jueves, 3 de febrero de 2011

Nacimiento y transfiguración de una fe, que también puede ser de otros

por Raúl Scalabrini Ortiz

El hombre habla frecuentemente de su vida, pero pocos, en verdad, la habrán palpado como una unidad consistente. Yo, al menos, no la he sentido así. He tenido días, simplemente. Días de sufrir. Días de esperar. Hubo momentos magnéticos, como relámpagos, y grandes zonas de depresión. A mis días le faltó conjunción. Fueron los unos extrañamente ajenos a los otros. Ni aun en la plasticidad del recuerdo se refunden. Les faltó sometimiento a una empresa más grande que ellos mismos. Les faltó subordinación a una fe. Desde ese punto de vista, mis días fueron característicos de una generación que se relajaba en el descreimiento. Por eso hablo en primera persona. Se habla de sí mismo por orgullo o por humildad zoológica, como hablaría de sí el tero, el chajá o el ñandú.

Desde esta colina de los cuarenta y ocho años, recién veo claramente que a través de todas las alternativas yo buscaba una creencia, un sistema de perfección, una tarea irrealizable que podía ser realizada en cualquier momento. Para ser yo mismo quería fundirme en algo más grande que yo mismo.

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Mi búsqueda fue desesperada sin saberlo. Sin una creencia, el hombre vale menos que un hombre. Sus poderes se amenguan, su vitalidad se marchita. Ignoraba que fuera tan arduo el aprendizaje del saber creer. Con premurosa ingenuidad hurgué todos los conocimientos. Mi puericia, mi adolescencia y parte de mi juventud se fraccionaron entre el revelado chacoteo de la calle y la disciplina del estudio.

Bajo la tutela de mi padre, maestro de maestros, me inicié en razonamientos eruditos, descifré textos de filosofía, supe de discrepancias conceptuales y aprendí a arrebañar y conducir abstracciones. Poco obtuve de los filósofos, sin embargo. El filósofo no es gustoso de consignar en las letras la debilidad substancial de sus días. La primera esperanza de una fe se me desgastó en ellos. Luego he seguido leyéndolos, pero ya fue con ánimo mezquino, para aguzar y adiestrar en su manejo los instrumentos de comunicación y de expresión.

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Mi desasosiego me adentró en ese minucioso escarbar del mundo material que se llama ciencia. El aprendizaje de las ciencias es cautivador, porque a medida que se estudia se sabe cada vez menos. El mundo se escurre de todas las mallas de las sistematización. Cuanto más secretos de arquitectura cósmica, de estructura atómica u orgánica se enumeran y dilucidan, más se multiplican los misterios. No hay ciencia que resista la demolición de tres preguntas candorosas de niños. La tarea fundamental de la ciencia es suplantar las definiciones ajadas por otras de palabras flamantes. Por eso yo manejé la biología, la física, la botánica, las probetas y los frascos de Erlenmeyer con el mismo estado de ánimo de quien tira al blanco: con profunda concentración inmediata, pero sin convicción permanente.

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También fui aplicado en álgebra y en toda matemática. Es un ejercicio mental apenas más laborioso que el juego de ajedrez. Pero hay un límite para la acción sin apego y pronto el ingenio del cálculo infinitesimal y de la geometría proyectiva se fueron al archivo de las recreaciones transpuestas, junto a las bolitas de vidrio y a la pelota de fútbol. Debo confesar que la capacidad de concatenar un razonamiento se fortificó en ellas. Además, las matemáticas me libraron del encandilamiento matemático. La intensidad del pensamiento abstracto me acercó, sorpresivamente, a la intensidad del pensamiento lírico. Cuando se reduce el alcance de un número al de un adjetivo, la fórmula matemática alcanza una fuerte densidad emocional. Quizá en reposo lejano pueda fundar esta inusitada semejanza, que Gauss presintió. Pero hoy mi voluntad es hablar solamente de mis creencias perdidas, fundamentando, así, mi derecho a ser uno cualquiera que sabe que es uno cualquiera.

