martes, 20 de diciembre de 2011

EL DESTINO DE UN CONTINENTE (9)

por Manuel Ugarte

CAPÍTULO VIII
LA PRIMACÍA EN EL SUR DEL ATLÁNTICO

LA ATRACCIÓN DE LOS GRANDES PUERTOS. – ERRORES DE LA POLÍTICA ARGENTINA. - DIVERGENCIAS CON EL PARTIDO SOCIALISTA. - PELIGROS Y VENTAJAS DE LA INMIGRACIÓN. – CARACTERÍSTICAS URUGUAYAS. - EL AISLAMIENTO DEL PARAGUAY. - LA DIPLOMACIA DEL BRASIL Y EL DOMINIO DEL MAR.

Siempre hubo en nuestra América una lucha ruda entre los hombres de gobierno y los ideólogos, entre los que perseguían ante todo la estabilidad y los que, más inclinados a defender teorías, colocaban por encima de la paz sus concepciones. Dentro de esta tendencia general, la anarquía de los pueblos del sur del Atlántico, hoy repúblicas ordenadas y florecientes, giró en su tiempo de una manera nebulosa alrededor de la pugna entre el empuje autoritario de las capitales y el lirismo de regiones que se negaban a someterse, invocando argumentos que, aunque legítimos, estaban reñidos con la realidad de las circunstancias. Ambos bandos tenían razón. Los grandes centros estaban al habla con Europa y comprendían los riesgos de una agitación prolongada. Los Estados del interior habían alcanzado conciencia de su destino y deseaban moderar la influencia de la oligarquía costera. Las dos corrientes llenaban una función útil. La provinciana, al reivindicar derechos. La marítima, al mantener encendido en tiempos tan difíciles y en tan remotas latitudes un faro de cultura y de civilización. Estos antecedentes explican en nuestros días ciertos fenómenos que tendrán que ser resueltos por los antecedentes mismos.
En todas las épocas, el punto de partida para el auge y el progreso de los pueblos ha sido un reducido núcleo, una ciudad más afortunada o más audaz, que ha encabezado la ascensión de las fuerzas colectivas. La civilización, como el fuego, empieza a arder en un foco, que después se propaga. Así surgieron las grandes urbes del sur del Atlántico, Buenos Aires, Montevideo, Río de Janeiro, cuya grandeza creadora debía acabar por ser la expresión y la síntesis de las regiones enormes cuyo desarrollo presiden. La ventaja de las capitales marítimas sobre las capitales interiores en naciones cuya actividad esencial es la exportación de los productos del suelo, no necesita ser subrayada. Las capitales interiores son el resorte centralizador de los pueblos que se bastan a sí mismos. Pero en regiones que envían al extranjero sus materias primas y del extranjero reciben los productos manufacturados, el organismo regulador, para que sea realmente eficaz, tiene que estar en la costa, evitando el contrasentido de un puerto floreciente y una capital parasitaria. Buenos Aires, Montevideo y Río de Janeiro representan esa concepción. Lo que no se ajustaría a la lógica sería la rivalidad entre estos grandes focos de progreso. Si alguna vez ha existido, nace de la imaginación y del amor propio más que de verdaderos intereses en lucha. No existe oposición entre la grandeza de los diferentes centros, en la etapa por la cual atraviesan hoy nuestras repúblicas, y es aventurarse demasiado lejos suponer que puedan llegar a ser unos obstáculos para los otros.
Es en este sentido que pude comprobar en toda la América latina una simpatía ardiente, una voluntad tendida hacia el extremo sur triunfante y próspero. Pero al mismo tiempo que esta impresión, surgía la susceptibilidad lastimada por el olvido. Debido a la preeminencia histórica del gran puerto, en la Argentina ha predominado siempre la concepción bonaerense sobre el ideal continental. No cabe duda de que es más aparente que real el egoísmo y el orgullo de que se nos acusa en el resto de la América. Pero también es cierto que el distanciamiento prolongado y ciertos juicios imprudentes sobre las repúblicas lejanas difundidos con destreza por los que cultivan susceptibilidades, justifican un estado de espíritu en el cual el cariño instintivo se halla velado por el resentimiento. En el curso del viaje tuve que luchar a menudo contra este ambiente, agravado por las inútiles querellas alrededor de Bolívar y de San Martín.
Así como no he concebido este libro para adular a los Gobiernos, sino para censurarlos cuando es menester, tampoco lo escribo para lisonjear a los pueblos, sino para decir en un momento difícil para nuestra América lo que, a mi juicio, entiendo que es la verdad. Si he tenido la energía necesaria para ir a los Estados Unidos a hablar contra la opinión dominante, con mayor razón he de tenerla para señalar en mi propia patria las corrientes que me parecen nocivas. Los Gobiernos de la Argentina han descuidado su misión superior al empequeñecer los ideales de 1810, el recluirse en tendencias puramente locales, al negarse a desempeñar en el Continente el papel general a que les invita un destino. Sin disminuir su amistad hacia ningún pueblo y sin comprometer en ninguna forma su estabilidad, nuestro país pudo tender las manos abiertas hacia el Norte para insinuar a los que nacieron de la misma revolución que si otros siembran inquietudes, porque su símbolo está en las estrellas de la noche, nosotros cultivamos la fraternidad, porque nuestra enseña es el sol. Esto no implica aconsejar acciones insensatas. La prudencia en política consiste, muchas veces, no en provocar los acontecimientos, sino en encauzarlos; no en moverse, sino en sacar partido de los movimientos de los demás. Y en este sentido, la acción del imperialismo nos ha ofrecido oportunidades abundantes para exteriorizar en América, dentro de todos los respetos y todas las equidistancias, un punto de vista serenamente solidario, haciendo de esa actitud un punto de apoyo para las evoluciones dentro de la política universal.
Lejos de obedecer a esta inclinación lógica, la Argentina ha desarrollado en la América latina una política fronteriza, inclinada en ciertos casos a discutir con Chile, orientada en otros a prolongar una absurda rivalidad con el Brasil, y atenta en todo momento a debatir límites con Bolivia o a disputar sobre jurisdicciones con el Uruguay, desgastándose en acciones secundarias que, tuviera o no razón, debían restarle prestigio en el trato con los Estados Unidos y con Europa. Al proceder así se ha olvidado que en la acción diplomática, como en la acción militar, existen fatalidades estratégicas. Una posición puede tener influencia decisiva para la defensa de otra. Una hostilidad o una abstención determinan graves perjuicios. Dos grandes corrientes de agua regulan la vida americana en la vertiente del Atlántico. El Amazonas, que por sus afluentes viene desde Colombia, Venezuela, Ecuador, Perú y Bolivia. Y el Río de la Plata, por donde sale al mar la riqueza de la Argentina, el Uruguay y el Paraguay. Una de las primeras condiciones para la vitalidad común, consiste en que estas vías de comunicación sean dominadas y controladas de una manera absoluta por los pueblos que en ella bañan sus costas, sin exclusión ni ventaja; pero con la garantía vital de que ninguno de ellos, en ningún momento, favorecerá directa o indirectamente los movimientos de potencias marítimas ajenas a ese conjunto. Al suprimir de una manera definitiva toda hipótesis de que un extraño pueda encontrar jamás coyuntura propicia que le permita irradiar su influencia en esa zona, las tres repúblicas habrán ganado la mejor de las batallas. Y esta seguridad en el porvenir, favorable al igual para una de ellas y para todas, sólo ha de alcanzarse con ayuda de una política fraternal.
No diré que la política argentina se hallaba orientada en 1913 en un sentido contrario a los ideales que inspiraron mi gira. Pero no cabe duda de que el viaje fue desautorizado por el Gobierno de la manera más rotunda. Si no bastara para establecerlo la actitud de los representantes oficiales en los diversos países por donde pasé y la ignorancia en que se mantuvo a la opinión sobre su desarrollo, recordaré la negativa que opuso el presidente a mi pedido de audiencia. El doctor Sáenz Peña había defendido en su juventud una tesis contraria al panamericanismo con ayuda de la fórmula conocida; "América para la Humanidad". Antes de ocupar la Presidencia me había manifestado en diversas ocasiones su simpatía, a propósito de mis libros. Su patriotismo no admite la sombra de una duda. No existían, pues, convicciones, flaquezas, ni motivos personales que le impidieran acordar al compatriota que volvía a la tierra natal después de haber hecho aclamar la bandera argentina de Norte a Sur del Continente, los diez minutos de conversación que se conceden a cuantos lo solicitan. Para que tomase una resolución que no rimaba con su carácter cortés, ni con la estimación de que me dio prueba dos años antes en París, debieron pesar causas mayores, derivadas de las reclamaciones constantes a que dio lugar la gira por parte del Gobierno norteamericano.
