consustanciado con la realidad nacional. Al mismo tiempo, la política impositiva implantada en los dominios, en tanto trataba de compensar las penurias de la economía interna, incubaba los conflictos, que con el tiempo llevaría a las clases adineradas de las colonias, al hecho político de la emancipación. Que fue un fenómeno económico. Y no una lucha por la libertad. “Con el siglo xviii —escribió Navarrette— acabó también la dinastía austriaca en España, dejando a esta nación pobre, despoblada, sin fuerzas marítimas ni terrestres y, por consiguiente, a merced de las demás potencias, que intentaban repartirse entre sí sus colonias y provincias. Así había desaparecido en poco más de un siglo aquella grandeza y poderío, aquella fuerza y heroísmo, aquella cultura e ilustración con que había descollado entre todas las naciones.”

España en América

Al ludo de su laxa y paulatina decadencia asistió España a la abundancia de su obra en América. Sus instituciones jurídicas y políticas tuvieron existencia secular. El centralismo español se trasladó a América y fue el factor aglutinante, a pesar de las distancias, que unificó a la América Hispánica, hasta que el envión capitalista posterior del siglo xix averió la solidez del sistema. La misma unidad de la legislación indiana, que se aplicó en toda América, es el halo jurídico de la concordancia política, administrativa y cultural de la obra de España en América. Estabilidad altamente centralizada del sistema administrativo que Solórzano ha sintetizado en esta referencia al Consejo de Indias: “Su jurisdicción se extiende por 4.900 y más leguas, en que la ejerce suprema por tierra y mar en todos los negocios de paz y guerra, políticos, militares, civiles y criminales, y sobre once audiencias y chancillerías que hay en ellas y la de La Casa de Contratación de Sevilla, consultando en lo temporal la provisión de todos sus ministros, virreyes, presidentes, oficiales reales, gobernadores, corregidores y otros innumerables cargos, y en lo espiritual, un patriarcado, seis arzobispados, treinta y dos obispos, doscientas dignidades, trescientos ochenta canonicatos y otras tantas raciones y otros muchos beneficios y muy gruesos que sería largo querer referir en particular.”
El sistema virreinal se fundaba en una lógica geográfica y económica cuya eficacia se muestra por los siglos que duró. Su liquidación convirtió esa lógica geográfica en ‘tatalidad física”, y a la económica, en desorganización del todo: la antigua interdependencia suplida por la independencia de las partes fracturó a la América Hispánica en el agregado de naciones enfermas que dura en nuestros días.
España trajo otras cosas. Al estabilizarse la conquista vinieron a América secundones de una nobleza empobrecida, que integraron las capas aristocráticas, ligadas en tanto clases patrimoniales, a la exportación de productos naturales a España. Esta clase incorporó a sus fueros los privilegios de la nobleza y creó otros nuevos, legados por Felipe II en 1573. Una verdadera nobleza no prosperó en América. Pizarro era porquero. El carácter específicamente comercial de la colonización, el desarrollo del mercantilismo durante los siglos xvi y xvii otorgó a esta clase social los rasgos específicos de una burguesía comercial privilegiada, pero no noble, ya que los mismos títulos nobiliarios debían ser pagados a la corona y no merecían una gran demanda. La idea dominante en España no era favorable a una nobleza americana, y un informe del Consejo de Indias de 1556 termina así: “. . . y finalmente parece que no es una cosa decente que la nobleza que suelen dar los reyes y príncipes por grandes y nobles hazañas, se den a hombres bajos por interés.” Distinta sería la política de Inglaterra que ennoblecería a sus corsarios. El mejor título de nobleza fue aquí la posesión de la tierra y las encomiendas con la explotación del indio. Esta clase dirigente exportadora que pronto se anudará —por encima de contradicciones secundarias— a su progenie criolla, conformando una misma clase social, adquirirá progresiva conciencia de su superioridad material sobre la nobleza metropolitana, y en cierto modo, esta conciencia política es la de la burguesía europea. Puede aventurarse, por ello, que la burguesía española de los siglos xvii y xviii se consolidó en América y no en España. Con la caída del poder metropolitano, esa burguesía originaria se enlazaría a Inglaterra y Estados Unidos.

Las masas indígenas

En la literatura culta o popular del período hispánico, no se encuentran alegatos en favor del indio como raza o clase social. La opinión aún vigente de la inferioridad del indio es un prejuicio racial que hurta su esencia, es decir, la explotación a que la raza vencida fue sometida. Observadores neutrales habían reparado en las virtudes de razas aborígenes como los araucanos. Tal las crónicas de F. B. Head y de A. D’Orbigny. Este último encomió la claridad de pensamiento, el amor a la libertad, el heroísmo indomable, la belleza de sus creencias, su desprecio por los vicios europeos, a los que oponían sus costumbres arcaicas y puras, y el viajero quedó persuadido de que los araucanos formaban una nación espiritual: No es fortuito que Ercilla, poeta de América, se haya inspirado en ellos:
No ha habido rey jamás que sujetase
Esta soberbia gente libertada
Ni extranjera nación que se jactase
De haber dado en sus términos pisada,
Ni comarcana tierra que se osase
Mover en contra y levantar espada;
Siempre fue exenta, indómita, temida,
De leyes libre y de cerviz erguida.
En verdad, se equivoca Ercilla, cuando dice aquí que los araucanos no tenían leyes. Poseían una organización tribal evolucionada y a menudo instituciones admirables. Pero Ercilla hace justicia a un pueblo, que después de un siglo de luchas parciales se levantó en 1665. A. Mira de Amescua, contemporáneo español, también recogió ese valor de la raza araucana:
Los españoles tiranos
A Arauco domar quisieron;
y sus sepulcros hicieron
en estos valles ufanos los araucanos.
Pretendieron Villagrán
y Valdivia la Vitoria;
pero quitóles la gloria nuestro fuerte capitán
Caupolicán.
Ya en 1668 se había producido una insurrección guaranítica contra los jesuitas que fue vencida. No pocos eclesiásticos, contra el pronunciamiento de la corona, eran partidarios de la esclavitud de los indios. Durante el siglo xviii las insurrecciones en las regiones del Pacífico, en todos los casos, tuvieron jefes de sangre india, y muestran su contenido de clase. Bélez de Córdoba, Atahualpa, Tupac Amarú, Francisco Inca, Jacinto Canek. Al parecer, estos amotinamientos sociales contaron con la ayuda británica. El levantameinto más serio, el de Tupac Amarú —especie de Espartaco americano—, que como causa inmediata respondió al trato intolerable en las minas, se hizo con signo hispanoamericano, y la monarquía concebida se inspiraba en modelos españoles, no incásicos. Fue durante Carlos III, y posterior a este impresionante levantamiento de 1780, que la legislación en las minas y talleres artesanales mejoró. Pero más que la legislación o la religión, es la fusión sexual el factor que da caracteres propios al problema social en América. Tal fusión no significó una reivindicación social del indio, pero las reacciones multitudinarias de las masas indígenas y mestizas contra los amagos de emancipación, anteriores a 1810 —tal el caso de Miranda—, tienen por primera vez un claro sentido de clase y solidaridad social y racial, frente a una minoría criolla adinerada que intenta liquidar el antiguo sistema proteccionista español de la pequeña industria artesanal y doméstica y que había merecido adecuada legislación de parte de Carlos III. La masa indígena y mestiza se mantuvo fiel a España. Y vio enemigos, no libertadores, en los partidarios de la emancipación.

Las misiones jesuíticas

Cuando las escuelas históricas no llegan a un acuerdo sobre un hecho histórico, es porque en él altercan las ideologías de nuestro tiempo. Tal el caso de las misiones jesuíticas, negadas por la historiografía liberal y deificadas por la misional. Este ensayo, donde la inteligencia de la orden, alcanzó en América las más rígidas y utilitarias formas del racionalismo moderno es otro testigo del espíritu de empresa, fundado en el lucro capitalista que acompañó al descubrimiento del Nuevo Mundo.
La raza guaranítica, antes de la conquista, estaba en el estadio de la civilización de la agricultura. Los jesuitas combinaron el sistema productivo de las comunidades indígenas precolombinas, su economía familiar y colectiva, con la centralización empresarial al máximun. El ensayo sucumbió finalmente por causas ajenas a su eficacia, bajo la ofensiva de los encomenderos y la política de Carlos III frente a Roma.
Los jesuitas adaptaron la organización tribal a formas capitalistas evolucionadas de explotación y ganancia, mediante la incorporación de técnicas avanzadas de cultivo. La empresa se asentaba en el trabajo no pagado al indio. Al sistema individualista y brutal de las encomiendas, los jesuitas opusieron la organización planificada. El espíritu capitalista de las misiones es expuesto por Francisco Javier, cuando establece que el misionero debe conocer la técnica y la ciencia de la época en su aplicación a los hechos. Esto se logró uniendo las antiguas instituciones indígenas y su economía natural, con la apropiación capitalista absoluta del trabajo colectivo servil. Una estricta división del trabajo, de las prácticas profesionales por oficios, con vistas a cálculos anticipados de producción y ganancia sobre períodos largos de tiempo, es decir, anuales, sistemas y cómputos contables, estudios sobre los precios de mercado, rasgos típicos de la empresa capitalista gigante, fueron ejecutados por la orden, cuyo último fin era la productividad en masa. Al mismo tiempo, se mantenía a la población aborigen dentro del marco de la antigua economía natural —alimentos, vestidos, etc. —, y el excedente de la producción aseguraba la prosperidad de la compañía gracias al tráfico de mercaderías destinadas a la exportación. La organización gentilicia fue respetada bajo la vigilancia de la orden. Pero el nivel de vida no parece haber superado gran cosa el estado anterior. Un mejoramiento de los indios hubiese significado una disminución de productos para el mercado exterior. Producción en masa y sobriedad en el consumo explican el sistema y su elevada rentabilidad a bajos costos. Ya Azara había observado que los jesuitas prohibían la coparticipación del indio en las transacciones comerciales que pudiesen despertar en él el espíritu de ganancia y la conciencia de la explotación de que era objeto. Se los expoliaba técnicamente como proletarios modernos dentro de la organización tribal. Esto explica por qué no funcionó en las misiones ningún sistema monetario, pese a la vastedad de los dominios y la intensidad de los negocios. Trabajaban por la casa y la comida y se les recompensaba con festividades religiosas y cierta tolerancia frente a las creencias míticas más antiguas de los guaraníes. Un miembro de la orden,
J. Cardiel, refiere esta situación: “No buscan oro ni plata, sino comida y vestido. Si adquieren algún real de plata, le hacen un agujero y se lo cuelgan al cuello. Con esto están más contentos que unas pascuas, sin pensar en más. Entre millones de indios, apenas se encontrará uno aunque sea de los que huyen hacia las ciudades, que tengan pensamientos mas altos que éstos, por genio pueril.” Estas acotaciones desnudan el contenido económico de las misiones.
El sistema mixto de las misiones reunía a diversas comunidades indígenas que formaban pueblos. La organización militar permitía al indio librarse del encomendero. Economía capitalista y disciplina militar contra los paulistas, con temor al infierno y la aplicación de penas de tipo policial-religioso, las misiones son un ejemplo notable del absolutismo religioso y la ética racionalista del capitalismo del siglo xviii, aplicados a pueblos en un estado inferior de civilización con relación a Europa. La propiedad de la tierra quedó nominalmente en poder de los caciques, con lo que se los convertía en guardianes de sus hermanos de raza. Por otra parte, determinadas tradiciones indígenas no eran incompatibles con las instituciones medievales, que los jesuitas adaptaron con tino, como los tributos, el derecho a trabajar la tierra en propiedad individual durante algunos días de la semana, etc. Todo el sistema se reglaba por una burocracia integrada por indios, que en tanto funcionarios privilegiados, permanecían adictos al poder sacerdotal de la cúpide. Las pequeñas parcelas privadas no eran hereditarias, con lo que de hecho la tierra pertenecía a los misioneros que, además, las distribuían entre los elementos más seguros. De tal modo, toda la producción era de propiedad de la orden. Las misiones fueron, además, grandes estancias ganaderas y agrícolas, cuyas superutilidades facilitaban ciertas formas de previsión social, construcción de obras públicas, etc., también de pertenencia de los jesuitas. Los curas realizaban severas inspecciones de trabajo. Los jesuitas crearon estratificaciones y jerarquías sociales: “No a todos los niños —escribe Perarnás— se enseñaba a leer y escribir y contar, sino únicamente a aquéllos que el bien público aconsejaba, para que de entre ellos se eligiese más tarde el alcalde los regidores, los magistrados, los procuradores, prefectos de la iglesia y médicos. Estos pocos niños, a quienes se otorgaba este honor sobre los demás, pertenecían en su mayoría a las familias de los caciques y de los indios principales. Pero ni siquiera esta capa privilegiada podía comerciar, salvo en presencia de los misioneros, y en pequeñísima escala, con la finalidad notoria de mantenerlos en la servidumbre.
El comercio exterior de las misiones fue muy intenso. Poseían los jesuitas prósperos centros en Buenos Aires y Santa Fe, con corresponsales de la Orden, los cuales reglamentaban el tráfico con los principales mercados de la época. Los productos comercializados —yerba, cuero, tabacos, tejido, artículos manufacturados de madera, etc. — posibilitaban la importación de mercaderías europeas. Las transacciones con el exterior se regían por dinero metálico. Tal el sentido de las misiones jesuíticas, y otra demostración de la tesis insostenible sobre el carácter feudal de las instituciones que funcionaron en Hispanoamérica. En la América Española no existió el feudalismo, por la simple razón de que España, a pesar de su atraso industrial, y gracias a la economía de las colonias, era con características propias una potencia europea capitalista.