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Pasé varios años de desafuero educacional. Leía desordenadamente y creía ser ajeno a la ciudad, cuando la ciudad comenzaba a insumirme. Sin saberlo, y más bien suponiéndome distinto, yo estaba comenzando a ser un muchacho porteño. Jugaba al billar, boxeaba y hasta fui campeón en el arte de endosar trompadas. Pero mi intimidad de veinticinco años se encontraba perdida y sin objeto. En mi escaso juicio, yo era un extranjero entre los míos. Poco recibía de ellos y poco les daba, suponía. Fueron días desapaciguados, de acción mortecina y de pasión reticente, tan desvaídos que es casi imposible reconstruirlos. Lo más vitalmente valioso de mi juventud quedó tirado en las calles de Buenos Aires.

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Fueron épocas de vagancia, sacudidas por extremas tentaciones y zarandeadas por deseos escurridizos. Era el tiempo de conocer. Cada día ofertaba un itinerario y una fisonomía forzosamente desemejante. Traté personas de toda laya. La sabiduría leída comenzó a parecerme despreciable. Me percaté de cuánta suma de perspicacia, de ahínco y de vigor se malgasta anónimamente en la simple función de vivir. Oscuramente presentía que el hombre es digno de serlo por lo que calla, no por lo que expone; por lo que sofoca, no por lo que desencadena; por lo que proyecta no por lo que realiza. Me pareció que el fracaso es el mejor temple del corazón humano. La sabiduría, el poder y la riqueza se me ocurrieron plebeyas, y con frecuencia solía avergonzarme de saber un poco más. Al rever esta etapa de mi vida comprendo que la ciudad tenía para conmigo una severidad de maestra de primeras letras. La inédita visión del mundo autóctono subía en mí como sube el zumo de la tierra en el gajo recién transplantado. Una convicción ascendía hasta el espíritu desde lo elemental.

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Pero aún me faltaba una lejanía. La lejanía es una gimnasia del afecto. Y así fue mi alejamiento. Comencé a buscar mi verdad huyendo. Conocí la pampa, los bosques, la cordillera. Anduve en los ásperos altiplanos tocadores de quena y en las orillas de mi río natal, cuyas aguas descienden al mar con un silencio de siglos. Y un día sin importancia, un día cualquiera, un día desproporcionado con la decisión, me fui a Europa en un barco de carga.

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La distancia es el tiempo mismo que está acostado, y por eso lo mío lejano es más mío. Europa es la tierra con la forma sensual del anhelo del hombre. Allí todo es blando y fácil, hasta el morirse. Yo llevaba una estima reverente. Conjeturaba que los europeos eran con relación a sus obras lo mismo que nosotros con relación a las nuestras: infinitamente superiores a sus realizaciones. Me equivoqué. Di con técnicos. Técnicos del saborear. Técnicos de la escritura. Técnicos del querer. Técnicos del cálculo. Me sorprendí al comprobar que la producción era superior al productor. Sus obras resumían lo más valioso de cada uno, acrecentadas por el esfuerzo coincidente de los antecesores. Cada hombre está íntegramente en su órbita. El labriego es el mejor labriego y el historiador, el mejor historiador, nada más. Pero no sentí en ellos esa congestión de posibilidades, ese atrancamiento de pasiones, esa desorientación de solicitudes, ese afán de determinar inhallables que había sentido palpitar en la entraña joven de mi tierra. Días hubo en que me gané mi pan barriendo la nieve de las calles de París, pero en ningún momento se me privó de la posesión de cuanto es más grato al hombre: la doble carne tibia del hambre y del afecto. Sin embargo, nunca me he sentido más solo e incapaz de comunicación. Allá no entienden el vibrante lenguaje de nuestro silencio con que expresamos lo que no podría expresarse de otra manera. Allá, en la butté Montmartre, ella recitaba su técnica de amor, pero lo único mío era una luna lúcida y rechoncha, una luna porteña que espiaba jovialmente por un ojo de la noche.