El Ministerio de Relaciones Exteriores había sido ocupado por hombres distinguidos, dignos de todo respeto, pero apegados a la concepción localista y poco dispuestos por su propia ponderación para concebir acciones vastas o admitir horizontes nuevos. Se caracterizan los diplomáticos noveles por la reserva excesiva. Los veteranos encuentran manera de ser discretos en la sonriente despreocupación. Invocando la amistad unilateral "que nos ha ligado siempre a los Estados Unidos", amistad en la cual, como todo no puede ser parejo, nosotros hemos puesto la devoción y aquel país ha recogido los beneficios, consideraron como un peligroso desacato mi actitud y me cerraron el paso hasta en las incidencias más íntimas, llegando hasta el extremo de hacer indicaciones desusadas a un ministro hispanoamericano que se permitió invitarme a un banquete oficial. No entraba en ello hostilidad contra el "soñador" sin "preparación política" que "ignoraba los problemas americanos". Personalmente fueron deferentes y correctos; pero por convicción o por táctica, quedó establecido que yo debía ser puesto al margen de todo acto gubernativo o internacional, como si mi simple presencia en una reunión o las letras del nombre en una lista pudiera ser causa de peligrosas complicaciones. No era el boicot precisamente —el boicot vino más tarde, utilizando la oportunidad de la guerra—, pero sí el alejamiento comunicativo que se difunde suavemente, en círculos silenciosos, hasta convertirse en la inmovilidad del vacío.
La sugestión de los Estados Unidos se ejerce en dos formas sobre la América Latina: la primera es el acatamiento que lleva a la sumisión, la segunda es la prudencia que se traduce en inmovilidad.
Contrariando las direcciones de los dos grandes internacionalistas que ha tenido, los doctores Calvo y Drago, la Argentina no quería oír hablar de más problemas americanos que los que rozan sus fronteras, y toda prédica contraria a esta concepción era considerada como imprudente y nociva. Desde el punto de vista continental, la gira había sido un empuje hacia la conciliación y el enlace de nuestras nacionalidades en vista de una acción superior de preservación común. Desde el punto de vista nacional, no podía haber resultado más favorable para el prestigio argentino, puesto que por la primera vez nuestra bandera había sido aclamada hasta en el extremo Norte, por, pueblos que apenas nos conocían antes. Pero, por sobre estas consideraciones, primaba en las esferas oficiales el desagrado de que labios argentinos hubieran puesto en evidencia una acción imperialista que nadie tenía empeño en advertir, aunque todos comprobaran sus efectos, una acción imperialista que, según el criterio dominante, no podía perjudicarnos, puesto que no había llegado a nuestras fronteras. Es, contra esta manera de ver, sostenida por las fuerzas que dirigen las corrientes nacionales, que tuvo que resistir un hombre solo.
La opinión pública fue, sin embargo, favorable a la campaña, especialmente la juventud universitaria, que, sabedora de las dificultades, organizó una conferencia(98) y me acompañó con entusiasmo en la acción que traté de desarrollar.
Hubiera sido mi deseo que el Partido Socialista de la Argentina, al que me adherí hace varios años y del cual fui representante en los Congresos Internacionales de Amsterdam y de Stuttgart, así como en el Comité Permanente de Bruselas, se hubiese presentado en el orden de la política exterior de América, sin salir de sus teorías y de sus principios generales, como una gran fuerza de justicia inmediata, como un corazón tendido hacia los débiles.
Resulta grave error partir de la política para hacer la nacionalidad: siempre será más lógico basarse en la nacionalidad para hacer la política. Por encima de las ideas generales, que pueden ser inoportunas en su aplicación momentánea, están las necesidades momentáneas, base y origen de las ideas generales. Este era, por lo menos, el criterio oportunista que yo había defendido en Europa, apoyando la tesis de Jaurés en los diversos debates a que dio lugar la primera entrada del señor Millerand a un Ministerio. En lo que se refiere a nuestra América, entendía que, congregados alrededor de una aspiración de equidad, los partidos populares debían defenderla, no sólo dentro de las fronteras, en lo que toca a la organización interior, sino en su faz más vasta, en lo que se refiere a la política en el mundo.
No quiero recordar, si no es para lamentarlo, el debate que me separó de la agrupación casi a raíz de mi llegada a la Argentina (99). A pesar de las heridas recibidas, no queda en mi espíritu una sombra de animosidad contra los dirigentes o contra el grupo cuyas orientaciones he defendido durante más de quince años y cuya aspiración popular y democrática no ha cesado de ser la mía. El porvenir se encargará de restablecer la verdad.
Puestos de lado los apasionamientos, la divergencia queda reducida a trazos muy simples. Cierta apreciación formulada por el diario oficial del Partido con motivo del aniversario nacional de Colombia, dio lugar a una rectificación(100) y alrededor de ésta a una polémica sobre la idea de patria. La inspiración que me había llevado a recorrer el Continente, encerraba desde luego una vigorosa tendencia nacionalista; pero no en el sentido de expansión, sino en el sentido de defensa. La preocupación latinoamericana no era, a mí juicio, inconciliable con las nuevas doctrinas y los principios democráticos. Residía más bien la oposición en los procedimientos. Mientras yo tendía a ajustar las ideas generales sobre el relieve de las necesidades nuestras, mis contradictores se inclinaban a hacer entrar las necesidades nuestras en el molde de las ideas generales. No hubiera existido desacuerdo, haciendo la parte de la acción de la política interior sobre la política internacional, y de la política internacional sobre la política interior. Por causas hijas unas del estado social del Continente y derivadas otras de su situación ante el mundo, el socialismo no podrá trasponer en mucho tiempo entre nosotros la etapa de las reformas, y aun ciñéndose al criterio marxista, en ninguna de las reformas posibles cabe ver el más leve obstáculo para el mantenimiento de la autonomía colectiva. Antes bien, siempre que la teoría y los principios eviten chocar contra necesidades vitales emanadas del medio, el vigor nacional redundará en beneficio de la democracia, como el progreso social concurrirá a fortificar los músculos nacionales.
Al erguirse ante el imperialismo y al contrarrestar la acción de las oligarquías conquistadoras, el socialismo no sacrificaba principio alguno. Otra faz de la disidencia nacía de mi opinión a toda sombra que pudiera disminuir el porvenir de la patria, y de mi convicción de que, nacionalizado el socialismo, éste debía extenderse de la capital a las provincias, dejando de ser una minoría en las Cámaras, para cobrar volumen y llegar hasta el poder.
Acaso la evolución mundial ha confirmado después algunas inducciones. No es el momento de dilucidar un tema que fue expuesto oportunamente en una carta pública (101). En estas páginas, escritas en su retiro por un hombre que no desea volver a tener actuación en la política interna de su país, sólo caben las observaciones que se refieren a la situación general de nuestra América y a su destino dentro de la política del Continente.
Una de las causas del despego con que algunos hablan de la nacionalidad, es la falta casi general de raíces en un medio cosmopolita. España no llevó a América un espíritu innovador, un genio flexible capaz de adaptarse a nuevos horizontes o a nuevas necesidades para hacer brotar de ellas otra vida. Llevó su costumbre, su tradición, sus formas hechas, y las aplico con tan cerrada certidumbre que en regiones frías, a causa de la latitud o la altura, edificó viviendas como en Alicante o en Málaga; en zonas donde toda la riqueza emanaba de los campos, desarrolló la actividad urbana en detrimento de la rural, y en medio de la lucha contra la falta de comunicaciones, conservó hasta los trajes incómodos y cuanto constituía impedimenta. De aquí que a raíz de la transformación realizada por elementos venidos de los cuatro puntos cardinales, haya empalidecido el culto a los orígenes. Copiosas inmigraciones absorbidas en forma incompleta, han diluido después el naciente sentimiento nacional. De ellas deriva en gran parte el progreso que se difunde, y nada puede estar más lejos de nuestro espíritu que elevarnos aunque sea indirectamente contra tan fecunda irrupción de fuerza y de vitalidad. Cuanto más copioso sea el aporte, cuanto más densa y más franca sea la marea anual, mayores serán los factores de victoria en el empuje hacia la elevación colectiva. Pero la inmigración es un alimento susceptible de ser trabajado según la capacidad del estómago que le absorbe. Hay materias de asimilación inmediata, lenta o difícil, según los casos, y el organismo debe dosificar la cantidad y carácter de lo que ha de ser transformado por él. En los Estados Unidos se establece anualmente el número de súbditos de cada nación que pueden entrar al país, teniendo en cuenta la cifra de los ingresados anteriormente, el parentesco con el núcleo inicial y las condiciones especiales en lo que se refiere a la facilidad de refundición. En la Argentina, el fenómeno de la inmigración, que es acaso el más importante de su vida independiente, sólo ha sido regulado hasta ahora por la casualidad. La ley de naturalización, basada como la mayoría de nuestras leyes en ideologías, exige idénticas facilidades a todos los que llegan, sancionando el contrasentido de que elementos que coinciden con la nacionalidad como los uruguayos, sean considerados en la misma forma y puestos al mismo nivel que los elementos divergentes como los chinos. En medio de esta falta de previsión y de métodos experimentales, se opera en la Argentina una conjunción de pueblos que ha levantado ya una ciudad fastuosa y ha elevado hacía el progreso a vastísimas regiones, asombrando al mundo por la rapidez de la improvisación; pero que en medio del auge y la riqueza, no ha logrado crear aún un cuerpo congruente y una gran finalidad colectiva.