El periodo de Carlos III

Fuera de los levantamientos de indígenas ya mencionados, y con relación a las misiones, algunas periódicas deserciones de indios, que según el jesuita González, volvían a su antigua vida “atraídos por una falsa libertad”, durante el período hispánico, no se produjeron perturbaciones sociales graves. El gobierno de los Borbones es otra de las cuestiones, en general, desfigurada por las escuelas históricas. La política de Carlos III tuvo por finalidad exclusiva afrontar la fuerza expansiva de Inglaterra. Ya en 1648, con la paz de Wetsfalia, España había perdido la partida como potencia mercantil europea.
A fines del siglo xviii, la independencia de las colonias merodeaba en el pensamiento de las cancillerías y fue prevista por numerosos observadores: Montesquieu, Raynal, Burke, Weymouth, A Smith, etcétera. El conde de Aranda, a quien el propio Voltaire elogiaba, era de los colaboradores de Carlos III, el más conciente de esta situación. En 1783 redactó su famoso informe secreto, en el cual se avisaba sobre la dificultad de conservar el sistema virreinal, y se señalaba la urgencia de encontrar una fórmula de transición que no rompiese totalmente los vínculos entre España y América. La propuesta consistía en la entronización de dinastías españolas —proyecto que perduraría durante más de un siglo— mediante un sistema de tributos y reciprocidades comerciales y militares.
El sistema colonial había aguantado mientras la explotación del oro y la plata afluyeron a la metrópoli, pero cuando la reserva minera decayó, junto con el desinflamiento de la ficticia prosperidad, impuestos y tributos nuevos malquistaron progresivamente a las colonias. El contrabando, multiplicado durante el siglo xviii, pese a las medidas de Carlos III, debe entenderse como la presión creciente del capitalismo ultramarino que España no estaba en condiciones de contrarrestar: “España no se abastecía a sí misma. Los telares y las fábricas, antes famosos, no tenían ya razón de ser, porque el 90 % de las mercaderías que consumía España, las adquiría del holandés, del inglés o el francés.” (P. Leroy Beaulieu) Los mercaderes de París, Amberes, Génova y Londres usufructuaban los beneficios del comercio con las colonias, debilidad estructural de España para reelaborar las materias primas de las colonias que la reducían a la categoría de mera intermediaria comercial.
En tanto, habían nacido en América industrias florecientes —algunas prohibidas— como el olivo, el café, trigo, carne, cuero, cacao, etc., con centros de población e intereses de clase, que necesariamente tenían que ser partidarios de la libertad de comercio. Ya en las primeras décadas del siglo XIX la población de la América española superaba los 20 millones de habitantes. Este retraso de la industria nacional española se aferró al monopolio, asociado al temor de un desarrollo independiente de las colonias. El tratado de Utrecht cristaliza la decadencia de España, tanto como el avance marítimo y comercial de Inglaterra. Las exportaciones españolas a América eran de procedencia europea, y revendidas en América con el correlativo encarecimiento, que fomentaba el contrabando por la debilidad abastecedora de España. Al mismo tiempo, en forma rudimentaria progresaban manufacturas locales que volcaban sus productos en el mercado interno. El sistema de impuestos aplicado por España permite seguir paso a paso, tanto la insuficiencia de España para impedir la introducción de manufacturas extranjeras, como el desarrollo independiente de las colonias, en el que se contenían ya las aspiraciones librecambistas, vale decir, la tendencia a participar, mediante la expansión de las importaciones y exportaciones, en el mercado internacional que la Inglaterra organizaba en escala mundial: “La baratura de sus mercaderías es la artillería pesada con que el capitalismo derrumba todas las murallas chinas de los pueblos obligándoles a capitular en su odio contra el extranjero.” (MARX) Por eso puede asegurarse que la emancipación, más que la revolución política, tuvo por fin, lograr la autonomía administrativa. Las reformas de Carlos III no fueron suficientes. Con ellas o sin ellas, la emancipación se hubiese producido igual. Durante su gobierno, excepción hecha de algunas ciudades como Buenos Aires, el libre cambio funcionó bien. Pero esto desató nuevas contradicciones dentro de la misma burguesía americana al perjudicar a determinados sectores ligados al antiguo sistema.
Carlos III y sus ministros aceptaban la idea de la emancipación, en la variante de monarquías americanas vinculadas al imperio. No faltaron americanos que pensaron ocupar el trono. La misma Inglaterra, al principio, apoyó bajo cuerda estos intentos monárquicos de fines del siglo XVIII en Chile y Perú. Más tarde, acaecida la emancipación, como continuación de esta política, Miranda, Nariño, Alvear y tantos otros —introducidos a la historia oficial como próceres republicanos— no serán mas que agentes de Inglaterra, que ayudó la emancipación no por amor a la libertad de las colonias, sino bajo los dictados del propio y calculado interés nacional.
La situación era conocida por los liberales españoles que buscaron un antídoto a la situación. No fue el liberalismo español el que perdió las colonias, sino el atraso de España el que promovió el fenómeno tardío del liberalismo. Sobre el antecedente del conde de Aranda, Godoy bajo Carlos IV meditaba en 1803, un proyecto de acuerdo al cual la América Española sería gobernada por príncipes regentes, encargados mediante un sistema senatorial, que reaparecería en Bolívar, de adecuar las Leyes de Indias a las exigencias de los nuevos tiempos. Estos proyectos no podían interesar a Inglaterra ni a Napoleón. Ya se ha dicho que a fines del siglo xviii la potencia de América Hispánica era superior a la de España. Y aquí había de hincar la política inglesa, pues si bien en el orden jurídico y político éstas no eran colonias, las relaciones económicas de las postrimerías con la metrópoli decadente lo eran de hecho. Y contra los hechos no valen argumentos.
El sistema virreinal, que fue la transfusión a América del régimen federativo de las provincias españolas, independientes entre si, aunque unidas por la corona de Castilla, terminó en América en la política de Carlos III, que se demostró nula, a pesar de su sensatez, para contener un proceso que, en rigor, anunciaba una nueva era mundial: “Desde los primeros tiempos de Carlos III se estudió y preparó la adopción de principios liberales —testimonia el inglés Clarke— respecto al comercio con América, pero hasta 1778 no se introdujo cambio radical alguno. El establecimiento de la libertad de comercio produjo las más ventajosas consecuencias. Triplicó las importaciones de productos extranjeros, quintuplicó los productos de la madre patria y las cifras de las importaciones de América aumentaron en la enorme proporción de nueve a uno. El producto de la aduana creció con igual rapidez.”
La acción de Carlos III, tendiente a parar el avance político y económico de Inglaterra, respondía a esta necesidad de convertir a España en una potencia moderna, y este plan realista era más importante que el enciclopedismo francés o el escepticismo de Aranda, Grimaldi o Floridablanca en materia filosófica, que han dado pábulo, tomando el rábano por las hojas, a la crítica de los historiadores católicos. Los objetivos no fueron logrados del todo pero con Carlos III España volvió a ser una nación. La paz con los turcos, con Túnez, Argel y Trípoli favoreció el comercio y el estado interno del reino con nuevos cultivos. Pero la revolución industrial triunfante en Inglaterra —el hecho más grande de la historia moderna— no penetró en España. Los tratadistas españoles concuerdan con la opinión de A. de Humboldt referente a Carlos III: “Fue el rey Carlos III, sobre todo, quien comedidas tan sabias como enérgicas se convirtió en bienhechor de los indígenas, anuló las encomiendas, prohibió los repartimientos, por los cuales los corregidores se convertían arbitrariamente en acreedores y, por consecuencia, en dueños del trabajo de los naturales al proveerlos, a precios exagerados, de colonos, mulas y ropas.” Si esta política no dio los resultados apetecidos, fue antes que nada por la rapacidad de las clases propietarias españolas y criollas.
Carlos III vislumbró la política colonialista de Estados Unidos y sus reformas no fueron ajenas a esta acechanza. El conde de Aranda lo anticipó proféticamente: “Esta nueva nación ha sido hecha con pigmeos, pero día llegará en que será un gigante, más aún, un coloso formidable para nuestros países. La libertad de conciencia, la facilidad para establecer una población nueva en tierras inmensamente vastas atraerán allí labradores y artesanos de todas las naciones. Dentro de pocos años contemplaremos con pesar la existencia opresora de este coloso.” Y es durante Carlos III cuando desde la península —y aquí otra falsedad de la historia liberal— mucho más que de Europa, vienen a América las ideas modernas, que, de la otra parte, le han creado a Carlos III el rencor fanático de las escuelas históricas reaccionarias. En conclusión: Inglaterra llevó a la América del Norte, junto con sus emigrados religiosos, el espíritu y la técnica del capitalismo. Y este hecho, no razones espirituales -el desigual desarrollo industrial de España e Inglaterra—, divorció el rumbo histórico de las dos Américas.

El liberalismo español

Los liberales colonizados de hoy omiten que el liberalismo español iluminó a toda Europa y que las ideas más radicales partían, a fines del siglo xviii y principios del siguiente, de España. Este radicalismo de las ideas era el efecto de la descomposición del absolutismo español y de la necesidad de convertir a España en una potencia capitalista avanzada: “Lumbrera y modelo de la época” llamará a este movimiento ideológico un célebre publicista contemporáneo de las luchas nacionales contra Napoleón, que iniciaron el ocaso del emperador. Pero es de mucho antes que el liberalismo español había comprendido que la América Hispánica sólo podría conservarse aflojando los lazos con la metrópoli mediante monarquías constitucionales. No debe olvidarse —el sentido de las palabras cambia con las épocas— que el liberalismo de esos tiempos era monárquico. Un liberalismo contrario al absolutismo. El liberalismo español fue el postrer intento de afianzar la unidad de España y las antiguas colonias.
Un publicista y aventurero francés del siglo xviii, Jorge Federico de Pradt, más tarde agente diplomático secreto de Francia y obispo de Malinas, propugnaba la emancipación como inevitable y conveniente para Europa, que seguiría ejerciendo su dominio mediante la subdivisión de América en múltiples nacionalidades. Proponía el establecimiento de compañías comerciales en América, ligadas a las clases sociales altas americanas, interesadas en la ruptura con España. El nuevo ordenamiento, para De Pradt, debía ser organizado por las naciones más fuertes: Inglaterra y Francia, con la exclusión de España. Las colonias “productoras sin fábricas” dependerían en adelante de esas naciones, que “son fábricas y productoras”. Inglaterra y Francia no necesitaban del dominio efectivo sobre los territorios emancipados. Bastaba la influencia comercial. Y preconizaba que la América española podía repartirse en diecisiete estados sobre la idea central de que: “las colonias son haciendas de Europa.” Al mismo tiempo preveía el peligro republicano de la emancipación y proponía la creación de dinastías americanas ligadas a la Europa monárquica. Aconsejaba incluso para América príncipes españoles contra Inglaterra, bajo la conducción de Francia, aliada poderosa de la débil y postrada España. Estas ideas monarquistas, que no pocos prohombres de la emancipación retomarían, excitaban el interés de las cancillerías —entre ellas Rusia- y revelaban la naturaleza de la emancipación disimulada tras abstracciones filosóficas sobre la libertad.
De Pradt discurseaba sobre la misión universal de Buenos Aíres, que había sido más gloriosa que la de Tiro, Cartago, y mas heroica que la de Boston o Filadelfia, “cunas de la libertad americana”. Este lenguaje —que no ha desaparecido de la historia oficial— concilia, tras ropaje literario, dos épocas contiguas y antagónicas, a saber: los ideales zozobrados de la Revolución Francesa y el pensamiento de la burguesía europea que se inclina, ahora, a las monarquías moderadas. Este paso histórico aparece todavía rubricado por el sentimentalismo de Rousseau: “¿El cielo? ¡Oh, cruel España ¿Me crío para ti sola?.. . Apenas te posesionaste de mi territorio ya me declaraste tu esclava... ¿Qué has hecho tú por mí? ¿Y qué he hecho yo por ti?... Si fui sometida por el que me puso bajo tu dominio. ¿Cómo podré resistir al que me quiere libertar de él?” Así se filtraba la política real de Inglaterra y Francia. El conservador Burke lo decía sin rodeos: “Si España y Francia, en tiempos de paz con Inglaterra, decidieron colaborar a la independencia de Estados Unidos, ¡cuanto más debemos nosotros apoyar, en guerra ya contra España, la de Sudamérica!”. Francia esgrimía la teoría de “la mayoría de edad de las colonias” y halagaba las tendencias separatistas de América, todo lo cual era parte de la política de las grandes naciones, arrojadas en la etapa preparatoria del imperialismo moderno, al dominio y pillaje de África, Asia y América latina. La emancipación americana fue la consecuencia del nuevo equilibrio de poderes en Europa, dentro del cual España no contaba. Esta política culminaría en 1870 y la haría trizas Bismark, con vistas a un nuevo reparto del mundo que culminaría en 1914. La historia tiene antecedentes lejanos.
El interés de Inglaterra por la emancipación americana se relacionaba, además, con la lucha contra Napoleón. La pérdida de las colonias importaba un serio quebranto comercial, militar y naval para una Francia que fiscalizaba por vía de España, su aliada, el tráfico comercial. Napoleón también auspiciaba la emancipación americana, pero siempre que el comercio inglés con las mismas fuese suprimido “en beneficio de todas las potencias europeas” y del equilibrio continental. La derrota final de Napoleón desembarazó de su último obstcu1o a la expansión inglesa en el mundo. El Congreso de Viena acuña esta victoria. Se ha iniciado el periodo librecambista con el auxilio a los movimientos libertadores. El comercio ingles se proclama ideología de progreso. La cuestión colonial es indivisa de la cuestión nacional inglesa. Política que se completará con la Comunidad Británica de Naciones y la dilatación de ese poder sobre la América del Sur en general y Argentina en particular. La tesis de Disraeli, para quien el poder de Gran Bretaña estaba en Asia y no en Europa se ampliaba con la América Española. Allí moría un ciclo histórico y nacía el descrédito de España que aún dura en nuestros días como la estela funeraria de los enfrentamientos por la hegemonía mundial de los siglos xviii y xix: “La conquista más gloriosa (...), más grande, más generosa, más humana —ha escrito Santiago Jonama— y más filantrópica que hayan conocido los siglos... esa misma se pinta como una empresa fácil y sin gloria, como una especulación de la codicia y del fanatismo, como una serie, en fin, de torpezas y crueldades. Y esta aserción halla crédito aún entre españoles.”

