sábado, 28 de diciembre de 2013

EL ENGAÑO SUDAMERICANO


por Luis Alberto de Herrera

Es curioso que la opinión sudamericana parezca no advertir la enorme distancia que media entre sus ensueños democráticos y la realidad de su timbre republicano.
Ya hemos salido, en verdad, de las dominaciones siniestras, del Imperio de nuestros Saint-Just, pero
no es menos exacto que estamos bajo el yugo de los jacobinos, en su segunda época. Despojados, hoy como ayer, de la esencia libre, con el único distingo de que antes no se perdía el tiempo en decorar el atentado y ahora se cumple, en todas sus partes, un grotesco simulacro de derecho.
Cometimos la insensatez lírica de proclamar el sufragio universal, al independizarnos, en hora en que los Estados Unidos consideraban oportuno restringirlo. Jamás se pensó en abonar su ejercicio. Apenas había tiempo para las cargas a lanza de todos los días. Pero es que, ni después ni ahora, ni nunca, ha conocido América el arraigo orgánico de esa institución madre que es tan necesaria a la libertad como la quilla ai barco.
Y sin embargo, porque los ganados procrean, y porque la inmigración salvadora so filtra por las fronteras, y porque se cotizan a alto precio nuestros productos, y porque empezamos a ocupar sitio, menor que nuestra personería geográfica, en el seno de la familia humana, nos olvidamos de que, así como Norteamérica ha salvado ¡ella sola! el honor de la palabra república, nosotros, los sudamericanos, hemos agotado fuerzas ingentes en la tarea doloroso de llevar al naufragio a  ese mismo honor. Al igual de los sordos, que no oyendo ellos creen que a las demás personas les ocurre lo mismo, los sudamericanos estamos persuadidos de ser la promesa mundial del derecho y, tal vez, ya su realización única; mientras Canadá, Australia, Nueva Zelandia y Sudáfrica desfilan por nuestro lado y nos aventajan, en mucho, pero sin comprometer su seriedad con declamaciones, con el ruido de parches y clarines.
También, a impulsos de esa infantil vanidad, creemos que no hay montañas como nuestras montañas, ni coraje como nuestro coraje.
Lejos de nuestro pensamiento la inclemencia lapidaria para aquella borrascosa juventud.
Sólo los soñadores pueden concebir a la libertad como una gran dama, irreprochable en su belleza. Fuera de que pedir a los hechos que sean ideales, sin mancha, es como exigir a los ríos que corran en línea recta por la superficie de la tierra que es espléndida y perfecta por ser negación de esa misma recta.
Los sucesos son monstruosos en tiempos anormales, semejantes al estilo incoherente de un Carlyle, sin perjuicio de tener, ellos también, su clave anormal.
Si rendimos la frente ante el soberano principio de causalidad, que preside la caída de una hoja, ¿es posible no acatarlo también cuando él gobierna, implacable, la evolución de los organismos humanos?
Por esc rumbo de criterio sereno y justo, se ilumina el fondo apocalíptico de la historia y todo se perdona porque todo se explica!
Lo que asombra, cuando el raciocinio parle de esa eminencia equitativa, es que después de comprender el carácter irregular de la sociedad sudamericana; después de aquilatarla adolescente y bajo el letargo colonial, ajena a las fecundaciones del derecho, sin sufragio, tolerancia de cultos, hábito de deliberar, sin prensa, sin contacto recíproco, sin comercio, sólo con el desierto a la espalda y al frente; lo que asombra, repetimos, es que, conocidas las imperfecciones enormes de ese linaje, todavía se insista en describir a los pueblos de Sudamérica como aptos para figurar, con éxito, en las luchas cívicas que sucedieron a la independencia, en suponerlos con el instinto libre y las adivinaciones de su cumplimiento victorioso.