Además de su valor como agentes de progreso, la inmigración europea tiene para toda la América Latina el mérito especial de no traer ninguna idea de predominio. Los mismos técnicos contratados por los Gobiernos para funciones difíciles, se atienen a la tarea que realizan sin perseguir otros objetivos. El Perú ha sido organizado militarmente por oficiales franceses, Chile evolucionó bajo la influencia de jefes alemanes. La Argentina ha pedido a diversas naciones educadores, hombres de ciencia, conferencistas. Pero la influencia no ha ido nunca más allá del límite marcado. Es lo que establece la diferencia entre la acción europea, que respeta la soberanía, y la acción del imperialismo norteamericano, que esgrime la expansión comercial o mental como arma política.
Sin embargo, esta inmigración que nos favorece, no ha sido aún administrada en forma que le haga dejar en el país todos los beneficios. España, Italia y otras naciones han enviado por millares los hombres animosos dispuestos a trabajar; y en cierto modo se halla justificada la teoría, según la cual, ese éxodo constituye un desangramiento. Aunque si hacemos el recuento de las cuantiosas sumas enviadas anualmente al país de origen por los emigrados, comprendemos que ese perjuicio se atenúa considerablemente por el ingreso de capitales. Y no cabe duda de que convendría considerar alguna vez el resultado de esta constante filtración, que, sumada a la que ocasiona el ir y volver de la inmigración golondrina, y a la que nace de la emigración enriquecida en nuestro suelo, que va a gastar fuera del país el producto de su fortuna, hace que una parte del florecimiento sea ficticio a causa del éxodo sistemático de salarios, rentas o capitales.
Pero lo esencial es el mantenimiento de una dirección cultural, el desarrollo de un genio propio, de una personalidad dentro de la cual se fundan los elementos nuevos. Y esto sólo lo hemos de lograr poniendo en evidencia, cada vez con más fervor, los antecedentes y las raíces. Yo no creo en el esplendor final, en el triunfo completo, de una nacionalidad argentina desligada de las naciones hermanas de América y desinteresada de la suerte de las naciones afines. Por grande que sea el progreso, faltará el volumen en el presente y en el pasado la profundidad. La fuerza, el porvenir y la victoria, dependen, por el contrario, de un franco enlace y colaboración de la América renovada del extremo Sur con la América autóctona del Norte, y en esa vasta concepción tendrá que inspirarse, a mi juicio, nuestra política de mañana.
El estupendo empuje de la nacionalidad victoriosa debe ser afirmado sobre bases sólidamente argentinas y ampliamente continentales, tomando como modelo los sistemas que rigen en los Estados Unidos. Porque aquí cabe disociar, en el mismo concepto, dos ideas. Conviene que nuestros países se preserven de cuanto importe fiscalización o preeminencia, oponiendo su actividad y su vigilancia a todas las maniobras imperialistas; pero hasta para realizar ese propósito es indispensable adaptar a nuestra vida las orientaciones generadoras de la grandeza que al mismo tiempo admiramos y tememos.
No en lo que se refiere a las formas exteriores, sino a la esencia y a la virtud de las cosas. Hubo un tiempo en que se creyó que bastaba para adquirir cualidades anglosajonas la ciencia militar con adoptar el uniforme del ejército en boga. Nuestro aprendizaje no ha de ser imitación. Pongamos en todos los movimientos la marca personal, pero observemos los resplandores más recientes para poder contrarrestar, dentro de la esgrima de los pueblos, las sutilezas inevitables. Los japoneses se asimilaron en cuatro décadas todo el progreso occidental; no para colocarse a la zaga de otras naciones, sino precisamente para competir con ellas, para evitar la sujeción, para defender la personalidad. Este ejemplo, que nunca recordaremos bastante, puede llevarnos a preparar capacidades en los diversos órdenes y a empujar con manos propias las palancas de la vida del país. Un viejo precepto de economía social dice: "Si teniendo un comercio, acepto que otro se instale en mi despacho, recoja los beneficios y mande como dueño, ¿qué me importa que la empresa prospere y triunfe, puesto que ya no es mío?" Bancos, seguros, ferrocarriles, frigoríficos, empresas de todo orden, deben ser movidas al fin por nuestro esfuerzo, nuestra inteligencia y nuestro capital, para que podamos un día enorgullecemos, sin reticencia alguna, del florecimiento del país.
Lo que ha determinado el sometimiento general de nuestra América, ha sido la inclinación a hostilizar a cuantos han querido realizar cosas nuevas. El fracaso de muchas iniciativas, ha acabado por crear en la vida política y económica generaciones de espectadores irónicos que esperan de la rutina, de la suerte o de la inmovilidad, el triunfo que no les daría la acción. Así se han encumbrado a menudo hasta los más altos cargos los que más sobriamente pensaron o hicieron menos. Así se han realizado fortunas cuantiosas, dejando que se valoricen con el tiempo y el trabajo de los demás, los vastos latifundios. Una de las particularidades que más sorprenden a los observadores extranjeros, es que en nuestras tierras no surgen inventos, modificaciones a lo existente, industrias diferentes, vida propia y aporte inédito a la efervescencia mundial. El progreso es siempre trasladado de lo que existe. No palpita como en los pueblos anglosajones ese espíritu siempre despierto para la creación que renueva constantemente la vida en todos los órdenes, haciendo que cada oficio, conocimiento o actividad, se halle en marcha perpetua hacia un ideal de progreso infinito y de incesante evolución. La Argentina ha reaccionado vigorosamente en este sentido; pero sólo acentuando la dirección, opuesta a toda inmovilidad y a todo adormecimiento, logrará realizar plenamente su grandioso porvenir.
Pero ese porvenir, que sería para nosotros una fuente de energía, si no resultase desde hoy una comprobación de realidades, esa prodigiosa elevación nacional que abre campo a las más atrevidas esperanzas y nos llena a todos de legítimo orgullo, no podrá lograrse en toda su plenitud si, guiados por prudencias excesivas o por imperdonables vanidades, nos aislamos del conjunto geográfico y moral del cual somos solidarios. Una nación de ocho millones de habitantes, sin desarrollo industrial, con territorios vastísimos y deudas cuantiosas, no presenta una fuerza suficiente para poder desarrollarse y mantenerse en el mundo sin enlazar su acción con la de los pueblos afines. Y es este acaso el punto que con más urgencia conviene rectificar dentro de la política argentina. Tendremos que evolucionar de acuerdo, no sólo con las repúblicas limítrofes, sino con el ambiente espiritual de toda la América latina; y lejos de importar esto un sacrificio, constituye el beneficio más grande que se pueda ofrecer a la fortuna de un pueblo.
La figura de San Martín, tan grande como la de Bolívar, si en la balanza de los valores cotizamos la generosidad y el renunciamiento, domina todo el horizonte argentino, y por encima de los Andes, los antecedentes nacionales de Chile y del Perú, rememorando en medio de la dispersión los puntos de partida comunes. Una estatua y una tumba en la Catedral, perpetúan el recuerdo. Y alrededor de esa inspiración se agiganta en la juventud el culto de un pasado glorioso, que evoca dolorosas injusticias y tardías consagraciones. Parco en declaraciones y en confidencias, San Martín es grande, sobre todo, por su silencio. Desde la expatriación, contempla el mar donde se hundieron sus esperanzas, y espera resignado la muerte. Pocos ejemplos de energía y de patriotismo se pueden parangonar al de este capitán victorioso que renuncia hasta a la difusión de su gloria en aras de austeros principios y heroicas abnegaciones. Pero pocos ejemplos habrá también de tan ciega confianza en el porvenir. Porque hay sacrificios que sólo son posibles cuando existe la fe en la resurrección de un ideal.