En Europa se produjo el mágico trueque de escalafones del que aún me sorprendo. Fue un inusitado cambio de niveles, algo así como un sifón que se colma y de pronto vacía el recipiente que iba llenando. El pasado se reincorporaba en mi espíritu con apuros de reconsideración. Comprendí que nosotros éramos más fértiles y posibles, porque estábamos más cerca de lo elemental. La revisión fue brusca y profunda. Hasta la historia de los hombres de mi tierra, de la que estaba atosigado por una didáctica torpe e insistente, se abrió ante mí como si sus hechos fueran las ridículas procuradoras de la sabia del futuro. La probabilidad de una fe encontrada en el seno mejor de mi propia entraña se expandió súbitamente.

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Cada creencia implica una concepción propia e integral del mundo, y la mía naciente presuponía un imperativo de primordialidad, una virginidad mantenida a toda costa. Era preciso mirar como si todo lo anterior a lo nuestro hubiera sido extirpado. La única probabilidad de inferir lo venidero yacía, bajo espesas capas de tradición, en el fondo de la más desesperante ingenuidad.

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Así brotó en mí una fe alegre. La alegría viene de adentro, es una creencia armónica tan bien calzada con el ser que no necesita deshacerse en carcajadas. La legítima alegría es una incandescencia del espíritu. Desde entonces mi vanidad es, no de libros leídos sino de vidas hojeadas en que sentí similitud con la mía. Mi orgullo: el saber licuarme entre los hombres que sienten como yo. Mi fe: la de que los hombres de esta tierra poseen el secreto de una fermentación nueva del espíritu.

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Ausculté la ciudad por todos sus perímetros. Vi el río joven profundizar sus canales y trazar su cauce. Vi la pampa inaccesible y el humo de las chimeneas y del aliento del hombre que asciende en lentos halos incendiados por el recogido sol de la tarde. Ya sé los hipos de los autos, el zumbar de las dínamos, el voceo de los mercaderes, el pregón de los baratilleros y el puntilloso deletrear del niño. Cada casa con su bulla y su color fundidos en un solo ulular grisáceo que cimbra en cadencias sordas...era la magnificencia del progreso hablando y no me interesó. La ciudad se me ocurría opaca e inerte.

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La ciudad es de tierra cocida y extiende entre cilancos su estructura petisa. Está inmóvil. Unas casa son más altas, otras más bajas. Calles hay rectas y torcidas, angostas o anchurosas. Pero hay un pedazo particular en la emoción de cada una. Un pedazo que como un miembro palpitante del recuerdo, un elemento del enternecimiento. Ese edificio, mudo para todos, cuenta la persecución de una muchacha hace diez años. Esa cuadra del primer rubor supo tus quebrantos, luego, y tu aniquilación paulatina. La aventura posible embanderó cada cuadra y cada barrio, y la afección personal da una perspectiva a cada perspectiva chata.

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Mas aún no era mi presentida ciudad. Hay algo, en esta confesión, de vida incompleta, de involuntaria restricción, y el que cercena una parte de su ser más profundo pierde su equilibrio y lo que hubiera sido unidad poderosa se desgaja en violencias, en alternativas o en la concentrada ebullición del desencanto.

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Me reincorporé a la monotonía innumerable de la vida porteña. Me insumí en ella. Vi mis días como granos en que mi vida se desmoronaba. Esa carcoma llegó a mostrarme lo vivo y actual como ya deshecho y podrido. Mi unción seguía implacable descascarando el frente impasible de las casas y de los hombres. Entrevistaba zaguanes con rastros de intimidad, recogía intenciones, reencontraba inocencias en desafueros, castidad en aparente lujuria. Rehacía en la ciudad opulenta la tímida ciudad interior. Recomponía. Imaginaba. Conocía.