Clases altas y bajas en la emancipación

La acefalía de la corona de España, a raíz de la invasión napoleónica, repercutió bajo la forma de movimientos emancipadores simultáneos en México, Quito, La Paz, Buenos Aires, Bogotá, Santiago de Chile, etc. Estos movimientos no fueron democráticos, sino leales a las antiguas instituciones españolas, como las juntas, que en ningún caso negaron su fidelidad a España. Y no como táctica, sino como sentimiento acendrado de los pueblos, que aún los elementos más antiespañoles debieron acatar. Las juntas no eran americanas, pues venían de los cabildos de origen español. Los documentos de la época testifican que los americanos no se sentían parte de un sistema colonial sino de un reino. No eran principios democráticos los que se debatían. Las juntas postulaban solamente la libertad de comercio.
La libertad de América es parte de la revolución burguesa europea. Estas regiones pasaron a integrar desde entonces los cabos marginales del capitalismo mundial. Es por ello que ha podido decirse: “La cuestión de los derechos de aduana fue para los exportadores del Plata más importante que los Derechos del Hombre.” (M. ANDRE.) Las tendencias separatistas que crecen después de 1810, auspiciadas en muchos casos por españoles, están emparentadas con los conatos autonomistas de las diversas regiones españolas, que se acentúan al invadir Napoleón la península y con la prisión de Fernando VII, que era el centro monárquico unificador. La facilidad con que en América se quebró el viejo aparato tuvo, además, entre otras causas, el hecho de que los virreyes ejercían un mando transitorio. El lejano foco metropolitano, al apagarse, relajó los lazos del sistema en América.
Si algunas ideas democráticas penetraron en América bajo la etiqueta de un liberalismo progresista, éstas fueron de origen español. Muchos grandes hombres de la emancipación se habían formado en España. Un análisis de la Constitución española de 1812, promulgada por las Cortes Extraordinarias de Cádiz, da la pauta del carácter revolucionario de ese liberalismo español. El pueblo era depositario de la soberanía y del derecho de legislar; establecía la división de poderes; la justicia era independiente del rey; las Cortes podían revocar las decisiones judiciales; el sistema electivo proclamaba el sufragio universal y podían votar los analfabetos; cualquier ciudadano era elegible sin atención a sus rentas; el monarca era un ejecutivo nominal, pues las Cortes se convocaban a sí mismas que, además, se reservaban el manejo de la política comercial, financiera e internacional. El rey no podía alejarse de España sin autorización; se reglaban las funciones militares y eclesiásticas y se fortalecía el poder de los municipios sobre principios populares. Esto significaba la transformación del orden social con la liquidación de los privilegios de la nobleza; se propiciaba la confiscación por razones de utilidad pública y se reformaba el régimen de la tierra con el impuesto progresivo a la renta: “Siendo uno de los objetivos principales conservar el dominio de las colonias americanas que ya habían empezado a sublevarse, las Cortes reconocieron a los españoles de América los mismos derechos políticos que a los de la península, proclamaron una amnistía general sin ninguna excepción, dictaron decretos contra la opresión que pesaba sobre los indígenas de América y Asia, cancelaron las mitas y los repartimientos; abolieron los monopolios del mercurio, y al prohibir el comercio de esclavos se pusieron en este aspecto a la cabeza de los pueblos de Europa.” (MARX.) En efecto, la Constitución tenía por objeto retener las colonias. Pero no debe olvidarse que las ideas liberales venían de la época de Carlos III, de modo que el espíritu de ese liberalismo era español, de la misma manera que la idea de la emancipación tuvo prosélitos en la propia España. Y debe recordarse que la palabra “liberal” es de origen español.
El vacío abierto por el sistema virreinal roturó el campo al separatismo, pero fue el desarrollo internacional del capitalismo, y no la voluntad de estos pueblos, la causa del fraccionamiento hispanoamericano. España estaba abatida y la pérdida de las colonias era irrevocable. El intento liberal de un resurgimiento fue inhumado por la restauración absolutista: “Inmediatamente después de su llegada a Madrid, Fernando VII restableció la Inquisición y el decreto relativo a este asunto fue saludado en toda España con iluminaciones, acciones de gracias y otros regocijos” (QUIN)

El sentido de la emancipación

En casi toda falsificación histórica hay parte de verdad. De lo contrario, la denigración de España no hubiese prosperado. Las oligarquías de la tierra deformaron la historia, asistiéndose en la estrechez de un sistema colonial que en su ocaso asfixiaba el progreso natural productivo americano. Pero de este sistema atacaron lo que las perjudicaba como clases propietarias y exportadoras y silenciaron lo que tenía de proteccionista respecto a la economía de las clases bajas: “Con la política liberal iniciada en 1809-1810 —ha escrito Juan Alvarez— destruimos el obstáculo opuesto a la exportación por el sistema español, pero dejamos subsistentes los opuestos por las leyes de los países que compran los productos de la tierra argentina”
Las posteriores reacciones de los caudillos, que contaron con fervorosa adhesión popular, echan luz sobre los dos aspectos de esta cuestión, o sea, sobre la sustitución de un sistema económico que había terminado su parábola histórica por otro que prolongó en peores condiciones el estado anterior de las masas. El nuevo colonato, bajo la estrella polar del mercantilismo, perforaba las barreras proteccionistas del virreynato. Gran Bretaña inicia su política de empréstitos que hipotecó durante un siglo a la América latina. En 1812 y 1824, en Colombia y otros países, como en la Argentina, la penetración inglesa se distiende en todo el continente. En la segunda mitad del siglo xix, las inversiones de esta procedencia son las mayores en Argentina, Uruguay. Paraguay, Brasil, México, Venezuela. Esta proporción habrá de transponerse con el avance de Estados Unidos a fines del siglo.
La emancipación americana alumbra en una época de transición extraordinariamente compleja. El lenguaje es republicano, pero el absolutismo monárquico asiste a un enérgico resurgimiento. Napoleón y la restauración borbónica en España, generan en el pensamiento de las clases altas americanas, un compromiso ruin entre las ideas monárquicas y constitucionalistas. Los americanos más prominentes, en mayor o menor grado, muestran esta juntura de ideas políticas, inteligible cuando se la enjuicia con criterio histórico, es decir, ubicándose en esos tiempos de mudanza y regreso, y no a través de abstracciones que pretenden hacer aparecer a la emancipación como el fruto dorado del árbol eterno de la democracia. De la Revolución Francesa, al producirse la emancipación, sólo restan las constituciones sobre el principio de legitimidad. América no escapó a este retorno al pasado. El plan de reyes borbónicos en América era común, como se ha dicho, en las cancillerías, a fin de contener las turbulencias republicanas, cuyos flecos sangrientos flotaban todavía sobre la sombra de la guillotina y las cenizas de la Revolución Francesa. Inglaterra, que había apoyado al principio el plan monarquista, más tarde se opone a esos intentos no por causas democráticas, sino para impedir el fortalecimiento de las dinastías españolas americanas con Europa.
La independencia de América, en el pensar de las clases directoras, no buscaba la modificación de la estructura social del periodo hispánico, sino la apertura hacia el mercado europeo. Las pocas brasas jacobinas fueron rápidamente extinguidas. Los grupos criollos dominantes sólo deseaban eliminar el aparato fiscal metropolitano, expropiar al sector español de la propia clase social y heredar su poder político.
La colonia se ornó con el manto del parlamentarismo inglés y las luces de Francia. También aquí Inglaterra ganó la batalla. Pero las masas empezaban a agitarse. La filosofía del liberalismo, es decir, del capitalismo europeo, conservó en estas tierras la cartilla gramatical, pero se plegó al espíritu de las clases coloniales legatarias del pasado español. Los españoles, cuyos intereses concordaban con los criollos, apoyaron la emancipación, en tanto no pocos criollos ligados al comercio con la metrópoli se opusieron a ella.
La emancipación no estaba en los pueblos sino en las clases altas. Este cambio se reflejó en la anarquía política sincrónica de España y América. Hecho que confirma la antigua unidad. A los siglos de estabilidad peninsular y americana, sucedía el desorden, tanto en España como en América.
Las ideas emancipadores se expandieron en aquellas ciudades como Caracas y Buenos Aires, conectadas al tráfico mercantil de ultramar, pero chocaron con fuertes resistencias en las poblaciones interiores. Este conflicto inaugural habría de culminar en el período llamado de la “anarquía” que, en grados diversos, abarcó en su polvareda rojiza a todos los países del antiguo sistema virreinal. Los focos de oposición al nuevo ordenamiento anglosajón se fortificaron en ciudades mediterráneas como Charcas, La Paz, Cochabamba, Asunción. El Paraguay permaneció abroquelado a la penetración extranjera, hasta la final y siniestra ofensiva inglesa de la guerra de la Triple Alianza. La derrota de Belgrano, en su campaña del Paraguay, es un antecedente de la defensa de estos pueblos ante minorías extranjerizantes y portuarias. La anarquía galopa en el Río de la Plata, México, Chile, Nueva Granada, Venezuela al compás de la ruptura de las anteriores relaciones de producción.
Este cambio se apañó ideológicamente con las consignas del liberalismo conservador, aliado a la idea monárquica, que Bolívar sintetizó como la “unión del incensario con la espada de la ley”. El liberalismo, visto en su atmósfera histórica, en América se expresó como monarquismo constitucional, que si bien, en una de sus ramificaciones, trasladaba a América la política de la burguesía europea triunfante sobre el absolutismo feudal y eclesiástico —y en tal sentido representaba un ideal de libertad— en mayor medida aún, se oponía como filosofía del capitalismo, al avance del movimiento obrero en Europa y a las insurrecciones campesinas en América emancipada. Tales proyectos monárquicos, que han sido posteriormente presentados como eventos aislados de algunos grandes hombres, abrevaban en la tesis del conde de Aranda sobre las tres monarquías americanas enlazadas al reino de España. El monarquismo, conservador en su esencia, bien vistas las cosas, contenía la idea de la antigua unidad de la América Hispánica, y fue sepultado sin gloria tanto por extemporáneo como por la oposición señalada de Inglaterra, Francia y más tarde por Estados Unidos, que lo dificultaron a fin de acelerar el divisionismo político en América.
Inglaterra comprendió el riesgo de una restauración monárquica con signo americano. La centralización del Brasil bajo el Imperio era un ejemplo que no debía propagarse a la América Española emancipada. Así, la democracia en América nació bajo una contradicción zodiacal, oculta por los astrólogos de la historia liberal, a saber, la oposición entre las clases altas liberales —y ahora monárquicas por con conservatismo social— y las clases bajas antiliberales que bien pronto habrían de resistir a aquel liberalísimo en luchas democráticas y antimonárquicas, ante el hecho de un nuevo sistema que las condenaba, más que el antiguo, al despojo en masa. El liberalismo conservador —un ejemplo típico fue Rivadavia el “iluminista” de los comienzos— estaba más cerca del despotismo ilustrado de la época de Carlos III que de la Revolución Francesa, odiada y temida en América en los comienzos del siglo XIX, como en la misma Europa. Chateubriand, campeón del liberalismo, era partidario, con relación a América, de monarquías constitucionales. Canning, desaparecido el temor de una reconstrucción del Imperio Español, hablaba de la necesidad de gobiernos moderados. Estados Unidos, por medio de Monroe, ofrecía un republicanismo no menos conservador. El liberalismo, en su dirección más influyente, marchaba hacia Luís Felipe, el compromiso putrefacto de la cobarde burguesía europea, en tanto se ovillaban, dentro del lenguaje parlamentarista de Montesquieu, los derechos del hombre, la división de los tres poderes y el reconocimiento del Papado como fuerza del orden, mediante concordatos que restituían a la Iglesia su antiguo poder dentro del estado burgués. Este liberalismo, aunque sin abandonar sus principios formales de libertad, orden y progreso, se acercaba al tradicionalismo de De Bonal y De Maistre, o por lo menos, se disponía a una aveniencia clandestina sobre mutuas conciliaciones de clase, entre la nobleza feudalista y la burguesía europeas. En América Hispánica se reprodujo la misma situación adaptada a las condiciones creadas por la emancipación. En este ambiente general de la época que envuelve a América, el pensamiento de los primeros patriotas no fue democrático sino monárquico. Belgrano. San Martín, Bolívar, el mismo Rivadavia y tantos otros, muestran esta doble faz de las ideas dominantes, que se vuelcan de Europa a América. Inglaterra alentará este liberalismo a fin de enervar la revolución americana, y dará cuerda a hombres como Miranda —un héroe inventado— que hablará de “las máximas abominables profesadas por la Revolución Francesa”. Esto explica por qué parte del clero americano fue liberal. Es decir, conservador. Pero antes de hablar del pensamiento de los patriotas, hijos de la Europa de las primeras décadas del siglo xix, conviene decir algo sobre la reacción de las masas hispanoamericanas antes y después de la emancipación. Los movimientos democráticos de las masas hispanoamericanas, ayer como hoy fueron antiliberales. Antiliberalismo instintivo que les viene de un pasado entenebrecido en su verdad por las oligarquías y que recién en nuestro siglo devela su potencial revolucionario.