Pero todavía asombra más que al internarse en el laberinto de los orígenes y estudiar las sacudidas y catástrofes subsiguientes al primer vagido libre, se empeñen muchos pensadores en exhibir ese pasado como la lucha entre dos tendencias contradictorias, ilustre, la una, ignominiosa, la otra: las virtudes patricias frente a las delincuencias montoneras.
Es indudable que las jornadas de la emancipación contaron con una pléyade de distinguidos apóstoles y servidores que ofrendaron vida, ideales, fortuna y sinceridad a la aventura augusta; pero nadie ignora que esa hermosísima devoción no satisfizo las exigencias turbulentas de la época, viéndose ella muy pronto vencida por el avance de muchedumbres arremolinadas.
El inmenso desencanto sembrado por el desorden irrefrenable; la persuasión adquirida de que no había manera legal de fundar la estabilidad política; el dolor de ver que se confundía con libertad a la licencia y al atentado con la república, colmaron la derrota de los guías intelectuales y soñadores del movimiento. Algunos de esos varones fuertes tuvieron entonces el hermoso coraje de rendirse al ensayo monárquico, sacrificando la popularidad liviana a la voz honorable de su conciencia cívica. Otros, pactaron con la borrasca, acertados también al someterse a la corriente irresistible de los tiempos. En hora de naufragio no se hace cátedra. Ejemplar en esos días la franqueza del general Belgrano, que decía:
"¿Será posible que, después de seis años de revolución, aún no se haya fijado opinión acerca del sistema de gobierno que nos es más conveniente? ¿Qué especie de gobierno hemos vivido después de la recuperación de nuestros derechos en 1S10, a que tan injustamente se da el título de insurrección? No hemos conocido más que el despotismo bajo los gobernadores y virreyes, y bajo las Juntas, los Triunviros y Directores, pero sin el orden que en aquél proporciona el terror y con todo el compuesto de ideas tan brillantemente pintadas por los escritores de la nación que alborotó al mundo, para darle el ejemplo de los tristes resultados de que todos somos testigos y a que vamos marchando con la mayor aceleración". (1)
También al vencedor de Salta le deberá la posteridad saldo de agradecimiento por esta advertencia profética. Ya en 1816 el general Belgrano señalaba la influencia corrosiva, en el escenario indígena, de las demagogias francesas.
Civilización y barbarie, ha dicho Sarmiento. Sin irreverencia al genial ciudadano, ¿no podría afirmarse que todos padecían de incapacidad para el ejercicio verdadero de la democracia, por girondinos, unos, por jacobinos inconscientes, los otros, y que dentro de la civilización suda­mericana había barbarie y dentro de la barbarie vigorosos gérmenes de civilización?
De un extremo al otro del continente ardió la hoguera anárquica, bien alimentada por todas las fracciones. Todos, por igual, renunciaron al precioso pilotaje de la experiencia y enamorados de los dogmas ensorde­cedores de 1789 se batieron, en nombre de una mentida soberanía del pueblo, porque todos los bandos recogían la imagen con la imperfecta fidelidad del espejo que no da relieve propio a las figuras.
En la oposición, se conspiró; en el poder, se abusó de la autoridad. El ideal afiebrado de la época era batir al adversario, quebrarlo, sustituirlo, y, con tal de llegar a ese fin, no se estilaban grandes escrúpulos. Testimonio preciso de esas incurables agitaciones y motines lo ofrece esa Buenos Aires, cuyos escritores fulminan, desde la altura de su soberbia política, al federalismo, a los bárbaros, que dicen.
Antes de 1820, Balcarce, Soler, Alvear, convirtieron a la capital en foco de sediciones diarias, ahogados por el odio recíproco y ocurriendo a lodos los medios para exterminarse. A las huestes artiguistas pedirían ellos alianza y amparo, [1]
Por lo demás, es curiosa la imputación anárquica lanzada por las plumas unitarias al federalismo cuando, serenada la atmósfera crítica, si alguna tendencia destaca inspirada y próxima a la verdad democrática, en el seno de aquella espantosa vorágine, eso privilegio corresponde al clamor federativo que invocó, sin descanso, el derecho de cada región a , condensar sus emociones cívicas, que tuvo la personería de los localis­mos precursores de la comuna inexistente y que recorrió las campañas desiertas echando, en surco ancho, y tal vez sin saberlo, mucha simiente de autonomía.