Continuando la gira, me embarqué para el Uruguay. Al atravesar en pocas horas el río de la Plata, de una costa a otra, y al pasar de la capital de un estado a la capital de otro estado sin transición de lengua, paisaje o costumbres, se comprueba una vez más el artificio de nuestras divisiones, basadas en incidencias de guerra civil. Las divergencias de punto de vista y los antagonismos personales que determinaron después de la Independencia la desmembración de un virreinato, han dado lugar a que dos banderas diferentes se reflejen en las mismas aguas; pero no han podido fundamentar en hechos, en modalidades de vida, en características tangibles, una diferenciación inexistente. Es tan difícil advertir la variante entre un uruguayo y un argentino, que aún después de largo trato y conocimiento resulta ardua tarea clasificarlos. Sólo ciertos modismos lo permiten. Porque a esto queda reducida la separación entre "orientales" y "porteños". Las expresiones mismas son reveladoras de una significativa limitación de espíritu. Siendo "porteños" por definición los habitantes de todos los puertos, han de serlo igualmente los de Montevideo y Buenos Aires. Y en cuanto a la designación de "orientales", la escasa diferencia de longitud entre las dos urbes no autoriza la apelación que evoca la que emplean los europeos cuando hablan de remotos pueblos asiáticos. Los tiempos en que se habló de "banda oriental" y de "porteñismo" se retratan en las mismas fórmulas empleadas, denunciado un ensimismamiento y una concepción estrechamente local que hoy resulta tan injustificada como inexplicable.
Montevideo es una gran ciudad sonriente, moderna y particularmente próspera, que retiene al viajero con la serenidad de su clima, la belleza de sus mujeres y el carácter noble y comunicativo de sus habitantes. Proporcionalmente a la población, resulta, quizá con Bogotá, la capital más intelectual de América. Y lo que sorprende en el Uruguay no es sólo la cultura de un núcleo dirigente. En muy pocas repúblicas está tan bien atendida y tan generalizada la instrucción pública. La extensión relativamente reducida del país ha favorecido una elevación simultánea, y como consecuencia de ella un ímpetu moderno y audaz que se refleja en costumbres, leyes e instituciones.
Sobre la tumba de Artigas, deposité una corona, con la devoción más sincera, lejos del propósito oportunista de ganar las simpatías del país, nació el gesto de una convicción serena y del deseo de reaccionar como argentino contra errores caducos. La significación de Artigas, dentro del movimiento de la independencia, salva los límites de la república que fundó. Grave error sería seguirle considerando después de un siglo como simple caudillo disidente. Las instrucciones que dio a sus representantes ante la Asamblea Constituyente, revelan un ideal superior de hombre de estado. Reclamó la autonomía de su provincia dentro de una confederación aceptada como indispensable. En el amplio cuadro de la revolución que conmovía a las colonias españolas, desde México hasta el Sur, su actitud no desentona dentro del ritmo general. En este orden de ideas, no estoy lejos de compartir la opinión del historiador uruguayo don Hugo D. Barbagelata, que es, a mi entender, quien ha hecho el estadio más serio sobre esta gran figura negada, desconocida; pero, a pesar de todo, inconmovible. El mismo alejamiento de Artigas y sus largos años de ostracismo en el Paraguay, dan la medida de sus ideales, porque nuestros pueblos sólo han sido severos con los que realmente los han servido. Acaso no esté lejana la hora en que, renunciando a prolongar polémicas, examinemos fraternalmente, sin ímpetus, ni recriminaciones, la acción un tanto confusa de nuestros países en los años que siguieron al grito de independencia, y es seguro que de ese estudio ecuánime no saldrá disminuida la figura del que lejos de circunscribir su cuidado a la zona En que operaba, erguía la cabeza por sobre el humo de los combates para tratar de enlazar su acción con la de San Martín y Bolívar.
En el momento en que llegué al Uruguay, gobernaba el señor Batle y Ordóñez, político de avanzada, enérgico y tenaz, que levantaba a la vez violentas resistencias y clamorosos entusiasmos. Como le había tratado en París, donde residió algún tiempo, me recibió con fina cortesía; pero evitando abordar el asunto que me llevaba a viajar por América. De su conversación prudente y sugestiva, a través de las declaraciones de amistad y fraternidad para todos los pueblos, brotaba la confesión de que el Uruguay no se hallaba en estado de considerar acciones plenamente continentales. Colocado entre dos naciones fuertes, el Brasil y la Argentina, su política debía ser de preservación constante, con ayuda de éstos, con ayuda de aquéllos, o con ayuda de los de más allá. La tesis, dentro de las realidades del lugar y del momento, podía parecer razonable y confirmaba una vez más la dolorosa dispersión de nuestra política. El señor Batle y Ordóñez tenía seguramente razón en el instante en que hablaba; pero esa misma razón fragmentaria y parcial, envolvía en sí la censura más severa contra las tendencias que hacen ley en la América latina, y proclamaba un error general en el cual colaboraba el señor Batle al igual de los demás presidentes.
A pesar de su actitud reservada, el Gobierno del Uruguay no opuso impedimento al desarrollo de la propaganda, y la conferencia se llevó a cabo en teatro 18 de julio sin ningún tropiezo(102). Los estudiantes me ofrecieron su local, los escritores organizaron un banquete, Eduardo Vaz Ferreira me dedicó una de sus conferencias en la Universidad, y todo fue propicio en torno del viajero. Pero a través de las mareas que se levantaban y morían, no podía dejar de percibir yo, en el panorama general del viaje, algo del Sísifo simbólico que elevaba penosamente la piedra y la veía caer de nuevo en una eterna labor contrariada por fuerzas superiores. Pasada la llamarada de entusiasmo que significaba un paréntesis dentro de las preocupaciones locales, volvía a empezar el ir y volver de las fuerzas generadoras de confusión. Lo que había ocurrido en todas partes, tendría que ocurrir también en Montevideo.
¿No había llegado en estos días un diario del Ecuador en el cual se me atacaba duramente (cito palabras textuales), por "haber hablado en Chile contra aquel país" calificándolo de "enfermo y débil" y por haber proclamado en un discurso la "necesidad de tutelaje de otra nación más sana y más capaz de administrar su haciendo sin causar graves daños a los vecinos"? Un hondo descorazonamiento se apoderaba de la voluntad. ¿De qué valía haber sacrificado tiempo, salud y fortuna para defender el acercamiento de nuestras repúblicas, queriéndolas a todas por igual dentro de un patriotismo superior, si bastaba un cable anónimo para que todos prestasen crédito a la calumnia? La memoria, la lógica, hubieran debido basta para hacer imposible la sorpresa. Sin embargo, escribí a los principales diarios la carta de rigor en la cual denunciaba una vez más la campaña organizada para explotar las susceptibilidades(103). ¿Llegaron esas líneas a los diarios del Ecuador, y por intermedio de ellos a la opinión pública? Las distancias son tan grandes y la incomunicación tan completa, que siempre es difícil hacer eficaces las rectificaciones. Pero aunque e el desmentido se abra paso y contrarreste la versión maligna, siempre queda el malestar de la afirmación falsa, y en ello estriba precisamente la fuerza de los que se sirven del sistema.
La calumnia sería inofensiva si el calumniador no contase con la credulidad o el apoyo de grupos numerosos que, por buena o mala fe, se transforman en auxiliares de su gesto. En el curso de mis andanzas empecé a comprenderlo, y en los años que siguieron después lo comprobé con pena. Más por ingenuidad que por espíritu maligno, la opinión se halla indinada a aceptar las versiones tendenciosas. Así se han enconado los conflictos internacionales; así se ha desacreditado a los presidentes reacios a ciertas influencias; así se ha despreciado el valor de las riquezas que, una vez enajenadas, dieron fortunas fabulosas a las compañías extrañas; así se ha cultivado en ciertas zonas la anarquía; así se ha hecho pesar siempre sobre nuestra América una especie de Gobierno superior. El alma impresionable de las tierras nuevas aceptaba, sin reflexión suficiente, las direcciones que le imprimían, y más de una vez tomaba partido contra sus propios intereses, desviada por una artera inexactitud, sublevada por una injusticia aparente, descorazonada por una traición imaginaria y deslumbrada en todo momento por inspiraciones engañosas. Con ayuda del cable y del telégrafo, todos los hilos de la vida colectiva estaban en manos de los interesados en perpetuar el desorden, de los que deseaban llevarnos, con el aliciente de ideas generales o de pasiones generosas, a favorecer sus intereses y a secundar sus planes. Debido acaso a esas circunstancias, fuimos tan obstinadamente librecambistas, nos apasionamos por la "independencia" de Cuba, tomamos posición en la guerra a la zaga de los Estados Unidos y dejamos que cundiera entre nosotros, como factor disolvente, el fermento anarquista, que la gran república del Norte reprimía con tan ruda severidad dentro de sus fronteras.