Les masas y la emancipación

Se ha querido ver en la emancipación de España un levantamiento multitudinario de los pueblos. Pero la insurrección de las masas es postrimera y consecuencia de la disolución del sistema virreinal. La deformación de la verdad histórica no ha sido exclusiva de la Argentina, sino de todos los países iberoamericanos. Las masas indígenas explotadas bajo el sistema virreinal, no fueron antiespañolas. En un periódico de Chuquisaca, a fines del siglo xviii, se lee:
“Muera tanto mal gobierno
y viva nuestro monarca.”
Las veces que las masas intervinieron durante el período colonial, fue en defensa del suelo patrio que asociaban a la fidelidad a España. Todo intento de anexión extranjera fue rechazado por las poblaciones nativas. Ni Inglaterra, ni Holanda, ni Francia tuvieron éxito. Es falso que el sentimiento antiespañol haya sido el factor desencadenante de la emancipación. Tampoco las masas fueron separatistas. Son las capas altas, tanto españolas como criollas, las que habrán de sacrificar la unidad de América, al entrar como clases subordinadas en el comercio mundial. La adhesión a España de los pueblos no excluía antagonismos con las clases altas, pero esta oposición no era antiespañola, sino contra la injusticia social agravada con la decadencia final del sistema. La consigna de los campesinos mejicanos sublevados que respondían al cura Hidalgo, era:
“¡Viva la Religión! ¡Viva el Rey y mueran los gachupines!”
Es decir, los españoles que controlaban el comercio de exportación junto con la burocracia virreinal y la jerarquía eclesiástica de origen peninsular. Tampoco debe extrañar que muchos de estos conatos democráticos de las masas se asociasen a consignas religiosas. La religión católica era en América un potente integrante cultural. Y ese sentimiento religioso, distinto en su política según las clases sociales, por encima de la Iglesia, se cargó de contenido revolucionario, pues tales tradiciones de las masas se adicionaron, aunque en forma inorgánica, a reivindicaciones sociales. Negar tales cargas irracionales en la conciencia política de las multitudes, es caer en un intelectualismo que se dice progresista sin entender nada de los movimientos populares, que surgen, no de los libros, sino de las tradiciones de un pueblo. Mientras las clases altas aupaban la religión a la monarquía, las masas, dentro de los niveles mentales de su atraso social, encontraron en esa misma religiosidad colectiva un recurso defensivo, y dentro del marco histórico en que se movían, revolucionario. Los caudillos de masas, identificados con la vida popular, aprovecharon esa religión como resistencia ante la desintegración que la ofensiva extranjera ejecutaba sobre la América Hispánica. Hidalgo, detestado a muerte por la Iglesia y las clases altas, unía al sentimiento religioso del campesino mejicano la orientación revolucionaria de clase al desenmascarar la religión de los grupos encumbrados: “…No escuchéis las seductoras voces de vuestros enemigos que bajo el velo de la religión y de la amistad os quieren hacer víctimas de su insaciable codicia”. También en la Argentina, Facundo Quiroga, utilizará la religión como armazón protector de los intereses populares: “¡Religión o muerte!” será su emblema. Estos arrestos sociales de los pueblos y el sentimiento de pertenecer a España como provincias, se habían exteriorizado antes de la emancipación, con el fracaso de Miranda en 1806, o de Beresford en Buenos Aires. El rechazo de las invasiones se realizó bajo moldes españoles de sentir y pensar. Este modo de concebir la realidad americana era por lógica interna, antiseparatista, y los autonomismos nacionales, nada afines al espíritu de los pueblos, cuya participación en las guerras finales de la independencia sino con tardanza y nunca se orientó contra la unidad de América.
Los ingleses fueron los primeros sorprendidos de este fracaso militar e ideológico. Las formas hispánicas de vida resultaron un valladar infranqueable. El mismo espíritu nacional hispanoamericano se atizó en la reacción antinapoleónica, continuación a su vez de la imponente epopeya nacional de España contra el invasor francés. Y esta experiencia histórica filial prueba una vez más la maceración cultural de América con España. Sí, finalmente, tal comunidad fue podada, las causas han sido expuestas: la crisis mortal del sistema español en sus colonias, efecto de las leyes objetivas del desarrollo del capitalismo mundial. La ayuda económica de las colonias a España, contra Napoleón, es parte de esa soldadura histórica de tres siglos. Y fue la ceguera de la burguesía, representada por Cádiz, la que aceleró la separación de la metrópoli, que, después, las potencias europeas interesadas convirtieron en las tendencias separatistas que despedazaron a la América Española. Pero fueron miembros de las clases superiores, españoles y criollos, los que vacilaron, cuando creyóse asegurado el triunfo de Napoleón. Ni el pueblo español, ni los pueblos hispanoamericanos, se afrancesaron. En América y España, las masas populares se rebelaron contra el francés con espíritu nacional. La posterior adhesión de las masas a los postulados de 1810 fueron en parte, como en la misma España contra José Bonaparte, reacciones frente al extranjero usurpador y, después, contra un absolutismo de hinojos ante Francia, con su cohorte de afrancesados de petaca, burgueses rastreros y una nobleza arruinada, dispuestos, junto al oscurantismo clerical, a cualquier solución dinástica extranjera que preservase sus intereses. Contra esa monarquía depravada, y no contra España, se alistaron, a su turno, las masas. Y puede decirse que en la América Hispánica el sentimiento contra Napoleón fue español. No debe omitirse, como antecedente de este espíritu, que en estas comarcas, el mismo Carlos III fue considerado un rey extranjero. Durante la última mitad del siglo xviii y principios del siguiente, el encono hacia Francia era la norma en los pueblos americanos. La deificación del espíritu francés es posterior a 1850 y confina con el aplastamiento de los caudillos de masas. El boliviano Santa Cruz, un indio y un patriota, ante quien el cónsul inglés Wilson, según propias declaraciones, se inclinaba con más respeto “que ante el rey de Inglaterra”, pasará a la historia como un reptil. Hidalgo un traidor. Facundo un bárbaro. Ángel Vicente Peñaloza un forajido. Y así en todos los países de la América latina.

Bolívar y el destino de América

Como un resabio de la escuela individualista que hace girar la historia alrededor de las personalidades destacadas y no de los lentos y subterráneos procesos colectivos, esta dispar postura de las clases altas y los pueblos frente a España, no es habida en cuenta por los historiadores liberales. Grandes figuras de la Independencia, cuando más, son juzgadas como excepciones incómodas a la interpretación “democrática” de la emancipación. Es, empero, en estos hombres que concluyeron con la espada la libertad de América, en quienes, junto a su conciencia de clase, pervive —como sobrevivía en los pueblos— la adhesión cultural a España. Y es en las dudas de estos próceres donde la gesta emancipadora se ensombrece con la magnitud de una gran tragedia histórica.
El pensamiento de Simón Bolívar es alegórico del drama de la disolución del Imperio Español, tanto como del destino aciago que descendió sobre los pueblos después de la emancipación. En Bolívar, como en ninguno, está presente esta época de transición, en cuyo escenario tempestuoso se desatan las guerras de la independencia y la posterior servidumbre de la América latina. Bolívar es, de un lado, el añejo sistema español y la certeza histórica de su unidad política; del otro, la conciencia de la aristocracia criolla, indecisa entre la monarquía, el liberalismo conservador y el miedo a las masas que Bolívar llama “multitudes desenfrenadas”. Una dualidad patética dilacera el pensamiento de Bolívar. Comprende el papel centralizador de España y vislumbra la gran desventura que merodea sobre América. Todo el pensamiento del Libertador, como lo atestiguan sus instrucciones de 1822, denota su decisión de no romper vínculos con España, sobre el convencimiento de que los americanos son de la misma raza fundadora, hijos de una cultura liminar y destinados a una fraternidad superior, auspiciada en la propia España, por los republicanos adversarios del absolutismo.
El liberalismo español era nacional e hispanoamericano a un tiempo. La Gran Colombia (Venezuela, Panamá, Ecuador y Colombia) es el ideal bolivariano que quiere conservar la estructura del antiguo virreinato con la adhesión voluntaria de Venezuela. Este proyecto de una gran nación moderna fue prontamente invalidado por el interés extranjero. Sus sucesivos fracasos, llevan a Bolívar, ya desengañado, a confesar que “abriga pocas esperanzas de consolidar los nuevos gobiernos americanos y las probabilidades de que se despedacen mutuamente”. Asume así la defensa tácita de España. Pero a continuación, en medio de sus lóbregas vacilaciones, casi hamletianas, agrega: “Si un Estado poderoso no interviene en sus diferencias o toma a América bajo su protección”. Los estados poderosos de la época eran Inglaterra, Francia y Estados Unidos. Y Bolívar, ante el dilema —que es el de la América misma emancipada—, bajo las íntimas tensiones de esta contradicción irresoluble, permanece impotente.
El senado hereditario, propuesto por Bolívar en Angostura, era una variante de esa monarquía malograda, en parte por la reacción democrática de las masas que habían adherido a la monarquía española, pero rechazaban ahora, reyezuelos americanos o extranjeros ilegítimos. En Bolívar, como en la mayoría de los héroes de la Independencia, el espíritu monárquico español, sin variar su esencia, tomó las vestiduras terrenales de un republicanismo autoritario. Pero cambiar el nombre no es cambiar la cosa. El proyecto de coronar a Bolívar interesa más que el debatido asunto sobre el pensamiento del propio interesado al respecto. Era un estado de conciencia de las clases altas, y tanto Santander como Páez, que representaban intereses contrarios dentro del país, no descartaban esa posibilidad. La opinión de Páez, caudillo de los llaneros venezolanos, es la de toda una clase social. En carta a Bolívar le decía: “La situación de este país es muy semejante a la de Francia cuando Napoleón el Grande se encontraba en Egipto y fue llamado por aquellos primeros hombres de la Revolución convencidos de que un gobierno que había caído en manos de la mas vil canalla podía salvar a la nación, y usted está en el caso de decir lo que aquel hombre célebre entonces: los intrigantes van a perder la patria, vamos a salvarla”.
En América, el liberalismo antiabsolutista se transformó en el poder político de una aristocracia autóctona. En Bolívar, esta conciencia aristocrática es inflexible. No es Bolívar quien habla, sino la clase social a la que pertenece. Con la diferencia que Bolívar es aún la grandeza del Imperio empeñado en renacer de sus ruinas históricas para siempre caídas. Fue el suyo un sueño desdichado. Y Bolívar entiende, como conservador, pero también como americano, el sentido real de una emancipación que anuncia la dispersión de América: “Los códigos que consultaban nuestros magistrados, no eran los que podían enseñarles las ciencias prácticas del gobierno, sino los que han formado ciertos buenos visionarios que imaginándose repúblicas áureas, han procurado alcanzar la perfección política, presuponiendo la perfectibilidad del linaje humano. Por manera que tuvimos filósofos por jefes; filantropía por legislación, dialéctica por táctica y sofistas por soldados. Con semejante subversión de principios, y de cosas, el orden social se resistió extremadamente conmovido, y desde luego corrió el Estado a pasos agigantados a una disolución universal, que bien pronto se vio realizada” (Manifiesto de Cartagena). Es esta también la apología de España. Y el temor a los pueblos. No debe olvidarse que las tropas que combatieron a Bolívar estaban integradas por nativos, y que los llaneros de Venezuela permanecieron adictos a los españoles. Eran las mismas masas hispanoamericanas que habían rechazado en 1806 a Miranda, precursor de la emancipación y agente de Inglaterra.
Bolívar, que en 1804 asistió indignado, como liberal devoto, a la coronación de Napoleón, congeniaría con las ideas monárquicas. Al triunfar la restauración borbónica, la mayoría de los republica nos se hicieron realistas con pedestre lógica de clase. La burguesía europea marcaba el compás y los americanos lo seguían al diapasón de las testas coronadas, con sus hitos en los Congresos de Viena (1814); Aquisgrán (1818); Karlsbad (1819), y Verona (1822), bajo la severa mirada antirrepublicana de Francia e Inglaterra. Las ideas monárquicas en América reverdecieron de nuevo. Miranda había propiciado el plan de un emperador indígena con un parlamento de tipo británico. Algo parecido había postulado Belgrano. Bolívar titubea en 1815. No es adepto decidido de la monarquía. Pero tampoco del régimen republicano: “Aunque aspire a la perfección del gobierno de mi patria no puedo persuadirme que el Nuevo Mundo sea por el momento regido por una República, como es imposible, no me atrevo a desearlo, menos deseo una monarquía universal en América”. En la disyuntiva, piensa que sólo un gobierno con las facultades de un Dios podría salvar la situación. Por ese laberinto admite la idea de la división de la América Hispánica en numerosos estados, y coincide, en medio de sus sentimientos encontrados, con la voluntad colonizadora de Inglaterra y Francia, que Estados Unidos haría suya más tarde. Hecho que no escapó a Bolívar: “Los Estados Unidos parecen destinados por la Providencia para plagar la América de miserias en nombre de la libertad”. Inglaterra, secreta y astutamente, maniobró con estas vacilaciones de las clases conservadoras americanas. A su predica sutil y de largos alcances, no escaparon figuras importantes de la emancipación americana: San Martín, O’Higgins, Montufar, Nariño. El mismo Bolívar. Con tal política, Inglaterra, gobernando ya a la clase criolla montada en el poder, ganaba con costas el pleito contra España y bajaba las compuertas a las ambiciones colonialistas de Napoleón.
En Bolívar se asiste a este enorme conflicto histórico traído por la emancipación, a este contrapunto de influencias filosóficas y políticas, pero todavía al servicio de una potente sentimentalidad española y americana, de signo conservador, sin duda, en la que los intereses de la “Santa Iglesia” se unen, ya al final de los días del Libertador, con el género humano redimido por la libertad y, al mismo tiempo, con la voluntad sin concesiones, de consolidar a las nuevas aristocracias del dinero: “Una cadena más sólida y más brillante que los astros del firmamento nos liga nuevamente con la Iglesia de Roma que es fuente del cielo. Los descendientes de San Pedro han sido siempre nuestros padres, pero la guerra nos había dejado huérfanos, como el cordero que bala en vano por la madre que ha perdido. La madre tierra lo ha buscado y a vuelto al redil: ella nos da pastores dignos de la Iglesia y dignos de la República... La unión del incensario con la espada de la ley es la verdadera arca de la Alianza”. Estas palabras de 1827, que reflejan la política remozada de Roma y la Santa Alianza, delinean la involución del liberalismo en América. Las ideas de Bolívar de 1817 sobre una América Hispánica unida con México como metrópoli, eran cadáveres. Benjamín Constant, un liberal antimonárquico consecuente, habría de enrostrar a Bolívar este contenido de clase de su pensamiento. Ante la perspectiva de un Bolívar monarca o dictador, decía: “La dictadura es una herencia funesta de las Repúblicas oligárquicas que contaban con esclavos y ejercían su poder sobre proletarios despojos de su bienes y sus derechos... Cuando un pueblo no está suficientemente ilustrado para gobernarse por sí solo no es la tiranía a la que deberá su libertad. Por lo demás, la apreciación de las luces de un pueblo no debe confiarse a quienes tienen interés en pintarlo ciego y estúpido. No es hoy la primera vez que se calumnia a las naciones para hacerlas servir”. Tal sería en su consecutiva degradación histórica la filosofía política que seguirían las oligarquías liberales de América.