Pero la demagogia unitaria que, apoyada triunfal, durante casi un siglo, en las declamaciones a priori de la Revolución Francesa, ha ejercido dominio absoluto en el campo de las ideas americanas, negó hasta sombra honrada y fecunda a los anhelos discrepantes con sus decretos soberbios.
Apoderada de la prensa, tenaz en su propaganda calumniosa y gozando de todos los prestigios radicales, ella ha impuesto opinión a la opinión pública. El Uruguay, así intrigado en el culto de su fundador y héroe nacional, ofrece dato elocuente de ese proceso hecho en nombre del sofisma y de exclusivismos de partido. Chile, con su libertador el general Carrera, y sus hermanos, disfrazados de bandidos por el odio unitario, rarifica la probanza, si no bastara, en otro campo, el alud provocado de las invasiones portuguesas.
Habla así el general Mitre:
"Esta palabra es Federación. Pronunciada por la primera vez por Moreno, el numen de la Revolución de Mayo, en 1810, los diputados nombrados par a formar el primer Congreso Nacio­nal la renegaron falseando su mandato. Repelida por e l Paraguay, por es­píritu de localismo y aceptada solemnemente por un tratado público, la segregación de esta provincia fue el primer golpe dado a la antigua unidad colonial. Adoptada, sin comprenderla, por Artigas y los suyos, se convir­tió en sinónimo de barbarie, tiranía, antinacionalismo, guerra y liga de caudillos contra pueblos y gobiernos". [2]
Pero aunque la enorme autoridad de un gran historiador plantee la antítesis infernal: los pueblos y los gobiernos de un lado y, en fila opuesta, socavando sus cimientos nacionales, la tiranía, la barbarie y la liga de caudillos, el sentido lógico se rebela contra esa clasificación caprichosa, irreal, que, por definir mucho, no define nada. Porque si en la actualidad marcamos con estigma a esa fuerza irregular, nacida, como el torrente,
en el fondo de las soledades americanas, no hacemos otra cosa que sellar la infamación de nuestra evolución autonómica. Porque la libertad de un mundo voló en alas de esa titulada barbarie que, rival del viento, venció fronteras y montanas. Porque ese gauchaje, ese artiguismo -orgánico en todas las regiones- de cáscara ruda, inculta, salvó al verbo como defiende a la perla la concha rústica de la ostra. [3]
Así califica un autor mexicano el primer alzamiento, en su país, de los patriotas: "Despoblábanse las rancherías, peones, niños, mujeres, ancia­nos a pie, a caballo, en muía y en asnos, lodos seguían en tropel a ¡os caudillos del pueblo gritando vivas, desfogando caler as, prorrumpiendo en desahogos, no para explicados, contra la dominación española y a favor de Fernando VII; en una palabra, toaos los delirios de la venganza, el fanatismo y la barbarie, y todos los instintos de la libertad y del derecho".[4]
Tarea difícil, imposible, la de sostener en pie aquellas denominaciones antagónicas, en el comentario clínico de la epopeya sudamericana, cuando todos nuestros
despotismos han sido la obra cooperativa de todos, tan solicitados ellos por el exceso doctrinario y atentatorio de los unos como por el exceso activo y también atentatorio de los otros.
