martes, 21 de febrero de 2012

ESTRUCTURA DEL ESTADO

por Jaime María de Mahieu

24. La organización funcional del Estado.

Ya hemos visto, en el curso de los capítulos anteriores, por qué y cómo el Estado se diferencia dentro de la Comunidad. Sabemos que responde a una necesidad y ejerce una función. Tenemos ahora que examinar su funcionamiento, vale decir, el modo como desempeña su papel, y luego, ante todo, analizar su estructura. Pues si bien es cierto que la anatomía del órgano social como del órgano individual no tiene sentido sino por su finalidad fisiológica, no lo es menos que el movimiento funcional no puede ser aprehendido sin un conocimiento previo de los elementos que lo hacen posible.
Para entender el trabajo de una maquina hay que saber primero de qué piezas se compone y cuál es el lugar de cada una dentro del conjunto. El vocabulario que hemos empleado, por analogía como siempre, podría eximirnos de mayor explicación de lo que es la estructura del Estado. Precisemos sin embargo que se trata de su organización, vale decir, de los distintos elementos en que se diferencia y de sus relaciones. Notemos sobre todo que dicha organización no es tan rígida como la de un órgano individual, cuyas variaciones son ínfimas comparadas con las del órgano social, por la sencilla razón de que el organismo de que forma parte evoluciona entre límites mucho más estrechos que la Comunidad política.
El Estado modifica su estructura según las exigencias, es decir, según la naturaleza y las condiciones históricas de vida del organismo social. En una pequeña tribu salvaje se confunde con el jefe: su estructura es simple, como lo es su función en el seno de una Comunidad de composición homogénea. En una nación contemporánea se diferencia, por lo contrario, ramificándose, para responder a la necesidad de mando en las distintas partes del territorio y en los campos múltiples de su jurisdicción: es de estructura compleja. ¿Trátase de dos tipos de Estado esencialmente distintos uno de otro? De ninguna manera, pues no nos es difícil seguir en la historia el proceso de complicación de un mismo Estado que va desarrollándose para responder a las exigencias crecientes de una Comunidad cuya población y territorio aumentan o, más sencillamente, como lo comprobamos cada día, cuyas condiciones internas y externas de existencia se complican.
La constante del Estado no es su estructura sino su función, que exige precisamente una organización adaptada a las circunstancias y, por lo tanto, cambiante. Esto no impide sino que por el contrario implica que Estados pertenecientes a Comunidades de proceso histórico semejante posean, en una época determinada, una estructura esquemática común, aunque más no sea como consecuencia de la interacción de las colectividades políticas coexistentes, que hace indispensable para cada una de ellas idéntico grado de tensión, sin el cual desaparecería el equilibrio, a expensas de las menos organizadas. De ahí que sea posible hacer el análisis estructural del Estado moderno en general, con tal de salvar, por supuesto, las variaciones particulares, vale decir, de limitarnos a las grandes líneas de su organización.
Dicho Estado es complejo, ya lo hemos dicho. Se presenta como una especie de pulpo cuyos tentáculos parten de un centro único y penetran el cuerpo social hasta la menor célula. Pero semejante comparación – como por otra parte la palabra organización que hemos debido emplear a falta de otra mejor – es inexacta en un punto esencial. El Estado no es un organismo asociado con el organismo comunitario como el musgo con el hongo de liquen, sino, ya lo sabemos, un simple órgano que sólo tiene sentido por la función que desempeña. Es por un abuso de lenguaje que hablamos de órganos del Estado, cuando no se trata sino de los elementos constitutivos especializados mediante los cuales dicho Estado actúa sobre los grupos y federaciones de diversa naturaleza. Ministerios, cámaras o consejos, ejército, policía, vialidad, etc., sólo son partes del Estado, dedicadas y adaptadas cada una a un dominio preciso. No poseen ninguna autonomía funcional, y se limitan a desempeñar en sus varios aspectos la función unificadora de conciencia y de mando que corresponde al Estado.

25. El gobierno

Nuestra imagen del pulpo – que no tiene, apenas hace falta decirlo, sino un alcance estructural – nos resulta sin embargo muy útil para captar el carácter jerárquico del conjunto complejo que forma el órgano comunitario. Nos permite sobre todo mostrar que sus partes especializadas no son todas de la misma naturaleza. Unas, los tentáculos, dependen de un mismo centro unitario, la cabeza, de la que son meras proyecciones en el cuerpo social. Las demás, por el contrario, se diferencian en el seno de ese mismo centro que juntas constituyen.
Este primer análisis basta para poner de relieve la diferencia cualitativa que separa ambas categorías. Los tentáculos, como lo veremos en el apartado siguiente, sólo tienen ser y valor funcional por su dependencia del centro. No son sino agentes de ejecución, y su poder no les es propio. La cabeza, por el contrario, tiene por esencia la función que hemos reconocido al Estado, aunque es incapaz de desempeñarla por sí sola. Ella es, en efecto, la que toma conciencia, en una visión de conjunto, de la situación y de las necesidades de la Comunidad. Ella es la que encarna su intención histórica, juzgando a su luz los datos presentes de la duración social. Ella también es la que decide acerca de las medidas por tomar y da las órdenes mediante las cuales sus decisiones, meramente volitivas, se transforman en actos y hacen progresar en el tiempo, conforme a su propia naturaleza, el ser político que dirige. Dicho con otras palabras, ella es la que gobierna.
Sin duda, el derecho constitucional atribuye, por lo general, al término gobierno un sentido más restringido que el que dimana de las líneas anteriores. Pero sus definiciones, aun limitadas a tal o cual régimen, no corresponden desgraciadamente a la realidad estructural del Estado. El consejo de ministros, esté presidido por uno de sus miembros o por el jefe del Estado, sea responsable ante este último o ante un parlamento, no decide solo. Hasta es posible, en un Estado autoritario de tipo monárquico (monarquía absoluta, dictaduras y, a veces, Estado presidencial), que los ministros no sean sino los jefes de los distintos departamentos administrativos y no pertenezcan al verdadero gobierno, reducido a un hombre único, asesorado o no por consejos. En un Estado constitucional comparten el poder de decisión con el parlamento y con el jefe del Ejecutivo.
Pero tropezamos aquí también con una palabra ambigua, impuesta al vocabulario corriente por los juristas. El jefe del Estado, aun cuando no se le reconozca sino un papel meramente representativo, aun cuando se convierta en una simple máquina de firmar (lo que no es el caso, teóricamente, bajo ningún régimen, aunque de hecho así ocurre a veces) no por eso deja de ser un elemento constitutivo del gobierno, en el sentido real de la palabra. Participa, por poco que sea, en la decisión, y no en la ejecución.
Cualquiera sea el régimen en vigencia, siempre encontramos, pues, en la cúspide del Estado, un elemento político propiamente dicho de extensión variable, que puede reducirse a un jefe único, comprender un grupo más o menos numeroso de ministros o incluir a todo un parlamento. Simple o complejo, tal gobierno es indivisible desde el punto de vista funcional. O, si se prefiere, el desempeño de su función exige de él, si no la homogeneidad – pues se puede concebir un gobierno complejo bien jerarquizado –, por lo menos la unidad de funcionamiento vale decir, de decisión.
De tal unidad depende su eficacia. Independientemente de la demostración empírica que la historia nos permite hacer de ella, nuestra proposición dimana de la lógica más elemental. ¿Cómo sería posible al gobierno decidir en función de la unidad comunitaria, lo que constituye su razón de ser, si el mismo estuviera dividido? ¿Cómo podría producir la unidad si no la poseyera esencialmente? Tal exigencia lógica, por lo demás, se nos aparecerá más claramente cuando hayamos estudiado, en el capítulo IV, la dinámica del Estado.