San Martín y América

El de Bolívar es un pensamiento americano, aún aureolado de patetismo. También San Martín es liberal, conservador y monárquico. Cuando meditaba en la monarquía, San Martín trataba de impedir la desmembración de América, como se desprende de los puntos 4 y 5 de los comentarios del historiador Restrepo que intervino en las tratativas de Guayaquil: 4) El general San Martín marchaba para negociar con el soberano de España. 5) Las cuatro provincias pertenecientes al virreinato de Buenos Aires, quedarán agregadas a la monarquía del Perú... 6) Se cooperaría a la unión del Perú y Chile para que integrasen la monarquía y se harían iguales esfuerzos respecto a las provincias del Río de la Plata. Esto no le impediría a San Martín, en su carta a Godoy Cruz —como lo recuerda Alberdi—, considerarse “un americano republicano por principios y por inclinación, pero que sacrifica esto mismo por el bien de la patria”. Es claro que San Martín combate al absolutismo, no a la monarquía. En 1831 escribía a O’Higgins: “Si lo que es improbable, vence el absolutismo, no dude usted que la vieja España será ayudada por la Santa Alianza a reconquistar sus antiguas colonias. Yo nada temo de todo el poder de este continente siempre que estemos unidos; de lo contrario, nuestra cara patria sufrirá males incalculables”. San Martín tenía conciencia del peso de las tradiciones nacionales e hispanoamericanas: “Yo estoy firmemente convencido que los males que afligen a los nuevos estados de América no dependen tanto de sus habitantes como de las constituciones que los rigen”. Y agregaba que a los pueblos no se les deben dar “las mejores leyes”, sino las que responden a sus idiosincrasias y necesidades nacionales.
Querer hacer de estas figuras de la independencia americana paladines impolutos de la democracia, es otra de las falacias del liberalismo posterior. San Martín, como Bolívar, no fueron más allá de ese liberalismo, que dentro del pensamiento político de la burguesía europea era avanzado frente al absolutismo monárquico. Ese liberalismo fue antidemocrático. Los acontecimientos europeos que con su epicentro en Francia estremecieron a Europa en 1848 merecieron de San Martín en su carta al general Castilla este juicio: “Las máximas de odio infiltradas por los demagogos a los trabajadores” y “donde los habitantes que tienen algo que perder desean ardientemente que el actual estado de cosas continúe, prefiriendo el gobierno del sable militar a caer en poder de los partidos socialistas”. A los héroes corno San Martín y Bolívar no hay que embellecerlos sino presentarlos dentro del marco sin molduras de oro de las limitaciones históricas de la grandeza. De toda grandeza. Lo importante es que ninguno de ellos renegaba de los orígenes históricos de la América Española. Monteagudo, bajo el influjo probable del mismo San Martín, pensó en una gran federación americana. Moreno, aun que la consideraba improbable, no la rechazaba y la transportaba al futuro. Otro americano de talla, Artigas, pensaba en la unificación de América. Todos ellos tenían conciencia del pasado y trataban de restaurarlo con sello americano.

Echeverría y la democracia en América

Así como la oligarquía desfigura a los americanos mejores que aún pensaban en la América Hispánica, hincha a los pequeños, útiles a los fines de la falsificación histórica. Tal el caso de Esteban Echeverría. En este escritor político abundan las frases caras a las oligarquías de la tierra: “La bandera de Mayo, pues, no es como estáis acostumbrados a oírlo y repetir la bandera de la libertad, sino la bandera de la Democracia”. Así piensan la “democracia” sin libertad las oligarquías. No hay que engañarse con los pañales abstractos de la idea. La democracia, para Echeverría, es el orden de la burguesía liberal aderezado con las nebulosidades del “progreso”, la “asociación”, “fraternidad”, “igualdad”. Todo ello sobre la “tradición de Mayo”. Es la ideología del liberalismo, posterior a la Revolución Francesa, ya enterrada, salvo en las frases pomposas. Es la ética literaria del poder burgués convalidado en América, que gira, también sobre el principio echeverriano de la “propiedad privada”, “deseada por Dios” y que en Echeverría se suaviza, sin tirar el carozo, en la esperanza de mejorar la situación de las clases bajas por la dulcificación del egoísmo y por la educación pública. Tal han sido, justamente, las banderas mancilladas de la oligarquía liberal. Al lado de Saint Simon, que tanto influyó en su pensamiento, y que era un pensador de garra, Echeverría es un afectuoso reaccionario, no un espíritu progresista. Cree en el altruismo de los poderosos, en las almas tratables, en el buen corazón burgués redimible por la piedad hacia los menesterosos. En tanto, los obreros de Lyon, se lanzaban a las barricadas, en 1843, al clamor de:
“Vivir trabajando o morir combatiendo”
El pensamiento de Echeverría, espíritu sociable y frívolo —él mismo se consideraba un ecléctico— es una modalidad escolar del liberalismo económico, y Echeverría, su portavoz americano, lo declara: “Las leyes inmutables en la producción de la riqueza que han descubierto los economistas filósofos.” Vale decir, Ricardo, Say y A. Smith. Todo está dosificado en este ficticio prócer. Su admiración por Mazzini, la libertad de comercio, la protección a los extranjeros, el orden del Universo. Duda, al menos, sobre cuál de los dos sistemas, el colonial o el posterior a Mayo, es el mejor. Tuvo razón Groussac, cuando refiriéndose a la obra de Echeverria, inflada por sus panegiristas, decía que si se desvestía al Dogma Socialista “de todo lo que pertenece a Lamennais, Leroux, Lerminier, Mazzini y “tutti quanti” sólo quedarían las alusiones locales y los solecismos”. Alusiones locales fueron, en efecto, sus mentadas ideas sobre América, a la que nunca comprendió, por la sencilla razón que no entendió al romanticismo y despreciaba al pueblo: “Las masas no tienen sino instintos: son más sensibles que racionales; quieren el bien y no saben dónde se halla; desean ser libres y no conocen la libertad.” Partidario de la enseñanza religiosa, se opone al laicismo, que “podrá ser bueno en España pero no en América, pues fomentaría nuevos gérmenes de confusión y discordia”. De este modo concidía con Juan Manuel de Rosas. Y aconseja un sistema educativo que mantenga a las masas bajo la dirección férrea de las clases altas. Tal el “progresismo” de Echeverria. Por eso este plagiario, como lo probase Raúl Orgaz, este vate lastimoso, ha merecido una estatua de granito, como premio póstumo de la oligarquía. Y Alfredo Palacios, otro maestro de América, ante las pruebas demoledoras sobre la orfandad intelectual de Echeverría, verá compensada ampliamente la deshonestidad intelectual de este mal escritor —que reconoce como probada— con la belleza conjunta de su obra. Y así, Alfredo Palacios, de pique, es prestigiado en vida por esa misma oligarquía. En el fondo, se trata de algo más serio que de una condescendencia literaria. En la continuidad de las épocas y las constantes históricas del pensamiento argentino, es el mismo socialismo. Un socialismo para filántropos. Un socialismo al que Alberto Palcos, en una frase acaramelada, conciliadora y deplorable, ha calificado de “socialismo amable, espiritualizado”. En fin, un socialismo de hospital, en el cual las damas de beneficencia hacen de parteras de la historia.

Alberdi y España

Alberdi es un pensador clave para comprender nuestros orígenes históricos. Es Juan Bautista Alberdi, y no Echeverría, el mejor exponente de la llamada generación del 37. Alberdi, cincuenta años después de la Revolución de Mayo, manifestaba que el cambio de gobierno no había significado el de las estructuras coloniales. Este es, sin embargo, un juicio incompleto. El ritmo colonial no sólo varió, sino que fue escoltado por el aniquilamiento de las industrias artesanales florecientes del interior, convulsiones sociales y violentos desplazamientos de clases. Las que no cambiaron fueron las clases latifundistas en formación y la burguesía comercial exportadora de Buenos Aires, la provincia metrópoli, que se apropiaron del aparato monopolista español. Ante esa evidencia, Alberdi se erige en defensor de la monarquía. Estas ideas alberdianas deben entenderse con criterio histórico y en relación con la época de la cual Alberdi fue testigo y actor. Del liberal extremo, del atildado bailarín de minuet, del extranjerizante de los comienzos —a diferencia de Echeverría es recelado hasta hoy por la oligarquía mitrista— ha sobrevivido el daguerrotipo juvenil, único que interesa a la historia oficial.
Enemigo de España, Alberdi viejo escribirá: “Bajo el sistema colonial la América no conoció sino gobiernos “unitarios” (en el sentido de centralización: J. J. H. A.). Así se pobló, creció, se civilizó hasta poder declararse independiente de Europa. Así llevó a cabo la guerra de su independencia.”
“La descentralización, que fue un arma útil para debilitar y destruir el poder de los reyes europeos en América, ha continuado, por una aberración, debilitando y estorbando el establecimiento de gobiernos americanos que más bien convenía fortificar. América ha olvidado que si la descentralización fue un arma de circunstancias para destruir al antiguo gobierno español, después de logrado eso no podía servir a la América independiente sino para debilitar su propio poder moderno. Este vicio, nacido de toda revolución, ha pretendido purificarse con las necesidades del suelo vasto y desierto. Pero la historia de dos siglos de centralismo colonial desmienten esto, por más que el suelo de América y su edad presente no sean tan favorables a la centralización como los de Europa.” Este núcleo central del pensamiento alberdiano se repite hasta el cansancio en sus escritos maduros junto a las reliquias encanecidas de sus ideas juveniles; “España hará esclavos dondequiera que funde colonias; la Inglaterra hará pueblos libres en sus mismos colonos.” Al mismo tiempo, reconoce que “la centralización monárquica nos ha dado todo lo que tenemos, y, sobre todo, leyes, lengua y civilización”. Alega que la revolución americana “no tuvo por objeto la “república” sino la “independencia”. Así lo entendieron los autores mismos de la Revolución de la Independencia de Sudamérica, cuando después de asegurada y conquistada en todos los terrenos, aspiraron a dar al nuevo gobierno democrático popular la forma monárquica”. Alberdi retomaba, a destiempo, la tesis de las monarquías americanas. Era tan enemigo como San Martín, Bolívar o Rosas de las democracias sociales. Por eso se declaraba partidario de Napoleón III y blandía su lema: “El imperio es la paz”, frente a los acontecimientos de 1848, que anunciaban la impetuosa ascensión del joven proletariado europeo. Sigue convencido de que únicamente Europa puede auxiliarnos y no los países americanos. En la anarquía ve “la enemiga de la revolución porque la pierde y la entrega al extranjero” sin reparar que esta anarquía era hija de esa política europea. Pide gobiernos estables, bajo el modelo inglés, en estrecha relación con Europa. Pero detrás de estos fetichismos, Alberdi señala el hecho capital de que estos pueblos no fueron republicanos hasta después de la caída de Rosas, cuando los intereses concentrados, económica y políticamente en Buenos Aires, ligados al extranjero, crean el mito de la democracia liberal. El ideal político de Alberdi es “el rey reina, la aristocracia gobierna, la democracia impera”. Fórmula de jurista, sobre la monarquía parlamentaria de tipo británico, en la que se alían su amarga experiencia política y su espíritu conservador.
En Alberdi, como en Bolívar, salvo que ahora tras fría recapacitación intelectual, la tortura de un error histórico vaga sin cesar en su pensamiento político. Al final de su vida, desconfía de su ciega pleitesía a Europa. Entiende que son los intereses económicos exteriores los que han causado la emancipación: “El sistema colonial que reinaba en América (fue destruido) porque ese sistema les era hostil y desastroso.” Asimismo, denuncia el deterioro de las ideas liberales europeas al pasar a las oligarquías criollas. Y aclara, con penetrante mirada histórica, cómo Buenos Aires azuzó el “federalismo” de las provincias para dividirlas y debilitar al país en el orden político: “La prueba concluyente de esta verdad es que antes del establecimiento de la República, ahora cincuenta años, cuando la población era menor, el desierto más grande y las vías de comunicación más escasas, los ‘montoneros’ y los ‘caudillos’ no existían. La autoridad era reconocida y respetada a pesar de las distancias, de la falta de medios de comunicación, etc.” Alberdi niega, como se ve, que 1810 haya reportado un progreso con relación al período hispánico anterior.