Exacto afirmar que la emancipación se honró con la labor selecta de un grupo de hombres de primera fila, superiores a su tiempo y a las dolorosas circunstancias en que actuaron y, por ese preciso mérito, sacrificados por la ingratitud pública. Abren la lista cruel Bolívar y San Martín. Pero, ¿cómo podría extenderse esa calificación excepcional a ésta o a aquélla de las muchedumbres contradictorias que, movidas por la ambición, por el despecho, por el odio, por la revancha -todo eso muy distante del sufragio, de la comuna y de los grandes fueros sociales-, se mataron, se vencieron y volvieron a matarse, para vencerse de nuevo y matarse, otra vez, en el curso de cincuenta años? No; aunque su filo corte,  es necesario someterse a la ley de los hechos y recordar siempre que la América despoblada de 1810, ajena al culto inicial de la democracia y dibujada por el modelo de la España de Felipe II, no la de Carlos III, sólo por obra de milagro sociológico pudo dejar de ser un desastre republica­no; levantisca, anárquica, dictatorial, despótica.
Esas eran las únicas tradiciones doradas a fuego en su memoria. Las multitudes pastoras adquirirían pronto, ensenadas por las ciudades, el gusto de ese desenfreno, pero de sus entrañas saldría también la curación del mal: las crecientes destruyen y construyen.
Injusticia máxima fulminar a la arcilla porque, extendida sobre una superficie, ella repita sus rugosidades. El delito social de los americanos ha estribado sólo en parecerse a América, en ser idénticos, como el destino adverso los hizo, a sus mayores.
Muchas irregularidades democráticas han empalidecido nuestro ensa­yo libre; pero esos contrastes fueron engendrados por causas orgánicas, casi científicas, y ya no se satisfacen las impaciencias de la investigación retrospectiva con la referencia de los agravios sectarios y con el recuerdo iracundo de las épocas muertas. Tomando un ejemplo al caso, ya es recurso baladí presentar como elemento de juicio fundamental, adverso a Rosas, las tablas de sangre de Rivera Indarte, los versos de Juan Cruz Várela, o los artículos de los diarios de entonces.
Con idéntico criterio tampoco hacen volumen, en su favor, la espada enviada por el general San Martín, como obsequio, las notas de don Felipe Arana, ni los escritos cortesanos de Angelis. Para todo espíritu recto presentará siempre carácter odiosísimo aquella sombría dominación personal; pero, basta recordar que ella perduró por espacio de veinticinco años, para comprender su profundo arraigo social y penetrarse de que ella respondió, en ancho concepto, a los vacíos y oscuridades de los tiempos. Fueron sus solidarios, en mayoría, ilustres guerreros de la Independencia; las más distinguidas damas porteñas creyeron honrarse arrastrando en un carruaje el retrato del Restaurador; la religión le prestó hospitalidad en sus altares; las provincias le rindieron acatamiento unificado, como no lo conocieran los gobiernos anteriores, ninguno menos que el de Rivadavia; millares de hombres se sacrificaron, gustosos, en su defensa; otros millares encontraron placer en ser sus instrumentos; las clases inferiores del pueblo estaban de su lado.
¡Tenía muchos poderosos tentáculos la oprobiosa tiranía! Más que la obra de un hombre era aquel el fruto de un sistema, necesitándose el peso de la intervención extranjera -brasileña y oriental- para atacarlo, con éxito, en sus centros vitales.
¿El medio hacía a Rosas, o Rosas hacía al medio?
Sin soñar en decidirlo, basta estudiar los antecedentes de su ascensión despótica para apercibirse de que ella fue la consecuencia obligada de todos los errores acumulados y, sobre todo, de una incurable impotencia republicana.
Porque Rosas, al igual de sus congéneres continentales, no llega al poder por favor de un zarpazo felino, sorprendiendo a sus conciudadanos con la audacia de un inesperado asalto. Si algo puede vaticinarse, al leer la historia de su época, es el crecimiento de su dañina influencia, arrancada a las pampas por el petitorio de la ciudad, que luego lo aclama salvador, agradecida al socorro decisivo prestado en la guerra civil.