26. La administración

Centro del Estado, el gobierno no es ni puede ser el Estado entero. La decisión es, sin duda alguna, el factor primordial de la progresión comunitaria. Pero ella sólo es posible o, por lo menos, valedera en cuanto se apoye no solamente en la conciencia de la intención histórica, sino también en un conocimiento exacto de la situación presente. Sólo es eficaz en cuanto se resuelva en actos, vale decir, en cuanto sea ejecutada por el conjunto del cuerpo social o por el órgano especializado al que concierne. Limitado a sí mismo, el gobierno estaría reducido a la impotencia, como un cerebro desconectado del sistema nervioso que lo une al resto del organismo, De ahí el carácter de indispensable de un segundo elemento constitutivo del Estado: la administración.
Por ella el gobierno es informado. Por ella sus órdenes son transmitidas y eventualmente impuestas a los grupos y los individuos. Por ella, dicho de otro modo, el gobierno se proyecta en el conjunto viviente de la Comunidad, captando y dirigiendo cada órgano y cada célula en función de la unidad organísmica que encarna y crea. Auxiliar del gobierno, la administración no es, por tanto, de naturaleza accidental ni, con mayor razón, parasitaria. Responde, por su doble movimiento centrípeto y centrífugo, a una doble necesidad de información y ejecución. Instruye al gobierno acerca de la multiplicidad orgánica de la Comunidad. Impone a los órganos múltiples la unidad de funcionamiento sin la cual no tendrían razón ni posibilidad de ser. Más aún: multiplica y diferencia el gobierno, cuya función (una pero compleja) de mando se especializa en ella según las exigencias diversas del orden social. Por eso la encontramos ya presente y ya especializada, en forma de ministerios, alrededor del gobierno. La administración central de cada departamento funcional completa a su jefe político, miembro del gobierno, y se prolonga por sus ramificaciones locales.
Apenas es necesario precisar que el elemento de información y ejecución del Estado tiene prohibida por su naturaleza de auxiliar y por su multiplicidad funcional toda autonomía, aun en el campo que le es propio. Es ésta por lo demás la razón por la cual, aun en los países fuertemente centralizados, no existe gobierno administrativo al que estén sometidas las diversas ramas ejecutivas y que dependa globalmente del jefe o el consejo político. Si fuera de otro modo tendríamos de hecho a la cabeza del Estado, una dualidad de poderes, con inevitable rivalidad a pesar de su jerarquización teórica. Pues es ley bien sabida que la administración aguanta de mala gana su dependencia y tiende a usurpar las prerrogativas gubernamentales. Logra a veces, por lo demás, adueñarse del poder político, pero nunca se confunde con él desde el punto de vista estructural ni se le yuxtapone.
Los respectivos papeles del gobierno y la administración, en efecto, están diferenciados demasiado bien y demasiado necesariamente para que la situación pueda ser otra. Por eso, la palabra administración, en singular sólo expresa la naturaleza común de la función desempeñada por las administraciones especializadas que, dependientes del poder político central, no tienen entre sí ninguna especie de relaciones. Es cómoda, pero no constituye sino una abstracción. La unidad del Estado exige la multiplicidad administrativa tanto como la unidad gubernamental.
La estructura del órgano rector de la Comunidad se capta así, claramente, en su forma piramidal. En la cúspide, el gobierno unitario; debajo de éste, las administraciones especializadas que son los instrumentos de información y acción. Y cada una de dichas administraciones se ramifica en elementos jerarquizados que se modelan sobre las federaciones y los grupos sociales de su competencia. Repitámoslo, corriendo el riesgo de que se nos tache injustamente de organicistas, porque no hay comparación más exacta: por su función y por su naturaleza el Estado es el equivalente en el cuerpo social del conjunto que constituyen en el cuerpo individual el cerebro y el sistema nervioso.