Un inmenso vacío circundaba y pesquisé un testimonio trasmisible de mi recóndito conocimiento. Quería formas expresivas para ese silencio adverso en que consientes, para esa prontitud arisca en que te acorralas, para ese mirar como si nada fuera nuevo y todo hubiera sido tuyo, para ese deslizar de tu pasión sobre la pasión ajena, para esa sonrisa sin nada en que disuelves tu ventura, para ese estar en vigencia, así como todos en cada uno y cada uno en ninguno.

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Presumí incapaz a la sola descriptividad. Mi vocación es de realidad y de atenerse a ella. El mundo es un sueño que no debe desvanecerse, un sueño que debe defenderse a toda costa, un sueño al que de cualquier modo debe conferírsele una eternidad. Pero la realidad no es la materia ni lo sensorial exclusivamente. La casa en edificación asciende y admiramos la casa y la mano que la erigió. Pero la casa nació de una intención anterior. La intención de una voluntad primitiva. La voluntad de un deseo. El deseo de un espíritu. Ese espíritu era el objeto de mi búsqueda y la manera de connotarlo. La realidad de ejecución es despreciable. El espíritu es lo permanente.

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Es miserable la consecución de los pueblos erígidores. Los egipcios dejaron dos pirámides para estupor de botaretes, los persas unos leones y perfiles de tachuelas cincelados en la piedra. En cambio aquellos hindúes haraganes encontraron la fuente de toda filosofía. Por occidental que parezca, no hay especulación que de ellos no emane. No hablaron casi, no testificaron nada más que la reducción última de su pensamiento y de su sentimiento más puro, y la energía latente de su estatismo prosigue desconcertando sucesivamente a la dinamicidad europea, El Ganges irreductible, prosigue musitando Inglaterra entera.

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El que nada hace puede hacer más que el que hace, puede elaborar su propio espíritu. El nada hacer no significa inactividad. Para el espíritu, la forma y su presencia es un estado de acción, es la acción misma en toda su posibilidad y extensión. Una rodilla no puede flexionarse lateralmente sin dejar de ser rodilla, y el que tiene alas algún día volará. En potencia, está volando siempre. El espíritu, como el corazón del hombre, no cesa mientras existe. Su detención es su destrucción.

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Penetraba sin determinación en la entraña de la ciudad, porque hay jerarquías de voluntad, de sentidos, de arrojo, de inteligencia; formas de mensurar su tenacidad, su aptitud de aguante, su longitud de constancia, pero no hay jerarquías de espíritu. En él todo se equivale porque es suma y resumen.

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El espíritu yace en el fondo de la realidad. El espíritu es la perla de la realidad. Para alcanzarlo hay que zambullir hasta las napas primordiales, perforar las olas de lo contingible, resistir la comprensión, soportar el ahogo y discernir en la profundidad.

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El espíritu no son las palabras y ni siquiera las ideas. El espíritu es mudo y sordo como otra energía. Por eso, más cerca de su localización y hallazgo está el sentidor que el pensador.

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En este sorites yo quise determinar una subconsciencia mía:

Las formas del cuerpo son anécdotas del cuerpo, como los gestos, timbres, colores y olores.

El cuerpo es una anécdota del espíritu individual, como la lealtad, la memoria, la perspicacia.

El espíritu individual es una anécdota del espíritu de la tierra, como el clima, el ambiente, la idea fundamental, el tono del cielo, lo que no se precisa: germinación de una esperanza.

El espíritu de la tierra es una anécdota del espíritu cósmico, como es posible que también en otros círculos siderales exista.

El espíritu cósmico es una anécdota de Dios, ser pluscuamperfecto de toda acción.



Para rozar la extremidad hay que someterse a la humildad de no eludirse a sí mismo y sondar en sí lo estructural, catear esa parcela de perdurabilidad que en nosotros anida y que es como el granito básico de nuestro azar emocional e intelectual.