Alberdi e Hispanoamérica

A pesar de sus preconceptos filosóficos, la lógica de las ideas debía conducir a Alberdi a una posición histórica correcta. Para Alberdi, equivocado en esto como en tantas cosas, nada hay valioso en América. Hasta los animales y las plantas son europeos. Pero de este europeísmo termina por extraer una verdad radical: “Si la Europa no hubiera ido a América, vosotros habrías nacido en España en lugar de nacer en América: he aquí todo vuestro americanismo. Sois españoles nacidos en América.” A la vez, opinará que “todas las naciones juntas” de América Hispánica no le traerían al país los beneficios de Inglaterra. Es verdad que cree que esto no sería una colonización, sino producto beneficioso para América de “alianzas y ligas que pertenecen al gobierno internacional y se reglan por él”. Ya las condiciones estaban preparadas en época de Alberdi para el dominio británico. Y en este orden nada ve. Para él, la “tierra no es sagrada” y el “odio a Europa no es americanismo sino españolismo”. Piensa en “el amor del extranjero” que tiene tanta afición como nosotros por nuestra independencia, y que por ello “será su primer guardián y centinela”. “Acostumbrados a la fábula nuestro pueblo no quiere cambiarla por la historia”, dirá Alberdi. Esa fábula —constitucionalismo, inmigración sin trabas, extranjerismo— él mismo contribuyó a naturalizarla. Por eso la oligarquía, aunque a regañadientes, lo ha admitido en su santoral. A pesar de ello, la verdad lo supera. De la idea del centralismo monárquico pasará a la negación, no del todo resuelta en su espíritu, de la mayor parte de sus ideas. No hay nada más difícil para los hombres que renegar del propio pasado. Ya lo había dicho: “Donde no hay historia veraz no puede haber política veraz” Entre los claroscuros y prejuicios de su formación —que es la de la famosa generación del 37— esa historia por él revelada, como la cabeza de medusa, paraliza sus mitos europeos. El monarquismo, ya intempestivo en su tiempo, no es un repudio de la República, pues piensa, en una de sus tantas argucias de abogado, que el sistema republicano —aunque no lo estima— “si es irrevocable también es perfectible”. Una mera conciliación casuística como se ve. Pero su justa tesis centralizadora no podía quedar a mitad del sendero. Con clarividencia se refuta a si mismo. La republica puede subsistir si retorna a la antigua organización virreinal, “si se convierte en república fuerte, compacta, sólida, grande como un imperio”. Y añade, con intuición del porvenir: “No habrá medio para impedir que, la república, tal cual existe hoy en México, el Plata, Venezuela, Nueva Granada, etc., sea reemplazada por la República tal como existe en Estados Unidos y Chile, es decir, centralizada, fuerte.” Fuera de la cita sobre Chile, una de las opiniones de Alberdi dictadas por conveniencias personales del momento, la verdad está dicha. Y de la idea monárquica, va más allá adaptándola a la realidad de su época y América: “Respetando algunas mudanzas introducidas por la revolución en este punto, habría que volver en lo general a los limites que trazó España a sus virreinatos aleccionada por una experiencia de siglos a que no han sido atentos sus sucesores, los gobiernos independientes” Insiste en la integración del antiguo virreinato de Buenos Aires, con la incorporación de Bolivia, a la que atinadamente llama el “estado imposible”, y agrega: “Suprimir el estado de Bolivia no era abolir a los bolivianos, sino elevarlos de un rango oscuro a otro más notable; sería restablecer a su anterior nacionalidad respectiva de argentino y peruanos que son más espectables que permite serlo la desacertada constitución geográfica de ese país.” Va más allá. Los jefes del nuevo gran estado americano podrían tener cualquiera de sus nacionalidades. Lo mismo que de Bolivia piensa del Paraguay. Y relaciona la exigencia de unidad con el centralismo imperial, el indisputable acierto para Alberdi, del Brasil. En esto será consecuente y se opondrá a la guerra del Paraguay. Pero este ideal —vuelve a afirmarlo —lo será “a condición de la antigua reagrupación territorial en los limites del virreinato. Alberdi repite, en lo fundamental, el proyecto del conde de Aranda, y vierte sus temores frente a la expansión brasileña y norteamericana facilitada por nuestra desunión. Ya en su madurez, al hablar de la América Hispánica dirá: “Es preciso volver a la patria primitiva”.
Esta es una defensa asaz valiosa de España, por venir del adversario mas enconado y de mayor talento político que dio la Argentina del siglo xix. Así tiraba por la borda su reverencia, a ratos servil, hacia Inglaterra.

Las masas argentinas

Se ha dicho que la emancipación no fue en su hora un hecho deseado por los pueblos de América. Entre otros, Juan Álvarez, ha destacado las causas verdaderas de la independencia, vinculándola con acierto a Buenos Aires, la ciudad puerto, y a “los deseos de los hacendados y de un corto número de personas a quienes hería la forma arbitraria de distribuir los cargos públicos, la prohibición de leer y publicar ideas, la intolerancia religiosa y política y el sistema comercial mantenido por España en el Río de la Plata”. De todo esto se ha hablado. Las manufacturas inglesas arrasaron los oficios locales en poco tiempo, y posiciones proteccionistas como las de Artigas, que propiciaba, además, la liberación de derechos de importación para las máquinas que sirvieran al mejoramiento de las industrias locales, fueron dejadas de lado al triunfar las oligarquías en complicidad con la burguesía comercial de las ciudades marítimas. “Desde 1822 a 1826 diez empréstitos han sido hechos por Inglaterra en nombre de las colonias españolas. Montaban estos empréstitos la suma de £ 20.978.000 libras esterlinas. Estos empréstitos habían sido contratados al 75 %. Después se descontó dos años de intereses al 6 %. En seguida se retuvo £ 7.000.000 de gastos varios inespecificados. Al fin de cuentas, Inglaterra ha desembolsado una suma real de £ 7.000.000, pero las repúblicas se han hipotecado en una deuda de £ 20.978.000 libras.” (CHATEUBRIAND).
Esta situación, que aseguró el poder económico satélite de las clases pudientes criollas a costa de sus propios países, prepara el levantamiento de las masas del antiguo virreinato alrededor de los caudillos en México, Colombia, Venezuela, Argentina. América Hispánica fue encordelada al mercado mundial y el anterior orden desmantelado. El General Santander, en 1828 describe el desquicio promovido por la mediación económica extranjera: “Los paisanos miran con ceño a los militares; los militares desprecian a los paisanos y hasta los ultrajan; los preocupados hacen la guerra a los liberales; éstos son intolerantes con los fanáticos; los masones siembran la desconfianza y la desunión; contra ellos se pronuncian el pueblo ignorante y los enemigos interiores”. El “pueblo ignorante” eran las masas nativas arrancadas de su estabilidad social. Barbarie contra civilización se llamará a esta expropiación cruel. Las guerras civiles se generalizaron en todas partes y las constituciones liberales de las clases altas fueron rechazadas con las lanzas de las masas alzadas. El poder de las ciudades portuarias se acentuó, y las clases propietarias de la tierra se convirtieron en el lado agrario de la industria europea. Este carácter de las oligarquías dentro de la división internacional del trabajo instaurada por el capitalismo del siglo xix, explica su liberalismo mental por la ligazón financiera con Europa y su antiprogresismo local, en tanto dependientes de las importaciones extranjeras. La política portuaria de Buenos Aires, desde el comienzo, se opuso al restablecimiento del antiguo virreinato, con su órgano central en Córdoba o Perú, y que todavía, en el Congreso de Tucumán de 1816, las provincias defendían contra el prepotente poder de Buenos Aires. Se cumplía el plan de Inglaterra propugnado por Canning: “Decidí que si Francia se adueñaba de España, no seria una España ‘con las Indias’. Di existencia al nuevo mundo para apuntalar al viejo.” Aunque Inglaterra no pudo introducir el protestantismo, pues los intentos de anglicanización de América fracasaron aún en las clases altas, en 1830 su hegemonía en el Río de la Plata estaba firmemente constituida.
Hay un equívoco que confunde a muchos, con relación al liberalismo en América. El liberalismo, que fue en sus etapas primeras una filosofía progresista presentada como ética pródiga del capitalismo, nace con el desarrollo de la revolución industrial y, posteriormente, en Europa degenera en filosofía reaccionaria al acumularse los efectos políticos que la expoliación capitalista genera. En América, en cambio, el liberalismo posterior a 1853 ingresa con la disolución de las industrias en desarrollo del período hispánico, y en tanto ideología desconectada de un piso histórico propio, al acoplarse a estructuras económicas de tipo agrario, no podía acabar en otra cosa que en un liberalismo de parodia, en una filosofía contrahecha.
En nombre de la “civilización europea” se inició en América la era del despotismo bárbaro sobre la masas a las que se sometió o exterminó con las armas de fuego de los ejércitos modernos. Las constituciones liberales legalizaron jurídicamente el traspaso del poder económico a las clases herederas del sistema virreinal, metamorfoseado ahora en un apéndice colonial opíparo de Europa.
Con diferencias de detalles, las luchas argentinas entre “unitarios” —las clases ligadas a la exportación portuaria— y federales —las poblaciones empobrecidas del interior— se reeditaron en la mayoría de los países emancipados: Bolivia, Colombia, Venezuela, México y América Central. Y las reacciones similares de los pueblos, incorporados a la economía internacional después de la emancipación, comprueban que las mismas causas exteriores hicieron de las insurrecciones populares no expresiones de naciones aisladas, sino del pueblo hispanoamericano en su conjunto. Es cuando las masas comienzan a levantarse que reaparecen, como fantasmas del pasado, las ideas monárquicas, es decir, el intento, de parte de las clases acomodadas, de restaurar el orden social colonial español. Tales ensayos terminaron con el fusilamiento del falso emperador Iturbide y de Maximiliano, en 1824 y 1867, al tiempo que las oligarquías de la tierra cambiaban su monarquismo por el parlamentarismo anglosajón y sistemas presidencialistas despóticos. Sólo en México la emancipación tuvo carácter indigenista y democrático y terminó con el ajusticiamiento del cura Hidalgo. Las ciudades portuarias apuntalaron su poderío, suprimieron las aduanas interiores, que protegían las industrias locales, y abrieron al “comercio libre” el camino para la concentración de la riqueza en las ciudades y regiones abiertas al mar. El aniquilamiento de los caudillos y sus gauchos debe interpretarse no como el desarrollo del capitalismo nacional, sino como el desbordamiento del capitalismo internacional, adversario de todo progreso industrial independiente en las antiguas colonias españolas. El llamado “progreso” lo fue con relación a Europa y no a América.
A fines del siglo xviii las industrias artesanales americanas estaban en condiciones de pasar al período fabril y manufacturero. La independencia interrumpió esta evolución. El fenómeno de la “acumulación primitiva” del capital no se produjo en la industria sino en el campo, y si algún sentido tiene hablar de “acumulación primitiva” con relación a América, en una aplicación mecánica de la célebre tesis de Marx —justa en Europa—, lo mas que puede decirse es que tal acumulación primitiva consistió en la expropiación indirecta por parte del capitalismo europeo de las artesanías y telares del interior, convirtiéndose América, desde entonces, en zona productora de materias primas para las fabricas de Europa. El pensamiento de De Pradt se había consumado. Esto explica por qué estos países han permanecido en el atraso, cuando en realidad, en Europa, la acumulación primitiva fue el fundamento de la industrialización. La mano de obra, a lo largo del siglo XIX, “liberada” por la liquidación de las industrias artesanales, no pasó a las fábricas, que estaban en Europa, sino a los grandes latifundios y explotaciones mineras. Y esto en toda América.
No necesitaban las masas de los libros para convenirse en revolucionarias. Esta democracia autentica, espontánea y heroica, nada tenía que ver con el “progresismo” de las oligarquías liberales, entramadas y perdidas como un nudo del tejido, en las formas superiores del capitalismo del siglo xix, que ya en Europa asistía a los antagonismos entre la burguesía y el proletariado. Aquí el conflicto se dio también como lucha de clases, pero con una variante: oligarquías de la tierra contra las masas rurales de origen indígena y gaucho. De este modo, la economía que era nacional por su base geográfica, pasó a ser colonial, es decir, europea, en su regulación financiera. El antiguo equilibrio del período hispánico fue horadado en un doble sentido, como mercado subsidiario de las naciones exportadoras metropolitanas y como mano de obra asalariada barata para las tareas del campo organizadas en escala capitalista mundial. Por eso, sin contrasentido, puede decirse que la emancipación trajo la feudalización mental bajo las formas modernas del capitalismo “civilizador”. Y no la democracia. Tal fue la obra de las oligarquías liberales en América Hispánica.

Civilización y barbarie

Las luchas sociales que siguieron a la emancipación fueron resumidas, por la inteligencia de la oligarquía argentina, en el concepto de “barbarie”, personificado en los caudillos y sus gauchos. Ya Moreno había valorado de otro modo al gaucho: “Hay que elevar al gauchaje y hacerlo tomar interés en esta obra.” Al revés, se los despojó de la tierra. Y se los calumnió. Richard Seymour, un inglés que visitó la Argentina en el siglo xix, enemigo del gaucho, no puede menos de reconocer la superioridad de este tipo americano sobre el labriego inglés, sus nobles modales, la prodigalidad de su espíritu sencillo, su cortesía, su lenguaje medido y digno, y lo considera “como el más culto caballero, empleando palabras y frases que un campesino de mi país ni soñaría utilizar”. Aquí está la antigua cultura española acopiada al espíritu del pueblo. Desposeído de la tierra y la libertad, el gaucho peleó como hombre y no como criminal. Se ha pretendido que el gaucho carecía de patria. Pero él hizo la patria con los ejércitos que libertaron a América y con su sangre amojonó las fronteras del país.
El gaucho no alcanzó a constituirse en clase social. Dispersos en la inmensa geografía, la apropiación en masa de la tierra de parte de los terratenientes, fue más rápida que su conciencia de clase. Convertido en paria —y desde entonces lentamente en clase social sin voz— de proletariado de las campañas habría de pasar, con las sucesivas transformaciones del país, a la categoría de trabajador industrial. Este es el meollo de por qué, hoy como ayer, se lo odia como clase. La aristocracia terrateniente lo desearía resero solitario, y en tal sentido, erige estatuas al gaucho muerto. Pero niega al gaucho vivo, su heredero en las fábricas del país. Ayer, la oligarquía lo acusó de ineptitud para el “progreso”. Hoy, de incapacidad para el trabajo, porque tiene en sus brazos, y lo realiza, el progreso industrial y nacional. Se trata de una antinomia histórica. Julio Victorica, una inteligencia enterrada por el mitrismo, ha enjuiciado al caudillaje de otro modo: “Mitre decía que eran los pueblos del interior los que causaron espontáneamente su propia ruina, y si hubo combates sangrientos, fusilamientos y prisioneros y toda clase de depredaciones, eso fue obra de los mismos pueblos, como si con tales sacrificios en los altares de la libertad, se hubiera de propiciar las bendiciones del cielo para el imperio eterno de sus principios. Así sacudieron los pueblos, según Mitre. “el largo despotismo que los abrumó con tal desgracia”, pero la historia dirá otra cosa: “Que así se dominaron las energías viriles de esos pueblos preparándolos para soportar el incondicionalismo y sumisión, que hasta ahora mismo han imperado en ella, sin que todavía se vislumbre el día en que han de recobrar la independencia y la altivez de otros tiempos.”
Alberdi hablará así de los caudillos: “Los caudillos son la democracia. Como el producto no es agradable los demócratas lo atribuyen a la democracia bárbara (...) Solamente que ellos —agrega con relación a Mitre y Sarmiento— quieren reemplazar a los caudillos de poncho por los caudillos de frac, la democracia semibárbara que despedaza las constituciones republicanas a latigazos, por la democracia semicivilizada que despedaza las constituciones con cañones rayados y no con la mira de matarlas, sino para reconstruirlas más bonitas; la democracia de las multitudes de las campañas, por la democracia del pueblo notable y decente de las ciudades; es decir, las mayorías por las minorías populares, la democracia que es democracia y es oligarquía.”
Así se sometió al interior y se construyó la mentira de la superioridad de Buenos Aires sobre el resto del país. El mismo Alberdi refutó esta falsía: “La única división que admite el hombre sudamericano español, es en hombre del litoral o en hombre de tierra adentro o mediterráneo. Esta división es real y profunda.” Es la idea ya anticipada en el capítulo anterior de un ser nacional dividido por situación geográfica y por oposición de clases: Y aquí se impone hablar de Sarmiento, el escritor en quien esta antinomia de clases transita como un hilo rojo que hilvana toda la historia argentina posterior.