27. La minoría dirigente

Como cualquier intento de trazar un esquema rígido de una realidad viviente, nuestro análisis no es, desde luego, plenamente satisfactorio. Nos presenta la estructura del Estado como una pirámide de funciones perfectamente delimitadas y jerarquizadas, sin tener en cuenta el hecho de que los hombres que desempeñan dichas funciones se mantienen difícilmente en los límites de su poder teórico.
Ya hemos visto que los regímenes autoritarios tienden a hacer de los ministros, miembros del gobierno, meros jefes de los distintos departamentos administrativos. También hemos notado que los elementos ejecutivos tienden a usurpar las atribuciones del poder político. Estos dos procesos contradictorios demuestran a las claras que la delimitación esquemática entre gobierno y administración no siempre es respetada por los titulares de los cargos correspondientes y que la delimitación real sufre cierta fluctuación, resultado de la presión, recíproca y variable, que ejercen el uno sobre otro los dos poderes.
Por lo demás, aun en el orden teórico, decisión y ejecución ¿se distinguen tan netamente como parece mostrarlo nuestro esquema? El examen de la realidad nos prueba que no. El gobierno que redacta y promulga una ley no puede desinteresarse de sus modalidades de aplicación. Y es él, además, quien organiza las reparticiones y designa a los hombres que se encargarán de hacerla aplicar. El jefe administrativo, cualquiera sea su jerarquía, no se limita a seguir ciegamente un texto ni a obedecer mecánicamente las órdenes recibidas. Interpreta y adapta a los casos particulares – y no hay nunca sino casos particulares – reglamentos e instrucciones. Más todavía, tiene en su campo cierto margen de libertad. Un coronel está sometido jerárquicamente a las órdenes de su general, que depende de un estado mayor que ejecuta instrucciones ministeriales. No por eso deja de ser el jefe de su regimiento, y se le reprocharía legítimamente la falta de iniciativa, vale decir, de decisión, como una culpa grave.
Podemos distinguir pues, dos categorías de funcionarios: los que participan en medida variable pero apreciable, del poder político por el derecho que se delega en ellos – o que usurpan – de dirigir la Comunidad en cierto campo; y los que no son sino meros instrumentos humanos de aplicación. Lo que no quiere decir que siempre sea fácil aprehender la barrera móvil que separa ambas capas. La alta administración está muy cerca del gobierno. Hasta le ocurre, como es el caso en Francia, suplir su carencia o inestabilidad.
Tomemos un ejemplo que nos muestre claramente la situación: si el gobierno decidiera despedir de la noche a la mañana a todas las dactilógrafas de sus servicios, encontraría con quienes reemplazarlas y el cambio de personal sólo produciría perturbaciones sin mayor importancia. Pero si actuara de igual modo con todos los altos funcionarios, el Estado se encontraría totalmente desorganizado. Gobierno y alta administración constituyen, pues, la minoría dirigente que tiene en mano las palancas e mando de la Comunidad. Ambas fracciones bien pueden ser rivales; no dejan de ser por eso interdependientes. Los altos funcionarios ocupan su cargo por autoridad del gobierno que los designa; el gobierno no puede pasar sin la alta administración.
Tenemos, por tanto, que completar la estructura funcional esquemática que hemos definido en el apartado anterior con una estructura funcional humana que no la contradice pero sí expresa la flexibilidad propia de todo organismo viviente. La minoría dirigente no es todo el Estado, pero está formada por todos los individuos que ejercen realmente, cualquiera sea su posición teórica, el poder del Estado, por todos aquellos que, dentro del Estado y en su nombre mandan efectivamente.
La línea de separación que hemos reconocido entre gobierno y administración no desaparece, pero una segunda línea se le agrega, separando a los jefes – políticos y administrativos, en la medida que tal distinción subsiste – de los simples agentes de ejecución.

28. La minoría dirigente aristocrática

La minoría dirigente no depende en su existencia, ni de una voluntad ni de una doctrina sino de una exigencia esencial del Estado, cualquiera sea . Pero su modo de reclutamiento y, por eso mismo, su naturaleza biopolítica, vale decir, la relación entre su capacidad y su función, varían con el régimen.
En una sociedad en formación, tal como la de la alta Edad Media o de la Frontera norteamericana, los jefes surgen, por un doble proceso de jerarquización espontánea y de selección natural, de la adecuación empírica de las cualidades individuales a los puestos de mando. Pero tan pronto como el Estado se organiza tiene que reglamentar el acceso a las diversas funciones, dando así un estatuto a la minoría dirigente. Reglamentación y estatuto que pueden, sin duda, proceder de una ideología cualquiera, pero también apoyarse sólidamente en las realidades de la naturaleza humana. En este último caso nace una minoría dirigente aristocrática, fundada en dos leyes biopolíticas bien determinadas.
En primer lugar, la función atrae al ser más calificado para desempeñarla. Bajo el régimen más igualitario, no es posible, a bordo de un buque, hacer de un ciego un vigía, ni de un fogonero el comandante. Lo mismo ocurre en lo que atañe al Estado. En segundo lugar, el desempeño de una función modela, según sus exigencias propias, al ser que la ejerce, y los caracteres adquiridos son hereditarios. Es éste un hecho científicamente comprobado por los recientes experimentos efectuados, por caminos diferentes pero convergentes, en Estados Unidos y Rusia en el curso de los últimos años, pero que ya se conocía empíricamente desde tiempos inmemoriales. Todo criador de animales lo tiene en cuenta – y el hombre, si bien es más que un animal, es primero un animal – y los industriales saben muy bien que se necesitan, verbigracia, tres generaciones para formar un buen soplador de vidrio. La historia conoce linajes de artesanos, jefes de empresa, artistas, jefes de guerra. También nos muestra linajes de estadistas. ¿Cómo no formarían las uniones entre linajes de la misma diferenciación biopsíquica una capa especializada más amplia? Cuando el desarrollo de la industria multiplicó las fábricas, no existía tipo proletario hereditario que sirviera de norma de reclutamiento. Fue entre los campesinos, cuyo biotipo habían fijado siglos de vida sin cambios, que las fábricas fueron a buscar a sus obreros. No por eso dejamos de ver hoy una capa proletaria biopsíquicamente tan diferenciada como es posible, en numerosos puntos esenciales, de la capa campesina. Asimismo, la aristocracia europea del antiguo régimen presentaba un tipo muy distinto del patriciado burgués en que se reclutaba continuamente.
Una aristocracia se constituye por selección y se perpetúa por herencia. Recibe además una formación educativa que refuerza sus cualidades biopsíquicas innatas el equivalente del adiestramiento a que el criador somete a los perros o los caballos de raza que destina a la caza o a las carreras. Queda abierta a los valores que surgen de la masa de la población, y sólo una parte de sus miembros constituye la minoría dirigente . Esta última es el producto de una selección dentro de una capa social especializada en la función de mando salvo sin embargo en lo que atañe a las familias reales, más estrictamente diferenciadas, que forman, fuera de excepciones muy escasas, una verdadera casta internacional cerrada y cuya función se transmite de padre a hijo.
Dicho con otras palabras, todo concurre para dotar al Estado de un cuerpo de funcionarios, en el sentido más amplio de la palabra, tan capaz como sea posible; la herencia, la educación y a selección. Vemos hasta qué punto los prejuicios, tan comunes en nuestros días, en contra del régimen aristocrático son infundados. Lejos de ser la consecuencia de un acaparamiento ilegítimo de las funciones gubernativas y administrativas y el beneficio de injustos privilegios, la especialización aristocrática de la minoría dirigente es, por el contrario, el resultado de una utilización racional, por el Estado y en provecho de la Comunidad, de todos los recursos de la biopolítica.
El hecho de que la aristocracia degenere a veces por olvido de sus propios principios fundamentales o por pérdida de su función, o que la oligarquía, de la cual hablaremos más adelante, se adorne con un nombre a que no tiene derecho alguno, no disminuye en nada el carácter esencialmente natural de un sistema que sobrepone tan exactamente como sea posible los cargos políticos de mando y las capacidades individuales que lleva a su grado máximo de intensidad y eficacia.

29. La minoría, dirigente tecno-burocrática

La selección hereditaria de la minoría dirigente, practicada durante siglos por todo el Occidente con el feliz resultado que atestigua la historia, hoy en día es atacada violentamente por los ideólogos racionalistas para los cuales el individuo es un esquema abstracto, igual en derecho a cualquier otro, o que, por lo menos, debe ser tratado como tal. Aun cuando no niegan la desigualdad de hecho de los seres humanos y no la atribuyen a la sola influencia del medio social, se rehúsan a tenerla en cuenta en el punto de partida.
A la herencia corregida por la selección continua, y reforzada por una educación adecuada, oponen la igualdad de oportunidades. Teoría atrayente, a primera vista, puesto que promete confiar cada función a quien se muestre más apto para desempeñarla, pero que no resiste el análisis. Pues, o bien la igualdad de oportunidades supone una igualdad de capacidades que no existe o bien consiste en dar a cada uno la posibilidad de realizarse plenamente en el marco de la función a la cual lo predestine su dotación hereditaria, vale decir, darle desde su nacimiento una formación que desarrolle su especialización innata, lo que los idealistas igualitarios precisamente rehúsan. Someter, so pretexto de igualdad de oportunidades, al pura sangre y al percherón a un adiestramiento idéntico sería un disparate, pues lo que hace su valor respectivo es su desigualdad, su diferenciación hereditaria, que sólo dará todas sus posibilidades si un adiestramiento especializado favorece su desarrollo. Lo mismo ocurre con los hombres. Nivelar a los seres humanos en la medida en que resulta posible hacerlo, por una educación única es disminuirlos en cuanto individuos y en cuanto ciudadanos.
La minoría dirigente se recluta entonces dentro de una masa de mediocres en que se pierden los valores funcionales que han resistido la presión de la escuela. ¿Cómo elegir entre tantos iguales teóricos? Se los somete a un concurso, prueba de unas horas sobre un tema preciso, y se los juzga sobre el trabajo remitido. Dicho de otro modo, sólo se tienen en cuenta los conocimientos mnemónicos, o en el mejor de los casos, las capacidades intelectuales de los candidatos. Sus cualidades de jefes no intervienen para nada. La minoría dirigente se compone entonces, por lo menos en parte, de técnicos, competentes en un dominio estrechamente limitado, pero desprovistos de visión política de conjunto y de don de mando.
Sin duda ningún Estado, sobre todo en nuestros días, puede pasar sin especialistas. Pero importa que éstos estén subordinados a verdaderos jefes administrativos y políticos, lo que ocurre cada vez menos en el mundo contemporáneo. Los técnicos ocupan todos los puestos administrativos que consiguen por concurso y por promoción automática. Cuando se encuentran frente a un gobierno débil, como sucede en el régimen democrático, se imponen a él en razón misma de la complejidad de una tarea para la cual la elección evidentemente no prepara. La administración técnica, ya abusiva en sí, se adueña, pues, poco a poco, del poder político, reduciendo a sus titulares legales, en cierta medida, al papel de máquinas de firmar.
Hasta logran absorber al gobierno, cuyos miembros se reclutan entonces en sus filas, como pasa en la Rusia soviética. La, minoría dirigente es, allí, casi puramente tecnoburocrática. Lo administrativo y lo político se confunden, no en sus funciones, que permanecen separadas, pero si en su personal. Dicho con otras palabras, no es la administración la que se hace política, sino los administradores los que salen de sus atribuciones funcionales y ocupan los puestos gubernamentales que no son capaces, por norma, de manejar.
El Estado se convierte entonces en una inmensa máquina racionalizada, irresponsable y sistemática, en la que la autoridad ya no procede del valor sino del nombramiento. Se reduce a una mera suma de funciones técnicas fragmentarias, sin que ninguna intención directriz asegure su unidad ni su finalidad. Se hace inhumano y apolítico y, como lo veremos en el capítulo IV, tiende a someterse una Comunidad de la que no se siente más solidario, cuando debería estar a su servicio. Pierde así toda legitimidad.

30. La minoría dirigente oligárquica

Sin embargo la minoría dirigente tecno-burocrática conserva un indiscutible carácter funcional. El criterio de su reclutamiento es falso e incompleto: no por eso deja de desempeñar con alguna competencia puestos administrativos sin los cuales el Estado sería impotente. Usurpa el poder gubernamental, a veces desvirtuándolo en provecho propio: no por eso deja de tener su lugar legítimo en la Comunidad.
Pero no ocurre lo mismo con la minoría dirigente oligárquica de los regímenes liberales. Esta es el resultado de la conquista y la ocupación del Estado por una clase económica. Los detentadores de los medios de producción, para asegurarse la omnipotencia económica, se adueñan del poder político, que, por naturaleza, se opone a su propósito. Pues ningún Estado comunitario puede tolerar la anarquía de la producción ni menos aun la explotación del productor. Le es, por lo tanto, indispensable a la burguesía capitalista eliminar el obstáculo. Lo logra mediante un doble proceso de zapa y de violencia, apoyado en las teorías liberales e igualitarias.
Proclama la soberanía del pueblo. El sufragio censal le permite asegurarse el gobierno hasta que tenga en sus manos la opinión pública, merced al dominio de los medios informativos y en particular de la prensa que el poder del dinero le proporciona, y pueda así instaurar sin mayor peligro el sufragio universal. La fracción política de la minoría dirigente la constituyen entonces los elegidos por el pueblo, pero por un pueblo dirigido en su elección por los dueños del capital. Dicho de otro modo, la burguesía hace elegir una mayoría parlamentaria de su devoción, la que a su vez designa a los ministros.
El gobierno está formado pues, por los apoderados de la oligarquía liberal, y la democracia sólo es el aspecto – o la máscara – política del dominio capitalista. La alta administración, aun cuando no renuncia a la defensa de sus fueros y hasta se aprovecha de la debilidad del régimen liberal para usurpar terreno en el campo político, y aun cuando los técnicos, cada vez más numerosos en su seno en razón de las exigencias del Estado moderno, ejercen una reforzada presión sobre el poder elegido, como ocurre en los Estados Unidos, queda sometida al gobierno, que nombra a sus adictos en los puestos más importantes. La minoría dirigente es así por entero de naturaleza oligárquica. Su reclutamiento no se debe ni a la selección hereditaria ni a la selección técnica: ya no se apoya sino en el dinero o en la sumisión al dinero.
Ni siquiera tan miserable criterio es el único en juego: el sistema electoral impone a los candidatos una servidumbre demagógica que, por norma general, aparta de los puestos gubernativos a los hombres de valor que no escasean dentro de la clase burguesa. De ahí la espantosa mediocridad del personal parlamentario e, indirectamente, de los ministros y altos funcionarios que de él dependen. Incapaz de desempeñar satisfactoriamente su función, la minoría dirigente oligárquica ¿buscará por lo menos hacer todo lo posible? Su naturaleza se lo prohíbe. Está ligada a las potencias del dinero que se encuentran en el origen de su poder y de las cuales no es sino el instrumento. No encarna la intención directriz de la Comunidad, sino la de la clase capitalista. Dicho con otras palabras, no se confunde con el Estado; lo ocupa y utiliza para fines extraños a los que son orgánicamente propios de aquél. Lo aparta de su papel comunitario, en provecho de una capa social parasitaria.
Sin duda el Estado sigue desempeñando una parte de sus funciones. Mantiene la unidad del cuerpo social y lo dirige. Pero ya no actúa sino en cuanto prisionero de la burguesía y en beneficio de su vencedor. Su estructura permanece, pero sirve en contra de la intención de que había nacido y que la justificaba. La minoría dirigente oligárquica es la guarnición burguesa o mercenaria que ocupa el Estado en nombre de la clase capitalista y, mediante el Estado, avasalla a la Comunidad. No solamente el Estado se vuelve ilegítimo, sino que todo el sistema organísmico resulta alterado.

31. La minoría dirigente revolucionaria

Todo eso ¿significa que la ocupación del Estado por la minoría dirigente oligárquica sea definitiva e irremediable? No, pues la Comunidad esclavizada no puede dejar de reaccionar, por lo menos en la medida en que la decadencia producida por la enajenación de su órgano de conciencia y de mando no ha producido aún la degeneración de su materia prima humana.
Por eso vemos, en países diversos y con formas diversas, nacer, en el seno de la población dominada, un partido revolucionario que agrupa en haz a las minorías conscientes de las varias capas sociales y emprende el asalto del Estado burgués. No se trata de un partido como los demás, que expresan la voluntad de poderío de una fracción del cuerpo social, sino de un ejército libertador que se convierte en el instrumento de la intención histórica comunitaria. Busca destruir o someter, no a un grupo valedero cuyos intereses sean distintos de los suyos, sino a una minoría parasitaria. Se constituye en Estado supletorio legítimo al margen del Estado legal desvirtuado. Aún antes de su victoria, su papel futuro ya está fijado por su naturaleza misma.
El choque revolucionario se produce, pues, entre dos Estados. Uno, que ocupa el lugar correspondiente, tiene en manos el aparato administrativo de la Comunidad. Pero no desempeña su función social orgánica y sólo actúa como instrumento de la clase burguesa, aun cuando salve algunas apariencias. Su papel, sin embargo, ya hemos visto, no es del todo negativo: por el solo hecho de su existencia, mantiene la estructura y la vida política de la Comunidad, aunque desvirtuándolas. El otro, el partido, encarna la intención comunitaria, pero se encuentra en la imposibilidad de afirmarla en el presente y proyectarla en el futuro porque le falta el poder de hecho. Aspira a confundirse con el Estado legal, no para acaparar su poderío, sino, por el contrario, para restituírselo. Vencedor, elimina la minoría dirigente oligárquica y la sustituye por sus propios cuadros.
El Estado legal gana entonces un dinamismo que procede de las fuerzas conscientes de la Comunidad y la independencia cuya falta lo hacía ser una simple herramienta en manos de un grupo usurpador. Dicho de otro modo, el Estado legal y el Estado real se fusionan en una unidad esencial que restablece el orden político natural de la Comunidad. El Estado revolucionario no es más un instrumento del partido que el partido un instrumento del Estado: constituyen una sola y misma entidad funcional.
Esto no significa, por supuesto, que no subsista ningún problema. La nueva minoría dirigente es el producto de una autoselección espontánea. Ha demostrado en la lucha sus cualidades de conciencia y de mando. Pero es más guerrera que política, y no ha recibido la formación especializada que la haría del todo apta para sus nuevas funciones. Corre el riesgo, pues, de quedar por debajo de su tarea, aun cuando absorba una parte del personal mercenario del Estado burgués. Pero lo mismo ocurrió con todas las aristocracias de origen militar que se constituyeron en la Edad Media y que el desempeño del poder formó rápidamente. El remedio de la relativa incapacidad de la nueva aristocracia es bien conocido, por tanto, si no fácil de emplear.
Más serio es el peligro de ver a la minoría dirigente revolucionaria, dueña del poder por derecho de conquista, olvidarse de la intención que constituyó su razón de nacer y sobre la cual estriba su legitimidad, vale decir, utilizar el Estado en provecho propio y adoptar así una actitud idéntica a la de la minoría tecno-burocrática. Pero no hay que descuidar el hecho de que el partido revolucionario nacional no es ni un rebaño de electores ni una tropa de pretorianos, sino que, por el contrario, ha salido del pueblo por la selección intencional y cualitativa de la lucha. Si sus afiliados hubieran buscado su ventaja personal, se habrían integrado en el Estado existente en lugar de lanzarse a una aventura cuyo éxito era muy dudoso. Por otra parte, y esto vale también para la minoría tecno-burocrática, el interés del grupo que dirige el Estado – no decimos: que lo ocupa – es que este último funcione de modo satisfactorio, puesto que es ésta una garantía de conservación del poder.
Pero los tecno-burócratas, por su misma naturaleza y formación de subordinados, no son capaces de desempeñar correctamente funciones dirigentes que no les corresponden, y tratan de conservar su puesto a pesar de su insuficiencia. No así en lo que atañe a la minoría revolucionaria constituida de jefes. La historia dirá si logra convertirse en una aristocracia verdadera. Siempre que el capitalismo, que la ha quebrado o ahogado en Europa, no acabe con ella también en América (Escrito en 1954 . Nota del Autor).

32. La capa dirigente funcional

Si consideramos los cuatro tipos de minoría dirigente que hemos estudiado en los incisos anteriores, notaremos que dos de ellos son esencialmente provisionales e inestables.
La minoría tecno-burocrática es el producto de una desintegración estructural de la sociedad y de una usurpación del poder del Estado por sus funcionarios. Por eso está aislada del cuerpo social, aunque se recluta en su seno y sigue ocupando un lugar en él. Los individuos que se incorporan por cooptación nada son sino por ella, porque no eran nada, antes del nombramiento que le deben. No están ligados a nada que no sea el aparato de que forman parte, porque no acceden a su puesto en virtud de una predesignación, sino meramente por suerte o, en el mejor de los casos, por cierta capacidad intelectual. No son promovidos en cuanto miembros de una capa social, sino en contra de la capa jerárquica de la que se los arranca. Dicho con otras palabras, su razón de ser consiste en pertenecer al grupo dominante, fundirse en él y servirlo exclusivamente.
La minoría revolucionaria, por su lado, ya lo hemos dicho, es el producto de una reacción espontánea contra el avasallamiento de la Comunidad. Los hombres que la constituyen se apoyan sin duda en la historia, cuya intención encarnan, pero también ellos están desprovistos de base estructural. No deben sino a su fuerza la posición que ocupan, y han tenido que romper, en alguna medida, todo vínculo con su medio de origen para adoptar una actitud de insurrectos. Cualquiera sea la resonancia de su obrar en el seno de la población, permanecen aislados. Sólo a la larga el partido se transformará, de milicia organizada para la lucha, en aristocracia verdadera.
Pero no pasa lo mismo con los otros dos tipos de minoría dirigente, la minoría aristocrática es el producto de una selección dentro de una capa social mucho más amplia, que ocupa en la Comunidad, fuera del Estado, buena parte de los puestos de mando. La aristocracia, aunque su reclutamiento es constante, forma un conjunto hereditario estable. Posee un sustrato económico que le da los medios materiales indispensables para conservar su posición y preparar a sus miembros para su papel de jefes. Está unida por su honda tradición de servicio, por sus privilegios (vale decir, no sus derechos abusivos, sino sus leyes particulares, adaptadas a su función), y hasta por sus mismos prejuicios. La minoría dirigente aristocrática no es, por tanto, sino la emanación de una capa social ya especializada en el mando, que le proporciona unos cimientos estructurales sólidos, quitándole el carácter siempre un tanto artificial de la organización de Estado. No hay escisión entre la Comunidad y su órgano rector, sino una jerarquía escalonada que pasa insensiblemente de la autoridad política a las autoridades autónomas, o sea, del gobernante al notable. Tampoco hay divinización posible del Estado, porque la distancia entre él y sus súbditos la colma la capa social de dónde sale el Estado cuyos miembros siguen formando parte de ella.
Es ésta la razón por la cual los regímenes aristocráticos siempre son más populares que los regímenes igualitarios. Una Comunidad desprovista de capa dirigente tiende naturalmente al faraonismo. Es indispensable pues, que la minoría que ocupa los cargos estatales se apoye en una base estructural que la integre en el cuerpo social. Pero importa por supuesto que la capa dirigente sea funcional, vale decir, participe de la naturaleza del Estado.
Es éste el caso, precisamente, de la verdadera aristocracia, que no tiene otra razón de ser que el mando y constituye una reserva de gobernantes y administradores. Por su selección hereditaria y por su formación está preparada para suministrar en cualquier momento los jefes que el Estado reclame, jefes a quienes el nombramiento no hará perder el contacto con su capa social de origen ni, por consiguiente, con el pueblo, cuya armazón natural constituye. Pues nos equivocaríamos si consideráramos a la aristocracia una capa superpuesta al resto de la población. La palabra capa que empleamos expresa simplemente una diferenciación cualitativa.
La aristocracia en la medida en que merece su nombre, penetra y jerarquiza al pueblo, si no en todos los campos, por lo menos en todos los grados.

33. La capa dirigente usurpadora

La minoría dirigente oligárquica tampoco carece de sustrato sólido. Emana, ya lo hemos visto, de la clase económica que detenta los instrumentos de la producción. Se encuentra, sin embargo, con respecto a esta burguesía, en una posición esencialmente distinta de la que ocupa la minoría aristocrática respecto de la capa social en que estriba.
En efecto, la oligarquía constituye sin duda para el Estado, como la aristocracia, una reserva de personal. Pero no es el Estado el que recluta en su seno a gobernantes y altos funcionarios. Es ella, por contrario, la que delega, más o menos directamente, algunos de sus miembros, o mercenarios a sueldo, para ocupar los puestos de mando políticos. Dicho de otro modo, mientras que la minoría dirigente aristocrática domina la capa social en que se recluta, la minoría dirigente oligárquica está sometida a las órdenes de la capa social que la ha designado su apoderado.
Igual diferencia en lo que atañe a la ubicación dentro del pueblo. La oligarquía no es un intermediario natural entre el Estado y el resto de la Comunidad. En primer lugar porque dirige el Estado, pero también porque su poder es ilegítimo. ¿De qué procede éste, en efecto? De la posesión del capital que esclaviza al productor. La autoridad social de la burguesía no es, por tanto, la consecuencia de la capacidad biopsíquica de mando de sus miembros. Tampoco deriva, del desempeño de una función orgánica. Pues la función económica es el productor quien la desempeña y no el dueño de las máquinas que aquél emplea.
Una vez invertida la relación natural del productor con su instrumento de trabajo, la burguesía evidentemente queda en libertad de dirigir a su gusto a los hombres a quienes puede privar de sus imprescindibles recursos económicos. Dispone, además, de los instrumentos de propaganda que la hacen dueña de las elecciones. El poder político que desempeña por intermedio del Estado ocupado por sus representantes no es, por tanto, sino una consecuencia del poder económico que usurpa. Resulta doblemente parasitaria, en el orden de la producción y en el de la política.
Esto no quiere decir que no esté enraizada sólidamente, aun fuera del Estado, en el cuerpo social. Penetra, por el contrario, hasta la menor empresa, cuyo jefe suministra, a cuyos productores explota y cuya producción acapara. Pero la jerarquía económica que procede de semejante situación – jerarquía ilegítima – es sufrida más que aceptada por la población, sobre todo por la clase proletaria, que la padece más directa y duramente.
De ahí las reacciones violentas, una de las cuales, en Rusia, ha logrado eliminar a la burguesía. Una minoría dirigente se apoderó del Estado, no para liberarlo, sino para ocuparlo a su vez. La dictadura del proletariado, tal como imperó durante el primer decenio del régimen soviético, antes de convertirse en sistema tecno-burocrático, fue el resultado de la substitución de una minoría de clase por otra minoría de clase. Un grupo dirigente delegado por la clase obrera – lo que no significa elegido por ella – reemplazó al grupo dirigente delegado por la clase burguesa. En ambos casos el poder real era de naturaleza económica y pertenecía a una clase dominante que utilizaba al Estado para sus propios fines.
Sin embargo, la clase proletaria sólo era parasitaria en el plano político En cuanto conjunto de los productores industriales, pertenecía auténticamente a la Comunidad, en cuyo seno sus miembros desempeñaban una función imprescindible. La diferencia con la clase capitalista resultaba por cierto apreciable. Pero no por eso la dictadura del proletariado dejaba de representar el apogeo de la voluntad de poderío sobre la Comunidad de una fracción social separada del conjunto por sus anteriores condiciones de trabajo y de vida e incapaz, en razón misma de su función, de convertirse en una verdadera aristocracia.

34. Estratificación política y estratificación cualitativa

Todo nuestro análisis de la estructura funcional humana que completa y precisa la estructura esquemática del Estado tiende a mostrarnos la necesidad de una correlación tan estricta como sea posible entre función y capacidad funcional. De ahí estos dos casos teóricos extremos: un Estado cuyo personal dirigente posee en sumo grado las cualidades imprescindibles, y que se apoya en una capa dirigente sólidamente enraizada en el pueblo; y un Estado cuyo personal dirigente es del todo inadecuado, y que, parásito en sí o por salir de una capa social parásita, se encuentra aislado del pueblo. Entre esos casos limites está toda la gama de los Estados reales que nos ofrece la historia.
Sin embargo, la estructura funcional humana no expresa sino un aspecto de la población o, más bien, la utilización de esta última con vistas a la buena marcha del Estado. Por cierto, el jefe es un dato natural del ser social. Pero todos los jefes no forman ni deben formar parte de la jerarquía gubernamental y administrativa. El término de jefe, por lo demás, expresa mucho más un tipo de hombre que un valor humano integral, y encontramos jefes en casi todos los grados de la escala social. No carece de interés, por tanto, confrontar ahora la estratificación política tal como la hemos comprobado con la estratificación cualitativa general de la población tal como resulta posible establecerla sin tener en cuenta las funciones peculiares que sus miembros desempeñan.
Modificando un tanto la clasificación de Vacher de Lapouge, podemos distinguir, dentro de la Comunidad, las cuatro categorías siguientes: en lo alto de la pirámide, los creadores, aptos para el mando, la invención y la conquista; luego, los realizadores, que completan a los primeros, ponen a punto sus ideas, transmiten sus órdenes y hacen así posibles sus empresas; en tercer lugar, los asimiladores, masa inerte que se deja arrastrar en el movimiento social; por último, los brutos lisos y llanos, residuo casi inutilizable.
Por supuesto, la proporción de estas distintas capas cualitativas varía con el nivel biopsíquico de los pueblos, y los creadores sólo se encuentran en las sociedades de raza superior o que, por lo menos, poseen en su seno elementos humanos de raza superior. No caigamos en el error de confundir tal estratificación cualitativa de la Comunidad con la estratificación cualitativa del Estado. Todos los creadores, cuando los hay, no pueden ocupar puestos gubernativos, so pena de condenar al estancamiento todos los campos de la vida social que no sean el político. Por igual razón, todos los realizadores no pueden ocupar puestos administrativos. Un cuerpo social compuesto de una masa de asimiladores y dirigido por una minoría que agrupara a todos los individuos de las dos primeras categorías sería un rebaño, bien conducido, sí, mas un rebaño a pesar de todo.
Pero, a la inversa, no podemos descuidar la relación que existe entre el personal del Estado y la pirámide que expresa los valores independientemente de las funciones. Pues no resulta indiferente que el jefe del Estado sea un creador o un asimilador, ni que la minoría dirigente esté formada, en su mayor parte, de realizadores o de individuos pasivos. En un Comunidad superior bien organizada los creadores forman parte de la capa dirigente, que una selección, de realizadores viene a completar. Entre los segundos se eligen los altos funcionarios administrativos. El resto de los miembros de ambas categorías constituye la armazón de los grupos sociales en los distintos grados de la jerarquía orgánica. No basta que la Comunidad posea una élite cualitativa para que el Estado tenga un personal satisfactorio. También es preciso que dicha élite sea al mismo tiempo una aristocracia.
En el caso contrario, el pueblo conservará sin duda su jerarquía cualitativa, pero la jerarquía política del Estado no coincidirá con ella. Del desequilibrio así creado nacerán el caos, la decadencia y, a la larga, la degeneración de la materia prima humana de la sociedad.