Más de una vez, en el curso del viaje, oí invocar razones de "internacionalismo" y de "humanidad futura" para calmar inquietudes ante el avance del Norte. "¿Qué importa —argumentaban algunos— que nos domine otro pueblo, si las fronteras han de desaparecer y si vamos derechamente a la fusión de la Humanidad?" Esta tendencia a apoyar la abdicación en ideas generales es especialmente peligrosa en países de copiosa inmigración, donde el componente nacional se halla a veces diluido entre elementos que, por su arribo reciente y su diversa procedencia, no están interesados en la perdurabilidad del núcleo en que momentáneamente evolucionan. Alimentando el espíritu más liberal y aceptando cuantas ideas avanzadas sean compatibles con la realidad del momento, hemos de mantenernos a la defensiva contra las inducciones filosóficas que pueden ser utilizadas para fines contrarios al mismo ideal que proclaman. Todo lo cual no impide que nos opongamos a la ley de residencia, contraria al espíritu del siglo.
Con una buena reglamentación de las inmigraciones cabe alcanzar, dentro de la legalidad, más altos fines. No es, limitar el pensamiento impedir que los extraños vengan a disolver una nacionalidad. Todo esto sin xenofobia. El verdadero peligro extranjero para nuestra América, no ha estado nunca en el idealismo político de la masa obrera inmigrada, sino en el egoísmo ambicioso de los capitalistas internacionales. Fiscalizando la entrada al país de ciertos elementos, se impedirán con mayor facilidad las prédicas demoledoras que vienen de afuera. Dando a la educación su verdadero sentido, se anularán las que pueden surgir de adentro. Las doctrinas, además de su acción directa como tales, cobran acción refleja dentro de la lucha entre las naciones. Pero no basta anular los fermentos de disolución: hay que hacer brotar del seno mismo de las colectividades nuevas, en las cuales asoma a veces la desorientación y la falta de homogeneidad, una atmósfera moral que amalgame, sostenga y armonice los gestos colectivos. En ninguna parte es tan necesaria una soldadura nacionalista como entre los grupos que están forjando su individualidad. Pero este nacionalismo ha de tener en su esencia la amplitud del Continente de habla hispana. En la escuela, en la calle, en la tribuna, en todos los incidentes de la vida cotidiana, debe surgir el ímpetu hacia la elevación del conjunto sin que nos retenga el vano temor de que los símbolos se vulgaricen o se amengüen al aparecer en todas partes. Representan un anhelo, una voluntad, y su eficacia reside, por el contrario, en su enlace democrático con todas las situaciones de nuestra vida. En los Estados Unidos encontramos la bandera en las casas, en las vidrieras, en los tranvías, en las cajas de cigarrillos, en los objetos más familiares. En el primer juguete que se entrega al niño, el talismán que lleva consigo el viajero, lo que todos tienen siempre ante los ojos y cerca del corazón. Los colores parecen formar parte de cada vida, y es en la exaltación de ese sentimiento, que sintetiza recuerdos y ambiciones superiores al individuo, donde hay que buscar acaso el secreto de la grandeza nacional.
Estas y otras reflexiones, igualmente aplicables al Uruguay, a la Argentina y a la mayoría de nuestras repúblicas, las hacía yo mientras el tren atravesaba los campos sembrados recorriendo en dirección al Paraguay, una de las zonas más prosperas y más fértiles de nuestra América.
Es el Paraguay un país hospitalario, donde hallamos una élite intelectual y social que puede parangonarse con la d cualquier capital latinoamericana y donde, en lo que respecta la masa, subsiste la enseñanza de sencillez y de bondad de la antiguas Misiones jesuitas. Faltan en la Asunción, desde luego el supremo confort y los halagos artificiales de las grandes urbes; pero la cultura de los núcleos superiores y el sabor patriarcal que ha conservado la vida retienen al visitante y le hacen simpatizar de una manera especial con ese pueblo valiente y sufrido.
Sorprende, ante todo, la escasa comunicación que existe entre el Paraguay y las regiones que lo rodean. Del desconocimiento de nuestros recursos y de las tarifas elevadas que imponen a los transportes las compañías extranjeras nacen quizá las vallas que obstaculizan el trato y el comercio con las repúblicas limítrofes.
Las condiciones especiales de nuestra vida latinoamericana llevan a los hombres que mejor pueden observar y juzgar a hacinarse en las capitales, de donde salen para ir a Europa. Pero el viajero que reflexione, aunque sea superficialmente, advierte sin dificultad que en el Paraguay hay campo propicio para empresas de todo orden. Sin embargo, el vino Trapiche de la provincia argentina de Mendoza se vende en la Asunción más caro que el vino francés de calidad superior, y el tabaco barato que el Paraguay produce en abundancia sólo puede llegar a Buenos Aires en forma y cantidad insuficiente. La vida tumultuosa, favorecida acaso alguna vez por influencias alternadas de política internacional, y la presión económica que pesa sobre esa nación sin costas, ha puesto trabas al progreso. Pero un país tan rico sólo necesita paz y luz para elevarse. A esa futura grandeza podrían contribuir poderosamente las repúblicas limítrofes si, abandonando concepciones caducas, favorecieran el intercambio general de los productos regionales en condiciones auspiciosas para todos.
El presidente de aquella república era entonces el Sr. Schaerer, ciudadano paraguayo de origen alemán, y ejercía las funciones de ministro de Relaciones el Dr. Manuel Gondra, que se vio envuelto después en alguna aventura revolucionaria. Ninguno de los dos parecía dominar perspectivas generales en lo que se refiere al porvenir de América. La inquietud del cuartelazo, desde el punto de vista de la política interior, y, en lo que atañe a las cuestiones externas, el recelo perenne ante los países vecinos, eran los ejes visibles de la acción gubernamental. Se comprende que en una república trabajada por levantamientos frecuentes y dolorida por el recuerdo de una coalición hostil puedan presentarse en esa forma las cuestiones primordiales. Pero dentro de la misma localización de inquietudes, lo que acusaba mayor limitación de espíritu era la táctica escogida para afrontarlas, como las enfermedades que sólo se curan con el libre oxígeno, ciertos males sólo se contrarrestan ampliando horizontes y suscitando ideales. Se perpetúa el mal en el encerramiento. Se agrava el riesgo con la prudencia. Y la misma ansiedad por vivir suele ser obstáculo a las sanas reacciones de la vida. Para mantenerse en el poder, puede ser más útil un programa que una resistencia. Y más que la disimulación cautelosa, sirve en ciertos casos para preservar a la patria una concepción superior o una doctrina. No quiero insinuar con esto una apreciación exclusivamente aplicable al Paraguay. Las tendencias que subrayamos son comunes a la mayoría de nuestras repúblicas. Pero dada su situación en todos los órdenes, el Paraguay, más que ninguna, encontraría ventaja en ensanchar las órbitas morales. Con el sufragio universal, para afianzar la paz interior. Con una idealidad latinoamericana, para solidificar su situación externa. La política de los egoísmos se traduce a menudo en una preparación para los renunciamientos, y, los pájaros lo dicen, sólo en la elevación reside el contrapeso de las debilidades.
Pueblo tradicionalmente hospitalario, el Paraguay trató al viajero auspiciosamente(104), la prensa y la juventud universitaria, aprovecharon la oportunidad para dar forma a un sentimiento que contrastaba con la cautela del Gobierno. Esto no importa una censura, pero subraya el anhelo ferviente y el presentimiento patriótico que lleva a la masa, de Norte a Sur, en todas las repúblicas hermanas, a desear una política más audaz que la que practican los dirigentes. Prueba de ello fue el beneplácito con que la opinión recibió mi conferencia(105).