Dice Ayarragaray:
"Si recorremos los anales argentinos, después del año 26, se presiente el advenimiento de un gobierno fuerte y personalista, capaz de asegurar mecánicamente, al menos, el orden público y los intereses sociales más rudimentarios. El descrédito de los ensayos institucionales, la extenuación de los sistemas violentos, el cansancio y la displicencia pública, eran factores suficientes para precipitar la evolu­ción. Existía una fuerte aspiración social y el órgano correspondiente no podía faltar; si Rosas no hubiera surgido, cualquier otro caudillo habríalo quizás reemplazado. ..Y se llega a Rosas después de haberse agotado, durante veinte años, los procedimientos más irregulares y monstruosos, sin el precedente de una elección legal, sin la práctica leal de un derecho político, sin una renovación de poderes que no hubiera tenido por origen, o el motín militar o las maquinaciones del fraude; más aun: habiéndose encarnado en los hábitos la legitimidad de lodos los excesos demagógi­cos, Rosas fue confirmado en sus facultades extraordinarias por comicios unánimes de la población de Buenos Aires, con una disidencia de tres votos".
Así, con valentía dolorosa, exhibe la verdad entera un argentino distinguido que se niega a aceptar, sin inventario, el lote de las viejas iracundias.
Si alguna esperanza prometieron las entrañas sudamericanas, después de la independencia, esa esperanza fue la tiranía, que cruza las fronteras de sus nacionalidades como una diagonal de sangre y de vergüenza. La ley de esa fecundación regresiva estaba escrita en sus propios orígenes. De mentidas instituciones y de mentidos derechos y tolerancias debía derivar una mentida república, apoyada en las deficiencias ambientes. Cuando estadistas de la talla de Rivadavia intentan adelantarse a su época, ellos reciben, en premio, la caída fatal, porque ellos interpretan la voluntad avanzada de la minoría. No así los dueños y señores de las provincias, al estilo de Quiroga, López y Bustos, bien comprendidos por la masa y fortificados por sus enormes excesos, porque los días son de exceso.                                                            
Al tirano Rosas lo derroca su teniente Urquiza, también de horca y cuchillo, para ser, a su vez, combatido por la orgullosa provincia liberada. Idéntico espectáculo se desenvuelve desde México hasta el Cabo de Hornos.
Es que todas las fuerzas sociales se agitan en la más pavorosa descomposición y todas llaman al toro, es decir, a las multitudes, con el trapo rojo de la misma demagogia. [5]
Según el pensamiento exacto de Quinet, en el seno de los pueblos sin libertad las palabras juegan el papel inmenso que juegan las cosas en el seno de los pueblos libres.
Todas nuestras tiranías han sido cabezas del cáncer despótico, que recibimos íntegro de los siglos coloniales; la revancha póstuma de las indiadas sacrificadas por la crueldad de los encomenderos; la herencia impuesta de las generaciones que vivieron en el analfabetismo y en la servidumbre, "Profesábase por aquellos tiempos y en todos los dominios españoles, el axioma de que sin la ignorancia, la sujeción de los indios y su esclavitud, no sólo no se sacaría fruto alguno de la conquista, sino que ésta se perdería perjudicando entretanto a la Península". [6]
Arrancados, de súbito, a esas tinieblas, nos abrazamos al ideal ardoro­so, olvidando que él también enceguece como la luz intensa mirada de frente.
Quisimos saltar del pasado al porvenir, sin hacer alto en las escabro­sidades del presente, cuando hasta la sabia naturaleza no viola en vano el curso ordenado de las estaciones, La liquidación de ese vértigo no podía dejar de ser explosiva: el despotismo era el punto de llegada de la loca carrera.. Por eso define el resabio hueco de la historia romántica el estribillo desacreditado de las fulminaciones implacables a nuestro ciclo feudal.
Ahora bien, ¿es creíble que la copia servil, que hiciéramos en 1810, de los principios de la Revolución Francesa fuera la indicada para atenuar el vuelo de nuestros defectos anárquicos y antisociales?
