lunes, 30 de noviembre de 2009

EL ESPAÑOL (1)


Pagina nuevaPagina nueva por Rufino Blanco Fombona

Personalidad de la raza
NO EXISTE RAZA menos gregaria que la española. Pocas tienen tanta personalidad. Es individualista en sumo grado. Lo fue siempre. El mismo hecho de acogerse a vivir en comunidades, en conventos, no es para comunizar la vida, sino para individualizarla. A lo sumo se llega, por obediencia, por espíritu de sacrificio, para ser grato a Dios, a confundir la vida propia con la del monasterio o comunidad en cuyo seno se habita; entonces el convento es “mi convento”; la Orden es “mi Orden”.
Hubo un tiempo en que a las órdenes se las llamaba religiones. “Mi religión, nuestra religión”, decían, por ejemplo, los dominicos, como si los jesuitas, los benedictinos, pertenecieran a otra fe. En el extranjero decíase otro tanto; pero es muy probable que la expresión se haya formado en España, cuya voz entonces repercutía en el mundo, y el mundo solía devolverla como un eco.
Es muy frecuente que unas a otras comunidades se odien y declaren guerra sin cuartel. También surgen a veces en los conventos de España individualistas, a prueba de reglas. San Pedro de Alcántara estuvo treinta y seis meses en un monasterio sin hablar con nadie, sin mirar siquiera la cara a sus compañeros de reclusión. Luego vivió treinta años en el yermo, de rodillas. Los trapistas, fenómenos de antisociabilidad, que han desaparecido de casi todo el mundo, aún perduran y florecen en algunos rincones de España.
El bravío individualismo español lo induce a desamar la acción asociada. En nuestros días, desde el juicio por jurados hasta el parlamentarismo han hecho bancarrota en España. En cambio, han florecido espontáneamente, siempre que la ocasión fue propicia: en política, el cacique; en religión, el cenobita, y como una morbosidad social, el bandolero.
El bandido fue tipo muy popular y muy prestigioso en Andalucía, donde el carácter regional y el terreno lo favorecieron, mientras no hubo telégrafos, ferrocarriles y guardia civil. Ahora la guardia civil, ayudada por la prensa, el telégrafo, el ferrocarril y los fusiles de repetición, ha exterminado a los bandoleros.
Los mismos ideales sociales de nuestro tiempo se tiñen en España de un color especial. España es más anarquista que socialista. Muchos de los epílogos sangrientos que están haciendo verter lágrimas en los hogares españoles con motivo de la presente lucha de clases resultan ajenos a toda presión de sindicatos y parecen la obra espontánea y personal de individualidades que juzgan, condenan y ejecutan por sí y ante sí1.
Los franceses están, por ciertos segmentos de su espíritu, como el sentido de organización, sino el de jerarquía, mucho más cerca de los alemanes que de los españoles. Es verdad que llevan en las venas bastante sangre germánica. En un país de individualismo tan exaltado y tan anárquico como España es difícil que nadie hubiera intentado nunca, como Augusto Comte en Francia, organizar, disciplinar, cosa tan íntima, arbitraria y discorde como los sentimientos.
Cuando a Simón Bolívar se le ocurrió prácticamente, antes que a Comte se le ocurriera en teoría, la idea de legislar sobre los sentimientos –amor de la patria, moralidad pública, respeto a los ancianos, etc.–, la repulsa a su proyecto de una Cámara de Censores y a la institución de un Poder Moral fue unánime. América, hija de España, rechazó el proyecto con toda la indignación de su individualismo amenazado.
En España nadie está de acuerdo con nadie2.
Enemiga de sumisión a pragmáticas, cánones y coacciones disciplinarias, España es un país poco bohemio. Se prefiere la estrechez en libertad a la jaula llena de cañamones. A los mendigos que pululan en ciudades, villorrios y carreteras es casi imposible reducirlos a habitar en asilos.
Uno de los ingenios españoles que con más sagacidad ha buceado en los últimos tiempos el alma de su país observa:
En la Edad Media nuestras regiones querían reyes propios, no para estar mejor gobernadas, sino para destruir el poder real; las ciudades querían fueros que las eximieran de la autoridad de los reyes ya achicados, y todas las clases sociales querían fueros y privilegios a montones. Entonces estuvo nuestra Patria a dos pasos de realizar su ideal jurídico: que todos los españoles llevasen en el bolsillo una carta foral con un solo artículo, redactado en estos términos breves, claros y contundentes: “Este español está autorizado para hacer lo que le dé la gana”.3
¿Qué es ello sino superabundancia de personalidad, individualismo; un individualismo que desborda por su mismo exceso de las personas a las entidades de geografía política?
El individualismo español lo patentiza, entre otras cosas, su manera de guerrear, desde los tiempos de Viriato y Sertorio hasta Espoz y Mina, el Empecinado y demás guerrilleros de la lucha contra Napoleón. En España nace la guerra de guerrillas, único medio de que cada localidad posea su caudillo y su hueste, único medio de que cada jefecito, es decir, cada jefe de guerrilleros se imagine jefe de ejércitos, factor de primer orden en todo momento de peligro. En esta forma de combatir cada soldado, en vez de reducirse a número de tropa sin voz ni voto, cuya personalidad desaparece en la del cuerpo que integra, tiene iniciativas personales, combate como ser humano, no como mera máquina, y puede, en algún momento decisivo, significarse con las proporciones de héroe. Los conquistadores de América no son sino guerrilleros, algunos de gran talento militar, como Cortés, o de vastos planes, como Balboa. Y fuera de Bolívar, Miranda, Sucre, San Martín y Piar, ¿qué fueron los caudillos de nuestra emancipación sino guerrilleros, algunos estupendos y casi fabulosos como Páez? Los americanos heredaron de España la aptitud guerrera y la forma de combatir.
¿Se quiere algo más individualista que estos mismos hombres que realizaron la epopeya de América en el siglo XVI? Ellos que miraron, como Nietzsche, más allá del Bien y del Mal, practicaron en carne viva lo que siglos más tarde Nietzsche preconizó sobre el papel: tuvieron no la moral de los esclavos, sino la moral de los amos. La moral de los amos, ¿no consiste en la exaltación del individualismo, en desarrollar al máximum la voluntad de potencia del individuo? ¿Qué otra cosa hicieron aquellos ínclitos guerrilleros de la conquista?
Este sentimiento de exagerado individualismo se extiende a la región, puede llamarse regionalismo. Este sentimiento que también heredó América, ha sido perjudicial en América y en España.
* * *
La raza española, aunque imperialista, es enemiga del imperio. Rechaza la unidad y tiende a la independencia provincial y de comunas. La unidad imperial la realizan en España monarcas extranjeros y absolutistas. Lo castellano es el municipio libre, dentro del Estado; las provincias independientes con fueros propios; la libertad federativa, no la unidad autocrática4.
En España, desde los tiempos de las invasiones históricas, que se llevan a cabo con increíble facilidad, hasta los actuales gérmenes de separatismo en Cataluña y Vasconia, el espíritu de localidad o regionalismo es talón de Aquiles.
Ese mismo espíritu la ha salvado o dignificado, con todo, en más de una ocasión. Los invasores se estrellan a menudo contra la tenacidad defensiva de alguna ciudad heroica; los cartagineses, contra Sagunto; los romanos, tiempo adelante, contra Numancia; los franceses, en nuestros días, contra Zaragoza y Gerona. Porque estas defensas no son como la defensa de Verdún contra los alemanes: un país entero y aun varios países representados por sus ejércitos salvaguardando una ciudad fortificada; son las mismas ciudades, a veces casi inermes, entregadas a su propio esfuerzo, que luchan contra los invasores. La isla de Margarita, en las guerras americanas de emancipación, defendió sus pueblos hasta a pedradas, en la misma forma local e intransigente que Gerona, Zaragoza y Sagunto. Hubo entonces otros ejemplos análogos.
América, junto con el exagerado individualismo, heredó la tendencia localista, el amor desenfrenado de la independencia y la ineptitud para constituir grandes unidades políticas. A ello se debe el que hoy no forme uno, dos o tres Estados fuertes, sino caterva de microscópicas republiquitas.
El Libertador de América, Simón Bolívar, cuyo genio político fue tan grande, por lo menos, como su genio militar, soñó desde la iniciación de su carrera con formar un Estado americano de primer orden que llevase la batuta en los negocios de nuestro planeta. Ya en 1813 un ministro suyo, inspirado visiblemente por el Libertador, habla de un Poder que pueda servir de contrapeso a Europa y establecer, dice; “el equilibrio del universo”. En 1815, en la célebre carta que –vencido por los españoles, desterrado por la anarquía criolla– dirige en Kingston a un caballero inglés, trata Bolívar de la posible creación de dos o tres grandes Estados americanos. En 1818 escribe a Pueyrredón, director de las provincias argentinas, que la América española, unida, debe formar un gran Poder; debe constituirse “el Pacto americano que, formando de todas nuestras Repúblicas un Cuerpo político, presente la América al mundo con un aspecto de majestad y grandeza sin ejemplo en las naciones antiguas. La América , así unida, podrá llamarse la reina de las naciones, la madre de las Repúblicas”.
En 1819 apenas independiza con la victoria de Boyacá, en el corazón de los Andes, el virreinato de Nueva Granada, funda una fuerte república militar, Colombia, englobando tres Estados: el antiguo virreinato de Nueva Granada, la Capitanía general de Caracas y la Presidencia de Quito. En 1822 invita, en nombre de Colombia, a todas las repúblicas hispanas de América a celebrar una unión que haga frente no sólo a España, sino a toda Europa, recién organizada en agresiva Alianza de tronos, llamada Santa. En 1825 sueña en formar el imperio republicano de los Andes, con casi toda la América del Sur, desde la mitad norte del antiguo virreinato del Plata hasta los pueblos del mar Caribe y el golfo mexicano. En 1826 convoca a todos los Estados recién emancipados de España al Congreso Internacional de Panamá, con el fin de echar las bases del derecho público americano y erigir, a pesar de los celos locales, el gran Poder Interamericano, la Sociedad de Naciones, por encima de las soberanías parciales, un Estado Internacional que constituyese a nuestra América, de facto, en “la madre de las Repúblicas”, en “la más grande nación de la tierra”.
Este gran sueño de Bolívar, que fue el más alto honor de su vida, salvo el de haber realizado la emancipación del continente, no pudo cumplirse. Él no podía hacerlo todo. Era necesario el contingente de los pueblos. Y contra su ideal unificador alzóse el ideal de patrias chicas, el espíritu localista, que convirtió a la América en un haz de repúblicas microscópicas, carentes de influencia internacional y fácil presa de ambiciosos caudillos sin más horizonte ni más prestigio que el de sus campanarios natales.
El individualismo y el localismo hereditarios triunfaban del hombre de genio. El hombre de genio veía entorpecidos sus planes por microbios a quien despreciaba: Santander en Cundinamarca, Rivadavia en Argentina, Páez en Venezuela, Freyre en Chile. Pero aquellos microbios eran una gran fuerza; representaban, sin saberlo, el espíritu de la raza.
1. Un testimonio reciente lo corrobora. Léase en La Voz , de Madrid, 17 de diciembre de 1921, la entrevista de un redactor de ese periódico con dos jefes sindicalistas de Barcelona: Pestaña y Noy del Sucre. El repórter, refiriéndose a la serie de atentados de carácter social –o tenidos por tales– que se cometieron en Barcelona ininterrumpidamente, pregunta a Pestaña cómo los jefes sindicalistas no pudieron impedir aquellas agresiones de que se acusa al sindicalismo catalán, y Pestaña responde textualmente:
—Era muy difícil, por no decir imposible. Obraban por iniciativa particular y con absoluta independencia.
2. No hace mucho pudo leerse en la prensa que los periódicos de Madrid, después de innúmeras reuniones, no logran ponerse de acuerdo para encontrar una fórmula que los salve de la ruina; es decir, de las fauces de la Papelera Española. Es necesario saber que la Papelera Española es un ávido monopolio que a la sombra de un arancel proteccionista succiona y aniquila con cínico descaro y manifiesta injusticia el vigor y la sustancia de las empresas editoriales y periodísticas. La Papelera aspira –y con razón, puesto que la dejan–, no sólo a continuar con el monopolio del papel, sino a implantar el monopolio editorial: la Empresa Calpe es suya; al monopolio del diarismo: uno de los mejores periódicos de la mañana y el mejor periódico de la noche son suyos; y suyos, indirectamente, los periódicos a quienes obliga con favores, a quienes puede hacer fracasar por medio de hábiles hostilidades. El clamor fue tanto, que el Gobierno se vio precisado a permitir la entrada libre del papel extranjero para salvar a los editores de libros y periódicos. La Papelera pone en juego sus influencias, llama antipatriótica a la medida gubernamental que tiende a salvar las industrias españolas del libro y del diario, no sólo permitir la libre importación del papel, que en la Europa deshecha y arruinada por la guerra se adquiere más barato que en la España pacífica y enriquecida. Pues bien: ni dueños de casas editoras ni dueños de empresas periodísticas llegan a ponerse de acuerdo para salvarse de la Papelera y de la ruina. Los diarios ni siquiera se conciertan para fijar el precio y tamaño de los periódicos.
En el ABC, diario madrileño, pudo leerse (15 de febrero de 1921): “El acuerdo que en la redacción de El Imparcial adoptaron varios directores de periódicos quedó roto por falta de unanimidad en su cumplimiento”. Otro periódico de Madrid rompe por lo sano, y dice: “En vista de que es imposible tratar nada serio con algunos periódicos, pues jamás cumplen aquello a que se comprometen y sólo se preocupan de su particular conveniencia, se desliga en absoluto La Correspondencia de España de todo compromiso colectivo y recaba su completa libertad de acción”.
3. Ángel Ganivet. Idearium español, edición de Granada, MDCCCXCVII, p. 57.
4. América tuvo, aun en lo más crudo del poder español, una relativa independencia municipal de que no siempre ha gozado después en tiempos de la República. La federación entre nosotros, ya que se quería implantar, no necesitó ser, como ha sido y es en Argentina, Venezuela, México, etc., caricatura servil de los yanquis; pudo tomar por base la antigua independencia comunal de Castilla y nuestra propia tradición de municipios autónomos. Los comuneros del Socorro, en el Virreinato de Nueva Granada, son tan heroicos defensores y mártires de la libertad como los victimados por la autocracia austríaca en Villalar.

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