La unanimidad de las autoridades en el sentido del silencio y la coincidencia de los pueblos en favor de la acción, es un fenómeno tan curioso como inexplicable. La masa nacional desea en todas partes salir de la inmovilidad y ponerse en marcha hacia un destino. Los hombres dirigentes abundan en el mutismo y en la reserva más absoluta. En el primer movimiento encontramos un instinto espontáneo. En el segundo la rutina de un prejuicio. Porque si no existe razón clara que pueda aconsejar tales actitudes, en el extremo norte de la América latina, sujeto a la vecindad y al peso de errores pasados, menos hemos de encontrarla en el extremo sur, donde la irradiación europea y los intereses de varias naciones poderosas ofrecen incomparable apoyo para evoluciones libremente. Por tímidas que sean las inclinaciones, por parsimoniosas que resulten las prudencia —y no es axioma indiscutible que el temor sea en todo momento la mejor cualidad de un hombre de estado—, salta a los ojos que nunca puede nacer dificultad, rozamiento o conflicto de una política amplia que tenga en cuenta los diversos factores y trate de sacar, respetando todos los derechos, los mejores beneficios para el país. Yo no he aconsejado nunca que se lleve a los ministerios el eco de una polémica. Al hablar ante asambleas populares en mi exclusivo nombre personal, he subrayado con tinta roja en el llano lo que en la diplomacia debe revestir forzosamente otras formas. Pero la serenidad no excluye la firmeza, y el comedimiento no es obstáculo a la previsión. Lo que sorprende y desconcierta en nuestra diplomacia, no es la fachada de inmovilidad y cortesanía, sino la ausencia de plan estudiado, de dirección prevista, que hace que la fachada sea a la vez fachada y fondo, sin que ni secreta ni desembozadamente exista una línea de conducta, un escalonamiento de fines, un itinerario nacional que se persiga a través de las contingencias de la vida diaria.
Nuestro programa internacional, como nuestro programa financiero, es una improvisación constante. Así como en el orden económico se contratan los nuevos empréstitos para pagar los intereses de los antiguos, sin que la vista alcance una visión general o un plan de conjunto para nivelar algún día las dificultades, en el orden diplomático se superponen los pequeños conflictos con los vecinos y se multiplican, los silencios ante la acción de las grandes potencias, sin que asome nunca una orientación para el porvenir. Se vive al día, flotando al capricho de las aguas, sin percibir en la lejanía de los años futuros una luz a la cual ajusten la proa los barqueros distraídos. De aquí nace la diferencia entre la actitud de los pueblos y la de las cancillerías. En su instinto primario, la masa percibe un fin dinámico, que contrasta con la incertidumbre de la espera. Por eso estalla en toda ocasión la divergencia entre el pueblo .y los que lo dirigen, y por eso me atrevo yo, como parte que soy de ese mismo pueblo, a concretar en un párrafo la aspiración general. Lejos de la política, en un plano superior a las rencillas ciudadanas, formulamos el reproche desde un punto de vista continental. Necesitamos una política. Se comprendería una disparidad de concepciones que inclinara a unos en un sentido y a otros en otro. Aunque errónea, una tesis es siempre el resultado de una reflexión. Pero lo que no se explica es la indiferencia. ¿Hacia dónde conducen los gobernantes a nuestros países? ¿Qué hilo de continuidad persiguen? ¿Cuál es el ideal a que aspiran? Las preguntas se levantan solas ante el desconcierto de una América latina que ni en conjunto ni fragmentariamente exterioriza en el orden diplomático una voluntad o un derrotero.
Si se anunciara mañana en el Sur una política coherente, despojada de miras estrechas y con vistas al porvenir, no cabe duda de que el Paraguay, como Bolivia, la secundarían con entusiasmo. He creído siempre que ese puede ser el papel de la Argentina, y es en tal sentido, que orienté la propaganda al volver a mi país. Cuanto menos exclusivas y directas sean las actitudes, mayor será el prestigio y la fortaleza. Cuanto más nos identifiquemos con el pensamiento político de la revolución de 1810, más fácil y más segura será la acción. Nunca podremos intentar movimientos mundiales sí no hemos ejercido antes una acción americana. Y es un error que puede tener fatales consecuencias para el porvenir seguir echando en olvido el ambiente favorable que nos rodea en América.
El viaje tenía que terminarse visitando el Brasil. Aunque por su origen y su historia esta república se ha hallado constantemente desligada de los países derivados de España; aunque no se plegó a la rebelión colonial de hace un siglo, y aunque se organizó después sobre la base de instituciones políticas divergentes, tiene que ser considerada como parte integrante de nuestro conjunto, dentro de un hispanismo que sale del radio de las ideologías, para convertirse, por causas geográficas e internacionales, en determinismo vital. No es en la raza, sino en la situación; no es en el pasado, sino en la realidad del momento, donde se halla en último resorte la imposición suprema que debe hacernos incluir al Brasil dentro del conglomerado superior que formamos moralmente. El mayor error sería creer en la posibilidad de un latinoamericanismo parcial que obligaría a la nación aislada a desarrollar una política hostil, prestando asidero a todas las intrigas. Pueblo de otro origen y otro idioma, limítrofe por su extensión con todas las repúblicas sudamericanas, el Brasil debe ser retenido en el seno de nuestro núcleo y tratado como hermano dentro de la gran familia.
Acaso en esa situación especial la que ha determinado una mayor capacidad diplomática, o le ha dado un sentido más agudo de lo que debe ser esta actividad. En la escuela de Río Branco se han formado inteligencias eficaces que manejan sin dificultad los complicados hilos de una acción múltiple, invisible, segura, en lo que se refiere a las relaciones del Brasil con las repúblicas limítrofes. Pero la superioridad y la previsión son menos claras si, abarcando órbitas más extensas, consideramos esa política desde un punto de vista mundial.
Cediendo a sutiles sugestiones, que acaso llegaron hasta hacer entrever una hegemonía en el sur del Atlántico, y envaneciéndose de arteras preferencias, encaminadas a perpetuar una sorda pugna con la Argentina, el Brasil ha parecido olvidar a menudo el problema superior de la estabilidad común para localizar su acción y limitar sus preocupaciones a los territorios que se extienden al sur de la línea del Ecuador. Acaso se debe esta actitud a los yerros que hemos señalado. Una reticencia deriva de la otra. Pero en el orden durable de la previsión continental, el Brasil ha contribuido a la confusión fomentando una rivalidad de flotas quiméricas, aptas apenas para despedazarse entre hermanos y para alimentar los ingresos de los países constructores, pero completamente inútiles para defender, frente a los fuertes, la soberanía, la integridad, el destino de la América del Sur. En el Atlántico, como en el Pacífico, la preocupación bélica ha sido regida por inspiraciones vanidosamente localistas, sin evocar el patriotismo en su acepción total. El Brasil y la Argentina se observan, equilibran el tonelaje de sus barcos, calculan y cultivan los apoyos que podrían tener en caso de conflicto; pero en espera de un choque que ninguna oposición de intereses podría justificar, en la obsesión de una rivalidad que sólo está basada en susceptibilidades, olvidan que sus costas inmensas se hallan en la merced de naciones poderosas que pueden ejercer impunemente en cualquier momento una presión naval sobre cualquiera de esas dos repúblicas, o sobre las dos a la vez, sin que los acorazados comprados en vista de conflictos locales, logren oponer una resistencia atendible. La gigantesca frontera marítima que se extiende sobre el Océano desde Pernambuco hasta los hielos del Sur, abarcando costas brasileñas, uruguayas y argentinas, no tiene defensa alguna. Las capitales se hallan abiertas. No existen ferrocarriles nacionales que permitan transportar tropas a regiones que pueden ser amenazadas. Faltan fábricas de pertrechos. Y en caso de una agresión poderosa, nuestra única resistencia tendría que intentarse, como en los tiempos primitivos, utilizando la distancia en la maleza del interior.
Todo está concebido en vista de conflictos parciales entre nosotros mismos, contando para el caso con fuentes mercenarias de aprovisionamiento que mandarían barcos, cañones, proyectiles, cuanto sostiene o alimenta la lucha armada. Nunca hemos considerado la hipótesis de un desacuerdo con esas mismas naciones proveedoras, que empezarían, naturalmente, por negarnos lo necesario para la defensa. Y este es el punto que nos debe inquietar.
Si consideramos la situación de estas repúblicas con respecto a las grandes naciones del mundo, la situación es sugerente. Los vastos territorios, casi despoblados, son una tentación para los pueblos que desbordan por encima de sus límites. Nuestra capacidad de consumo, no satisfecha por las industrias locales, acaso dará lugar a imposiciones extrañas. Los yacimientos de petróleo, minas, etc, la misma riqueza ganadera y agrícola, no están a cubierto de coerciones en medio del afán por contralorear las fuentes vitales del mundo. La situación financiera, que nos hace deudores de sumas cuantiosas, presta asidero para ingerencias e intervenciones. Y las innumerables empresas extranjeras establecidas en nuestros países, pueden llegar a ser, en un momento dado, punto de partida para airadas reclamaciones.