En su primer esfuerzo autonómico América del Sur debía ser soñado­ra, porque en todos los órdenes de la vida la inexperiencia es sonadora y lírica; fuera también de que en la propia sangre bullían su credo las leyendas apasionadas.
Pero ese lirismo que, contenido, se resuelve en lluvia mansa, capaz de las altas fecundaciones, puede degenerar, si exagerado, en verdaderas tempestades.
Los dogmas de 1789 -sin perjuicio de algunos bienes- desempeñaron ese cometido huracanado en el desarrollo de los destinos continentales.
Ellos agregaron, a nuestros defectos orgánicos y de visión, el grueso capital de los ajenos defectos, con la agravante de venir abrillantados por  seductores sofismas.
En medio dé las desorientaciones colectivas cayeron los ejemplos transatlánticos como hechos de medida para resolver las dificultades inmensas del momento histórico.
Se estaba en lucha con la monarquía y esos ejemplos enseñaban a condenar, como maldita, a esa forma de gobierno. Francia había decla­rado guerra a muerte a la realeza; pues América del Sur debía alistarse en esa actitud rabiosa. ¿A qué fin? ¿Con qué resultado útil? ¿En respuesta a qué exigencia pública? Estas interrogaciones estaban de sobra.
Idéntico criterio de cerrada imitación nos llevó a implantar el sufragio universal, a perseguir la conquista inmediata de los más temerarios anhelos políticos, a preparar, por su intermedio, el acceso de todas las demagogias, a aplicar, aquí, en este mundo inocente de vejeces sociales, las doctrinas del Contrato Social, a vestir, con declamaciones deslum­brantes y embriagadoras, el texto de nuestras cartas constitucionales, a hacer bandera legítima de la intolerancia, a recoger agravios seculares que no teníamos; en resumen, a gobernarnos entregados a influencias exóticas, reñidas con nuestro medio.
Porque la Revolución Francesa nos causó el daño positivo que produce, en ciertas ocasiones, el mal consejo: extravió nuestro criterio. Ella nos lanzó en la senda de las ideas generales. Por ella hicimos leyes prescindiendo de los hechos, para precipitarnos de cabeza en el abismo de la anarquía.
Ella nos dijo, y lo creímos, con Rousseau, que era deber humanitario reconstituir a la sociedad suprimiendo jerarquías, convencionalismos y preconceptos y, sobre todo, ella nos empujó al desvarío democrático, con su interpretación descabellada de la soberanía del pueblo.
Fuera de nuestro propósito desconocer el intenso significado de la Revolución, en el escenario europeo, al que concurrió, en mucho, la misma índole de sus agitaciones volcánicas. Localizando opiniones, renunciando al afáncorriente y jactancioso de ser ciudadanos del mundo, consideramos que, en el escenario sudamericano, ese torrente de lava humana sembró muchos desconciertos apartándonos del buen rumbo republicano.
Bien sabemos que este aserto hiere conceptos establecidos entre nosotros. Estamos tan dominados por los sectarismos de 1789 que todavía les guardamos fidelidad de enamorados, más entusiastas por ellos que la sociedad que los engendrara.
Es que, respecto a esa jornada, se nos ha enseñado un culto idolátrico, de intensidad universal. Creemos en América, y nuestras multitudes y nuestros universitarios lo juran a pie juntillas, que todos los bienes democráticos de que gozamos en la actualidad derivan de la Revolución Francesa, siendo deudores a ella de su libertad todas las naciones del orbe, cuyo régimen de derecho cívico parte de allí, como arrancan del mismo punto polar imaginario todos los meridianos que abrazan el haz de la Tierra.
En alas de esa hipérbole, el criterio exagerado vuela hacia las grandes caídas.