Sarmiento y las masas nacionales

Domingo F. Sarmiento, por las penurias de su hogar sanjuanino estaba más cerca de las clases bajas que de las superiores. Su concepto de “barbarie” alberga un sentimiento de menorvalía social. En carta a Mitre le decía: “Tengo odio a la barbarie popular. La chusma y el pueblo gaucho nos es hostil. Mientras haya chiripá no habrá ciudadanos. ¿Son acaso tas masas las únicas fuentes de poder y legitimidad?... Usted tendrá la gloria de restablecer en toda la República el predominio de la clase culta anulando el levantamiento de las masas.” Donde detrás de la fachada de la cultura como privilegio de una minoría, se propugna una concepción reaccionaria de clase contra el pueblo. No pensaba así Darwin del gaucho: “Extraordinariamente generoso, humano y hospitalario y muy modesto al mismo tiempo consigo mismo y el país, extremadamente audaz y valiente, jamás grosero e inhóspito…”
Se ha hablado mucho de las contradicciones de Sarmiento. Este juicio debe ser revisado. Tales contradicciones responden a una intrínseca unidad negativa, antiespañola, antiamericana y antidemocrática, de su pensamiento político.
Converso provinciano de la oligarquía porteña, a la que sirvió, su concepto de la democracia importa su rechazo. En el Facundo, libro admitido por el mismo Sarmiento como apócrifo, es palpable su posición frente a las masas. En cuanto al aspecto formal de la democracia tampoco le interesó. A raíz de las elecciones de 1857 escribió: “Los gauchos que se resistieron a votar por los candidatos del gobierno fueron encarcelados, puestos en el cepo, enviados al ejército para que sirvieran en las fronteras con los indios y muchos de ellos perdieron el rancho, sus escasos bienes y hasta su mujer.” Odió todo lo americano. Al indio y al gaucho. Sobre el indio aconsejaba que debía asesinarse a sus hijos pues ya de pequeños “tienen el odio instintivo al hombre civilizado”. Es el mismo Sarmiento que instigará, implacable, el aniquilamiento del pueblo paraguayo. A Francisco Solano López, figura legendaria de América, lo acusará de “frenético, idiota, bruto y feroz borracho”. A Artigas, otro americano de altos méritos, lo llamará “tártaro terrorista”. A Güemes lo desprecia. Calumnió a Guido Spano que estuvo en las barricadas de París en 1848 junto a los trabajadores. Y admira a Garibaldi. A un hombre de ciencia de la talla de Arago lo menciona como “un tal Arago”. A Fourier lo cita de oídas. Habla de todo sin conocer nada. Acierta cuando se rebate a sí mismo. Pero el tuétano de su pensamiento es uno. Como dijera Alberdi, era cosmopolita en la medida que en él se inicia la subordinación de la inteligencia provinciana a la clase porteña empeñada al extranjero. No fue Sarmiento más que un asalariado perpetuo del gobierno. Y la oligarquía le dio títulos que trató de revalidar en Europa: “Hay tres cosas —escribió Alberdi con referencia a Sarmiento— que nunca dejan de darse al que sabe mendigarlas en Europa: condecoraciones, títulos literarios y cumplimientos de periódicos… los americanos se postran ante una bagatela de ese género, y para recomendarse en toda América mendigan sus pergaminos a la Europa que los prodiga distraída, sin sospechar siquiera que levanta colosos al otro lado del Atlántico con sus banalidades de mera complacencia.”“Y seamos francos —escribe Sarmiento—, no obstante que esta invasión universal de Europa sobre nosotros es perjudicial y ruinosa para el país, es útil para la civilización y el comercio.” Este era el ideal europeo de Sarmiento. Hijo de su desprecio al país. No hay contradicciones en Sarmiento. Su descepamiento de América se prueba por su inquina a figuras como San Martín. Lo elogió cuando la repatriación de sus restos. Pero en pieza retórica. Para Sarmiento, San Martín es un “personaje fabuloso”. Lo dice en sentido envilecedor. Y dirá: “Castigado por la opinión, expulsado para siempre de América, olvidado por veinte años, es una digna y útil lección.” Pero este “anciano abatido y ajado, débil de juicio” como lo infama Sarmiento, envainó la espada en las guerras civiles, no exterminó a la población criolla ni sirvió al extranjero. Tuvo San Martín, al comienzo de su carrera, tal vez un compromiso. Pero libertada América, antes de transar con Inglaterra, se exiló para siempre. Ese es su secreto. Y su grandeza incalculable. A diferencia de Bolívar. Y de Sarmiento. En San Martín, Sarmiento deshonró una vez más a América a la población nativa que el Libertador valoraba en alto grado pues con ella construyó una epopeya.
Su extranjerismo mental es enterizo. Se lamentó siempre que las invasiones inglesas hubiesen sido rechazadas. Estas ideas tenían antecedentes en Carlos María de Alvear, que llegó a implorar el protectorado de Gran Bretaña a fin de que estas provincias “se abandonasen sin condición alguna a la generosidad y buena fe del pueblo inglés”. Y mientras a Facundo Quiroga la oligarquía le vetó el derecho “post-mortem” de descansar en la Recoleta, Alvear tiene una de las más notables estatuas ecuestres del mundo debida al genio de Bourdelle.
Para Sarmiento, en su obsecuencia anglosajona. Estados Unidos es el único país culto que existe sobre la tierra. En carta a María Mann dirá: “Con emigrados de California se esta formando en el Chaco una colonia norteamericana. Puede ser el origen de un territorio, y un día, de un estado yanqui (con idioma y todo). Con este concurso genético mejorará nuestra raza decaída.” Pensó crear una escuela yanqui en San Juan. Era uno de sus tantos timos. Una manera de cortejar a una nación extranjera. He aquí el patriotismo de Sarmiento. Y el juicio despreciativo del historiador chileno Vicuña Mackena no es injustificado.

Realidad de Sarmiento

A través de Sarmiento puede reconstruirse la concepción histórica de la oligarquía. Dejando de lado los juicios eventuales de Sarmiento —sus famosas contradicciones— abstrayendo de su obra escrita lo típico y generalizable, la oligarquía argentina surge diáfana con los valores de clase que sustentan su visión del país. Sarmiento no fue un demócrata. Fue un liberal reaccionario. Y su actitud frente a los caudillos encaja sin rendijas con su opinión sobre la clase obrera europea. Aconsejaba imitar a Robespierre y sus métodos terroristas. Pero Sarmiento proponía tales métodos no contra las clases altas sino contra las bajas. Contra el pueblo. Llama, a los caudillos “feroces partidarios de la independencia, unos bárbaros y enemigos de todo comercio con el extranjero”. Era un jacobinismo profanado. Un democratismo invertido. Conservador “pour sang”, fue utilizado y ungido presidente por las clases conservadoras. Provinciano, fue un amanuense de Mitre. De Buenos Aires. El mismo lo dice, con su mulatismo social de trepador: “La gente decente a la que tengo el orgullo de pertenecer, aunque no tengo estancia.” Alberdi había despellejado esta doblez política de Sarmiento: “Es mucho menos de temer el más crudo localismo porteño que un provinciano radicado en Buenos Aires para que no lo crean un traidor o para que no le den empleos importantes. Verdugos de sus hermanos pueden decir: ¿Desempeñada por provincianos, cómo puede ser opuesto a las provincias mi ascendiente?” Ya en Chile enaltecía las virtudes de las clases coloniales: “Es un bien la oligarquía chilena formada por la clase pudiente e ilustrada”. Se pifiaba de la democracia en América y de los defensores de los “derechos del hombre”, y para él, la palabra “libertad implica sainete ridículo y larguísima comedia que no manifiesta tener fin”. Este era Sarmiento. Y no desdicen sus palabras los procedimientos con que las llevó a la práctica.
Sarmiento es la personificación más taciturna del liberalismo conservador en América. Hijo de la restauración y del reaccionarismo ideológico que encontró su replica en los levantamientos proletarios de 1848 y 1871: “La experiencia de medio siglo de ensayos constitucionales ha rechazado como irrealizables y desnudas de todo fundamento, las doctrinas de Rousseau y otros utopistas del siglo pasado.” Lo que rechaza son los sedimentos revolucionarios de la Revolución Francesa, que al pasar a las masas, en la continuidad de la historia, se convirtieron en las reivindicaciones democráticas del proletariado europeo. Siempre contra el pueblo, plagiando sin vuelo de pensamiento a Carlyle, adhiriendo a la escuela individualista de la historia dirá: “Toda la historia de los progresos humanos es la simple imitación del genio.” Para Sarmiento, el principio de autoridad, el dominio de la clase propietaria, debe legitimarse en el degüello: “Este es el medio de imponer en los ánimos la idea de autoridad”, que según Sarmiento, es el pilar de todo gobierno republicano, entendido como exclusión de las masas del escenario histórico. Toda su opaca y poltrona obra de gobierno, unida al pompierismo monárquico, protocolar, palanganudo, fue expresión de barbarie no de ilustración. Hasta Groussac pudo atacarlo de antidemocrático. Así, este reaccionario social escribía con relación a los acontecimientos de la Comuna de Paris que conmovieron a Europa: “La prensa libre fue el programa de la Comuna de París.” Y, por tanto, repudiaba la libertad de prensa. Salvo cuando servía a sus chanchullos partidistas auroleados de iracundia. Maestro del fraude electoral, lo ejecutó sin hesitaciones contra sus enemigos y dentro de sus propias huestes. Es por eso el modelo “democrático” de la clase ganadera. Y explica la oleografía conservadora sobre su persona. El pueblo nunca lo siguió. Fue instrumento provinciano de las minorías selectas, la mueca agriada del liberalismo colonial. Todas sus ideas reeditan el ideal de vida de la oligarquía ganadera. Se mofaba de la Argentina como poder naval. En la Patagonia veía un emporio de “huevos y avestruces”. Y servía a Gran Bretaña. Carente de visión nacional, salvo en las frases que aún deslumbran a la inmigración intelectual y universitaria, propugnó la fragmentación del territorio argentino. Fue partidario de Francia e Inglaterra cuando durante Rosas el país era agredido. En los momentos decisivos de la nación no estuvo con la patria. En las cuestiones con Chile, Bolivia, Paraguay o Brasil se opuso al interés nacional. Y propició la entrega de las provincias andinas a Chile. Si alguna vez mencionó la idea de la unión de Uruguay, Paraguay y Argentina, lo hizo en la esfera inservible de la utopía. En Argirópolis. Durante su presidencia se entregan los ferrocarriles argentinos que eran prósperas empresas nacionales a los ingleses. Todas las posturas mentales pueden encontrarse en Sarmiento. Pero su política fue una sola. Desde el Facundo, esa calumnia inaudita contra el país, hasta su admiración, ya anciano, y nunca desmentida hacia Inglaterra, unida a la añoranza de que la Argentina no hubiese sido colonizada por los anglosajones. Esa colonización la promovió él mismo como ideólogo de la clase terrateniente. Pues eso fue desde Sarmiento la Argentina: un dominio británico. Dijo de Mitre, con quien coincidió siempre, pese a erizamientos de superficie: “Mitre era unitario y federal, localista y separatista.” Con lo que armaba su propia estatua. Que era la de la oligarquía de Buenos Aires. De la que Ángel Vicente Peñaloza, asesinado por esa oligarquía —por Mitre y Sarmiento—, ofrecía este retrato amargo y verdadero: “¿Cómo es que yo soy el bandido y el salteador y ustedes los hombres de principios?” Los prisioneros tomados por Peñaloza habían sido devueltos. Y los partidarios de “el Chacho” ultimados sin misericordia por las tropas de Buenos Aires. Así enterraba el “caudillo bárbaro” a la “civilización” en cuyo nombre habría de morir apuñalado. La sentencia civilizadora de Sarmiento se cumplía:
“Hemos jurado con Mitre que no quedará uno vivo.”