Ninguna de las repúblicas del Sur ha cobrado un desarrollo que la empuje a ampliar sus territorios, a imponer sus productos, o a apoderarse de las fuentes de riqueza del vecino. La población es escasa, las industrias no han empezado aún a satisfacer las propias necesidades, y falta el vigor económico que determina la expansión. Tampoco existe el factor de desacuerdo que pueden crear las deudas o las Compañías financieras. Entre ellas no ha habido empréstitos, ni emigración de capitales. Faltan, pues, los factores que pudieran originar dentro de nuestro seno conflictos fundamentados y abundan las presunciones que deben inducirnos a conciliar intereses para pensar en la preservación común.
Al entrar a la maravillosa bahía de Río de Janeiro, donde la naturaleza y la iniciativa de los hombres han realizado una apoteosis de color y de belleza; al recorrer las amplias avenidas y los jardines suntuosos de la capital, centro floreciente del país más vasto de la América latina, comprobé desde luego las diferencias que separan al Brasil de las repúblicas de habla española — localizaciones de cultura, composición étnica, concepción particularista —; pero por encima de las discrepancias se impone el parentesco racial, la coincidencia de los espíritus, el hálito superior de las solidaridades pasadas y futuras. En ninguna parte advertí el antagonismo que algunos elementos imaginan. Desde los Centros obreros hasta las clases más elevadas encontré muestras de simpatía, no solo como vocero de una causa continental, sino como argentino, como hijo del país, que para ciertos espíritus es el enemigo probable. Los estudiantes me recibieron en la Universidad — presidida entonces por el conde Celsio — con fervorosa deferencia; un grupo de diputados, entre los cuales recuerdo los nombres de los señores Nicanor Nascimento, Floriano de Brito y Raphael Pinheiro, me ofreció el banquete de rigor. Lo propio hicieron intelectuales y periodistas de nota como José Verissimo y Luis Gómez. Y toda la prensa tuvo para el huésped palabras de bienvenida(106). La conferencia organizada por la Federación Universitaria se realizó en medio de aprobaciones(107) y nada tradujo desvío o reticencia. El Gobierno ofreció para el acto un edificio nacional, y el doctor Lauro Muller, canciller monosilábico, me recibió con deferencia.
Sin embargo, la nación se mostró, en conjunto, fiel a sus tradiciones de amistad con los Estados Unidos. Así lo subrayó algún diario en el momento de mi partida(108) y así lo confirmó algún político al comentar mis declaraciones a un periódico(109). Pedro Prado, el precursor de A Iluçao Americana, que vio su libro secuestrado y fue perseguido personalmente por su hostilidad a la política en auge, encontraría hoy acaso más condescendencia, pero no más adhesión. Dentro de la América latina fue el Brasil quien dio por boca de ese escritor el primer grito de "¡Alerta!", pero sigue siendo la colectividad menos inclinada a escucharlo.
La quimera de la hegemonía del Atlántico subvierte las perspectivas. Y pocas veces se habrán movilizado las voluntades en vista de un fin más ilusorio. Son las flotas mercantes las que sancionan con su ir y volver ininterrumpido la posesión o la primacía sobre las aguas. Cuando el caso llega, esta dominación se subraya con los acorazados. Pero lo inicial son las rutas comerciales, los intereses económicos. Entre el Brasil y la Argentina el intercambio es limitado y en la mayor parte de los casos se realiza con ayuda de barcos extraños a esas naciones. En cuanto al comercio con Europa y con Norteamérica, bien conocemos todos la anomalía que hace que nuestras repúblicas, esencialmente exportadoras, se hallen supeditadas a los transportes de otros pueblos y paguen cuantiosos tributos por hacer llegar su producción hasta los consumidores. El mar, como la tierra, pertenece a quien lo fecunda. Y nada resulta más vano que aspirar a una apariencia cuando no hemos logrado realizar aún el esfuerzo esencial de tomar posesión de las aguas, asegurando con los propios medios las comunicaciones de nuestra jurisdicción.
La Argentina, el Brasil y el Uruguay tendrán que ser en el porvenir naciones de actividad marítima. La extensión de las costas, la amplitud de los puertos y el declive de la orientación comercial que empuja los productos hacia el mar, sin que asome por ahora la menor tentativa seria de comercio por las fronteras interiores, nos llevarán a conceder una atención especialísima al problema de la navegación. Pero, de acuerdo con la lógica, habrá que empezar por el principio, multiplicando líneas propias de navegación entre los diversos puertos, tratando de competir, en fin, con las Compañías navieras extrañas para conducir las exportaciones bajo bandera propia hasta su destino.
Los productos locales pagan actualmente, además del diezmo cuantioso a los acopladores internacionales o a las empresas de transformación como los frigoríficos, un impuesto ruinoso a las flotas extranjeras y a los seguros marítimos. En la superiorización gradual de nuestra vida, a medida que la evolución de los países nuevos vaya haciendo nacer la realidad durable, se ha de tratar, sin duda alguna, de reducir este desgaste, substituyendo resortes propios. Así tendrán que surgir lentamente las futuras flotas comerciales, en el florecimiento de una actividad naval que aún no se ha impuesto a la atención de los pueblos jóvenes.
Por el momento la hegemonía en el Sur del Atlántico no puede ser ni argentina ni brasileña. Para alcanzar ese fin no bastan algunas docenas de acorazados o de transportes. Aun admitiendo que todo esté supeditado a la fuerza militar, esos elementos, poderosos dentro del medio hispanoamericano, siempre resultarán inconsistentes, comparados con las fuerzas formidables de las grandes potencias. Virtualmente, el Sur del Atlántico pertenece hoy a Inglaterra y a los Estados Unidos. El mayor error de nuestras repúblicas sería convertirse en factores inconscientes dentro de una rivalidad entre pueblos poderosos. Todo lo que fomente antagonismos sudamericanos, se traduce en común debilitamiento y en incapacidad fundamental para afrontar de una manera armónica los problemas del futuro. Desde los tiempos coloniales, Inglaterra ejerció en esas zonas una acción evidente con su flota comercial, apoyada en ciertos casos por desembarcos, bloqueos y hasta ocupaciones territoriales que se prolongan, como Malvinas. La importancia estratégica de este archipiélago, que se puso en evidencia durante la última guerra, ha dado, según parece, lugar a tractaciones de orden internacional, encaminadas a una posible cesión a los Estados Unidos, mediante compensaciones indeterminadas. De tanta trascendencia es el asunto y afecta tan valiosos resortes, que ha de ser considerado sin duda con el mayor detenimiento.
Así se confirma la existencia de problemas de orden superior que se sobreponen a la rivalidad de las capitales prósperas y triunfantes. La hegemonía en el Sur del Atlántico no puede ser por ahora de nosotros. Pero si la Argentina, Brasil y Uruguay, traduciendo más que el sentir de los puertos, el pensamiento de las naciones que esos puertos encabezan, concertaran una política de lógica preservación, podrían ejercer la influencia más fecunda que se haya hecho sentir ahora en América.

NOTAS

(98) Más de diez mil personas, en su mayoría estudiantes, se apiñaban ansiosas de escuchar la palabra del fervoroso propagandista de la confraternidad latinoamericana. — (El Diario, de Buenos Aires, 5 de febrero 1913.) "Con muy pocas horas de diferencia hablaron ayer Mr. Roosevelt, en New -York, y Manuel Ugarte, en Buenos Aires, sobre asuntos que tienen atingencias evidentes. . . Las palabras del orador argentino fueron acogidas con atronadores aplausos, como, según el telegrama, fueron las del norteamericano. Lo cual quiere decir, que realmente existe un problema continental, y que aparecen dos razas en lucha que, por de pronto, conviene estudiar con alguna detención."— (La Gaceta, de Buenos Aires, 3 de febrero 1913.) "El señor Ugarte fue entusiastamente aplaudido por la concurrencia”— (La Prensa, de Buenos Aires, 3 de febrero 1913.) "El entusiasmo con que la enorme concurrencia del anfiteatro recibió la conferencia de nuestro compatriota, es una prueba de la profunda simpatía que su causa despierta."— (La Tribuna, de Buenos Aires, 3 de febrero 1913.) "En síntesis, el interés despertado por la disertación de Ugarte no se ha malogrado, y éxito grande para él y para la Federación Universitaria ha sido la reunión de anoche."— (La Argentina, de Buenos Aires, 5 de febrero 1913.) "Crecida cantidad de público acompañó al señor Ugarte hasta su casa. Aquí volvió a hacer uso de la palabra despidiendo a sus acompañantes y aconsejándoles que se constituyera un Centro de propaganda de los ideales latinoamericanos.”—(La Nación, en Buenos Aires, 3 de febrero 1913.)