Ha acentuado el perjuicio de ese entusiasmo parcial la circunstancia de haber los sudamericanos cristalizado sus ideas políticas en los sucesos de 1789, no queriendo convencerse de que, con posterioridad a aquella borrasca, nuevas ideas han cruzado el ambiente social, exigiendo otras orientaciones. Mientras este ingenuo mundo nuestro continúa repitiendo el credo de la Revolución Francesa, el criterio moderno sólo ve en ella una crisis formidable, lápida de una época: del feudalismo y de la vieja monarquía.
Encarnadas en la realidad inconcusa las aspiraciones libres engendra­das por el espíritu del siglo y surgidos nuevos motivos de preocupación colectiva -ignorados en 1789- Europa ya ha dejado atrás aquel capítulo clamoroso y tiende la mirada hacia debates más militantes. En cambio, nosotros estamos bajo la impulsión anticuada de las lecturas clásicas.
Lo singular es que no declina esa pasión juvenil. Vencedora de la edad y del tiempo, ella continúa inspirando a la opinión continental en lodos los asuntos ligados al ejercicio de la democracia. Vivimos en pleno auge jacobino y, tanto el problema político, como el religioso, como el social y el económico, piden luces de solución turbulenta a los procedimientos violatorios del derecho y de la equidad que recibieron carta de ciudadanía en los días de la Convención.
La Revolución Francesa sigue, pues, desde la tumba, gobernando nuestros destinos independientes. Esa imantación exclusiva señala otro de sus trastornos morales. Con ímpetu sincero, creemos que, como ocurre con la preferencia del italiano para escribir óperas, sólo en idioma francés se ha sabido honrar a la libertad. Esta ofuscación la hemos purgado con muchos desastres internos.
Si hubiéramos sido menos limitados en nuestro horizonte, el pensa­miento habría descubierto más felices perspectivas, otros países gober­nados con alta sabiduría, donde la declamación no usurpa terreno a la autoridad, ni el despotismo se confunde con la soberanía, ni se erige el dogma filosófico en norma de la organización pública, ni se extirpa al adversario como a raíz de veneno, ni se persigue al culto en nombre de la tolerancia, ni se confisca, ni se ahoga en sangre a los disidentes, ni se hace una mentira del derecho y una verdad del crimen y del latrocinio.
La confirmación de estos asertos, que son el eje de nuestra tesis, nos impone entrar en el comentario más preciso de la gran marejada pasional que caracterizó el final de una centuria célebre.
Tenaces en sostener que su ejemplo candente fue pernicioso para el desarrollo cívico de América del Sur, debemos empezar por exhibir al modelo en sus rasgos contradictorios con el prestigio de las instituciones libres.


capitulo IV de LA REVOLUCIÓN FRANCESA Y SUDAMÉRICA

NOTAS

1. AYARRAGARAY, —La Anarquía Argentina, "El Cabildo de Buenas Aires felicitó a Artigas por haber contribuido a libertar la dudad de la 'tiranta ominosa y bárbara de la Asamblea General Constituyente'",
2. MITRE. —Historia de Belgrano.
3. Nota del general Belgrano: "Tampoco deben los orientales al terrorismo la gente que se les une ni las victorias que lo   anarquistas han conseguido sobre las armas del orden: aquélla se les ha aumentado y les sigue, por la indisciplina de nuestras tropas y los excesos horrorosos que han cometido, haciéndose odioso hasta el nombre de patria. La menor parte ha tenido el terror en la agregación de hombres y familias".
4. PRIETO. —Lecciones de Historia Patria.
5. MITRE. —
Historia de Belgrano. "Como única satisfacción de ¡a guerra provocada por las autoridades nacionales (y derribadas por las mismas fuerzas de Buenos Aires) se pedía el juicio público de ellos; en el cual no hacían sino Imitar el ejemplo de los partidos de principios, que, desde al año de 1812 hasta 1815, se habían perseguido implacablemente, unos a otros, procesándose mutuamente con menos motivo y con más crueldad que tos mismos montoneros, según ha podido verse en el curso de esta historia".
6. PRIETO. – Lecciones de Historia Patria. México

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