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Lo imprescindible es a partir de lo propio: de sus ojos, de su emoción, de su impulso. Andar su camino con sinceridad despiadada y sin asombros de sí mismos. Decir empequeñecidamente: yo, y sentir que ese pronombre se hincha hasta ser inconmensurablemente más grande que uno mismo.

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Así advine a la expansión de voluntad lírica, único vaso comunicante en que una transfusión de esencias es factible. Lo demás puede ser repetido, pero no absorbido. Es información no consubstanciación. Puede ser petulancia o ficticio principio de autoridad, pero no verdadera consolidación. La emoción solamente es transferible y de ella es la imagen. La imagen puede requerir un libro o toda la obra narrativa de un hombre, pero la comunicación es casi siempre instantánea. Una mirada suele bastar, una palabra, un apretón de manos o una idea exactamente emitida. Di, pues, en ser resumido. Lo que así no fuera, no sería de ninguna otra manera. Me exigí mínimos progresivos. Ellos se irguieron en afirmación de imagen.

Cuando es fidedigna, la imagen es la suprema probabilidad de comunicación humana. Los demás productos de la inteligencia son chácharas. Todo lo que se ha corrompido en el mundo, se ha corrompido por buenas razones. Esa frase fue de Hegel. Al repetirla la hago mía. Lo cierto es que el fruto mejor de la inteligencia aislada, la ciencia y su arrogancia, no es más que un bastardo espionaje del mundo. Algún día esto será demostrado y la demostración será también una impotencia, porque provendrá de un sentido del mundo fraccionado.

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La opción, pues, de estas expresiones no fue sino escasamente decidida. Pero lo sincero es forzosamente pariente de lo sincero. Hay palabras gastadas, pero la pasión que las empapa no puede haber sido manoseada aún por otras palabras. Digo Dios, por ejemplo, y ese Dios no es señor de cultos profesados ni está en servidumbre de dogmas vigentes. El dogma es una fe anquilosada. Los dogmas se pervierten de inmediato en el empleo del hombre y todo dogma pervertido es un concepto enconado contra el hombre, en que yo estoy.

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Este Dios es menos servicial de plegarias, ex votos y salutaciones. Es el módulo intangible del sentimiento. La única solución verbal de la limitación lógica. La ligazón extrema de todas las coexistencias. La respuesta de todos los paralogismos. El nudo de los afectos y pavores. La posible consolación. En una palabra, en la anarquía sin norma de los aconteceres, el concebir de una constancia.

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Nada hay más cercano a Dios que el hombre multiplicado por sí mismo en la potencia humana de la muchedumbre, porque ella es la expresión de la tierra y la voz del tiempo que la acuna.. pero la multitud no es nada más que un hombre aislado, reducido a su limpieza elemental de hombre, en que lo inmanente aflora y se proclama. Un solo hombre aislado, también es Dios cuando no es nadie, cuando es un simple festón de tiempo que en él madura, detenido.

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Esta es la tierra sin nada, tierra, para nosotros, huérfana de seducción visual y de intimidad concreta. Es la tierra de crearlo todo, hasta la tierra misma. Solamente el espíritu del hombre puede engalanarla y acercarla a su Dios, que está esperando.

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La paleontología y la semántica podrían demostrar, con argumentos razonablemente irrecusables, que el primer hombre del mundo germinó en esta pampa argentina. Pero dentro de nosotros mismos hay una demostración más integral aún. Son chispazos de primitivismo que hienden de cuando en cuando la oscura rutina de nuestra aparente cultura, en que todo es ajeno: la sangre, la técnica, los dioses. En esas efímeras y apenas perceptibles manifestaciones del espíritu de la tierra pervive la única probabilidad de grandeza auténtica, porque en lo elemental Dios y el hombre están frente a frente, creándose mutuamente.


fuente www.scalabriniortiz.galeon.com

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