Sarmiento y España

Es conocido el odio de Sarmiento a España. Hasta la poesía es para Sarmiento “un vicio español”. Miguel de Unamuno ha creído excusarlo: “…Sarmiento hablaba mal de España en español, y como los españoles lo hacemos, maldiciendo de nuestra tradición las mismas cosas que de ella maldecimos. Basta leer sus Viajes, el relato que hizo de España en 1846, y se verá cuán hondo y ardiente españolismo trasciende de sus severos juicios respecto de nuestros defectos, su censura no era la censura que suele ser la de los extranjeros, que ni penetran en nuestro espíritu ni aprecian nuestras virtudes ni nuestros vicios; su censura era la de un hombre de poderosísima inteligencia que sentía en sí mismo lo que en nosotros veía, y que penetraba con amor fraternal en nuestro espíritu…” Hay en esta interpretación de Unamuno un acierto: el españolismo de Sarmiento. De esto se hablará al final. Pero esta herencia cultural no era conciente en su espíritu. Y de conocerla la hubiese estigmatizado. Por otra parte, este relieve de su personalidad no hace a su valoración política y sí a su obra literaria. ¿Qué vio Sarmiento en España? Basta comparar las opiniones de Sarmiento con las de otro viajero célebre de la época, Carlos Dickens, para comprender su infantilismo mental. Fuera de los dicterios contra España, lo único que ensalzó fueron las corridas de toros: “He visto los toros y sentido un sublime atractivo.” Nos parece bien. Mejor hubiese sido que contemplase a Goya. Ante el cual este bárbaro de levita hubiese retrocedido encolerizado como ante su pueblo gaucho. Pero éstas son conjeturas. Mal podía comprender a España el adulador de Inglaterra que aconsejaba la introducción en América de pastores metodistas y la fundación de iglesias protestantes de espaldas totalmente a las tradiciones de Hispanoamérica. Mal podía reivindicar a una España vencida un hombre cuyo preceptor fue Franklin, con su ética del puritanismo capitalista. Este lector al galope de Renán, extravagante en todo, en Europa, al observar la cuestión social, será consecuente. Detesta a los trabajadores. Era un liberalismo, el de Sarmiento, que ya había alarmado a Sismondi, al comprender la contradicción de un progreso industrial asentado sobre la abyección de los obreros manuales. Sarmiento vio estos cuadros dantescos y los describió verazmente. Pero pasó por alto sus causas. Y habló con náuseas de esa miseria que le parecía connatural a las clases pobres. En una época en que Tomás Carlyle, un conservador, y Federico Engels, un revolucionario, habían descripto el horror del industrialismo en Inglaterra y desmenuzado su esencia, Sarmiento dirá de esos mismos trabajadores de Manchester: “Embrutecidos por el uso inmoderado del aguardiente, animalizados por dieciocho horas de trabajo, por la ignorancia, el abatimiento, la inmoralidad y la miseria” que “el más negado gaucho es mil veces más racional, más adelantado” que esos obreros industriales. Pero este detractor de las masas europeas y americanas, nada dirá del orden capitalista que explica la situación social misérrima del gaucho y el obrero europeo. Y si se piensa lo que sentía hacia el gaucho, está neto su odio al proletariado como clase. No se trata de un elogio al gaucho, sino de un ardid maligno del pensamiento para rebajar a los trabajadores en general. En alguna parte escribe: “El número sirve para medir pero no para gobernar a fuerza de números, porque así lo comprenden los ignorantes, los socialistas, los pobres, los comuneros tendremos el gobierno de las masas como lo intentó Rosas”. Durante Rosas, las masas no gobernaron. Pero hasta en esto demuestra su abominación al pueblo. Para él la democracia debe ser “oligárquica y aristocrática”.
Fue antiamericano por definición. En su libro Conflicto y armonías de las razas en América, que Aníbal Ponce, a la usanza de la intelectualidad de “izquierda” de Buenos Aires, ha calificado de “obra severa y grave, medulosa y fuerte”, está Sarmiento de cuerpo entero. Sus lecturas descosidas, su ignorancia, su extranjería. Es el proselitista de Estados Unidos que devuelta al país, ya presidente, será saludado por un buque de la armada norteamericana con una salva de cañonazos. El Sarmiento contrario a Hispanoamérica, que en 1865, al referirse a Estados Unidos, cuando este país había iniciado sus agresiones a la América latina, escribía: “Glorióme de haber tenido veinte años antes la clara percepción de su definitiva influencia sobre los destinos de la América toda…” El mismo Sarmiento que en 1870, ya achacoso, sostendría: “El protestantismo alemán, inglés y norteamericano darán el tono a la política europea.” Pero lo hacía como defensor del capitalismo. Y lo confirmaba en su polémica con los clericales cuando atacaba las festividades religiosas, no como enemigo de la religión, sino como legista del interés patronal: “La estupidez de su observancia priva a los asalariados del fruto de su trabajo.” Ingresó en la masonería en 1854. Pero no fue irreligioso. Otro de los folletines sobre el laicismo de Sarmiento, que aún la inteligencia liberal y de “izquierda” pone como galardón a su favor. Criticó —y con razón— en no pocos escritos, el oscurantismo eclesiástico. Pero jamás escarbó en las raíces de la religión. Prefería como en todo las ramas a la raíz. En esta cuestión, Sarmiento es la típica conciliación del liberalismo conservador, partidario de la libertad individual en cuestiones de dogma pero aliado a la Iglesia como dique social. Aceptó el evolucionismo sin llevarlo, como crítica de la religión, a sus consecuencias lógicas, la invalidación del creacionismo. Su oposición a la Iglesia no tenía razones ideológicas, sino secretos y juramentados motivos políticos. Es decir, negaba la autoridad de Roma de acuerdo a los objetivos mundiales de Inglaterra. Y así, en la nebulosa casi primitiva de su mente en materia filosófica —habla de “esa zoncera que se llama filosofía— el teísmo dio lugar al deísmo. Profesó la creencia, junto con el purgatorio, “en el Gran Arquitecto del Universo”. Y “en la inmortalidad del alma”. Por otra parte, respetó las prácticas de la Iglesia. Hizo oficiar misas. Fue recibido por el Papa y lo recuerda con reverenda de creyente y fatuidad de rastacuero: “Con qué voluntad cumplí con el ceremonial que prescribe hacer tres genuflexiones hasta besar los pies de su santidad. Me retiré después de haberle besado la mano que me tendía para evitar que me postrase por segunda vez”. Tradujo catecismos para formar a la niñez. Y los consideró pasaportes de su propia salvación. Impuso en las escuelas la enseñanza religiosa. Y esta actitud era cuerda en un conservador como Sarmiento. Todo ello justificado con someras lecturas de Bossuet: “Alejar a las masas del templo —escribirá—— es antirreligioso y desmoralizador.” Alababa el papel de la Iglesia “para moralizar a las masas”. Y a un tiempo criticaba “la religión de mi mujer”. Por eso fue Sarmiento el fiel ejecutor y testamentario de a oligarquía colonial, escéptica en su mentalidad liberal, católica por conservatismo social. Las ideas sociales de Sarmiento pueden sintetizarse en esta frase suya: “¿Qué importa que el Estado deje morir de hambre al que no puede vivir por sus defectos?” Así cumplimentaba a Ricardo y a Malthus. Y a la repulsiva moral del industrialismo.
Todo en Sarmiento, tratándose de América, es un vilipendio. No es cierto que haya sido un espíritu progresista. Odió al gaucho y al indio. Y a la democracia en la medida exacta que la democracia colonial lo ha endiosado. Enemigo declarado de las huelgas y el socialismo, dirá: “Las huelgas son invenciones de los ociosos”. Pero los socialistas argentinos lo han canonizado. No fundó una sola escuela. Como lo ha probado Manuel Gálvez. Pero Ricardo Levene habla de la “República Escolar de Sarmiento”. Es una tarea hercúlea desinflar estas montañas de mentiras enmascaradas de verdades históricas por la oligarquía y que aún influyen a través de la educación oficial en el pueblo y, sobre todo, en los maestros. En las farsas electorales de su tiempo dirigió personalmente el fraude, persiguió, encarceló: “Bandas de soldados armados recorrían las calles acuchillando y persiguiendo a los opositores. Tal fue el terror que sembramos entre toda esa gente, que el día 29 triunfamos sin oposición. El miedo es una enfermedad endémica de este pueblo. Esta es la palanca con que siempre se gobernará a los porteños, que son unos necios, fatuos y tontos.” Pero servía al porteñismo. Y no a las provincias. Como provinciano logreró, llamaba a las provincias “pobres satélites”. Su busto, ya se ha dicho, aparece en el que hace de sus adversarios. Cuando dice “su historia negra y salpicada de sangre” pinta su retrato.
Jamás discurrió corno americano. Y su pensamiento concuerda con la disolución de América. No sólo procedió así en la luctuosa guerra con el Paraguay. Esta conducta tenía antecedentes en Chile, cuando estimuló la ocupación de la Patagonia con el argumento de que en manos de chilenos se convertiría en un foco de “civilización y comercio”. No defendía la unión argentino-chilena, sino la guerra de agresión y conquista, cuyo clima preparatorio de la opinión pública siempre los extranjeros han sabido fraguar y envenenar con plumas nativas. Que tenía conciencia de lo que proponía se prueba por el hecho de que su tesis anexionista en favor de Chile se fundaba en que para Sarmiento, América es una región a la cual no interesan los sentimientos nacionales. Abonaba una mala tesis secesionista con una fe americana que nunca cultivó. Y esto se agrava, pues entonces, como se ha dicho, Argentina estaba en guerra con Francia e Inglaterra. Invitaba a la expansión europea sobre la misma Patagonia con la teoría de que figuraba en el mapa como “tierra no ocupada”. Y los mapas eran ingleses y franceses. Adujo en su descargo, más tarde, que tales artículos habían sido anónimos. Y probaba que era un periodista vendido. También la ocupación de las Malvinas por Inglaterra le parecía conveniente “a la civilización y al progreso”. En 1881 escribía con relación a la Patagonia, que estas tierras “no las consideraba dignas de quemar un barril de pólvora en su defensa”. Pero Inglaterra las había ocupado sin mostrar las uñas. Grandes empresas patagónicas, de ingleses, escoceses, irlandeses, abastecían con la India también colonizada, la industria textil británica, la primera del mundo. Esta era la Patagonia, que no merecía un barril de pólvora.
Escribió el Facundo, un libro mentido. Y se defendió diciendo años después: “Si miento lo hago como don de familia, con la naturalidad y sencillez de la verdad.” No lo dice como humorista. Sino como biógrafo de si mismo. Tan jactancioso era. Pero Alberdi vio el terrible mal que libros como este estaban destinados a cumplir en la deformación mental de los argentinos. Y, sin embargo, cuando se haga la definitiva revisión de la historia, lo único que quedará de Sarmiento, al margen de su negror político, es su obra literaria

Españolismo de Sarmiento

La era del liberalismo económico —a la que pertenece Sarmiento— remacha con sus técnicas capitalistas de irrupción y dominio, el desmadejamiento geográfico, la expoliación económica y la imposición forzada de modelos políticos y culturales extrapolados de la gran comunidad hispanoamericana. América fue espacial y políticamente partida, Colombia seccionada en tres regiones nominales, México cercenada, Argentina, Paraguay, Uruguay y Bolivia padecieron el mismo hado y se convirtieron en cuatro naciones fantasmales. Todavía estamos, aunque ya en los confines, de este período histórico. La descomposición del imperialismo en el plano mundial acelera las convulsiones de estos pueblos y anuncia el retorno a la confederación inconclusa pero no disipada como conciencia histórica latente. Esta pertinacia ambiental de la América Hispánica aflora en medio del saqueo y el reparto con tenacidad y cualidad embrionarias, en sus mejores escritores, aún en aquellos como Sarmiento, alucinados por Europa.
Sarmiento es un ejemplo irrebatible de este poder de la cultura colectiva y del raquitismo de las ideas importadas. Lo que queda de Sarmiento no es el pensador —nunca lo fue— sino el artista. De Sarmiento no supervive su filosofía política. No queda lo que dijo y no hizo, sino un estilo ardido e impar como la tierra que desmereció, pero a la que adeuda su avasallante, a ratos gigante, personalidad de escritor americano, no europeo. Sarmiento, a pesar de su biliosa tesis sobre la barbarie de las masas y de su odio a España, cinceló estéticamente en su propia obra, lo mejor de su pueblo, sus modos culturales arcaicos, sus virtudes sencillas. Es, sin saberlo, el mensajero de una cultura más antigua, que perfuma y empapa su creación toda, en la tipografía espiritual, en la genialidad idiomática, que toma de los manantiales frescos del pueblo de San Juan, raigalmente hispánico que lo vio nacer. Lo transitorio y pegado de su obra es la negación de esa cultura pretérita que lo desborda y singulariza. Un gran escritor lo es, en la medida que reimprime en la cera del arte la personalidad añosa del grupo social, En esto reside la autenticidad de Sarmiento y su inmortalidad nacional, Adversario de España, es uno de los más altos exponentes de la raza española en América. De una cultura hispánica que por encima de las ideas de su siglo marcan con cuño inédito, no sólo la unicidad de su estilo, sino su personalidad total. Esta raigambre española ha sorprendido en la propia España. Es la misma raíz estética que con signo social inverso, como reivindicación de una raza de centauros vencida, alcanza relieves trágicos en el Martín Fierro de José Hernández. Otro poeta nacional .y provinciano, Leopoldo Lugones, refiriéndose a la obra escrita de Sarmiento, Recuerdos de Provincia y Facundo, ha dicho con razón que estos libros representan “la tentativa lograda de hacer literatura argentina, que es hacer patria, puesto que la patria consiste ante todo en la formación de un espíritu nacional cuya autoridad sensible es el idioma.”“Sarmiento y Hernández —ha escrito el mismo Lugones— son los únicos autores que hayan empleado elementos exclusivamente argentinos, de aquí su indestructible originalidad.” He ahí la grandeza de Sarmiento. Que a un tiempo plantea el problema de la existencia o inexistencia de una cultura nacional hispanoamericana.


 Capítulo II de ¿QUE ES EL SER NACIONAL?

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