35. La organización política de la Comunidad por el Estado

Nos quedan ahora por precisar las relaciones estructurales del Estado y del resto de la Comunidad.
Aunque ya hemos notado la proyección del gobierno, por intermedio de la administración, en el conjunto viviente del cuerpo social, nuestros análisis anteriores podrían, en efecto, dar equivocadamente la impresión de que el órgano de conciencia y de mando está superpuesto al resto del organismo, dirigiéndolo, sin duda, pero reconociéndole una estructura autónoma. Aquí tenemos que distinguir cuidadosamente: los grupos naturales y las asociaciones contractuales básicas tienen cada uno su orden propio, que, en su esencia, nada debe al Estado, aun cuando este último intervenga para protegerlo o para modificarlo en la medida de su maleabilidad original.
La familia está regida por su finalidad biológica, el taller por las exigencias de la producción, el club deportivo por el estatuto que se ha dado con vistas a una actividad colectiva. Pero no por eso es menos cierto que la familia no vive dentro de la Comunidad como en el estado patriarcal, que el taller se ve constreñido, en la medida de su importancia, a tener en cuenta el conjunto del mercado, que el club mismo está integrado en el complejo social que lo rodea. Cada grupo o asociación aun cuando en la teoría, como pasa en la familia, le sea posible bastarse a si mismo, desempeña en la Comunidad una función orgánica, y por lo tanto sometida a la necesidad de una coordinación general, que implica ciertas relaciones necesarias.
Se puede concebir una célula que viva según su sola organización inmanente en el aparato de Carrel-Lindbergh. Pero cuando dicha célula forma parte de un organismo, su funcionamiento interno está dominado por la exigencia funcional del todo, dentro del cual, por lo demás, lejos de perder algo, de su valor, se realiza plenamente. Además, está colocada con respecto a las otras células según la estructura para la cual está hecha, pero sin poseer]a en potencia, puesto que sabemos precisamente que la célula aislada prolifera sin orden valedero. Igual ocurre con la célula social, integrada en un organismo que la sobrepasa, la dirige y le da, al mismo tiempo, su pleno significado.
Ahora bien; hemos visto que el orden funcional comunitario es obra del Estado. Este último puede y debe respetar los grupos constitutivos y sus federaciones, pero imponiéndoles la estructura indispensable para que desempeñen su papel en el cuerpo social, vale decir, sometiendo su funcionamiento a los imperativos de la finalidad que encarna. Por eso, el Estado, ya lo hemos visto, penetra, mediante su administración, hasta los grupos y asociaciones básicos, a los que impone su autoridad. Él es, por tanto, el que constituye la jerarquía política de la Comunidad y, por dicha jerarquía, crea la estructura funcional del cuerpo social.
Pero al hacerlo tropieza con otra jerarquía, ya no política, en el estricto sentido de la palabra, sino social y orgánica también ella: la que procede de los elementos espontáneamente organizados según su conveniencia propia y, digámoslo así, egoísta. No viene de arriba, como la jerarquía administrativa, sino que surge del pueblo mismo. Está hecha de los jefes de familia y de los jefes de empresa, de los alcaldes y de los síndicos de las corporaciones (o, en régimen liberal, de los secretarios de sindicatos); en una palabra, de todos aquellos que ejercen, por naturaleza o por delegación, una parte de autoridad sobre cierto número de individuos en un dominio extraño a la política propiamente dicha. Tal jerarquía no es en absoluto parasitaria ni superflua: es a la vez prueba y condición de la vitalidad social, pues sin ella el Estado no conduciría sino un rebaño, vale decir, una colectividad inferior.
Pero no por eso es menos cierto que el choque entre ambos sistemas de autoridad difícilmente puede evitarse, salvo que el Estado se reclute, como ocurre en los regímenes aristocráticos, en una, capa dirigente formada, por lo menos en parte, por los jefes espontáneos o, en todo caso, por aquellos de entre éstos que se sitúan en cierto nivel de la escala social.
Ahora, bien: toda oposición entre las células y órganos sociales y el Estado no puede sino reducir la eficacia de este último, produciendo, por tanto, un efecto disolvente sobre la Comunidad misma. Pues el Estado, como lo vamos a ver, depende en su dinamismo de los distintos elementos estructurales cuyo organizador es por función.

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