(99) Manuel Ugarte y el Partido Socialista, documentos recopilados por un argentino. Unión Editorial Hispanoamericana. Buenos Aires, 1914. La campaña de Manuel Ugarte y las opiniones socialistas. Casaretto y Lozano, editores. Buenos Aires, 1913.
(l00) Buenos Aires, 21 de julio 1913 - Señor director de La Vanguardia. En el número del domingo fue leído con sorpresa un suelto sobre el aniversario de la Independencia de Colombia, que termina así: "Como todas las repúblicas sudamericanas, este país estuvo mucho tiempo convulsionado por las guerras civiles; Panamá contribuirá probablemente a su progreso, entrando de lleno en el concierto de las naciones prósperas y civilizadas." Yo protesto contra los términos poco fraternales y contra la ofensa inferida a esa república, que merece nuestro respeto, no .sólo por sus desgracias, sino también por su pasado glorioso y su altivez nunca desmentida. Al decir que Colombia entrará en "el concierto de las naciones prósperas y civilizadas", se establece que no lo ha hecho aún, y se comete una injusticia dolorosa contra ese país, que es uno de los más cultos y más generosos que he visitado durante mi gira. Al afirmar que Panamá contribuirá a su progreso", se escarnece el dolor de un pueblo que, víctima del imperialismo, ha perdido, en las circunstancias que todos conocen, una de sus más importantes provincias, y que resultaría "civilizado" por los malos ciudadanos que sirvieron de instrumento para la mutilación del territorio nacional. Como esta nota sobre Colombia se ha publicado en el mismo número de La Vanguardia., que tenía un editorial mío, y como la coincidencia podría dejar creer a alguno que comparto esas opiniones, me veo en la obligación de escribir esta carta y de declarar que estoy en completo desacuerdo con la noticia en cuestión, que me parece inútilmente ofensiva, añadiendo que, si la orientación de ese diario le lleva a hablar despectivamente de las repúblicas latinoamericanas, yo, que he dedicado mis energías a defender la fraternidad de nuestros pueblos, me encontraré en la dolorosa obligación de abstenerme de colaborar en él. — Manuel Ugarte."
(101) La Patria Grande (en prensa).
(102) "El señor Ugarte habló más de una hora, y al terminar se le tributó un grandioso homenaje de simpatía."— (La Democracia, de Montevideo, 19 de agosto 1913.) "El público que había aplaudido muchas veces al orador en el transcurso de su conferencia, acogió sus últimas palabras con una nueva y nutrida ovación."— (El Diario del Plata, de Montevideo, 19 de agosto 1913) "Al fin hemos oído una palabra sincera, verdaderamente sincera, y que llega hasta nosotros sin ansias de aplauso fácil, sin poses y sin oculto espíritu de lucro."— (La Tribuna Popular, de Montevideo, 19 de agosto 1913.) "La inmensa multitud que llenaba la vasta sala, como homenaje de simpatía al esforzado paladín americanista, en una columna numerosa lo acompañó a pie hasta su domicilio.” — (La Razón, de Montevideo, 19 de agosto 1913.)
(103) La Razón, de Montevideo, 23 de agosto 1913.
(104) "Nuestro huésped ilustre es uno de esos exponentes de la energía, del tesón, de la nobleza y de la hidalguía de la estirpe a la que abiertamente debemos demostrar pertenecer y cuyos ideales debemos todos laborar." (El Diario, de la Asunción, 6 de octubre 1913.) "¡Bien venido sea! El que sin ningún interés mezquino viene a traernos el abrazo fraternal de otros americanos, de otros pueblos jóvenes que como nosotros aspiran al ideal que el maestro con la palabra y la pluma inculcara en sus mentes. ¡Bien venido sea!"— (El Liberal, de la Asunción, 30 de septiembre 1913.) ". . .Viendo que la masa estudiantil le acompañaba, descendió del coche, respondiendo con este simpático gesto a las atenciones de la juventud. Acompañado de una masa compacta se dirigió al hotel, no cesando en todo el trayecto los vivas entusiastas a Ugarte y a la Argentina."— (El Tiempo, de la Asunción, 1º de octubre 1913.)
(105) El teatro era limitado para contener la enorme concurrencia que rebosaba sin encontrar sitio suficiente."— (El Nacional, de la Asunción, 7 de octubre 1913.) "Una concurrencia inmensa, que llenaba completamente el local, se desbordaba por los pasillos y se agrupaba de pie a la entrada de la sala; oyó la palabra, a. ratos calmosa y fría, saturada de ironía y de sinceridad, a ratos vehemente y cálida, llena de virilidad y de fuego, del orador ya consagrado en América."— (El Diario, de la Asunción, 7 de octubre 1913.) "Fue ovacionado en diferentes pasajes y al final con sobrado fundamento, pues aparte de su fácil y atractiva palabra, dijo la verdad."— (El Colorado, de la Asunción, 7 de octubre 1913.) "La huella que esta clase de acontecimientos ha dejado en el alma nacional, debe servir de orientación para siempre."— (El Tiempo, de la Asunción, 7 de octubre 1913.)
(106) “O señor Manoel Ugarte e um espirito de fina acuidade. Homem de lettras, as suas obras se impuzeram naturalmente, o que vale dizer com justica; político, o seu pretigio e desses que se establecem calmos; propagandista, tem o fogo dos convictos e a coragem forte dos iluminados."— (A Tribuna, 10 septembro 1913.) "O partido socialista, quiz, por isso, apresentar a sua candidatura a Senador. Seria una candidatura triumphante. Mas o señor Manoel Ugarte recusou essa presentacao, porque, patriota, nao poderia caitar sufragios de um partido que anda a deprimir as cosas argentinas. Foi um lindo gesto." — (Jornal do Gommercio, 27 agosto 1913.) "Don Manoel Ugarte, presentemente nosso hospede, e urna figura de incontestavel relevo no meio político e intellectual da República Argentina. A sua responsabilidade literaria vinculouse brilhantemente em livros de grande folego artistico e de forte colorido de estylisacao; como politico gosa de raro prestigio, pelo vigor da sua penna sempre preparada a abordar as mais graves questoes sociaes e pelos seua inconfundiveis dotes de tribuno."— (A Época, 29 agosto 1913)
(107) "O grande salao do Palacio Monroe encheu-se completamente e o auditario, alem de composto de numero elevado de estudiantes das nossas escolas superiores, contaba representante das clases mais elevadas do pais. Assim alli estavan o corpo diplomatico, jurisconsultos, politicos, jornalistas, indus-traes, banqueiros, etc., e todos arrebatados en certos momentos aplaudiram calorosamente as palavras do orador que, na mas perfeita dialectica, na mais harmonica vocalisaçao e com um profundo conoceimiento historico do enunciado fallou por duas horas prendendo sempre a attençao general."— (Jornal do Brasil, 9 septembro I913) "Por varias veces, o señor Manoel Ugarte foi interrumpido por enthusiasticos aplausos, recebendo uma prolongada salva de palmas ao deixar a tribuna."— (O Paiz, 9 septembro 1913.)
(108) "O señor Ugarte pelo se talento e pelas suas qualidades de perfeito cavalheiro, deixa na sociedade brazilera urna grata recordaçoe, mas os seus esforcçs de propagandista contra os Estados Unidos foram completamente inuteis, pois no Brazil continuamos a pensar que a America Latina, ou nao latina, nao e para os povos desta ou daquella origen, mas para todos aquellos que, pelo esforço e pelo seu concurso quizerem contribuir para a prosperidade e grandeza assombrosas do Novo Mundo."— (O Paiz, de Río de Janeiro, 12 septembro 1913.)
(109) "O Brazil vive de exportar cafe e borracha e a America do Norte compra-nos dois terços de ambas producçoes; emquanto que nos nao importamos dos Estados Unidos, nem 20 por 100 do que lhes vendemos. Que o señor Ugarte saiba disso e que se resolva, emfim, a realizar no Rio conferencias literarias. Parece que podemos fazer este pedido a um hospede como o señor Ugarte, que es um do mais brillantes homens de letras de America." — (A Imprensa, de Río de Janeiro, 11 septembro 1913.)

No hay comentarios: