miércoles, 11 de septiembre de 2013

ESTADOS UNIDOS Y LA AMÉRICA LATINA


 por Manuel Ugarte

"No es indispensable anexar un país para usufructuar su savia. Los núcleos poderosos sólo necesitan a veces tocar botones invisibles, abrir y cerrar llaves secretas, para determinar, a distancia, sucesos fundamentales que anemian o coartan la prosperidad de los pequeños núcleos. La infiltración mental. económica o diplomática puede deslizarse suavemente sin ser advertida por aquellos a quienes debe perjudicar, porque los factores de desnacionalización no son ya, como antes, el misionero y el soldado, sino las exportaciones, los empréstitos, las vías de comunicación, las tarifas aduaneras, las genuflexiones diplomáticas, las lecturas, las noticias y hasta los espectáculos".
(De La Patria Grande, 1924).

EL PELIGRO YANQUI (1901)

HAY OPTIMISTAS que se niegan a admitir la posibilidad de un choque de intereses entre la América anglosajona y la latina. Según ellos, las repúblicas sudamericanas no tienen nada que temer y a pesar de lo ocurrido en Cuba, persisten en afirmar que los Estados Unidos son la mejor garantía de nuestra independencia. El carácter latino que por ser demasiado entusiasta y violento, sólo percibe a menudo lo inmediato, no cree más que en los peligros inminentes y se desinteresa de los relativamente lejanos, olvidando que en el estado actual las naciones están obligadas a observarse sin reposo porque todas preparan, aun a siglos de distancia, su destino. Pero sea lo que fuese, es curioso conocer la opinión de los europeos sobre este asunto.
Los diarios de Francia, por lo pronto, no ven el porvenir con tanta confianza. Le Matin decía días pasados, a propósito de la anunciada intervención en el conflicto de Venezuela con Colombia: "Los ciudadanos de la América del Norte tienen en el rico arsenal de su lenguaje una palabra de la cual se sirven frecuentemente no sólo en sus conversaciones particulares, sino también en las diplomáticas; es la palabra grabbing que sólo puede ser traducida por 'expoliación' ". No sería imposible que este asunto se terminara por un land grabbing y que aquí o allá, hubiera un territorio usurpado. Es quizás por eso que Alemania, Francia y otras naciones siguen con tanta atención los sucesos que se desarrollan alrededor del istmo. Suponen que los Estados Unidos sólo esperan un pretexto para intervenir en esa región soñando renovar lo que hicieron en México. Basta un poco de memoria para convencerse de que su política tiende a hacer de la América Latina una dependencia y extender su dominación en zonas graduadas que se van ensanchando, primero, con la fuerza comercial, después con la política y por último con las armas. Nadie ha olvidado que el territorio mexicano de Texas pasó a poder de los Estados Unidos después de una guerra injusta. A las provincias de Chihuahua y Sonora les cabrá dentro de poco la misma suerte y sí alguna duda quedara aún sobre tales proyectos se encargaría de desvanecerla el artítulo publicado hace pocos días en el New York Herald de París. Entre otras declaraciones hace la siguiente: "Una nación de ochenta millones de habitantes no puede admitir que su supremacía en América sea impunemente comprometida. Sus intereses económicos y políticos deben ser defendidos, aún contra los consejos de una diplomacia de ruleta. Los Estados Unidos pueden emprender la obra de pacificación con la confianza absoluta de que es el derecho innato de la raza anglosajona. Deben imponer la paz al territorio sobre el cual tienen una autoridad moral y proteger sus intereses económicos y políticos a la vez contra la anarquía y contra toda inmiscusión europea".
Sin caer en el alarmismo, se puede analizar una situación que presenta peligros innegables. El escritor venezolano César Zumeta lo decía en un folleto, un tanto exagerado y meridional, pero exacto en el fondo: "Sólo una gran energía y una perseverancia ejemplar puede salvar a la América del Sur de un protectorado norteamericano". Quizás fuera esto un poco más difícil de lo que algunos creen, pero aún cuando fuera imposible es juicioso tratar de contrarrestar la influencia creciente de la gran república norteamericana, poniendo obstáculos en su marcha hacia el sur, porque sí aguardamos a que la amenaza esté en la frontera, ya no será tiempo de evitarla. El razonamiento infantil de que para llegar hasta nosotros tendría el coloso que atravesar toda la América, es un sofístico engaño que además del egoísmo regional que denuncia, contiene otros males. Si vemos que las repúblicas hermanas van cayendo lenta y paulatinamente bajo la dominación o influencia de una nación poderosa, ¿aguardaremos para defendernos que la agresión sea personal? ¿Cómo suponer que la invasión se detendrá al llegar a nuestras fronteras? La prudencia más elemental aconsejaría hacer causa común con el primer atacado. Somos débiles y sólo podemos mantenernos apoyándonos los unos sobre los otros. La única defensa de los quince gemelos contra la rapacidad de los hombres, es la solidaridad.
Sobre todo en el caso presente del que hay que desechar toda hipótesis de lucha armada. Las conquistas modernas difieren de las antiguas, en que sólo se sancionan por medio de las armas cuando ya están realizadas económica o políticamente. Toda usurpación material viene precedida y preparada por un largo período de infiltración o hegemonía industrial capitalista o de costumbres que roe la armadura nacional, al propio tiempo que aumenta el prestigio del futuro invasor. De suerte que, cuando el país que busca la expansión, se decide a apropiarse de una manera oficial de una región que ya domina moral y efectivamente, sólo tiene que pretextar la protección de sus intereses económicos (como en Texas o en Cuba) para consagrar su triunfo por medio de una ocupación militar en un país que ya está preparado para recibirle. Por eso que al hablar del peligro yanqui no debemos imaginarnos una agresión inmediata y brutal que sería hoy por hoy imposible, sino un trabajo paulatino de invasión comercial y moral que se iría acreciendo con las conquistas sucesivas y que irradiará, cada vez con mayor intensidad, desde la frontera en marcha hacia nosotros. Nuestra situación geográfica, en el extremo sur del continente, nos pone momentáneamente al abrigo, pero cada vez que una nueva región cae en poder del conquistador, le tenemos más cerca. Es un mar que viene ganando terreno. La América Central es actualmente un frágil rompeolas. De no organizarse diques y obras de defensa, acabará por sumergirnos.
Los que han viajado por la América del Norte saben que en Nueva York se habla abiertamente de unificar la América bajo la bandera de Washington. No es que el pueblo de los Estados Unidos abrigue malos sentimientos contra los americanos de otro origen, sino que el partido que gobierna se ha hecho una plataforma del "imperialismo". De haber triunfado Bryan,1 no tendríamos quizá que lamentar el protectorado de Cuba, ni las masacres de Filipinas. Pero los asuntos públicos están en manos de una aristocracia del dinero formada por grandes especuladores que organizan trusts y exigen nuevas comarcas donde extender su actividad. De ahí el deseo de expansión. Según ellos, es un crimen que nuestras riquezas naturales permanezcan inexplotadas a causa de la pereza y falta de iniciativa que nos suponen. Juzgan de toda la América Latina por lo que han podido observar de Guatemala o en Honduras.3 Se atribuyen cierto derecho fraternal de protección que disimula la conquista. Y no hay probabilidad que tal política cambie, o tal partido sea suplantado por otro, porque a fuerza de dominar y triunfar se ha arraigado en el país esa manera de ver hasta el punto de darle su fisonomía y convertirse en su bandera. El conflicto entre Venezuela y Colombia, que ha sido fomentado, según los diarios de París y Londres, por los Estados Unidos, es una prueba. El telégrafo nos anuncia diariamente que la América del Norte está dispuesta a intervenir para proteger sus intereses y asegurar la libre circulación alrededor del istmo, basándose en viejos tratados que le abandonan cierto rol equívoco de vigilancia y de arbitraje. ¿Se prepara la reedición de lo que ocurrió en Cuba, Filipinas y Hawai? La maniobra es conocida. Consiste en espolear las querellas de partido o las rebeldías naturales y provocar grandes luchas o disturbios que les permitan intervenir después, con el fin aparente de restablecer el orden en países que tienen fama de ingobernables. La política interior de algunos estados de Centroamérica parece hoy dirigida indirectamente por el gobierno de Washington. La falta de capitales y de audacia industrial ha hecho que las minas, las grandes empresas agrícolas y los ferrocarriles caigan en manos de empresas yanquis. Ese es quizá el origen del protectorado oculto que aquella nación ejerce. Cuando un gobernante quiere sacudir la tutela, como el gral. Castro en Venezuela o el presidente Heroux en Santo Domingo, nunca falta una revolución más o menos espontánea que lo derroca o una guerra exterior que pone en peligro su jerarquía. Hasta la política de México que por ser uno de los estados más importantes de la América Latina parecería a cubierto de tales Inmiscusiones recibe su inspiración del norte. Sólo el extremo sur del continente está ileso. Y aun en nuestra región, donde los intereses industriales y comerciales de Europa hacen imposible un acaparamiento, han ensayado los Estados Unidos una manera de debilitarnos. Utilizando la viveza de carácter y la susceptibilidad nativas han creado o fomentado una atmósfera de mutua desconfianza u hostilidad que paraliza nuestro empuje. La guerra peruano-chilena y el antagonismo entre la Argentina y Chile son quizá el producto de una hábil política subterránea dirigida a impedir una solidaridad y una entente que pudieran echar por tierra los ambiciosos planes de expansión. Y como esta suposición parece aventurada es justo apoyarla con algunos datos precisos.
Hace poco más de un año apareció un folleto que hizo alguna sensación. Trataba de la cuestión peruano-chilena y traía la firma de un peruano de origen yanqui, el señor Garland. Merece ser recordado porque arroja alguna luz sobre la política de los Estados Unidos. La idea fundamental del panfleto era que el Perú, amenazado por Chile y expuesto a perder una nueva porción de territorio, debía buscar el apoyo de la República del Norte. Y más grave aún que esta primera afirmación, eran los motivos que daba para enunciarla. Después de mencionar la protección indirecta prestada por los Estados Unidos al Perú durante la guerra del Pacífico, recordaba que aquella nación ha resuelto "no permitir conquistas en suelo americano". (El derecho de conquista es un atentado pero lo es tanto cuando lo emplean los Estados Unidos, como cuando lo emplea Chile y mal puede resolver no permitir conquistas una nación que acaba de realizar algunas). En otros párrafos hacía el señor Garland un cuadro terrible de los grandes imperios que se acumulan en Europa y aseguraba que dentro de poco, la independencia de América del Sur estaría amenazada, insinuando que sólo podía salvarla el apoyo de los Estados Unidos. (Así se nos ofusca con un peligro falso mientras nos escamotean el verdadero).
Todo el esfuerzo del señor Garland tendía a espolear el resentimiento de los peruanos, recordándoles la indemnización y asegurándoles que la conquista continuaría comiéndoles territorios hasta borrarlos del mapa. Y para convencerlos les pintaba el interés que los yanquis se toman por nuestra libertad y les ponderaba las grandes instituciones democráticas que rigen a aquel pueblo.
Para imponer respeto añadía: "Los Estados Unidos, con sus sesenta y cinco millones de habitantes y su inmenso poder comercial y político, acrecentado considerablemente después de su guerra con España, son ahora el arbitro de los destinos americanos". Y después de proclamar que "es hacia Washington hacia donde debemos dirigir las miradas", citaba las ocasiones en que la América del Norte ha defendido a los países del sur contra las agresiones de Europa.
El folleto del señor Garland fue una prueba del extravío a que pueden llevarnos las querellas internacionales. También es cierto que siendo el autor del panfleto de origen norteamericano, no es de extrañar que tratase de conciliar los intereses de su patria con los de la segunda. Pero, en conjunto, su trabajo ofrece una prueba de la peligrosa hegemonía que los Estados Unidos quieren agravar y el deseo de hacer pie en territorio sudamericano, para ocupar, a favor de un desacuerdo entre dos repúblicas, un punto cualquiera que serviría de base de operaciones.
Por otra parte, en junio del año pasado se publicó en un diario bonaerense un artículo fechado en Chile, de un corresponsal especial que después de examinar el problema peruano-chileno y de halagar a la Argentina haciéndole entrever las ventajas que de él podría sacar, hablaba de guerra entre Chile y Estados Unidos y de protectorado de esta nación sobre el Perú. "La América del Norte —decía el articulista— aceptará la zona que el Perú le ofrezca y el protectorado que solicita, desde que uno y otro no causan gasto de sangre ni de dinero, desde que más necesitan una estación carbonera y un campo de ensayos industriales y comerciales en Sud América que cualquier colonia en Asia". Chile, a pesar de que Perú y Bolivia "no caben en uno de sus zapatos" conoce la opinión de uno de los almirantes americanos que declaró que "la mitad de la escuadra empleada en Cuba tendría para tres horas en acabar con la vencedora de Huascar".
Esta correspondencia era quizá lo que se llama en Francia un globo de ensayo destinado a explorar las corrientes de la atmósfera. Pero de todos modos es un síntoma. Quizá hay algunos sudamericanos sinceros que desalentados por las continuas reyertas y las luchas interiores, soñarían en normalizar nuestra vida facilitando la realización de un protectorado decoroso. Pero es incomprensible que, a pesar de los desengaños recientes, sigan creyendo en la primera interpretación de la doctrina de Monroe. Y está de más decir que juegan con armas muy peligrosas. Nuestros enemigos de mañana no serán Chile ni el Brasil, ni ninguna nación sudamericana, sino los Estados Unidos. Hace pocos días decía Charles Boss en Le Rappel: "Vamos a asistir a la reducción de las repúblicas latinas del sur en regiones sometidas al protectorado de Washington. La América del Norte va a encargarse de hacer de policía en la América Central, va a examinar la situación y no lo dudemos va a descubrir que el derecho está del lado de Colombia, cuyos intereses tomará en sus manos y colocará a Colombia 'bajo su protección' ". Paul Adam sostenía al día siguiente en Le Journal: "Los yanquis acechan esperando el momento para la intervención. Es la amenaza. Un poco de tiempo más y los acorazados del tío Jonathan desembarcarán las milicias de la Unión sobre esos territorios empapados en sangre latina. La suerte de estas repúblicas es ser conquistadas por las fuerzas del norte". El poder comercial de los Estados Unidos es tan formidable que hasta las mismas naciones europeas se saben amenazadas por él. Un solo trust, la Standard Oil acaba de hacerse dueño de cuatro empresas de ferrocarriles en México sobre cinco y de todas las líneas de vapores y gran parte de las minas. Cuando un buen número de las riquezas de un país están en manos de una empresa extranjera, la autonomía nacional se debilita. Y de la dominación comercial a la dominación completa, sólo hay la distancia de un pretexto.
Lejos de buscar o tolerar la injerencia de los Estados Unidos en nuestras querellas regionales, correspondería evitarlas y combatirlas, formando con todas las repúblicas igualmente amenazadas una masa impenetrable a sus pretensiones. Sería un cálculo infantil suponer que la desaparición o la derrota de uno o vanos países sudamericanos podría favorecer a los demás. Por la brecha abierta se desbordaría la invasión como un mar que rompe las vallas.
Hasta los espíritus elevados que no atribuyen gran importancia a las fronteras y sueñan una completa reconciliación de los hombres deben tender a combatir en la América Latina la influencia creciente de la sajona. Karl Marx ha proclamado la confusión de los países y las razas, pero no el sometimiento de unas a otras. Además, asistir a la suplantación con indiferencia sería retrogradar en nuestra lenta marcha hacia la progresiva emancipación del hombre. El estado social que se combate ha alcanzado en los Estados Unidos mayor solidez y vigor que en otros países. La minoría dirigente tiene allí tendencias más exclusivistas y dominadoras que en ninguna otra parte. Con el feudalismo industrial que somete una provincia a la voluntad de un hombre, se nos exportaría además, el prejuicio de las "razas inferiores". Tendríamos hoteles para hombres de color y empresas capitalistas implacables. Hasta considerada desde este punto de vista puramente ideológico, la aventura sería perniciosa. Si la unificación de los hombres debe hacerse; que se haga por desmigajamiento y no por acumulación. Los grandes imperios son la negación de la libertad.
Vista desde Francia, la situación de las dos Américas es ésa. Pero la prosperidad invasora de los Estados Unidos no es un peligro irremediable. Y en la opinión de muchos la América Latina puede defenderse. En otro artículo trataremos de decir cómo.
[Escrito en París el 18 de septiembre de 1901, publicado en El País de Buenos Aires, el 19 de de octubre de 1901. Biblioteca Nacional de la República Argentina].

LOS PUEBLOS DEL SUR ANTE EL IMPERIALISMO NORTEAMERICANO (1912)

MI MÁS VIVO deseo, mi aspiración más honda, hubiera sido poder hablar aquí en inglés, para ser comprendido por el mayor número posible de personas. Desgraciadamente, me veo obligado a decir mis argumentos y a exponer mis ideas en nuestro buen español sonoro y quijotesco, que se presta, por otra parte, a maravilla para semejantes aventuras. Para los oyentes que sólo entienden inglés se ha hecho traducir e imprimir la conferencia en los folletos que todos han tenido oportunidad de reclamar a la entrada y cada cual puede seguir en ellos las gradaciones de la doctrina que vamos a desarrollar. Además, es bueno también que los latinoamericanos confirmen su nacionalidad, defendiendo su lengua y rompiendo con la debilidad que les ha llevado hasta ahora a inclinarse y a someterse a los idiomas extranjeros, desdeñando injustamente uno de sus más valiosos patrimonios.
De más está decir que esto no significa que yo venga a hablar aquí como adversario de un pueblo. Vengo a hablar como adversario de una política. El solo hecho de haberme presentado a gritar mis verdades desde tan enorme Metrópoli, indica que tengo amplia confianza y completa fe en el buen sentido y en la honradez fundamental de este admirable país que, ocupado en su labor productora y benéfica, no sabe el uso que se está haciendo de su fuerza en las comarcas limítrofes, no sabe que está levantando las más agrias antipatías en el resto del Nuevo Mundo, no sabe la injusticia que se está cometiendo en su nombre, no sabe, en fin, que sin que él lo sospeche, por obra de los políticos expeditivos y ambiciosos, se está abriendo en América una era de hostilidad, un antagonismo inextinguible, cuyas consecuencias tendrán que perjudicarnos a todos.
La paz y el buen acuerdo entre los pueblos sólo pueden estar basados sobre la justicia y donde no hay equidad, no existe nunca el orden, ni la amistad durable. Si yo vengo a hablar aquí contra el mal del imperialismo, no es para desafiar vanamente a la opinión; es porque acaricio el deseo de contribuir a desvanecer los antagonismos, es porque abrigo la esperanza de ver a toda América fraternamente unida en el futuro como lo estuvo en las épocas de la independencia, cuando, sin distinciones de lengua ni de origen, las colonias que descendían de Inglaterra como las que se segregaban de España y de Portugal, las de procedencia anglosajona como las de filiación latina, se lanzaban en bloque a la conquista de su personalidad.
Tal es el sentido superior del viaje que vengo realizando a través de América. En el curso de él he tenido ocasión de decir muchas veces que no soy un adversario de los Estados Unidos. Quiero y admiro a esta gran nación, pero por encima de todas las simpatías está la legítima defensa de mi nacionalidad; y el norteamericano, tan patriota siempre, no puede asombrarse de que nosotros seamos patriotas también y tengamos el culto inextinguible de nuestras banderas. Los hombres que defienden, contra la inundación y contra el viento, su hogar, sus creencias y la cuna de sus hijos, acaban por hacerse simpáticos hasta a la misma tempestad. Y lo que nosotros estamos haciendo es lo que los norteamericanos harían en un caso análogo, si sintieran que peligraba su autonomía. Por eso han de ver nuestra cruzada con interés. Los pueblos, como los hombres fuertes, quieren hallar más bien un adversario que lo mire cara a cara, que viles traidores que tiemblan y se humillan.
Desde hace seis meses recorro las repúblicas latinas, sin mandato de ningún gobierno, sin subvenciones de ninguna firma social, por mi propia cuenta y riesgo; y este viaje que empezó siendo viaje de estudio, va resultando como una emanación de la conciencia colectiva, porque traduce y concreta en un gesto de vigilancia y de protesta, la sorda inquietud que nos conmueve a todos, desde la frontera norte de México hasta el estrecho de Magallanes. Se trata de un fenómeno que tiene que hacer reflexionar a ciertos políticos. He pasado por Cuba, Santo Domingo, México, San Salvador, Honduras y Costa Rica y sin ser orador, sin tener una representación dentro de la política internacional, careciendo de todas las condiciones para arrastrar a las multitudes, me he visto levantado en todas partes por grandes olas de pueblos que se arremolinaban espontáneamente en torno mío, porque encontraban en mi actitud un reflejo de sus preocupaciones más íntimas. El movimiento ha tomado proporciones especiales. En cada capital ha quedado uno o varios centros de defensa latinoamericana que están relacionados entre sí y en muchos de ellos se han celebrado después de mi partida mitines de protesta contra los atropellos de que son víctimas ciertos grupos de América. Es un clamor colectivo que se levanta de norte a sur de las tierras de origen hispano. Es el anuncio de un problema vital que habrá que resolver dentro de muy pocos años. Por eso es que he creído que debía venir al foco mismo de donde parte la amenaza, no en son de guerra, sino serenamente, para decir: "Aquí la cuestión, examinémosla".
Cuando hace más de un siglo cundió la idea separatista, el Nuevo Mundo estaba dividido por la raza, por la religión y por las costumbres en dos porciones muy fáciles de delimitar. Al norte, las colonias inglesas; al sur, los países donde dominaban España y Portugal. Eran dos mundos que reflejaban dos direcciones diferentes de la civilización europea. Al norte, los que prolongaban la cultura anglo-sajona; al sur, los que eran producto del pensamiento latino. No vamos a hacer ahora un estudio de los caracteres que revistió la lucha en las dos regiones. Baste recordar que el imperio colonial inglés se conglomeró en una sola nacionalidad y que el imperio colonial español se subdividió en veinte nacionalidades distintas, creando así el desequilibrio que debía dar margen a la situación de hoy. Lo que importa establecer es que durante los primeros tiempos, en lo que podríamos llamar años principistas de las primeras décadas del siglo XIX, los dos grupos se mantuvieron dentro de la fraternidad y el respeto que convenía entre colectividades que aspiraban a desarrollarse al margen de los procedimientos de Europa, depurando las concepciones del mundo viejo, renunciando a la injusticia que da a ciertos pueblos un derecho superior sobre otros y reaccionando, en suma, contra los errores que habían dado lugar precisamente a la ruptura y la emancipación. Fue en esas épocas de austeridad y de lógica, cuando aprendimos los hispanoamericanos a admirar a Norteamérica. El hálito de equidad de que apareció animada la joven nación nos inspiró la simpatía más desbordante y más sincera. Cuando los Estados Unidos obtuvieron de España la venta de la Florida y de Francia la cesión de la Luisiana no vimos en este engrandecimiento formidable más que el justo deseo de borrar los vestigios de la dominación de Europa. Nos inclinábamos ante el hermano mayor y nos enorgullecíamos de sus triunfos. Pero las víctimas de ayer tienen a menudo una tendencia a transformarse en verdugos. Y los súbditos emancipados, los colonos libres, una vez fortalecidos, olvidaron las declaraciones severas de sus héroes y empezaron a abusar, a su vez, de la fuerza. La anexión de los territorios mexicanos en 1845 y 1848 fue la revelación de una política que debía extenderse después de una manera lamentable. Sin embargo, como una novia" fiel que trata de excusar y de disimular con laboriosos silogismos las inconsecuencias y las faltas que su prometido comete contra ella misma, la América Latina hubiera seguido enamorada de los Estados Unidos si lo que juzgó excepción no se hubiera transformado en sistema. Pero las heridas y las injurias se multiplicaron. Un espectro de dominación y de despojo empezó a flotar sobre nuestros países indefensos. Varios pueblos sucumbieron. Y la injusticia se ha acentuado de tal suerte, en los últimos tiempos, que, rotos ya los vínculos de antes, nos volvemos hoy hacia los Estados Unidos para gritarles: "Las mismas injusticias que la metrópoli cometió con vosotros, las estáis cometiendo ahora con nosotros, que no tenemos más defecto que el que vosotros teníais ayer: el ser débiles".
No quiero preguntar lo que dirían Washington, Jefferson o Lincoln si se levantaran hoy de sus tumbas ante las dos hazañas más recientes del imperialismo.
El empréstito de Nicaragua es, quizá, la más monstruosa de las negociaciones que se han intentado jamás en el mundo. Ese país está a punto de entregar sus aduanas sin recibir nada a cambio, porque el dinero que le prestan queda en manos de los mismos prestamistas. ¿Qué diríamos de un particular que, pidiendo mercancías a un comisionista europeo, celebrara un contrato de empréstito con el mismo comisionista y dejara el producto en poder de éste y le pagara crecidos intereses, al mismo tiempo que le enviara grandes cantidades de café, cuyo producto en venta fuera bastante para pagar las mercancías perdidas? Ni uno solo de los presentes se atrevería a proponer en el orden personal un contrato semejante, porque hay principios superiores de pudor que limitan hasta la usura y el despojo. Sin embargo, lo que ningún ciudadano osaría intentar aisladamente, se está haciendo en Nicaragua en nombre de todo un pueblo y al amparo de los pliegues de una bandera tradicional de libertad.
Se me dirá que la culpa la tiene el gobierno que acepta, pero así como, según las leyes, ningún hombre puede venderse y la moral civil considera como nulo cualquier contrato en este sentido, tampoco es admisible que una nación —mal representada por un gobierno que no quiero calificar— comprometa vergonzosamente su soberanía. Para que el derecho superior de control que los Estados Unidos se atribuyen, se justifique en cierto modo, es necesario que esté basado sobre un sentimiento de responsabilidad, de honradez y de cultura superior, es necesario que contenga lecciones constantes de equidad y de alta justicia. Si sólo se trata de abusar de las inexperiencias, si lo único que se persigue es explotar los desfallecimientos de algunos hombres y la debilidad de ciertos pueblos, dígase claramente y no se disfrace con colores de redención y de evangelismo lo que no es más que un nuevo desborde de apetitos dentro del imperialismo internacional.
Bien sé que un gran pueblo como los Estados Unidos no puede ser responsable de estos actos. Esa política interpretará la manera de ver de ciertas potencias financieras, traducirá el orgullo de determinados parvenus de la nacionalidad que quieren mostrar su fuerza como los enriquecidos muestran sus brillantes, pero no puede expresar, repito, porque sería una catástrofe nacional, el verdadero sentir colectivo de los nobles puritanos que, huyendo hace varios siglos de la barbarie civilizada de Europa, vinieron a estas tierras vírgenes, creyendo en la equidad y en la justicia de Dios. Por eso es bueno que sepan estas cosas aquí.
Nosotros admitimos que la civilización de los Estados Unidos se refleja sobre el resto de América, aceptamos la natural y benéfica influencia que deben ejercer, pero no toleramos que nuestros territorios sean un mundo sin control y sin ley, donde ciertos ciudadanos americanos se pueden permitir todo lo que la decencia y la moral reprueban dentro de su país natal.
El segundo hecho a que me he referido es más significativo aún.
Dentro de poco tiempo, el canal de Panamá habrá puesto en comunicación a los dos océanos y bajo la bandera de Norte América se habrá realizado una de las obras más colosales que ha intentado el hombre. Pero ese monumento de grandeza está edificado sobre una atrocidad, esa gloria nacional tiene una base de deslealtad.
No creo que haya memoria en la historia de las naciones de una injusticia tan ruda como la que se cometió en Colombia. Ante el atentado contra los derechos de un Estado nos hemos preguntado todos, de norte a sur de la América Latina: ¿son éstas las lecciones de civilización, de moralidad y de rectitud que dan los Estados Unidos a los pueblos sobre los cuales se atribuyen un derecho de vigilancia paternal? Al violar descaradamente un tratado, nos enseñaron que los fuertes pueden faltar impunemente a su palabra; al pretender que el gobierno colombiano obligara a las cámaras a aprobar un compromiso, aconsejaron al Poder Ejecutivo que se levantara contra la constitución; al servirse de elementos infidentes para determinar la separación de la provincia, establecieron una prima en favor de las ambiciones y al tratar tan duramente a Colombia después del despojo, parecen probar, en fin, que la doctrina de Monroe, que en las primeras épocas pareció salvaguardia para toda América, se ha convertido en instrumento de tiranía y que ya no significa como antes: "Ningún país puede tener colonias en América", sino que significa: "La América Latina es nuestro feudo colonial".
¿Cómo asombrarse después de que volvamos los ojos hacia Europa o hacia el Tapón, pidiendo el contrapeso y el equilibrio que la equidad de los Estados Unidos no nos quiere dar? ¿Cómo asombrarse de que toda la América Latina que, a pesar de sus divisiones es moralmente solidaria, se conmueva de norte a sur, aun en aquellas repúblicas que no han sido rozadas todavía? Ya he tenido ocasión de decir que cuando tenemos una enfermedad en una mano, no está enferma la mano, está enferma la persona, está enfermo todo el cuerpo. Y es contra ese mal de imperialismo que amenaza extenderse a todo el Continente, que traigo la protesta de la opinión general de nuestras repúblicas, convencido de que el norteamericano, que es justo y es perspicaz, comprenderá que sólo la equidad puede acercarnos de nuevo, porque el imperialismo podrá aterrorizar a nuestras autoridades, apoderarse de los resortes de nuestras administraciones y sobornar a los políticos venales, pero a los pueblos que reviven sus epopeyas heroicas, a los pueblos que sienten las diferencias que los separan del extranjero dominador, a los pueblos que no tienen acciones en las compañías financieras, ni intereses en el soborno y en la traición, a esos pueblos no los puede desarraigar ni corromper nunca nadie.
Habéis podido despreciar y desde ese punto de vista, tenéis plena razón, a los políticos ambiciosos que abundan en algunas de nuestras tierras, a los conspiradores que vienen a pedir el oro extranjero para arruinar a su patria con una nueva revolución, a los presidentes que sólo quieren ser mantenidos en sus puestos, a toda la espuma que no debe pasar a vuestros ojos como nuestra representación nacional. Desde ese punto de vista, repito, que tenéis mil veces razón; despreciadlos profundamente, ¡que nunca los despreciaréis tanto como nosotros! Pero a los pueblos que supieron conquistar su libertad después de luchas admirables, a los pueblos que no son responsables de sus malos gobiernos, a esos, no los podéis despreciar. No somos una raza vencida y dispersa; sentimos, a pesar de todo, la cohesión que da un pasado común, glorias paralelas y destinos idénticos. Tenemos un punto de partida y un fin en la historia, y nadie puede permitirse tratar a colectividades cultas que han producido patriotas como Bolívar y San Martín, del mismo modo como trataríais a las hordas del Cambodge o del Congo.
¿Qué es lo que se nos reprocha en suma? ¿Cuáles son los pretextos de que se sirve el imperialismo para justificar su acción opresora? Los que más a menudo se invocan son nuestra incapacidad aparente para hacer valer la riqueza y nuestras revoluciones. Según ciertos apasionados es inadmisible que permanezcan inexplotados ciertos tesoros y hay que poner coto, en nombre de la civilización, a la inquietud bélica de nuestra raza. Pero, ¿a qué se reducen estos dos argumentos si los examinamos serenamente?
Basta dirigir una ojeada sobre la América Latina para comprender que no está probada la incapacidad de que se nos acusa. La prosperidad inverosímil de la Argentina, del Brasil y de Chile indican que también somos capaces de crear enormes conjuntos prósperos y prueban que para el libre crecimiento de ellos, los Estados Unidos resultan un inconveniente; puesto que son las tierras donde no tienen ellos ninguna influencia, las que más vigorosamente han progresado y son las comarcas donde más estrecha vigilancia ejercen las que van quedando rezagadas en el movimiento general. Pero, aún admitiendo que la Argentina no fuera El Dorado moderno, que el Brasil no tuviera sus fabulosas exportaciones y que Chile no resultara uno de los pueblos más laboriosos del mundo, aceptando que nuestra América no produjera ni una planta de café, ni un grano de trigo, ¿sería ésta una razón para venir a despojarnos? ¿Qué dirían muchos de los que están aquí si teniendo depositada en el banco desde hace algún tiempo una suma de dinero, pretendiera un extraño, un vecino, un transeúnte, apoderarse de ese dinero, argumentando que como la suma está improductiva, el poseedor no tiene derecho a conservarla? Todos sabemos que ese procedimiento tiene un nombre y una penalidad en todos los códigos. Cada pueblo, como cada individuo, conserva el derecho de dirigir su vida y nadie puede invocar razones para obligarle a obrar en contradicción con sus gustos.
En cuanto al reproche de las revoluciones, es el más artero que se nos puede hacer. Se necesita audacia para formularlo, cuando es precisamente el imperialismo el que ha abierto en Nueva York y en Nueva Orleans una especie de bolsa de revoluciones, donde se especula con el desorden, con el hambre y con la ruina de muchos países hispanoamericanos. Porque, ¿qué son sino una especulación vergonzosa esos bonos de quinientos pesos que se negocian por cincuenta y clan a un partido en interés usurario los medios de subvertir el orden en una república, obligando a ésta no sólo a sufrir los perjuicios de la agitación, sino a pagar después multiplicados por diez, los gastos de la misma tempestad que la arrasa? Si queréis evitar las revoluciones, en vuestra mano está. Lejos de dar dinero y armas a los aventureros que vienen a solicitar vuestro apoyo, entregando a cambio del poder girones de sus banderas, dadles lecciones de moralidad y de rectitud, declarando que cada pueblo debe arreglar sus asuntos dentro de sus propias fronteras. Pero bien sabemos todos que las revoluciones han sido el mejor instrumento de la política imperialista. Con ayuda de ellas se ha extendido la influencia norteamericana por todo el Golfo de México. Cuando la revolución puede ser les favorable, los imperialistas la provocan; cuando puede serles nociva, la hacen imposible. Tres hombres han querido oponerse en estos últimos tiempos al imperialismo: Porfirio Díaz en México, Cipriano Castro en Venezuela y Santos Zelaya en Nicaragua. Los tres han sido derrotados por levantamientos alentados por los imperialistas de este país. No me digáis que eran tiranos que cayeron al peso de sus crímenes. Ningún político está tan desprestigiado como el que rige los destinos de Guatemala y sin embargo el imperialismo lo sostiene, porque es su mejor apoyo en Centroamérica.3 Algunas veces se ha llegado hasta a contribuir con soldados y armas para apoyar la revolución. Y yo me pregunto, yo pregunto a la opinión norteamericana si es justo que un gran pueblo, que ha contraído responsabilidades históricas, en vez de corregir el convulsionismo de los países vecinos permita que algunos de sus ciudadanos lo estén fomentando con todas sus fuerzas para poder decir al mundo: "¿No veis? ¡Sólo habrá aquí paz si dominamos nosotros!" ¿Es moral que un país que podía ser el educador de esas jóvenes democracias consienta en que se las esté corrompiendo y anarquizando como un mal curador que fomenta en su pupilo la embriaguez y los vicios para minar su naturaleza, empujarlo al cementerio y apoderarse de su fortuna?
No sólo es un crimen que está cometiendo el imperialismo contra toda idea de justicia, sino un atentado que está realizando contra el mismo país que quiere engrandecer. De seguir así acabará por provocar en toda la América Latina un movimiento formidable de reprobación. Es una política que tiene que llevarnos a organizar la resistencia, y todos saben que los pueblos débiles tienen un arma formidable para combatir a los pueblos fuertes: la abstención. ¿Queréis ponernos en la obligación de renovar en toda la América Latina lo que hizo hace poco el pueblo de Bogotá con la empresa norteamericana de Tranvías, que tuvo que vender y retirarse porque nadie subía en ellos? ¿Queréis que vuestras mercaderías sean boicoteadas en todas nuestras ciudades y que el inmenso mercado que vuestra vecindad os asegura, se os escape de las manos por seguir las inspiraciones de los imperialistas? Es indispensable que el pueblo americano sepa el alcance y las consecuencias de la política voraz que consiste en tragarlo todo y en enfermarse de indigestión.
Ya sabemos reflexionar y las razones que se invocan para justificar las intervenciones no engañan a nadie, porque con la misma lógica hubiera podido intervenir Europa en los Estados Unidos durante la guerra de Secesión que ensangrentó durante cuatro años la mitad del Continente, con la misma lógica podríamos intervenir hoy todos en los Estados Unidos por corrupción de la vida pública cuando las grandes compañías financieras alteran el sufragio por falta de seguridad individual, cuando los malhechores detienen un tren y despojan a los viajeros y por atentado contra la civilización y la cultura cuando las hordas de blancos asaltan las prisiones para quemar en la plaza pública a los negros que no han comparecido ante la justicia. Lo que se proyectó hace poco contra México y contra Cuba hubiera hecho correr en caso de realizarse, un estremecimiento de inquietud por toda la América nuestra. Si los soldados de Norteamérica hubieran invadido, aunque fuera temporalmente, cualquiera de esos dos países hermanos, se hubiera levantado en todas partes una unánime protesta popular. Y es para evitar los fatales antagonismos que he querido decir aquí la verdad. No puedo creer que la gloria de este pueblo, sus nobles instituciones, sus altos ideales, la atmósfera superior que aquí se respira, se refleje en los países tutelados por él en forma de opresión, de injusticia y de corrupción sistemática, no puedo creer que se realice la paradoja de un gran conjunto puro y lleno de inspiraciones nobles, que crea con su solo contacto la desolación y la anarquía. Si el hecho se produce, es porque este pueblo ignora lo que se está haciendo en su nombre. Para que la política imperialista sea reprobada por él, bastará que la conozca.
Estamos en un momento difícil para la concordia y la fraternidad de América. La protesta está en todos los labios, de todas partes surge la indignación y la cólera contra la política que pretende anular nuestras nacionalidades. Se está creando entre la América Latina y la América anglosajona un ambiente de antagonismo y de repulsión. Nuestro mutuo buen sentido debe evitar la ruptura. Nadie pretende oponerse a lo que los Estados Unidos puedan esperar legítimamente. Contra lo que nos sublevamos es contra la tendencia a tratarnos como raza subalterna y conquistable. Tenemos quizás en las venas unas gotas de sangre exótica, pero no nos consideramos disminuidos por ello y nos sentimos tan grandes como ustedes, o más grandes que ustedes, por el cerebro y el corazón. La mejor prueba de que merecemos justicia es que tenemos la concepción de lo que ella debe ser y venimos a reclamarla aquí creyendo que los altos sentimientos tienen que acompañar siempre la acción de los pueblos grandes. Pero entiéndase que no venimos a implorar indulgencia.
Ustedes son un gran pueblo, ustedes son la nación más próspera del mundo, ustedes son un milagro de la historia, pero ustedes no lograrán nunca, ni con la diplomacia, ni con los cañones, doblar la independencia, la rebeldía, el orgullo indomable, de nuestro gran conjunto, que está dispuesto a todos los sacrificios para preservar su autonomía en beneficio propio y en beneficio de la humanidad.
No quiero conocer la lucha en que estáis empeñados; debo y deseo ignorar las divisiones de vuestros partidos; pero en un momento en que se resuelve la orientación general de este gran país hago votos porque Dios ilumine vuestra conciencia y os aleje del imperialismo y de todas las catástrofes que representa. El sentimiento de la opinión Latinoamericana se puede condensar en una frase: Amigos, siempre; súbditos, jamás.
[Conferencia pronunciada en la Universidad de Columbia, de Nueva York, el 9 de julio de 1912. Traducida al inglés y publicada en folleto bajo el título de The future of Latín America. Imprenta Las Novedades; 26, City Hall Place, New York, 1912. Incorporada luego por el propio Ugarte a su libro Mi campaña hispanoamericana. Editorial Cervantes, Barcelona, España, año 1922],

CARTA ABIERTA AL PRESIDENTE DE LOS ESTADOS UNIDOS (1913)

A LAS PUERTAS de una nueva presidencia y de un nuevo régimen que anuncia propósitos de justicia reparadora, vengo hoy a decir toda la verdad a un gran hombre y a un gran pueblo. Los gobernantes están, a veces, alejados de la opinión general por grupos interesados en influenciarlos para satisfacer sus intereses de dominación o de negocio; y es menester que suba hasta ellos, para restablecer el equilibrio, la voz de los que, sin ambiciones de dinero o de poder, sólo persiguen la equidad superior, que es el tesoro más alto de los siglos.
Ha llegado, señor, la hora de hacer justicia en el Nuevo Mundo; justicia para ciertas repúblicas hispanoamericanas, que desde hace muchos años sufren un odioso tratamiento; y justicia para los Estados Unidos, cuyas tradiciones están palideciendo al contacto de una política que no puede representar las aspiraciones de los descendientes de Lincoln y de Washington.
Acabo de recorrer toda la América Española; he observado con detenimiento la situación del continente; y como conozco la sensatez del pueblo americano como sé el respeto que tiene por los principios, abrigo la certidumbre de que para que cese la injusticia que nos agobia, me bastará con denunciarla.
Durante largos años, los Estados Unidos, que realizan dentro de sus fronteras la más alta expresión de la libertad en nuestro siglo, han estado defendiendo en nuestra América un espíritu que es la contradicción y la antítesis de sus principios y de sus leyes. Los particulares y las compañías financieras de esa nación, parecen haber venido a algunos territorios, especialmente a la América Central y a las costas del Caribe, para falsear los principios del derecho civil y para violar los preceptos del derecho internacional, llegando, a veces, hasta olvidar las reglas más elementales. Ciertas repúblicas van resultando un campo abierto a los malos instintos que no pueden manifestarse en los Estados Unidos de la Unión, combatidos como están por las responsabilidades penales y por la opinión pública. Faltar a la palabra empeñada, burlar los contratos, amenazar, despojar a los individuos, introducir contrabandos, sobornar a las autoridades, empujar al desorden, han sido, según los casos, en varias de estas comarcas, cosas familiares para los que, por pertenecer a una gran nación, debían traer concepciones más altas de la responsabilidad individual.
Los gobiernos locales, a veces timoratos, no se han atrevido, en la mayor parte de las circunstancias, a perseguir a los delincuentes, amedrentados como están por el volumen de la América anglosajona o ligados como se hallan algunos por compromisos inconfesables; pero como consecuencia de tales procedimientos, los Estados Unidos se han convertido gradualmente en la nación más impopular entre nosotros. La hostilidad cunde entre las masas y en algunas regiones, el ciudadano norteamericano tiene que recurrir frecuentemente a la estratagema de ocultar su nacionalidad y de hacerse pasar por inglés, para escapar a la mala voluntad que le circunda.
Nuestros pueblos son hospitalarios y generosos, señor Presidente; en ellos existen innumerables compañías francesas, alemanas, inglesas, belgas y para todos los negociantes respetuosos de nuestras costumbres tenemos siempre la mano fraternalmente extendida. El hecho de que la hostilidad esté localizada contra el norteamericano, prueba que no se trata de una antipatía irrazonada y general hacia el extranjero, sino de un movimiento de reacción directa contra procedimientos especiales de que somos víctimas.
En los Estados Unidos no se saben estas cosas; y yo tengo la certidumbre de que cuando la situación sea conocida, levantará mayor oleaje de reprobación que entre nosotros.
Ustedes representan una civilización que nació de una selección; que substituyó, como punto de partida, el derecho moral a la fuerza bruta; que floreció al calor de nuevos ideales, como una reacción contra los viejos errores del mundo; y no sería lógico que cometieran con nosotros atentados tan dolorosos como los que Europa ha cometido en Asia o en Africa, porque al obrar así declararían que sus más grandes próceres se equivocaron al pretender fundar una nueva nación sobre la Justicia y proclamarían las bancarrotas del perfeccionamiento humano y de la voluntad de Dios.
Los hombres que violentan el sentir del país extranjero en que actúan; las empresas constructoras que aprovechan las franquicias que les concede un contrato para inundar fraudulentamente el mercado de productos diversos, perjudicando así a los comerciantes e importadores y los contratistas que, para no pagar los salarios atrasados a sus obreros, los intimidan y los persiguen, no pueden seguir pasando por los representantes del genio y de la civilización que trajeron al Nuevo Mundo los inmortales puritanos.
Así se ha abierto entre la América Latina y la América anglosajona una era de desconfianza que será perjudicial para todos. Los que ven con calma el conjunto de las cosas, saben que lo que ocurre es obra de individualidades aisladas. Un gran país penetrado de su alta misión histórica no puede ser responsable de estas duplicidades. Si un pueblo que ha subido tan alto empleara bajos procedimientos, se suicidaría ante la historia; y no es posible que una gran fuerza renovadora del mundo y de la vida se atrofie y se anule antes de haber cumplido su misión. Pero los espíritus simplistas que sólo juzgan por lo que observan en torno, empiezan a creer que los Estados Unidos tienen dos nociones diferentes de la Justicia: una para ofrecerla a sus compatriotas y otra para aplicarla a los extranjeros; y que alimentan dos morales: una para el consumo nacional y otra para la exportación.
Además, nos sorprende y nos inquieta en la América Latina, el apoyo demasiado visible que a estos hombres (que a menudo no han nacido en Norteamérica, o que se han naturalizado con el único fin de hacerse proteger) les prestan siempre los representantes oficiales de los Estados Unidos. Basta que uno de ellos se diga perjudicado en sus intereses, para que los cónsules y los ministros lo sostengan y hasta para que sean requeridos los barcos y los soldados, sin averiguar antes los fundamentos de la queja, ni inquirir las razones que asisten a los unos y a los otros. Bien sé que todos los grandes pueblos tienen el deber de proteger la vida y la hacienda de sus nacionales en el extranjero, pero, por encima de ese deber, está un sentimiento de equidad suprema que prohíbe apoyar la injusticia y una altivez superior que impide hacer cómplice a la nación de los errores que cometen algunos de sus hijos.
El censurable expansionismo político que ha acompañado en estos últimos tiempos la legítima influencia comercial de los Estados Unidos, se ha valido, a menudo, de estos elementos para hacer surgir pretextos de avance o de intervención, como se ha servido también de la debilidad de ciertos gobernantes hispanoamericanos (o de la impaciencia de los que aspiraban a suplantarlos en el poder) para obtener en algunas repúblicas concesiones y ventajas que perjudican a los naturales o comprometen la autonomía del país.
El sistema ha podido favorecer momentáneamente el desarrollo de los negocios, la prosperidad de determinados grupos financieros o el empuje autoritario del pueblo protector, pero la responsabilidad de los Estados Unidos ha sufrido quizá tan rudo golpe como la independencia de esas repúblicas, porque al tomar nacionalmente la responsabilidad de los atentados cometidos por los particulares, al fomentar las malas pasiones, al abusar de su grandeza, los Estados Unidos se han disminuido ante nuestros ojos y han aparecido como fuerza de corrupción y no como punto de apoyo que nos ayude a perfeccionarnos.
La América del Norte tiene muchos millones de habitantes y la política expansionista sólo favorece a una ínfima parte de ellos; en cambio, la reprobación por los actos cometidos alcanza a la colectividad entera y resulta que lo que ganan en dinero algunos particulares, lo pierde en prestigio la enseña nacional. Antes os suponíamos fuertes y justos; ahora empezamos a creer que sólo sois fuertes. Y es por eso que se levanta la opinión, es por eso que hay una resistencia visible para confiar nuevos trabajos a las empresas de vuestro país. Tememos que se esconda en cada proposición un nuevo engaño. Además, la fuerza no basta para seducir y atraer a los pueblos, si no viene acompañada por la influencia moral.
Todo esto es lamentable, señor Presidente. Los Estados Unidos pueden ser cada vez más grandes por su comercio y por la irradiación de su espíritu, sin humillar a nuestras nacionalidades, sin envenenar las luchas políticas o las rivalidades entre las repúblicas, sin perjudicarse ellos mismos. Al difundir de nuevo la confianza, harían renacer la corriente de fraternidad que en otros tiempos existió entre las dos Américas.
Por eso es que en estos momentos difíciles para el porvenir del Nuevo Mundo, en estos instantes históricos que pueden dar lugar a nuevas orientaciones de consecuencias incalculables, dejando de lado los agravios viejos y las cóleras justificadas, venimos, francamente, confiados en la nobleza del pueblo norteamericano, a hacer un llamamiento supremo a la justicia. La América Latina es solidaria; tenemos la homogeneidad que nos dan el pasado, la lengua, la religión, los destinos; por encima de nuestros patriotismos locales cultivamos un patriotismo superior y aun aquellas regiones que están lejos de sentir el peso de tan duros procedimientos, se hallan impresionadas más que por la amenaza material, por la injuria moral que ellos envuelven.
Deseamos que a Cuba se le quite el peso doloroso de la Enmienda Platt; deseamos que se devuelva a Nicaragua la posibilidad de disponer de su suerte dejando que el pueblo deponga, si lo juzga menester, a los que lo gobiernan apoyados en un ejército extranjero; deseamos que se resuelva la situación de Puerto Rico de acuerdo con el derecho y la humanidad, deseamos que se repare en lo posible la injusticia cometida con Colombia; deseamos que a Panamá, que hoy sufre las consecuencias de un pasajero extravío, se le conceda la dignidad de nación; deseamos que cese la presión que se ejerce en el puerto de Guayaquil; deseamos que se respete el archipiélago de Galápagos; deseamos que se conceda la libertad al heroico pueblo filipino; deseamos que México no vea siempre suspendida sobre su bandera la espada de Damocles de la intervención; deseamos que los desórdenes del Putumayo no sirvan de pretexto para habilidades diplomáticas; deseamos que las compañías que extralimitan su acción no se sientan apoyadas en sus injustas exigencias; deseamos que la república de Santo Domingo no sea ahogada por presiones injustificables; deseamos que los Estados Unidos se abstengan de intervenir oficiosamente en la política interior de nuestros países y que no continúen haciendo adquisiciones de puertos o bahías en el continente; deseamos que las medidas de sanidad no sirvan para disminuir la autonomía de las naciones del Pacífico; pedimos igualdad, pedimos respeto; pedimos en fin, que la bandera estrellada no se convierta en símbolo de opresión en el Nuevo Mundo.
No es posible que se diga, señor Presidente, que los norteamericanos han abandonado la coerción y los castigos corporales en la educación pública para emplear esos recursos atrasados en la educación política de nuestras nacionalidades; no es posible que vuestros ministros tengan en nuestras pequeñas ciudades la misión especial de amenazar; no es posible que los hombres pusilánimes que gobiernan en algunas débiles repúblicas sientan constantemente sobre sus espaldas el látigo del amo; no es posible que resulte que habiendo abolido en el siglo XIX la esclavitud para los hombres, la dejéis restablecer en el siglo XX para los pueblos,
No quiero insistir sobre el asunto, ni citar casos concretos, porque ésta no es una carta de lucha, sino un gesto de conciliación; pero nuestra América tiene grandes heridas abiertas que es necesario no enconar. Hemos sufrido mucho. Lo que sube ahora es un clamor de pueblos que no quieren desaparecer. Si se probara, como algunos dicen, que los Estados Unidos ceden al ensancharse a una necesidad superior, que es independiente de su deseo, nosotros tendríamos que obedecer, al defendernos, al legítimo instinto de perdurar. No ignoro que vosotros sois fuertes y que podríais ahogar muchas rebeliones, pero insisto en que por encima de la fuerza material está la fuerza moral. Un boxeador puede abofetear al niño que regresa de la escuela y el niño no logra evitar ni devolver los golpes. Pero esto no establece un derecho, ni asegura la impunidad del agresor. Hay un poder supremo que se llama la reprobación general; y así como los niños están defendidos en las calles contra los atletas por la opinión pública, los pueblos están defendidos en la historia por la justicia suprema y por los principios superiores de la humanidad.
Nosotros queremos y respetamos a los Estados Unidos, admiramos a ese gran país que debe servirnos de modelo en muchas cosas, deseamos colaborar con él en la obra de descubrir y valorizar las riquezas del continente y es para evitar el distanciamiento y los conflictos que de seguro brotarían mañana, dado el insostenible estado de cosas, que nos presentamos lealmente, sin orgullo y sin humildad, conscientes de nuestro derecho, ante el hombre que por la voluntad popular ha sido puesto al frente de una gran nación. No pedimos favores: reivindicamos lo que es nuestro, lo que conquistaron nuestros padres, lo que todos los pueblos están dispuestos a defender en cualquier forma: el honor y la dignidad. No queremos que la doctrina de Monroe, mal interpretada, sirva para crear en América en beneficio de los Estados Unidos, ni en beneficio de nadie, nuevos Egiptos y nuevos Marruecos.
No admitimos que nuestros países vayan desapareciendo uno tras otro. Tenemos confianza en nuestro porvenir. La mejor prueba de que la América Latina no está incapacitada para la vida autónoma, es la prosperidad sorprendente de algunas repúblicas del Sur, casualmente, aquellas que por su volumen y sus relaciones con Europa, se hallan a cubierto de una decisiva influencia norteamericana. Para que las regiones que hoy atraviesan dolorosas crisis entren, a su vez, en una era análoga, es necesario, señor Presidente, que las compañías financieras del Norte se abstengan de complicar nuestros asuntos, que los sindicatos de Nueva York y de Nueva Orleans renuncien a favorecer revoluciones y que los Estados Unidos reanuden noblemente la obra de acercamiento y de fraternidad que tan buenos resultados nos diera en los primeros años a los unos y a los otros.
Los hispanoamericanos han tomado conciencia de sus destinos: las querellas locales, por agrias que sean, no bastan para hacerles perder de vista sus intereses superiores: los países más sólidos, que ya han alcanzado próspera estabilidad, empiezan a sentir las responsabilidades históricas que sobre ellos pesan; y hay un movimiento visible, una agitación grave que no puede pasar inadvertida. Vuestra presidencia, señor, marcará un gran momento de la política universal si de acuerdo con la situación, dais fin a la táctica absorbente para volver a la sana tradición de los orígenes. La América sólo estará unida, la América sólo será realmente "para los americanos", dando a esta palabra su amplia significación, cuando en el Norte se tenga en cuenta que existen dos variedades de americanos, y cuando, sin vanas tentativas de preeminencia, con escrupulosa equidad, se desarrollen independientemente los dos grupos en una atmósfera deferente y cordial.
Repito que hay una gran ansiedad en América, señor Presidente. El continente entero está pendiente de vuestros actos. Si la política cambia, la campaña que hemos emprendido cesará al instante y volveremos a ser los más entusiastas partidarios de esa gran nación. Si no cambia, surgirá una nueva causa de discordia entre los hombres y arreciará la agitación perjudicial para vuestro comercio, porque seguiremos defendiendo, cada vez con mayor energía nuestros territorios, como vosotros, colocados en parecida situación, hubierais defendido los vuestros, seguros de cumplir con un deber y de contar con las simpatías del mundo.
[Dirigida a Thomas Woodrov Wilson, electo presidente de los Estados Unidos, desde el Perú. Se publicó en la mayoría de diarios latinoamericanos. Está tomado de un volante fechado en Lima el 4/3/1913. Archivo Gral. de la Nación Argentina].

LA DOCTRINA DE MONROE (1919)

EL. RESURGIMIENTO de esperanzas y reivindicaciones es, en la remoción de valores nacionales que caracteriza el momento actual, una consecuencia inmediata de la conflagración que se liquida. Las guerras se han parecido en todo tiempo a la erupción de un volcán; arrojada la lava y aquietado el cráter, quedan los fenómenos derivados, que llegan a veces a modificar en torno la composición geológica, la formación geográfica y hasta la atmósfera misma.
La sacudida mundial que ha determinado el derrumbamiento de algunas naciones y el ocaso de determinadas ideas, debe favorecer la situación de otros países y el nacimiento de tendencias hasta ahora desconocidas, dentro de una nueva cosmología de la política internacional; y hemos de prepararnos a asistir, no sólo en la zona directamente afectada por la guerra, sino en el mundo entero, a la aparición de corrientes o direcciones que no se habían manifestado aún.
Así vemos que se inicia en América en estos momentos una franca reacción contra un estado de cosas establecido desde el año 1820. La doctrina de Monroe, que excluye a Europa de los asuntos de América y deja a los Estados Unidos la fiscalización de la vida y el porvenir de veinte Repúblicas de habla hispana, empieza a encontrar impugnadores, no ya entre los internacionalistas independientes, sino entre los mismos jefes de Estado.
El presidente de México, general Carranza, declaró solemnemente en un documento público, que desconocía la doctrina y rechazaba sus beneficios —si es que encierra beneficios—, porque veía en ella una forma indirecta de protectorado y deseaba para el país que gobierna la plena y fundamental autonomía.
Tan enérgica manifestación reviste el carácter de una contradoctrina, puesto que opone a la concepción exclusivista y dominadora del célebre presidente norteamericano una manera de ver más amplia que abre de nuevo a todos los pueblos la posibilidad de extender su política universalmente.
Todo ello deriva de la lógica de las latitudes dentro de los nuevos fenómenos determinados por la guerra. No cabe duda de que si los Estados Unidos hacen oír su voz en los asuntos de Asia y Europa, Europa y Asia pueden hacer oír la suya en las cosas de América, porque en política internacional, como en ajedrez, no hay, en realidad, más principios que los que establece la convención del movimiento de las fichas, que deben tener acción equivalente dentro de la reciprocidad.
Aprovechando la circunstancia y adelantándose a una resolución que pudiera dar fuerza de ley a fórmulas parciales y desviadas de su primitiva significación, México inicia una reivindicación de derechos hispanoamericanos y llama la atención de las grandes naciones sobre el abandono o la condescendencia que las ha inducido a hacer sentir su acción en el Nuevo Mundo con ayuda de los Estados Unidos, delegando a menudo en éstos la defensa de sus intereses primordiales.
Hace pocos años, el Gobierno mexicano, en una nota dirigida a Inglaterra, dijo que no se avenía a discutir reclamaciones por intermedio de una tercera potencia y que teniendo Inglaterra representante ante el gobierno mexicano, debía tratar directamente la cuestión que le interesaba.
La entereza con que ese país ha venido encarando los asuntos internacionales en estos últimos tiempos, culmina ahora en una forma concreta, que será apoyada, en cuanto lo permite la situación en que se encuentran, por casi todos los gobiernos de la América Española y que alcanzará la aprobación unánime de los pueblos de nuestro origen. Al tomar esta iniciativa, desafiando las dificultades de orden externo e interno que se pueden prever como represalias, tratándose de un país limítrofe con la potencia cuya primacía se discute, la nación azteca ha realizado un acto histórico. La doctrina de Monroe es de tal importancia para los Estados Unidos, que aun en medio de las preocupaciones generales impuestas por la solución de la guerra, el Senado de Washington pareció no tener más objetivo que discutir la situación en que ese postulado quedaría en el futuro.
Para los hispanoamericanos, la doctrina Monroe es más importante aún. Pudo parecer en los comienzos fórmula adecuada para preservar a todo un continente de una posible vuelta ofensiva del colonialismo; pero se ha transformado en hilo conductor de un daño tan grave como el que se quería evitar. Juzgándola hoy por la gradación de sus aplicaciones y la virtud de sus resultados, no es posible dejar de ver en ella el instrumento de una dominación económica y política que sería fatal para la autonomía y el porvenir de las Repúblicas de habla española.
Si formulara el Japón en Oriente una doctrina parecida, si Inglaterra intentara imponer en Europa una fórmula análoga, nos parecería a todos una incongruencia. ¿Cómo no ha de serlo la pretensión que lleva a los Estados Unidos a erigirse en gerentes de la vida del Nuevo Mundo, a pesar de la diferencia de raza, idioma, religión y costumbres que los separa de los países de Sudamérica?
La protesta de México es una tentativa para rehacer el prestigio de nacionalidades disminuidas por injerencias incómodas; y como ella se aplica a la situación de veinte Repúblicas, como ella puede servir de bandera a la mitad de un continente contra la otra mitad, se puede decir sea cual fuere el resultado de la comunicación que comentamos, que frente a la doctrina de Monroe ha surgido la doctrina de México. El hecho es de tal magnitud que basta llamar la atención sobre él para que todos comprendan la importancia que tiene dentro de la vida americana y dentro de la política internacional.
[Artículo publicado en El Universal de México, 1919. Reproducido en el libro La Patria Grande, Editora Internacional (Berlín-Madrid), año 1922].

POLITICA COLONIAL (1922)

CUANDO LAS grandes naciones tienden sus brazos de conquista sobre los pueblos indefensos, siempre declaran que sólo aspiran a favorecer el desarrollo de las comarcas codiciadas.
Pero, en realidad, bien sabemos todos en qué consiste la civilización que se lleva a las colonias. Los progresos que se implantan sólo son útiles a menudo para la raza dominadora. Se enseña a leer a los indígenas, porque ello puede facilitar algunas de las tareas que el ocupante les impone. Pero la instrucción se limita siempre a lo superficialmente necesario. El maestro olvida cuanto puede contribuir a despertar un instinto de independencia. Los misioneros, laicos o religiosos, infunden la resignación. Los mercaderes, que en la mayor parte de los casos son los iniciadores de la empresa, engañan y explotan con productos de venta difícil en la metrópoli. La autoridad impone una legislación marcial. Y todo el esfuerzo del pueblo civilizador tiende a mantener en la sujeción a la raza vencida, para poder arrancarle más fácilmente la riqueza que devoran los funcionarios encargados de adormecerla. Si queremos saber en qué se traduce la civilización que ofrecen los conquistadores a los pueblos débiles, interroguemos, en Norte América, a las tribus dispersas que sobreviven a la catástrofe; consultemos, en Asia, a los habitantes de la India, diezmados por el hambre; oigamos a cuantos conocen la historia colonial del mundo.
Los que argumentan que en ciertos casos puede ser útil guiar y proteger a los pueblos jóvenes, dan forma al sofisma más peligroso. Nada sería más funesto que admitir, aunque sea transitoriamente, la superstición semicientífica de las razas inferiores. Se podría sacar de esa debilidad un argumento peligroso hasta para la misma libertad interna de los grandes pueblos. Si admitís que hay grupos nacionales que a causa de su civilización pueden aspirar a conducir ocasionalmente a los otros —dirían algunos— tendréis que reconocer que hay clases sociales dignas de guiar a las menos preparadas; y si en el orden internacional toleráis que un pueblo audaz se sustituya a la voluntad de un pueblo inexperto, en el orden nacional tendréis que aceptar también la tutela de una clase dominante sobre la muchedumbre desorganizada.
Desde el comienzo de los siglos ha habido razas y clases sin derechos de ningún género, y éstas han sido explotadas por otras razas o clases más instruidas, más belicosas o más hábiles. No es posible combatir la injusticia de adentro sin condenar la de afuera o aplaudir la injusticia de afuera sin sancionar la de adentro.
[Del libro La Patria Grande, Editora Internacional, 1922].

EL LOBO Y LOS CORDEROS (1923)

PARA ENCONTRAR el origen de mi convicción en lo que se refiere al peligro que el imperialismo norteamericano representa con respecto a los pueblos de habla española y portuguesa en el Nuevo Mundo, tendría que remontarme hasta el año 1900 cuando, apenas cumplidos los veinte años, hice el primer viaje a Nueva York.
En el fondo de mi memoria veo el barco holandés que ancló en el enorme puerto erizado de mástiles, ennegrecido por el humo. Las sirenas de los barcos aullaban en jauría alrededor de una gigantesca Libertad, señalando el mar con su brazo simbólico. Los rascacielos, desproporcionadamente erguidos sobre otros edificios de dimensiones ordinarias, las aceras atestadas de transeúntes apresurados, los ferrocarriles que huían en la altura a lo largo de las avenidas, las vidrieras de los almacenes donde naufragaban en océanos de luz los más diversos objetos, cuanto salta a los ojos del recién llegado en una primera visión apresurada y nerviosa, me hizo entrar al hotel con la alegría y el pánico de que me hallaba en el pueblo más exuberante de vida, más extraordinario de vigor que había visto nunca.
Yo llegaba directamente de Francia, después de dos años pasados en París y el viaje, que no obedecía a ninguna finalidad concreta, a ninguna idea preconcebida, era exclusivamente de turista curioso, de poeta errante que busca tierras nuevas y paisajes desconocidos. Después de publicar en París varios libros, sentí la curiosidad de conocer la vida y las costumbres del portentoso país que empezaba a asombrar al mundo y algunos artículos publicados en pequeñas revistas reflejaron, en su tiempo, mis primeras admiraciones.
Como viajero, llevaba dos puntos de arranque o de comparación: Buenos Aires, donde he nacido, y París, donde acababa de iniciar la carrera como escritor. Añadiré que mi cultura era exclusivamente literaria, ajena a toda sociología y a toda política internacional. Ignoraba el imperialismo, no me había detenido nunca a pensar cuáles pudieron ser las causas y las consecuencias de la guerra de los Estados Unidos con España y estaba lejos de adivinar el drama silencioso y grave que se desarrolla en el Nuevo Mundo, partido en dos por el origen y el idioma. De suerte que no cabe imaginar antipatía, prejuicio u hostilidad previa. El pueblo norteamericano no era para mí, entonces; más que un gran maestro de vida superior y celebré sin reservas el inaudito esfuerzo desarrollado en poco más de un siglo. Las comprobaciones penosas para nuestro patriotismo hispanoamericano, las inducciones inquietantes para el porvenir, las pruebas de las intenciones que abriga el imperialismo en lo que respecta al resto del Continente, empezaron a nacer a mis ojos en el mismo territorio de los Estados Unidos.
Yo imaginaba ingenuamente que la ambición de esta gran nación se limitaba a levantar dentro de sus fronteras la más alta torre de poderío, deseo legítimo y encomiable de todos los pueblos y nunca había pasado por mi mente la idea de que ese esplendor nacional pudiera resultar peligroso para mi patria o para las naciones que, por la sangre y el origen, son hermanas de mi patria, dentro de la política del Continente. Al confesar esto, confieso que no me había detenido nunca a meditar sobre la marcha de los imperialismos en la historia. Pero leyendo un libro sobre la política del país, encontré un día citada la frase del senador Preston, en 1838: "La bandera estrellada flotará sobre toda la América Latina, hasta la Tierra del Fuego, único límite que reconoce la ambición de nuestra raza".
La sorpresa fue tan grande, que vacilé. Aquello no era posible. Si un hombre de responsabilidad hubiera tenido la fantasía de pronunciar realmente esas palabras —me dije— nuestros países del Sur se habrían levantado en seguida, en una protesta unánime. Cuando tras el primer movimiento de incredulidad, recurrí a las fuentes pude comprobar a la vez dos hechos amargos: que la afirmación era exacta y que los políticos de la América Latina la habían dejado pasar en silencio, deslumbrados por sus míseras reyertas interiores, por sus pueriles pleitos de frontera, por su pequeña vida, en fin, generadora de la decadencia y del eclipse de nuestra situación en el Nuevo Mundo.
A partir de ese momento, dejando de lado las preocupaciones líricas, leí con especial interés cuanto se refería al asunto. ¿Era acaso posible dormitar en la blanda literatura, cuando se ponía en tela de juicio el porvenir y la existencia misma de nuestro conjunto? Así aprendí que el territorio que ocupaban los Estados Unidos antes de la Independencia, estaba limitado al Oeste por una línea que iba desde Québec hasta el Mississipi y que las antiguas colonias inglesas fueron trece, con una población de cuatro millones de hombres, en un área de un millón de kilómetros cuadrados. Luego me enteré de la significación del segundo Congreso de Filadelfia en 1775; de la campaña contra los indios, de la ocupación de La Florida, cedida por España en 1819 y de la vertiginosa marcha de la frontera Oeste hacia el Pacífico, anexando tierras y ciudades que llevan nombres españoles.
Estas nociones elementales que dada la instrucción incompleta y sin plan, que es la característica de las escuelas sudamericanas no había encontrado nunca a mi alcance, durante mis estudios de bachiller, aumentaron la curiosidad y la inquietud. En un diario leí un artículo en que se amenazaba a México, recordando conminatoriamente cuatro fechas, cuya significación busqué en seguida. En un texto de historia descubrí que, en 1826, Henry Clay, secretario de Estado norteamericano, impidió que Bolívar llevara la revolución de la Independencia hasta Cuba. En un estudio sobre la segregación del virreinato de Nueva España, hallé rastros de la intervención de los Estados Unidos en el separatismo de algunas colonias, esbozando la política que después se acentuó en las Antillas. Más tarde, conocí las exigencias del general Wilkinson y empecé a tener la revelación, sin comprender aún todo su alcance, de la política sutil que indujo a dificultar la acción de España, explotando el conflicto entre Fernando VII y Bonaparte.
Todavía no se había publicado el formidable libro del escritor y diplomático mexicano don Isidro Fabela y no existía una historia general del imperialismo en el Continente.
Incompletas, sin conexión, al azar de lecturas sumarias que dirigió la casualidad en la desorientación de la primera juventud, fueron llegando así hasta el espíritu las primeras verdades basadas en hechos incontrovertibles que conocían todos los hombres ilustrados del mundo y que sólo los hispanoamericanos a quienes especialmente se referían, parecíamos ignorar, sumidos como estábamos y como seguimos estando en un letargo inexplicable.
Las interrogaciones se alinearon entonces las unas junto a las otras. ¿Cómo no surgió una protesta en toda la América de habla española, cuando los territorios mexicanos de Texas, California y Nueva México fueron anexados a los Estados Unidos? ¿Por qué razón no hubo en el Continente una sublevación de conciencias, cuando los que fomentaron el separatismo en Cuba en nombre de la libertad, invocando altos principios de justicia y argumentando el derecho de los pueblos a disponer de su fuerte, impusieron la Enmienda Platt y la concesión de estaciones navales estratégicas en las costas de la isla? ¿Se concilia acaso, con la plena autonomía de nuestros países la existencia en Washington de una oficina de repúblicas hispanoamericanas, que tiene la organización de un Ministerio de Colonias? ¿No implica la doctrina de Monroe un protectorado?, etc..
El mapa daba a las preguntas una significación especial. A un siglo de distancia, las trece colonias inglesas que tenían una población de cuatro millones de hombres y ocupaban un área de un millón de kilómetros cuadrados, se habían transformado en una enorme nación compuesta de cuarenta y cinco Estados, que reúnen una población de cien millones de habitantes y cubren un área de diez millones de kilómetros cuadrados, donde saltan a los ojos los nombres nuestros —Santa Fe, San Francisco, Los Ángeles— como un reproche que viene desde el fondo de las épocas contra la incuria y el indiferentismo de una raza.
Lo que en realidad aparecía ante los ojos, superponiéndose a las líneas coloreadas de la carta geográfica, era el doloroso drama de un Continente, descubierto bajo la bandera de España, que fue la primera en flamear en los mares del Nuevo Mundo, ganado a la civilización con la inteligencia y con la sangre de los heroicos exploradores que hablaban la lengua castellana, fecundado por nuestra religión, anexado un momento a la plenitud de nuestra gloria, sin rival entonces en el mundo y atacado  después por influencias extrañas que hacían pie en él y se extendían omnipotentes, venciendo a los que primero llegaron y haciéndoles retroceder, no sólo en la posesión de la tierra, sino en la influencia moral, no sólo en el presente, sino en el porvenir.
Falta de destreza en las lides diplomáticas, ausencia de previsión y de orden, indisciplina a la vez y anquilosamiento, acaso lógica fatiga después de largas cabalgatas en los siglos, faltas, en fin, de la voluntad o del carácter, habían agrietado y disuelto el inmenso imperio, aislando a la antigua metrópoli hispana en los picachos de sus recuerdos y abandonando en pleno océano, a merced de las tempestades, a veinte repúblicas que no atinaban a encontrar rumbo, porque a los grandes patriotas de la independencia que tendieron siempre a la confederación, habían sucedido los caudillos o los gobernantes timoratos o ambiciosos que, después de multiplicar durante una generación las subdivisiones para crear feudos o jerarquías, se debatían, prisioneros de los errores pasados, en el sálvese quien pueda de una muchedumbre sin solidaridad.
Del sueño grandioso de los grandes hombres que encabezaron el levantamiento de las antiguas colonias, sólo quedaba un recuerdo lejano y un fracaso tangible: Bolívar en el Norte y San Martín en el Sur, habían iniciado vastas conglomeraciones que tendían a hacer de los antiguos virreinatos un conjunto coherente, una nación vigorosa que, por su extensión y su población, hubiera podido aspirar a equilibrar en este siglo el peso de los Estados Unidos. Pero las rivalidades mezquinas, los estrechos localismos, las ambiciones violentas, la baja envidia, todos los instintos subalternos habían anulado la acción de esos próceres, multiplicando los desmigajamientos artificiosos y haciendo de la América Latina un imponente semillero de pequeñas repúblicas, algunas de las cuales tenían menos habitantes que un barrio de la ciudad de Nueva York.
Eran veintiséis millones de kilómetros cuadrados, escalonados desde el trópico hasta los hielos del Sur, con todos los cultivos, con las riquezas más inverosímiles y en esa enorme extensión vivían ochenta millones de hombres, indígenas unos y herederos de las civilizaciones más grandes que conoció la América antes de la Conquista; españoles otros de origen o mezclados entre sí, pero unificados todos, con el aporte de inmigraciones cuantiosas, en una masa única que hablaba la misma lengua, tenía la misma religión, vivía bajo las mismas costumbres y se sentía ligada por los mismos intereses. Sin embargo, en vez de formar una sola nación, como lo hicieron las colonias anglosajonas que se separaron de Inglaterra, estaban divididas en veinte países diferentes y a veces hostiles entre sí, sin que asomara la razón o la lógica de esas subdivisiones que sólo servían para sancionar el desamparo y la debilidad colectiva.
Contemplando el mapa se advertía que no se habían respetado ni las antiguas divisiones de virreinatos, las únicas que hubieran podido justificar en cierto modo una organización fragmentaria del conjunto que reclamara y alcanzara simultáneamente la independencia. En el afán de multiplicar los cargos públicos para satisfacer la avidez de los que en muchos casos no tenían más propósito que dominar y obtener satisfacciones personales, se habían trazado al capricho las fronteras sin buscar, las más de las veces, ni la precaria justificación de tradiciones locales, accidentes geográficos o intereses económicos especiales. Las patrias habían nacido a menudo de una sublevación militar o de una diferencia de amor propio entre dos hombres. Y lo que pudo ser una gran fuerza altiva que interviniera eficazmente en los debates del mundo defendiendo los intereses y las concepciones de un grupo realmente sólido, creado por la historia, estaba reducido a un doloroso clamorear de núcleos débiles que se combatían entre sí o se agotaban en revoluciones absurdas, sin fuerza material ni moral para merecer en conjunto el respeto de las grandes naciones.
Así fui aprendiendo, al par que la historia del imperialismo, nuestra propia historia hispanoamericana en la amplitud de sus consecuencias y en su filosofía final. Lo que había aprendido en la escuela, era una interpretación regional y mutilada del vasto movimiento que hace un siglo separó de España a las antiguas colonias, una crónica local donde predominaba la anécdota, sin que llegara a surgir de los hombres y de las fechas una concepción superior, un criterio analítico o una percepción clara de lo que el fenómeno significaba para América y para el mundo. Y con el conocimiento de la historia común, venía la amarga tristeza de comprender que nuestros males eran obra, más que de la avidez de los extraños, de nuestra incapacidad para la lucha, de nuestra falta de conocimiento de las leyes sociológicas, de nuestra visión estrecha y ensimismada, de nuestra dispersión y nuestro olvido de los intereses trascendentales.
Los Estados Unidos, al ensancharse, no obedecían, al fin y al cabo, más que a una necesidad de su propia salud, como los romanos de las grandes épocas, como los españoles bajo Carlos V, como los franceses en tiempo de Napoleón, como todos los pueblos rebosantes de savia, pero nosotros, al ignorar la amenaza, al no concertarnos para impedirla, dábamos prueba de una inferioridad que para los autoritarios y los deterministas casi justificaba el atentado.
Si cuando las colonias anglosajonas del Norte se separaron de Inglaterra, hubiera aspirado cada una de ellas a erigirse en nación independiente de las otras, si se hubieran desangrado en cien luchas civiles, si cada uno de esos grupos tuviera su diplomacia independiente, ¿se hallarían los Estados Unidos en la situación privilegiada en que se encuentran ahora? ¿Es posible escribir una historia del estado de Connecticut aisladamente de la historia de los Estados Unidos, ofreciendo a la juventud un ideal superior que cohesione y retenga? Si existieran severas aduanas entre los diferentes Estados de la Confederación Norteamericana, ¿sería posible pensar en el estupendo desarrollo comercial que comprobamos hoy? Desde los orígenes de su independencia, cuando estipularon que las tropas que acompañaban a Lafayette volverían después de contribuir a determinar la independencia americana a su país de origen sin intentar reconquistar el Canadá, que Francia acababa de perder por aquel tiempo; desde que hicieron fracasar el Congreso de Panamá aun en medio del desconcierto producido por la Guerra de Secesión, los Estados Unidos han desarrollado, dentro de una política de perspicacia y de defensa propia, un pensamiento central de solidaridad, de autonomía y de grandeza. Nuestras repúblicas hispanoamericanas, en cambio, que han aceptado a veces el apoyo de naciones extrañas a su conjunto para hacer la guerra a países hermanos limítrofes, que han llegado hasta requerir esa ayuda extranjera para las luchas intestinas, que han entregado la explotación de sus tesoros a empresas de captación económica, que creen aldeanamente en la buena fe de la política internacional y se ponen a la zaga del resbaloso panamericanismo, ¿no son en realidad naciones suicidas? ¿No son dignas descendientes de nuestra admirable y romántica España que, cegada por la espuma de sus infecundos debates internos ignoraba que al enajenar la Florida en 1819, firmaba, a pocas décadas de distancia, la irremediable pérdida de las Antillas?
Así razonaba el que escribe mientras recorría las calles de Nueva York en el deslumbramiento y la gloria de la portentosa metrópoli. Ciertas palabras de Bolívar, que había releído en esos días, zumbaban en los oídos: "Primero el suelo nativo que nada, él ha formado con sus elementos nuestro ser, nuestra vida no es otra cosa que la herencia de nuestro pobre país, allí se encuentran los testigos de nuestro nacimiento, los creadores de nuestra; educación, los sepulcros de nuestros padres yacen allí y nos reclaman seguridad y reposo; todo nos recuerda un deber; todo nos excita sentimientos tiernos y memorias delicadas; allí fue el teatro de nuestra inocencia, de nuestros primeros amores, de nuestras primeras sensaciones y de cuanto nos ha formado".
El lírico párrafo estaba al diapasón de los fervores juveniles. "Sí —añadía yo, hablando conmigo mismo, mientras descendía por Broadway en el estruendo indescriptible de la colmena enorme— la patria antes que nada, todo el bienestar, todo el progreso, toda la riqueza, toda la civilización, no valen lo que vale el rincón modesto y tibio en que nacimos. Si los grandes ferrocarriles, las casas de treinta pisos, y la vida vertiginosa, la hemos de pagar al precio de nuestras autonomías, prefiero que perdure el atraso patriarcal de nuestros lejanos villorrios". Y en la imaginación surgía, junto a la monstruosa Babel de la desembocadura del Hudson, no la sombra de mi Buenos Aires natal, que ya era también por aquel tiempo una gran ciudad a la europea, sino el recuerdo de remotos caseríos semisalvajes que había tenido ocasión de visitar en América. En medio del mareante remolino del barrio de los negocios, donde hasta las piedras parecían trepidar con una actividad humana, los evocaba con especial satisfacción. Aquello podía ser absurdo, aquello podía ser incómodo, aquello podía ser la barbarie, pero aquello era mío.
A medida que crecía mi admiración por los Estados Unidos, a medida que sondeaba la poderosa grandeza de ese pueblo que indiscutiblemente eclipsaba cuantos progresos materiales había soñado yo en Europa, se afirmaban y acrecían mis temores. La bandera norteamericana ondeaba en las torres, balcones y vidrieras, aparecía en los avisos, en los libros, en los tranvías, reinaba en los escenarios de los teatros, en las páginas de los periódicos y hasta en los productos farmacéuticos, en un delirio de nacionalismo triunfante como si se abriera una nidada de aguiluchos, dispuesta a transportar a los hechos las previsiones de Mr. Stead en su libro La americanización del mundo en el siglo XX.
¡Cuán poderosos eran los Estados Unidos! Mi España tumultuosa y populachera, con sus grandes multitudes oleosas que invaden al atardecer las calles estrechas entre el rumor de los pregones y las charlas ruidosas de los grupos; mi buen París de los bulevares alegres, cubiertos de mesas rumoreantes en las grises divagaciones de los crepúsculos, mi Italia coloreada, evocadora y meridional, hecha de languideces y de rayos, de odios y de amores, toda la vieja latinidad, triunfadora en otras épocas, quedaba tan eclipsada, que en las interminables avenidas cortadas en todas las direcciones por locomotoras jadeantes que escupían humo sobre los vidrios y ensordecían al transeúnte con el fragor de sus ruedas, en las calles obstruidas de automóviles y transeúntes por donde se abría paso a veces, anunciada por una campana febril, la fuga infernal de los carros de los bomberos, tuve la sensación de haber salido de la órbita de mi destino para explorar edades desconocidas, en la vaga lontananza de épocas que no hubieran llegado aún.
Al mismo tiempo que mis admiraciones aumentaban mis desilusiones.
Oh, ¡el país de la democracia, del puritanismo y de la libertad! Los Estados Unidos eran grandes, poderosos, prósperos, asombrosamente adelantados, maestros supremos de energía y de vida creadora, sana y confortable, pero se desarrollaban en una atmósfera esencialmente práctica y orgullosa, y los principios resultaban casi siempre sacrificados a los intereses o a las supersticiones sociales. Bastaba ver la situación del negro en esa república igualitaria para comprender la insinceridad de las premisas proclamadas. Expulsado de las universidades, los hoteles, los cafés, los teatros, los tranvías, sólo parecía estar en su sitio cuando en nombre de la ley de Lynch le arrastraba la multitud por las calles. Y era que si en los Estados Unidos existe una élite superior capacitada para comprender todas las cosas, la masa ruda autoritaria, sólo tiene en vista la victoria final, como todos los grandes núcleos que han dominado en los siglos. Excepción hecha del grupo intelectual, la mentalidad del país, desde el punto de vista de las ideas generales, se resiente de la moral expeditiva del cowboy violento y vanidoso de sus músculos que civilizó el Far West arrasando a la vez la maleza y las razas aborígenes en una sola manotada de dominación y de orgullo. Se sienten superiores y dentro de la lógica final de la historia lo son en realidad, puesto que triunfan. Poco importa que para contestar a la burla sobre nuestras revoluciones, nuestras mezclas indígenas, nuestros gustos meridionales y nuestras preocupaciones literarias, forcemos al llegar a Nueva York una sonrisa para satirizar la tendencia yanqui a bautizar las malas acciones con nombres atrayentes, rejuveneciendo la ingenua habilidad del personaje de la novela francesa que llamaba besugo al conejo para ayunar sin dejar de comer carne, en Cuaresma. El hecho indestructible es que los Estados Unidos, sacrificando las doctrinas para preservar sus intereses, creen cumplir hasta con su deber, puesto que preparan la dominación mundial, para la cual se creen elegidos.
Un supremo desprecio por todo lo extranjero, especialmente por cuanto, anuncia origen latino y una infatuación vivificante, un poco parvenu, pero sólidamente basada en patentes éxitos, da al carácter norteamericano cierta ' tosca y brutal tendencia a sobrepasar a otras razas, cierto exclusivismo diabólico que dobla y humilla al que llega. Más de una vez tuve que hacer una réplica severa o que interrumpir un diálogo para no oír apreciaciones injuriosas sobre la América Latina. Nosotros éramos los salvajes, los fenómenos ridículos, los degenerados para la opinión popular. En los núcleos cultos se evitaba cuanto podía ser personalmente molesto, pero nadie ocultaba su desdén olímpico por las "republiquetas" de aventureros" que pululaban al sur de la Confederación Norteamericana. Los grandes diarios hablaban sin ambages de la necesidad de hacer sentir una "mano fuerte" en esas "madrigueras" y acabar con las asonadas y los desórdenes que interrumpían el sagrado business del tío Sam. Los políticos prodigaban en el Senado las más inverosímiles declaraciones, como si la Casa Blanca ejerciera realmente jurisdicción hasta el cabo de Hornos y no tuviera la más vaga noticia de la autonomía de nuestras repúblicas. Y estaba tan cargado el ambiente que en un gran mitin electoral, donde triunfaba en todo su esplendor el prestigio de la nueva democracia oí, entre aplausos, afirmaciones que preparaban la frase histórica que tantos comentarios levantó después: "Hemos empezado a tomar posesión del Continente".
¡Hemos empezado a tomar posesión del Continente! Un político notorio pudo lanzar esa afirmación en una asamblea pública y toda la América Latina calló. ¿Qué sopor, qué ceguera, qué perturbación mental inmovilizaba a nuestros pueblos en el carro despeñado que nos llevaba a todos al abismo? Los gobernantes hispanoamericanos, obsesionados por el pequeño círculo en el que viven, ceñidos por preocupaciones subalternas, sin visión general del Continente y del mundo, tienen de la diplomacia una concepción ingenua. No se atienen a los hechos sino a las palabras. Pero, ¿por qué no tomaban nota de aquellas palabras?
Así ha venido anemiándose durante un siglo la América Latina y así ha venido robusteciéndose la América inglesa al amparo del candor de los unos y de la suprema habilidad de los otros. Los Estados Unidos se han mostrado creadores en todos los órdenes y han tenido la ciencia de transformar leyes y procedimientos, principios y sistemas, desde la enseñanza hasta el periodismo, desde la agricultura hasta la edificación.
Un sabio desarrollo de la iniciativa y una tendencia experimental han dado a esa nación la capacidad necesaria para subvertir y perfeccionar lo conocido, sobrepasando cuanto existió en las civilizaciones que al principio imitaron. Sería vano suponer que estos progresos no han tenido un pendant en la diplomacia. La elevación material no ha sido un hecho aislado y mecánico sino el resultado de una mayor capacidad mental que se manifiesta en todos los resortes. A los edificios de cincuenta pisos, corresponden ideas de cincuentapisos también. De Nueva York por Chicago, Omaha y Salt Lake, llegué a San Francisco, donde, sea dicho al pasar, abundan los míster Pérez y míster González que, después de haberse afeitado las barbas y el origen, hablan, con singular desdén, de sus ex hermanos del sur.
La prodigiosa fuerza de atracción y de asimilación de los Estados Unidos está basada, sobre todo, en las posibilidades (u oportunidades, como allí se les llama) de prosperidad y de acción que ese país ofrece a los individuos. La abundancia de empresas, el buen gobierno, los métodos nuevos, la multiforme flexibilidad de la vida y la prosperidad maravillosa, abren campo a todas las iniciativas. Alcanzado el éxito, este sería motivo suficiente para retener al recién llegado por agradecimiento y por orgullo, aunque no surgiera, dominándole, todo el contagio de la soberbia que está en la atmósfera. Algunos hispanoamericanos que emigran de repúblicas pequeñas, empujados por discordias políticas y logran labrarse una pasable situación en las urbes populosas del Norte, se desnacionalizan también, llevando la obcecación, en algunos casos, al extremo de encontrar explicables hasta los atentados cometidos contra su propio país. Suele ocurrir, en otro orden, que estudiantes muy jóvenes que partieron de nuestro seno para seguir una carrera en universidades de la Unión, se dejan marear por el ambiente nuevo o por las comodidades materiales que él ofrece y vuelven a su patria desdeñosos y altivos, proclamando en inglés la necesidad de inclinarse, auxiliares inconscientes de la misma fuerza que debe devorarlos. En esta blandura está acaso el peor síntoma de nuestra descomposición y de nuestra vulnerabilidad. Podemos admirar el progreso y la grandeza que ha llevado en un siglo de vida a ese país hasta las más altas cúspides, podemos ser partidarios de que las naciones hispanoamericanas cultiven con los Estados Unidos excelentes relaciones comerciales y diplomáticas, podemos desear ver aclimatadas en Hispanoamérica todas las superioridades de educación, orden, confort y prosperidad, pero ello ha de ser sin ceder un ápice de la autonomía de nuestras naciones, tratando de país a país, de potencia a potencia, sin abdicación ni sometimientos, salvaguardando distintivas, idiomas, altivez, bandera, presente y porvenir.
La América Latina, próspera y en pleno progreso en algunas repúblicas, retardada en su evolución en otras, tiene todo que aprender de los Estados Unidos y necesita la ayuda económica y técnica de ese gran pueblo. Pero, ¿es fuerza que para obtenerla renuncie a sus especiales posibilidades de desarrollo, a su personalidad claramente definida, a sus antecedentes imborrables, a la facultad de disponer de sí misma?
En este estado de espíritu, seguí por la costa hasta Los Ángeles y San Diego. Desde la última de estas ciudades, por ferrocarril, llegué a la frontera de México, deseoso de conocer ese país que había sufrido tantas injusticias de parte de los Estados Unidos y que, limítrofe con ellos, en el extremo norte de la parte hispanoamericana, representa algo así como el común murallón y el rompeolas histórico que, desde hace un siglo soporta los aluviones y defiende a todo el Sur.
En la época en que se desarrollaba este primer viaje, del cual sólo hablo a manera de antecedente, se hallaba a la cabeza de la república el general don Porfirio Díaz, rodeado de un grupo de hombres particularmente inclinados a contemporizar con el peligro, haciendo la part du feu.
Se extremaban por entonces en aquella república los métodos de mansedumbre, bondad y obsequiosidad que hoy siguen empleando la mayor parte de los países del Sur, sin advertir que cuanto más grande son las concesiones, más crecen las exigencias en un engranaje que acostumbra a un pueblo al sometimiento y engríe al otro fatalmente. Es la carretera que lleva a dos abismos, a la anulación total de la nacionalidad, determinada gradualmente por sucesivas abdicaciones o una última resistencia desesperada, que obliga a afrontar en peores condiciones el mismo conflicto que originariamente se deseaba evitar.
Desde la frontera surge viva y patente la oposición inconciliable entre los dos conjuntos. El anglosajón, duro, altivo, utilitario, en la infatuación de su éxito y de sus músculos, improvisa poblaciones, domina a la naturaleza, impone en todas partes el sello de su actividad y su ambición, auxiliado y servido como lo fueron los romanos de las grandes épocas por razas sometidas —indios, chinos, africanos— que recogen las migajas del festín, desempeñando tareas subalternas. Frente a él, el mexicano de pura descendencia española o mestizo, prolonga sus costumbres despreocupadas y acepta las presentes del suelo, fiel a tendencias contemplativas o soñadoras que le llevan a ser desinteresado, dadivoso y caballeresco, susceptible ante el igual, llano con el inferior, dentro de una vida un tanto patriarcal, donde el indio no está clasificado por su raza, sino como los demás hombres, por su ilustración y su cultura.
Los rastros de la tenaz, ininterrumpida infiltración, los encontramos, desde el puente sobre el río Bravo que separa los dos territorios, en todas las manifestaciones de la actividad, empresas, hoteles, transportes, como si la sombra de los Estados Unidos se proyectara fatalmente sobre las comarcas vecinas. El ferrocarril que me condujo por Chihuahua, Zacatecas, Aguas Calientes y Guanajuato, hasta la Capital, pertenecía por aquel tiempo a una empresa norteamericana y los revisores y empleados de todo género hablaban casi exclusivamente el inglés, con grave perjuicio para los viajeros que no podían hacerse entender en su propia tierra.
Algo de esto ha sido corregido después por la revolución mexicana de 1913, que, desde el punto de vista internacional, representa una reacción.
La política del Gral. Díaz estaba hecha, como dije, de genuflexiones que empezaban en los ferrocarriles del Norte y acababan en el arrendamiento de la Bahía de la Magdalena, pasando por los resortes más importantes del país. Era la hora en que los Estados Unidos desarrollaban la "penetración pacífica" y el "partido científico" de México empleaba la táctica de las "concesiones hábiles". Hasta que llegó el momento en que, por oportunista y conciliante que fuera, el Gobierno de México no pudo hacer más concesiones. La entrevista celebrada en El Paso entre el general Díaz y el presidente Taft, dio por resultado la ruptura silenciosa. Una negativa para reforzar la jurisdicción norteamericana en la Baja California, la protección prestada al presidente de Nicaragua, don José Santos Zelaya, que escapó a las represalias en un cañonero mexicano y un hipotético Tratado secreto con el Japón, fueron las razones propaladas oficialmente. Acaso mediaron otras. El caso es que desde ese momento inició el viejo autócrata mexicano su tardía resistencia al imperialismo. Y por coincidencia singular desde ese día fue también posible la primera revolución, encabezada por don Francisco Madero.
Cuando llegué por primera vez a la capital de México, en 1901, era aquella una próspera ciudad de más de medio millón de habitantes, donde se respiraba un ambiente de cultura y bienestar. Recuerdo el derroche de lujo, las fiestas frecuentes, el progreso urbano y como nota especial y pintoresca, el pomposo desfile del presidente por la calle de Plateros, en una gran carroza seguida por un regimiento de aquella "guardia rural", tan típica y tan airosa que llenaba las funciones de la gendarmería en Francia o de la guardia civil en España, cuerpo selecto que con sus trajes de charro mejicano y sus briosos caballos enjaezados a la moda del país, daba una extraña sensación de bizarría.
Lo primero que se notaba al llegar, era la falta de libertad interior. No había más partido político que el que estaba en las alturas; no asomaba un solo diario de oposición, no se celebraba un mitin que no fuera para ensalzar al Gobierno inamovible que enlazaba sin accidente un período con otro, en la serena continuidad de una monarquía.. El poder central tenía la destreza de atraer a los unos con prebendas y de amedrentar a los otros con sanciones, estableciendo en la apariencia una unanimidad adicta. Sin embargo, se adivinaba en la sombra, como contraposición al sometimiento, la rebelión desorientada que debía dar nacimiento a la anarquía futura.
Desde el punto de vista de la prosperidad, el país se hallaba aparentemente en excelentes condiciones. Grandes trabajos públicos, empresas poderosas, ferrocarriles en construcción, edificios monumentales sorprendían al viajero que había oído hablar en los Estados Unidos con tan irrevocable desdén del país vecino. Pero, horadando esa apariencia de desenvolvimiento financiero y auge nacional, se descubrían los hilos de oro que ponían en movimiento desde el extranjero todos los resortes. Económicamente el país estaba, en realidad, en poder de los Estados Unidos.
A los hombres políticos mexicanos que llevaban por entonces el timón del país, no tuve ocasión de conocerlos. Oí citar a un financista, un general y un diplomático como personas aptas y perspicaces, pero es casi seguro que la política interior, el mantenimiento del régimen, la conservación de las situaciones adquiridas, nuestra bambolla oficial de siempre, retenían por completo su atención. El descuido y la falta de ideales han sido la distintiva de nuestros gobiernos. Y como en aquel tiempo no existían muchas de las causas tangibles de inquietud que hoy arremolinan los espíritus, el olvido tenía que ser más hondo y el sueño más completo.
En el pueblo, sin embargo, y especialmente entre la juventud existía un vivo resentimiento y una hostilidad marcada contra "el gringo". En el hotel, en el café, en el teatro, se advertía claramente el antagonismo que nacía, como nacen los grandes sentimientos colectivos, sin reflexión ni lógica, del recuerdo confuso y de la instintiva adivinación. La manera despectiva y autoritaria de los turistas norteamericanos tenía su parte en el asunto, pero las grandes comentes no nacen de incidentes individuales y callejeros. Había algo más grave que venía de año en año en la honda tradición verbal del pueblo que no lee periódicos ni forma parte de los corrillos en las ciudades, algo que era como un inextinguible rencor por la guerra abusiva y las expoliaciones de 1845 y 1846 algo que traducía la imborrable cólera de un conjunto valiente desarmado ante la injusticia, algo que parecía hacer revivir en los corazones el grito del último cadete de Chapultepec al rodar al abismo, ante la invasión triunfante, sin separarse de su bandera. El pueblo sabía que la mitad del territorio de su patria le había sido arrebatada por el país vecino, sentía la influencia creciente que ese mismo país venía ejerciendo sobre la tierra que aún le quedaba y adivinaba en el porvenir las nuevas agresiones que debían producirse. Una voz del pasado y una voz del porvenir murmuraban al oído del "pelao" perdido en la llanura y del adolescente que apenas entraba en la Universidad, que el extranjero invasor estaba siempre en las ciudades, si no en forma de soldados, en forma de empréstitos, en forma de intrigas diplomáticas, en forma de influencia a veces sobre los propios gobiernos y la eterna presencia de aquella sombra en el suelo ensangrentado y mutilado por ella, mantenía latente la irritación y la cólera a pesar de la prédica de los periódicos y las manifestaciones oficiales. No era fruto ese estado de una propaganda agitadora. Nadie hablaba en público del asunto. Pero en e! mutismo y en la inacción, aislados los hombres los unos y los otros, de una manera simultánea, isócrona, surgía el mismo pensamiento contra el intruso que, después de haberles despojado de la tierra, les suplantaba en la riqueza; contra "el gringo" que abusaba de la superioridad de su poder y su malicia, para explotarle en todas las ocasiones, para engañarles en todas las encrucijadas, para humillarles en todos los momentos con el refinamiento de crueldad, de parecer siempre inocente y hacer caer la culpa y la vergüenza sobre los mismos sacrificados. Cuanto más humilde era la situación social, más diáfano parecía ese sentimiento, como si la incultura y la falta de intereses económicos y compromisos sociales acentuara, con la sinceridad, la libre expresión de una palpitación general; cuanto mayor era la juventud, se exteriorizaba la corriente con más ímpetu, como si a medida que transcurría el tiempo y se alejaban las épocas de sacrificio y de dolor, se afirmara más y más en las nuevas generaciones el rencor causado por la injusticia.
No se ha comprendido aún el alcance de esa brusca anexión de un territorio de dos millones de kilómetros cuadrados, que va del Golfo de México a la costa del Pacífico. Desde los apellidos de los primeros exploradores —Camillo, Alarcón, Coronado, Cabeza de Vaca— hasta los nombres de las ciudades —Los Ángeles, San Francisco, Santa Bárbara— todo indica el franco origen hispano. Pertenecían a México desde la independencia por la geografía, por el idioma, por la raza y no había la sombra de un litigio que pudiera justificar reclamaciones. Sin embargo, en un momento dado, se desencadenó la invasión, los ejércitos llegaron hasta la capital y México tuvo que firmar cuanto le exigieron.
No se alzó una voz en la humanidad para condenar el atentado. Los pueblos permanecieron impasibles. Los nobles humanitarios, que sin ser franceses han llorado la suerte de la Alsacia-Lorena, que sin ser poloneses se han conmovido ante los sufrimientos de Polonia, no tuvieron una palabra de simpatía para la víctima. El atentado se consumó en la sombra y el olvido cayó tan pronto sobre él que, cuando lo evocamos hoy, algunos llegan hasta ponerlo en duda.
Ha sido hasta ahora el destino de nuestra raza. El derecho, la justicia, la solidaridad, la clemencia, los generosos sentimientos de que blasonan los grandes pueblos, no han existido para la América Latina, donde se han llevado a cabo todos los atentados —violaciones de territorio, persecución de ciudadanos, mutilación de países, injerencia en los asuntos internos, coacciones, despojos, desembarcos abusivos— sin que el mundo se conmueva ni surjan voces compasivas; de tal suerte parece establecido que la integridad de nuestras patrias, la libertad de nuestros compatriotas, la posesión de nuestras riquezas, todo lo que constituye nuestra vida y nuestro patrimonio, deben estar a la merced de cuantas tropas persigan una aventura, de cuantos gobiernos quieran fomentar disturbios para deponer a los presidentes poco dóciles, de cuantas escuadras tengan el capricho de obligarnos a recibir sus visitas. Para nosotros no existe, cuando surge una dificultad con un país poderoso (y al decir poderoso me refiero no sólo a los Estados Unidos, sino a ciertas naciones de Europa), ni arbitraje, ni derecho internacional, ni consideración humana. Todos pueden hacer lo que mejor les plazca, sin responsabilidad ante los contemporáneos ni ante la historia. Desde que las antiguas colonias españolas dispersaron su esfuerzo, los gobiernos imperialistas no vieron en el confín del mar más que una debilidad. Así se instalaron los ingleses en las islas Malvinas o en la llamada Honduras Británica; así prosperó la expedición del archiduque Maximiliano; así nació Panamá; así se consumó la expoliación de Texas, Arizona, California y Nuevo México. Estamos asimilados a ciertos pueblos del Extremo Oriente o del África Central, dentro del enorme proletariado de naciones débiles, a las cuales se presiona, se desangra, se diezma y se anula en nombre del Progreso y de la Civilización, y los atentados que se cometen contra nosotros no levantarán nunca un clamor de protesta, porque los labios del mundo están sellados por la complicidad o por el miedo.
Esta situación se echa de ver, especialmente, en el caso de México. Hábilmente preparada por una información engañosa que desacredita a ese país, y fiel a su áspero indiferentismo, que sólo se conmueve cuando ello puede ser útil para las tres o cuatro naciones-caudillos que se reparten el predominio del mundo, la opinión universal ha asistido impávida a los atropellos de que viene siendo víctima desde hace un siglo, y la única vez que Europa intentó detener el empuje imperialista, no fue para beneficiar al país dolorido, sino para imponer una nueva sangría en su propio beneficio, con la expedición austrofrancesa de 1864. Para no sucumbir, México hubiera tenido que defenderse solo contra las acechanzas de los demás y contra su propia inexperiencia, sofocando la guerra civil, burlando los lazos que le tendían, manteniendo en jaque, después del desastre, a la misma fuerza que le había arrollado, sin apoyo de nadie ni de nada, ni aun de la América Latina, ni aun de las repúblicas hermanas del Sur, que tanto por solidaridad racial como por analogía de situación, debían hacer suyos los conflictos, por lo menos en la órbita de las representaciones diplomáticas.
Pero ¡estamos tan lejos de tener en la América Latina una noción exacta de nuestros intereses y nuestros destinos! En vano sabemos que la injusticia que a todos nos lastima es un resultado de nuestra propia dispersión. Se multiplican las divergencias para batirnos en detalle, y nosotros nos seguimos dejando burlar con la misma ingenuidad de los galos ante César, o de los indios ante Hernán Cortés, sin llegar a advertir la demarcación lógica y natural que nos distingue y nos sitúa en el Continente y en el mundo.
Así iban las reflexiones al embarcar de nuevo para Francia, después de haber pasado algunas semanas en aquella tierra, donde tantas pruebas quedaban de la grandeza colonial de España, donde tantos monumentos habían dejado el esplendor de los Aztecas, donde se reunían dos pasados y estaba el vértice del porvenir. Mis veinte años entusiastas medían la magnitud de la obra a que parecían predestinadas las nuevas generaciones: trabajar en favor de un Continente moralmente unido hasta rehacer, por lo menos diplomáticamente, el conjunto homogéneo que soñaron los iniciadores de la independencia, reconquistar con ayuda de la unión el respeto y la seguridad de nuestros territorios, y hacer a cada república más fuerte y más próspera dentro de una coordinación superior, garantía suprema de las autonomías regionales.
Penetrado de ese propósito, y aprovechando la difusión que tiene en nuestra América una voz lanzada desde Europa, emprendí, al regresar a París, una campaña periodística que duró largos años, utilizando todas las tribunas: El País, de Buenos Aires, que dirigía por entonces el doctor Carlos Pellegrini, La Epoca de Madrid, diario conservador y gubernamental, que tenía positiva influencia en los círculos políticos; La Revue Mondiale de París que dirigía M. Jean Finot. Hablé de los engañosos Congresos Panamericanos, de la guerra comercial que hacía ganar a los Estados Unidos todos los mercados de América en detrimento de otras naciones, de la mentalidad latina de las repúblicas del Sur, de la acción de la intelectualidad francesa en nuestros países, de cuanto podía contribuir a sacudir la somnolencia de los grandes núcleos del Viejo Continente y a determinar una acción capaz de contrarrestar el avance del imperialismo. En Varis Journal que bajo la dirección de M. Gerault-Richard, era por entonces el diario mejor escrito y mejor leído, completé luego en una docena de editoriales la dilucidación del problema.
En Francia nadie rehuía la verdad. Los periódicos se referían constantemente al asunto y polemistas del prestigio de Paul Adam declaraban sin ambages: "Los yanquis acechan el minuto propicio para la intervención. Es la amenaza. Un poco de tiempo más y los acorazados del tío Jonathan desembarcarán las milicias de la Unión sobre esos territorios empapados de sangre latina La suerte de esas repúblicas es ser conquistadas por las fuerzas del Norte". Esto lo decía el gran escritor en uno de sus prestigiosos artículos de Le Journal a raíz de una "intervención amistosa". M. Charles Boss insistía, por su parte, en Le Rappel: "Vamos a asistir, porque en Europa somos impotentes para oponernos a ello, a la reducción de las repúblicas latinas del Sur y a su transformación en regiones sometidas al protectorado de Washington". Muchos altos espíritus como Mr. Jean Herbette, corroboraban esta convicción, nacida de la observación imparcial. Sin embargo, en algunas de nuestras repúblicas se seguía poniendo en duda la realidad de la situación. ¡Singular miopía! Todos comprobaban en torno el atentado y clamaban contra él; el único que ni lo veía ni protestaba era la víctima. Y esta actitud era tanto más paradojal cuanto que en los Estados Unidos mismos se levantaban voces valientes contra el imperialismo y más de un norteamericano espectable discutía la actitud de su país con respecto a las repúblicas hispanoamericanas.
Movido por el deseo, si no de hacer compartir la convicción, de empujar por lo menos a discutir estos asuntos, escribí entonces El porvenir de la América Latina cuya primera edición apareció en 1910. No me corresponde decir cual fue la suerte de este volumen que Rubén Darío calificó en un artículo de "sensacional", ni recordar lo que sobre él se escribió en España y en América. Pero si Max Nordau dijo en La Nación, de Buenos Aires, que "El programa expuesto en ese libro era grandioso", si Enrique Ferri escribió: "yo también he planteado ese problema en una conferencia y he llegado a ideas completamente concordantes", si Francisco García Calderón declaró que yo "entregaba a América, presa de la anarquía, una idea directora", algunos diarios de ciertas repúblicas hispanoamericanas tacharon la obra de inexacta y alarmista. De nada valía que el Evening Mail de Nueva York declarase que el libro era "excelente, lógico y completo" o que el New York Times le dedicara una atención inusitada en un largo estudio con títulos a seis columnas. Cuando este último diario consultó sobre el asunto la opinión de "un diplomático argentino residente en Nueva York", éste contestó que "el autor era muy joven y que, por lo tanto, su modo de pensar no era el mismo que el de los argentinos viejos y de criterio maduro". Ante lo cual argüía maliciosamente el articulista: "Todo esto puede admitirse, pero el que los espíritus moderados piensen así, no implica que la juventud americana se deje influir por ellos más que por Ugarte que goza de gran popularidad en aquellos países".
El error que daba nacimiento en nuestra América a estas discrepancias de criterio, nacía de la concepción localista que tanto nos ha perjudicado. Cada república se consideraba —y se considera aún— totalmente desligada de la suerte de las demás y en vez de llevar su curiosidad y su inquietud más allá de sus fronteras inmediatas, dentro de la lógica geográfica, diplomática y económica de su destino, veía como extraños a sus preocupaciones los peligros que podían correr las otras. Se llegó hasta hacerme el reproche de interesarme demasiado por "países extranjeros". Olvidaban las palabras de José Enrique Rodó: "Patria es, para los hispanoamericanos, la América española. Dentro del sentimiento de la patria cabe el sentimiento de adhesión, no menos natural e indestructible, a la provincia, a la región, a la comarca, y provincia, regiones y comarcas de aquella gran patria nuestra, son las naciones en que ella políticamente se divide. Por mi parte, siempre lo he entendido así. La unidad política que consagre y encarne esa unidad moral —el sueño de Bolívar es aún sueño, cuya realización no verán quizá las generaciones hoy vivas. ¡Qué importa! Italia no era sólo la expresión geográfica de Metternich antes de que la constituyeran en expresión política la espada de Garibaldi y el apostolado de Mazzini. Era la idea, el numen de la patria; era la patria misma, consagrada por todos los óleos de la tradición, del derecho y de la gloria. La Italia, una y personal, existía: menos corpórea, pero no menos real; menos tangible, pero no menos vibrante e intensa que cuando tomó contorno y color en el mapa de las naciones".
La necesidad, cada vez más clara, de contribuir a salvar el futuro de la América Latina, mediante una prédica que despertase en las almas ímpetus superiores y nobles idealismos, capaces de preparar a distancia, si no una unidad como la de Italia o como la de Alemania, por lo menos una coordinación de política internacional, llevó así al pacífico escritor a desertar de su mesa de trabajo para subir a las tribunas y tomar contacto directo con el público.
La primera conferencia sobre el asunto la dicté en España. El Ayuntamiento de Barcelona celebraba el centenario de la República Argentina el 25 de mayo de 1910 y fue en el histórico Salón de Ciento donde expuse las "Causas y consecuencias de la Revolución Americana". Recuerdo el hecho porque representa el punto de partida de la campaña emprendida después por toda América.
He pensado siempre que España debe representar para nosotros lo que Inglaterra para los Estados Unidos: el antecedente, el honroso origen, la poderosa raíz de la cual fluye la savia primera del árbol. En medio de la desagregación política y en una etapa de cosmopolitismo inasimilado, para mantener el empuje y la hilación de nuestra historia, conviene no perder de vista ese glorioso punto de partida, esa espina dorsal de recuerdos.
En ese antecedente está el eje de la común historia en América. Por otra, hablar de la independencia de una de las repúblicas hispanoamericanas como ' si se tratara de un hecho exclusivo y regional, es dar prueba de limitación de juicio. Con la misma razón cada provincia, dentro de cada república, podría aspirar a tener una historia independiente, multiplicando las subdivisiones hasta el infinito. En movimientos de ese orden debemos llegar al fondo de las simultaneidades y las repercusiones, abarcando hasta los horizontes, viendo el fenómeno en toda su amplitud, comprendiendo, en fin, más que los hechos aislados, el ritmo de una vasta corriente. Las hojas caen y revolotean en la atmósfera, pero es el viento el que las lleva.
En esa conferencia sostuve que, como el levantamiento de las diversas colonias se produjo casi en la misma fecha, sólo era posible hablar de la independencia de cualquier república del Continente dentro de la orquestación general de las independencias hispanoamericanas. Añadí que, sin menguar la nobleza el heroísmo y la gloria, los diversos movimientos separatistas de 1810 en los cuales intervinieron, aunque sea oblicuamente, intereses o esperanzas comerciales o políticas de Inglaterra y de los Estados Unidos, fueron en algunas comarcas prematuros, como lo prueba el hecho de que, aun en las regiones más prósperas, después de buscar monarcas extranjeros para gobernarnos, aceptamos reyecías ideológicas para dirigirnos, pidiendo siempre a otros lo que no era posible aún de nuestra propia sustancia.
Observando los fenómenos universales, vemos que la independencia política de los pueblos es consecuencia o corolario de diferenciaciones étnicas, capacidades comerciales u originalidades ideológicas preexistentes, y acaso estos factores no habían alcanzado todavía definitivo desarrollo en todas las zonas de nuestra América puesto que, infantilmente débiles, después de abandonar el seno materno, tuvieron que aceptar algunas nuevas repúblicas el biberón de otras naciones, desmintiendo en la realidad los mismos fines iniciales del movimiento insurreccional.
Sin embargo, más que de falta de madurez para la vida autónoma, adoleció nuestra América hace un siglo de falta de conocimiento de la política internacional, porque el fraccionarse en dieciocho repúblicas, después de hacer abortar el épico intento de Bolívar y San Martín, no supo prever ni la imposibilidad histórica de muchas de esas patrias exiguas, ni la precaria situación en que se hallarían algunas para desarrollarse, dentro de su esfera, con tan precarios elementos, ni las. acechanzas de que debían ser víctimas todas en medio de los remolinos de la vida.
Por eso es que considerando los hechos en su amplia filosofía superior y no desde el punto de vista de las pequeñas vanidades, podemos afirmar que los resultados del separatismo no han sido en todas las zonas de la América Latina igualmente satisfactorios, y que si tenemos en algunas legítimas razones locales para enorgullecemos de él, en conjunto y en bloque, se traduce en el balance de las grandes liquidaciones históricas, en cuantiosas pérdidas para el idioma y la civilización hispana (Texas, Arizona, California, Nuevo México, Puerto Rico, Santo Domingo, etc.) en simple cambio para algunas comarcas de la soberanía directa de la nación madre por la soberanía indirecta de una nación extraña y, en general, para el conjunto, en un protectorado anglosajón, que tal es la esencia de la discutida doctrina de Monroe, por un lado y de la influencia poderosa de Inglaterra, por otro.
He tenido ocasión de declarar que escribir para el público no es imprimir lo que el público quiere leer, sino decir lo que nuestra sinceridad nos dicta o nos aconseja el interés supremo de la patria. Y es la patria mía, en su concreción directa que es la Argentina, y en su ampliación virtual que es la América Hispana, lo que he tratado de defender, arrostrando todos los odios. El 14 de octubre de 1911 di una conferencia en La Sorbona.
Al encarar el problema de América desde el punto de vista de la latinidad, era mi propósito dar mayor amplitud a la tesonera prédica despertando el interés en países concordantes y haciendo un llamamiento a sus conveniencias materiales y morales.
Francia tiene cuantiosos intereses en América Latina, no sólo desde el punto de vista económico, sino desde el punto de vista intelectual. La difusión de sus ideas y de su espíritu en las tierras nuevas, le ha creado una especie de imperio moral que ha visto siempre con descuido, pero que tendrá que considerar al fin con interés creciente. Ideales de la revolución, tendencias filosóficas, literatura, arte en general, y con tocio ello, formas de vida, gustos, direcciones humanas, cuanto puede ser prolongación de un alma nacional, han dejado en las repúblicas hispanoamericanas tan profundas huellas y rastro tan fijo, que casi puede decirse que Francia convive con nosotros y que la anulación de nuestro ser autónomo y de nuestras características significaría para ella una gigantesca disminución de su reflejo en el mundo. Al llamarla en auxilio nuestro, no hacíamos, en realidad, más que incitarla a defender una parte de su patriotismo espiritual.
Nos hallábamos por aquel tiempo muy lejos de prever la guerra que debía desencadenarse tres años más tarde y era el momento en que Francia veía con disgusto el avance vertiginoso de la infiltración norteamericana en tierras que, sin ser infieles al origen, respondían culturalmente a su llamada y seguían sus inspiraciones. El trance difícil llevó después a la gran nación a no atender más que a su defensa. Pero por aquellos años, decía, Francia era acaso la nación de Europa que con más libertad censuraba la acción imperialista en América, y la campaña fue recibida con singular beneplácito. Mi asidua colaboración en diarios y revistas de París, la docena de volúmenes que había publicado y, sobre todo, la coincidencia de intereses que enlazaba nuestras reivindicaciones nacionalistas con tendencias y aspiraciones francesas, contribuyeron a dar a esta conferencia una resonancia inusitada en una capital habitualmente sorda para las cosas de América.
Quince días después partía yo con el fin de realizar la gira continental, de la cual hablaré en los capítulos siguientes. Quería entrar en contacto con cada una de las repúblicas cuya causa había defendido en bloque; conocerlas directamente, observar de cerca su verdadera situación y completar mi visión general de la tierra americana, recorriéndola en toda su extensión, desde Las Antillas y México hasta el Cabo de Hornos.
Las distintas zonas están tan dolorosamente aisladas entre sí, las informaciones que tenemos sobre ellas son tan deficientes, que un argentino habla con más propiedad de Corea que de Guatemala, y un paraguayo sabe más de Alaska que de Cuba. Mi propósito era romper con la tradicional apatía; vivir, aunque fuera por breve tiempo, en cada uno de esos países, para poder rectificar o ratificar según las observaciones hechas sobre el terreno, mi concepción de lo que era la Patria Grande. A este fin primordial, se unía el deseo de tratar personalmente a los gobernantes, a los hombres de negocios, a los escritores, a los publicistas, a los dirigentes del gobierno y de la opinión, a la juventud, en fin, cuya simpatía sentía latir a lo lejos y de la cual me llegaban ecos reconfortantes.
La América a la cual yo había dedicado mi esfuerzo desde la primera juventud, cuyos intereses políticos había defendido en todo momento, cuya literatura joven había reunido en conjunto en un volumen, con cuyos altos espíritus estaba en correspondencia, cuyas palpitaciones todas, sin que yo hiciera diferencia entre una república y otra, llegaban en París hasta mi mesa de trabajo, era, sin embargo, todavía para mí, con excepción de la Argentina, donde había nacido y de México, donde había tenido la revelación del común problema, una zona geográficamente desconocida; y a través de las nociones adquiridas por referencias de libros y comunicaciones de todo orden, adivinaba yo vagamente líneas y detalles nuevos, ramificaciones complementarias, golpes de vista generales, color y atmósfera, cuanto escapa al texto o a la fotografía y sólo es posible comprender o abarcar en la visión directa.
Lo que más me interesaba descubrir era el estado de espíritu de la enorme zona y su disposición para la vida independiente, procediendo a lo que podríamos llamar un sondaje del alma colectiva en los momentos difíciles que se anunciaban para el Nuevo Mundo. El hispanoamericano que se lanzaba así a recorrer un continente sin mandato de ningún gobierno, sin apoyo de ninguna institución, luchando por un ideal, sin más armas que su patriotismo y su desinterés, tenía que ser, naturalmente, para algunos, viajero poco grato y testigo molesto. Adivinaba las hostilidades acerbas y las rudas luchas que me aguardaban, así como presentía los entusiasmos a que debía dar lugar el gesto entre las nuevas generaciones. Fue deliberadamente, con pleno conocimiento de causa, que emprendí el viaje difícil. Sobre la base del conocimiento que esta primera gira me permitió adquirir, se han acumulado después las notas recogidas en el constante estudio de las cuestiones de América y las observaciones acumuladas en viajes posteriores. Es un panorama lo que aspiro a reflejar en este libro, en un momento en que mientras empiezan a perfilarse las líneas de la nueva política mundial, los latinoamericanos nos preguntamos: "¿Cuál será la ubicación de nuestras repúblicas en los remolinos del futuro?"
[Capítulo I. del libro El destino de un continente. Editorial Mundo Latino. Madrid. España, 1923. Ediciones de la Patria Grande, Buenos Aires. Argentina, 1962],

MEXICO, NICARAGUA Y PANAMA (1927)

Los CONFLICTOS de México, Nicaragua y Panamá sólo son un conflicto. Es muy fácil de comprender esto si se considera que los tres tienen un mismo origen: el imperialismo yanqui.
Se trata de una raza fuerte, disciplinada, realmente joven y trabajadora que poco a poco, fatalmente, tenía que ir absorbiendo los fragmentos dispersos de otra raza más débil, desorganizada y que está constantemente sufriendo la convulsión de todas y de las más disparatadas anarquías. Ellos, en cambio, tienen una política previsora, una política de orden que usufructúa el desorden reinante en 20 pueblos incapaces. Lo que debemos hacer es coordinar nuestra acción como lo han hecho ellos, en vez de pelearnos por un poco más de terreno, cuando por todas partes nos está sobrando fértil y despoblado.
Todos protestamos ahora contra el imperialismo alzando nuestras voces. Queremos escandalizar al mundo y adoptamos hermosas pero inútiles actitudes de paladines. Pero el remedio no es ése: preguntémonos si acaso no incumbe a México una parte de la responsabilidad de lo que está ocurriendo ya que enajena sus zonas petrolíferas, si acaso a Panamá que vendió un pedazo de su suelo. . .
Nuestros gobiernos han obrado siempre con una impericia lamentable. Jamás estuvieron atentos a otra cosa que no fuera su vanidad o su interés y ahora, frente a estos hechos, se comprueba su bancarrota: la bancarrota de sus pobres cualidades y de su escasa honestidad.
Levantemos una voz de protesta contra el imperialismo de los yanquis, pero ellos son muy fuertes y tienen mucha confianza en sí para que se asusten de declaraciones. Contra quienes debemos levantarnos es contra las tiranías que son, para la América Latina, vergüenza tan grande como la cicatriz que en ellas puede dejar el imperialismo yanqui. Debemos gritar y obrar contra los oligarcas, contra los presidentes inconstitucionales y contra los partidos políticos para quienes los más grandes problemas sociales son esas pequeñeces que salen del egoísmo y del comercio ilegal. Debemos liquidar los errores endémicos que tan malamente nos han hecho llegar a este período de la historia. Es necesario que dejemos de entregar a los yanquis las fuentes de riqueza y de seguir solicitando empréstitos que no reportan ninguna ventaja para la colectividad.
Nada debemos esperar de los hombres que desde nuestros gobiernos han metido a la América Latina en las fauces del dragón imperialista. No tienen ningún derecho a nuestra confianza y sería tontería seguir esperando de ellos. Muchos años de fracaso no acreditan a nadie para entregarle el mando en el momento más difícil. Necesitamos hombres y fórmulas nuevas y esto sólo lo encontraremos entre los hombres jóvenes, en los partidos avanzados que son los verdaderos y únicos defensores de la nacionalidad, en su esencia, en sus partes durables. La miopía de nuestras clases dirigentes ha fomentado el imperialismo. Durante veinte años estuvimos denunciando todo esto que ahora recién se ve y nos trataron de ilusos, de peligrosos. Ellos son los responsables.
La América Latina sólo podrá defenderse con la ayuda de gobiernos que estén a la altura del pueblo por su inteligencia y por su voluntad para el sacrificio. Los del sur aún no hemos sentido tan reciamente como los del norte y centro de América, la influencia maléfica del imperialismo y estamos todavía a tiempo de evitar muchas cosas. Lo que debemos hacer no es intervenir en el conflicto sino cambiar de política interior. Formarnos de. una vez ya que aún no estamos formados y contemplar las cosas con un espíritu más libre, más valiente y sobre todo con un poco de inteligencia.
[Publicado en el diario Crítica de Buenos Aires, el 21/1/1927. Archivo General de la Nación Argentina] .

MANIFIESTO A LA JUVENTUD LATINOAMERICANA (1927)

TRES NOMBRES han resonado durante estos últimos meses en el corazón de la América Latina: México, Nicaragua, Panamá. En México; el imperialismo se afana por doblar la resistencia de un pueblo indómito que defiende su porvenir. En Nicaragua, el mismo imperialismo desembarca legiones conquistadoras. En Panamá, impone un tratado que compromete la independencia de la pequeña nación. Y como corolario lógico cunde entre la juventud, desde el río Bravo hasta el Estrecho de Magallanes, una crispación de solidaridad, traducida en la fórmula que lanzamos en 1912: ¡La América Latina para los latinoamericanos!
Por encima de los episodios de la lucha que se prolonga desde hace tantos años, hay que considerar los hechos desde el origen y en su significación virtual.
Los pueblos son grandes, más que cuando juzgan airadamente a los demás, cuando aquilatan severamente sus errores. Y en la nueva era que se abre, contra lo que con más vigor debemos levantarnos es contra aquellos de nuestros propios dirigentes que no supieron prever las consecuencias de sus complacencias, que no tuvieron una visión continental de nuestros destinos, que obsesionados por la patria chica y por los intereses de grupo, motejaron desdeñosamente de "poetas" a cuantos elevaron el espíritu hasta una concepción superior.
Parecerá monstruoso mañana a los que juzguen, pero fue considerada como signo de incapacidad para el gobierno toda tendencia hacia una política global. Cada hombre obedecía a sus ambiciones, cada grupo a sus propósitos partidistas, cada nación a sus odios minúsculos. La América Latina se devoraba a sí misma, como los galos en tiempo de César, o como los Aztecas cuando llegó Hernán Cortés. Y para los grupos predominantes resultaba inexperiencia, lirismo, suprema locura, cuanto tendiese a una política de solidaridad.
En esa orientación equivocada hay que buscar el origen de los atentados que hoy motiva nuestra protesta. Los primeros responsables son los hombres o los núcleos que, guiados por una falsa conciencia de figuración, por apasionamientos de bando o por rencores regionalistas, enajenaron nuestras riquezas, sancionaron con su silencio los atentados contra el vecino, suscribieron el postulado protector de Monroe, y colaboraron con el imperialismo en los congresos panamericanos, mientras se agrandaba en la sombra el cáncer que debía poner en peligro la vitalidad común.
Las culpas que han originado la situación actual nacen de una visión inexacta o de una pequeñez de propósitos. Y esas son culpas exclusivas de los gobiernos. Nuestros pueblos fueron siempre grandes y generosos. Aunque se les mantuvo ignorantes de la verdadera situación, tienen el presentimiento de lo que tiene que ser el porvenir. Si no se opusieron con más ímpetu a la política nefasta, fue porque no se dejó llegar hasta ellos la verdad. Pero los dirigentes debían saber. Y la primera conclusión que podemos sacar de los acontecimientos actuales es que nos hallamos en presencia de la bancarrota de una política.
Hablo para toda la América Latina sin exceptuar las regiones hoy aparentemente indemnes; y hablo sin encono contra nadie, ni contra nada. Los hombres habrán sido malos o buenos. Lo que la evidencia dice, es que resultaron insuficientes. Rindiendo culto, más a las apariencias de la patria que a su realidad, creyeron que gobernar consiste en mantenerse en el poder, en multiplicar empréstitos, en sortear las dificultades al día. En sus diferentes encarnaciones —tiranos, oligarcas, presidentes ilegales—, se afanaron ante todo por mantener intereses de grupos o susceptibilidades locales sin sentido de continuidad dentro de la marcha de cada país, sin noción de enlace con las regiones limítrofes. Fue la imprevisión de ellos la que entregó en el orden interior, a las compañías extranjeras, sin equivalencia alguna, las minas, los monopolios, las concesiones y los empréstitos, que deben dar lugar más tarde a conflictos, tutelas, y desembarcos, haciendo patrias paralíticas que sólo pueden andar con muletas extranjeras. Fue su falta de adivinación de las necesidades futuras la que multiplicó entre las repúblicas hermanas los conflictos que después resuelve corno árbitro el imperialismo devorador. No hay ejemplo de que una región tan rica, tan vasta, tan poblada, se haya dejado envolver con tan ingenua docilidad. Cuando algunos de nuestros diplomáticos nos hablan del coloso del Norte, confiesan una equivocación trágica. El coloso del Norte lo han creado ellos, cuando abandonaron a los bancos y a las compañías extranjeras cuanto representaba el desarrollo futuro del país. El coloso del Norte lo han creado ellos, cuando en un continente dividido por la raza, la lengua, y la vitalidad, desdeñaron todo concierto con los grupos igualmente amenazados y se pusieron a la zaga del organismo conquistador.
Es indispensable que la juventud intervenga en el gobierno de nuestras repúblicas, rodeando a hombres que comprendan el momento en que viven, a hombres que tengan la resolución suficiente para encararse con las realidades.
Se impone algo más todavía. El fracaso de la mayoría de los dirigentes anuncia la bancarrota de un sistema. Y es contra todo un orden de cosas que debemos levantarnos. Contra la plutocracia, que en más de una ocasión entrelazó intereses con los del invasor. Contra la politiquería, que hizo reverencia ante Washington para alcanzar el poder. Contra la descomposición que en nuestra propia casa facilita los planes del imperialismo. Nuestras patrias se desangran por todos los poros en beneficio de capitalistas extranjeros o de algunos privilegiados del terruño, sin dejar a la inmensa mayoría más que el sacrificio y la incertidumbre.
Al margen de los anacrónicos individualismos que entretuvieron durante cien años nuestra estéril inquietud hay que plantear al fin una política. Hay que empezar por crear una conciencia continental, y por desarrollar una acción que no se traduzca en declamaciones, sino en hechos.
El acercamiento cada vez mayor de nuestras repúblicas es un ideal posible, cuya realización debemos preparar mediante un programa de reformas constructoras dentro de cada uno de los Estados actuales. Entre esas reformas debe figurar, en primera línea, una disposición que otorgue, a cargo de reciprocidad, derechos y deberes de ciudadanía a los nativos de las repúblicas hermanas, con la limitación, si se quiere, por el momento, de la Primera Magistratura del país y los principales ministerios. Esto facilitará una trabazón de fraternidades. Es necesario reunir también una Comisión Superior Latinoamericana, encargada de estudiar, teniendo en cuenta las situaciones, un derrotero internacional común, una política financiera homogénea, un sistema educacional concordante. Su misión será aconsejar proyectos, aplicados después por los gobiernos respectivos. Hay que proceder sobre todo, sin dejar perder un minuto, dentro de nuestra familia latinoamericana, a la solución equitativa y pacífica de los pequeños conflictos de frontera que entorpecen la marcha armónica del conjunto y permiten injerencias fatales.
La hora es más difícil de lo que parece. No esperemos a estar bajo la locomotora para advertir el peligro. Nos hallamos ante un dilema: reaccionar o sucumbir.
La salvación de América exige energías nuevas. Y será sobre todo de las generaciones recientes, del pueblo, de las masas anónimas eternamente sacrificadas. Una metamorfosis global ha de traer a la superficie las aguas que duermen en el fondo para hacer al fin, en consonancia con lo que realmente somos, una política de audacia, de entusiasmo, de juventud. Sería inadmisible que mientras todo cambia, siguieran atadas nuestras repúblicas a los tiranos infecundos, a las oligarquías estériles, a los debates regionales y pequeños, a toda la rémora que ha detenido la fecunda circulación de nuestra sangre. Hay que inaugurar en todos los órdenes un empuje constructor. Porque la mejor resistencia al imperialismo consistirá en vivificar los territorios y las almas, haciendo fructificar los gérmenes sanos que existen en la más abstencionista o escéptica, en el fondo más aborigen, en los vastos aportes inmigratorios, en todos los sectores de una democracia mantenida hasta hoy en tutela, con unas u otras artes, por hombres, grupos o sistemas que acaparan el poder desde que nos separamos de España.
Ya he tenido ocasión de decir que el derecho no es hoy una ley moral infalible, sino una consecuencia variable de los factores económicos y de la situación material de los pueblos. El imperialismo realiza su obra hostil; iniciemos nosotros la nuestra reparadora. Clamar contra atentados es un lógico desahogo y un santo deber. Pero hay que hacer sobre todo un esfuerzo para que los atentados no se puedan realizar. Y ese resultado no lo hemos de esperar de la generosidad ajena, sino de nuestra resolución de espíritu para aceptar soluciones apropiadas a los hechos a medida que estos se manifiestan.
Quien escribe estas líneas en la hora más grave porque ha atravesado nuestra América, no aprovechó nunca las circunstancias para buscar encumbramientos o aclamaciones. Con razón o sin ella, por disentimientos con el partido al cual pertenecía, declinó en su país una candidatura a diputado y otra a senador. Con razón o sin ella, durante la guerra grande se lanzó a predicar la neutralidad contra un torrente que lo sepultó bajo su reprobación. Nunca hice lo que me convenía; siempre hice lo que consideré mi deber, afrontando la impopularidad y las represalias. Y al dirigirme como hoy a la juventud y al pueblo, no entiendo reclamar honores. Los hombres no son más que incidentes; lo único que vale son las ideas. Vengo a decir: hay que hacer esta política, aunque la hagan ustedes sin mí. Pero hagan la política que hay que hacer y háganla pronto, porque la casa se está quemando y hay que salvar el patrimonio antes de que se convierta en cenizas. Si no renunciamos a nuestros antecedentes y a nuestro porvenir, si no aceptamos el vasallaje, hay que proceder sin demora a una renovación dentro de cada república y a un acercamiento entre todas ellas. Entramos en una época francamente revolucionaria por las ideas. Hay que realizar la segunda independencia, renovando el Continente por la democracia y por la juventud.
Basta de concesiones abusivas, de empréstitos aventurados, de contratos dolosos, de desórdenes endémicos y de pueriles pleitos fronterizos.
Que cada cual piense, más que en sí mismo, en la salvación del conjunto. Opongamos al imperialismo una política seria, una gestión financiera perspicaz una coordinación estrecha de nuestras repúblicas. Remontemos hasta el origen de la común historia. Volvamos a encender los ideales de Bolívar, de San Martín, de Hidalgo, de Morazán. Superioricemos nuestra vida. Salvemos la herencia de la latinidad en el Nuevo Mundo. Y vamos resueltamente hacia las ideas nuevas y hacia los partidos avanzados. El pasado ha sido un fracaso. Sólo podemos confiar en el porvenir.
[Manifiesto lanzado en marzo de 1927, publicado en diversos diarios latinoamericanos. Se reproduce de El tecolote, Houston, Texas, de la 3a semana de junio de 1927. Archivo Gral. de la Nación Argentina].

SOLO SANDINO REPRESENTA A NICARAGUA (1928)

EL PATRIOTISMO ha consistido a menudo, en ciertos países, en negar las realidades. Es patriota quien sostiene que la intervención extranjera no importa limitación de soberanía. Es patriota quien arguye que la nacionalidad queda intacta aunque se hallen las aduanas en poder de otro país. Es patriota quien cultiva la confianza jactanciosa de las naciones débiles. Así han creído algunos suprimir los peligros, negándose a mirarlos; así han disimulado las derrotas, no fingiendo verlas; así nos han traído hasta esta situación de vasallaje económico y político que los directores de la opinión en nuestras repúblicas no advirtieron nunca, no denunciaron y que pone hoy al borde del abismo la existencia autónoma de Centro y Sud América.
Rechazamos, a la vez, la politiquería que desquició nuestro porvenir y la disimulación, a veces interesada, que envenenó nuestra atmósfera. Queremos afrontar las realidades, por penosas que ellas sean, con los ojos puestos en la Patria Grande del futuro.
La crisis de Nicaragua deriva de tres factores evidentes: Primero la ambición de la plutocracia de los Estados Unidos, ansiosa de acentuar su irradiación imperialista. Segundo, la indiferencia de los gobiernos oligárquicos de la América nuestra, incapaces de comprender los problemas del Continente. Tercero, la exigüidad de visión de los políticos nicaragüenses, afanosos de llegar al poder aunque sean con desmedro de los intereses de la patria.
Esta comprobación bastaría para dictarnos una actitud frente al problema de Nicaragua.
Invadido como se halla gran parte del territorio de esa república por tropas extranjeras, imposibilitados como están para votar los elementos patriotas que forman en las guerrillas defensoras de la tierra natal, toda tentativa de elección resulta una injuria para la dignidad de ese pueblo.
Que la masa incontaminada de nuestras repúblicas no se deje engañar por una rivalidad de avideces entre dos bandos tradicionalmente sujetos a la influencia de los Estados Unidos. No nos deslumbra el sofisma de unas elecciones triplemente falseadas, por la presencia de tropas de desembarco, por el sometimiento de los dos grupos a los intereses del invasor y por el mutismo a que se hallan condenados los elementos más dignos de respeto. Fiscalizar esas elecciones o discutir sobre ellas, sería darles apariencia de legalidad y conceder jerarquía a minorías claudicantes que se disputan el poder amparadas por el enemigo nacional.
El caso de Nicaragua no se puede resolver electoralmente. No hay más que dos divisiones en aquel país: de un lado los que aceptan la dominación extranjera, del otro, los que la rechazan. Como estos últimos no pueden votar, no cabe engañar a la opinión con vanos simulacros.
No admitamos, pues, diferencia entre liberales y conservadores, y hagamos bloque contra los derrotistas, contra los Presidentes y los candidatos ungidos por la Casa Blanca, contra todas las encarnaciones que toma el mísero egoísmo de los caudillos subalternos.
El único que merece nuestra entusiasta adhesión es el general Sandino, porque el general Sandino representa, con sus heroicos guerrilleros, la reacción popular de nuestra América contra las oligarquías infidentes y la resistencia de nuestro conjunto contra el imperialismo anglosajón.
La sangre nuestra fue derrochada hasta ahora en luchas civiles estériles que sólo trajeron ventaja para los tiranos o para las oligarquías. La acometividad, el valor, el espíritu de sacrificio de nuestros pueblos, todo lo que tiene de grande el alma iberoamericana se malogró en agitaciones suicidas, que ora pusieron frente a frente a dos fracciones dentro del mismo país, ora devastaron a dos o más repúblicas limítrofes. Si fuera posible reunir en un haz de heroísmos todas las inmolaciones inútiles, habría fuerza para nivelar las montañas. Pero los hombres que tuvieron en sus manos ese tesoro popular, en vez de emplearlo a favor del bien común, lo malgastaron al servicio de sus egoísmos personales. Por la primera vez desde hace largas décadas corre esa sangre al margen de las ambiciones mezquinas y en beneficio de todos. Por eso estamos con Sandino, que al defender la libertad de su pueblo, presagia la redención continental.
[Escrito en Niza, en abril de 1928, fue publicado en julio de ese mismo año en Amanta, revista dirigida por José Carlos Mariátegui en Lima, Perú. Y reproducido en diversos periódicos latinoamericanos. Archivo General de la Nación Argentina].

CANALES INTEROCEANICOS: PANAMA, NICARAGUA (1931)

Mi QUERIDO García Monge:
Recibo su carta y desde luego, por pedírmelo usted, tan acreedor a nuestra admiración y afecto, voy a contestar a la encuesta. Pero he de contestar con franqueza meridiana porque, dado el giro que ha tomado la política imperialista en estos últimos tiempos, no cabe, al considerar tales asuntos, más que el silencio o la verdad.
Se ha gastado, hasta caer en desuso, el expediente conciliador de fingir no ver los propósitos y atenerse a la apariencia legal de las ilegalidades. Entre Nicaragua y los Estados Unidos no pudo haber tratado por dos razones:
a) porque Nicaragua está gobernada por un grupo que no representa el sentir de Nicaragua,
b) porque, hallándose ese grupo sostenido por los Estados Unidos no puede pactar con los
Estados Unidos, más que lo que los Estados Unidos quieran.
Resulta vano buscar interpretaciones o prever conflictos alrededor de un convenio unilateral.
Hemos entrado en una época en que no cabe preguntarse en qué papel dorado de mentiras conviene envolver la abdicación. Hay que contemplar la ignominia en toda su purulencia, la ignominia de los que nos humillan y también la ignominia de nosotros, que soportamos la humillación. Podrá convenir a los Estados Unidos dar forma diplomática a la violencia y pagar 3.000.000 de dólares por anular una nacionalidad y afianzar el dominio interoceánico. Eso equivale a comprar la ciudad de Nueva York mediante un cajón de whisky. Pero no hemos de contribuir nosotros a prestar consistencia al expediente, tomándolo en serio y discutiendo alrededor de él.
Se habla de un nuevo tratado. ¿Entre quiénes se firmaría ese tratado? Nicaragua se halla ahora en manos de los mismos (poco importan las etiquetas) que la sacrificaron en 1914. Sólo tendría verosimilitud un tratado refrendado por Sandino, que está salvando con su resistencia, el honor de un Continente.
Pero a Sandino se le trata en los Estados Unidos de malhechor y nosotros lo dejamos injuriar a mansalva, prestando hasta nuestros periódicos para corear la difamación. Así triunfó siempre el imperialismo de todos nuestros valores, con el auxilio de las emulaciones lugareñas.
En el reino de la hipótesis, cabe propiciar la internacionalización del canal y esta será, cuando se restablezca el ritmo de la vida, la solución más clara pero en el estado actual, ¿de qué serviría la ilusoria coparticipación de gobiernos que no tienen independencia ni fuerza para hacerse respetar? Europa nos abandonó, al aceptar la doctrina de Monroe en el tratado de Versalles. El Japón se agazapa en sus islas. ¿Cuáles serían las naciones capaces de establecer la equivalencia que da nacimiento al equilibrio? Porque la teórica igualdad de derechos sólo se hace efectiva cuando hay igualdad de iniciativa y de poder.
¿Pesimismo? No tal. Creo en nuestro porvenir, porque oigo el paso de la juventud que sube. Pero nuestra fuerza futura estará basada sobre la exactitud de visión. Los Estados Unidos serán dueños de estrangularnos, mientras nosotros nos dejemos estrangular. La presión existirá hasta que logremos sacudirla. El derecho nada tiene que ver en estas cosas. Pero esto lo saben ya las nuevas generaciones; y de ahí nace el hondo fervor combativo que empieza a transformar el ambiente de las repúblicas hispanas, al calor de ideales avanzados que son la negación del estancamiento, del privilegio y de la sumisión. Nuestra debilidad está hecha de inmovilidad. El día en que nos propongamos ser fuertes, lo seremos.
En cuanto a la conciliación, respeto todas las ilusiones, pero es el caso de preguntarse qué conciliación puede haber entre la víctima tendida en el suelo y el victimario que le sigue asestando golpes. Cuando dirigí, en marzo de 1913, una carta abierta al presidente Wilson, señalándole los atentados de aquella época y pidiéndole que la bandera estrellada no fuese símbolo de opresión en el Nuevo Mundo, yo creía aún en la posibilidad de una reacción. Hoy no lo creo. Nos encontramos en presencia de una política deliberadamente imperiosa, que continuará por encima de los hombres y de los partidos, hasta que tengamos la entereza de cerrarle el paso. Y eso es lo que la juventud se apresta a hacer, al empeñarse en transformar, ante todo, el andamiaje y la organización de la América Latina, porque fueron las ambiciones politiqueras y los intereses de casta los que engendraron el dolor actual.
Y conste que es un desahogo poder decir estas cosas. Si no contesté a la primera carta circular, que recibí hace algunos meses, fue porque comprendí que mis opiniones resultan impublicables para cualquier hoja que no tenga la tradición de libertad que hace el prestigio de Repertorio Americano.
Un apretón de manos muy cordial de su viejo amigo, Manuel Ugarte.
[Escrito en Niza el 16 de julio de 1931 y publicado en Repertorio Americano de agosto de 1931. Archivo General de la Nación Argentina],

NUEVA EPOCA (1940)

DARÁ prueba de escasa perspicacia quien juzgue que esta guerra es igual a las guerras más o menos recientes que ha conocido el mundo. Confesará falta de preparación y desconocimiento de las realidades quien se atenga a explicar las mudanzas de hoy con razonamientos o experiencias anteriores a los fenómenos actuales.
El fracaso de muchos políticos se debe a la obstinación con que quisieron resolver a destiempo las ecuaciones empleando fórmulas que habían perdido su virtud. Nos hallamos en presencia de una subversión fundamental del orden conocido, subversión que alcanza no sólo a los métodos y procedimientos sino a las inspiraciones, y a las finalidades.
Uno de los más claros signos de incomprensión reside en la terquedad con que tantos siguen aplicando el criterio de "es bueno" o "es malo", cuando sólo cabe emplear los términos "es necesario" o "es útil".
El preceptismo anquilosado encuentra todavía fuerza para crisparse ante situaciones que no supo prever. Pero la lamentación, el asombro, la protesta, la intriga, no modifican los acontecimientos. La historia no se hizo nunca, en sus grandes virajes, sino con realidades imperiosas que se sobrepusieron a otras realidades enfermas o claudicantes.
Pese a las disquisiciones los pueblos siguen aplastándose y superponiéndose, sin cuidarse de la lamentación o el anatema, en una sucesión indefinida de preeminencias y caídas. Queda siempre a los rezagados el recurso de epilogar amargamente que las colectividades, como todo en la naturaleza, se desarrollan por encima del bien y del mal. Pero este juicio apresurado y temporal, que acaso se ajusta más a las simetrías limitadas del individuo que a los grandes panoramas raciales o históricos, resulta desmentido por el resultado y la filosofía final de los acontecimientos. Con los cambios siempre ha dado un paso hacia adelante la especie. El salto de una edad a otra puede efectuarse en forma de sacrificio que desorienta, pero el dolor del alumbramiento trae la promesa de la nueva vida.
La poderosa expansión militar es siempre resultante del desborde vital de un pueblo. De suerte que esa expresión violenta viene acompañada de fermentaciones creadoras, no sólo en las formas materiales de civilización sino en el orden pensante, puesto que no hubo nunca en los siglos un empuje bélico de proporciones superiores que no llevase en sí, como hélice animadora, su renovación ideológica y social.
En la actual transformación global del mundo, que socava los cimientos de imperios tradicionales y rompe viejos equilibrios, se abre para muchos pueblos sojuzgados la posibilidad de aprovechar el cambio de atmósfera. En la trágica curva, que estamos recorriendo a una velocidad que pasma, acaso no alcanzan algunos a percibir la perspectiva.
Por culpa de políticos ignorantes o venales nuestros países sólo tuvieron hasta hoy la organización que convino a las potencias que los explotan.
Ninguno alcanzó la estructura adecuada. Una reorganización política y moral del mundo puede ayudarnos a pensar nuevo, a vivir diferente, a volver a sacar a la superficie la verdadera nacionalidad que dormía.
Porque las grandes conmociones geológicas hacen surgir, a veces, islas en las antípodas.
Se ofrece a nuestra América una oportunidad. Se abre una época excepcional en que podemos lograr expresiones nuestras, vida propia.
Una nueva ordenación de la economía europea es susceptible de traer una nueva ordenación de la economía iberoamericana y de aliviarnos en lo material y en lo espiritual, de muchas gabelas opresoras.
En este sentido, Iberoamérica puede sacar ventaja del conflicto mundial, porque a medida que disminuya el poderío de Inglaterra y Estados Unidos aumentan nuestras posibilidades de autodeterminación.
[Manuscrito de Manuel Ugarte, escrito en Chile, en 1940. Inédito. Arch. Gral. de la Nación Argentina] .

LOS FUNDAMENTOS VITALES (1950)

AL REFERIRNOS al proceso de formación y a la independencia, hemos insinuado la parte esencial que tuvieron las ambiciones de otros pueblos. Después de los desembarcos fracasados en el Río de la Plata, Inglaterra continuó su tarea de captación en forma de propaganda separatista. Los Estados Unidos, que se habían adelantado un cuarto de siglo, a nuestra emancipación, creyeron poder aspirar a regir la marcha general del Continente. Si ambas naciones favorecieron nuestra autonomía, fue, como después se hizo en Cuba, para usufructuarla. Una concepción libresca de esa "libertad" que nunca supimos definir, consagró el salto virtual de un colonialismo a otro.
Dos grandes ingenuidades se han dicho en el curso de nuestra evolución. La primera "gobernar es poblar"¡Como si se pudieran reclutar figurantes de la nacionalidad! La segunda, "necesitamos capitales". ¡Como si la riqueza no fuera capital!
Las regiones ubérrimas, el subsuelo rebosante de metales y combustibles, los bosques y los ríos, constituyen fabulosos veneros de abundancia y prosperidad. En vez de valorizar en provecho nuestra tan inaudita reserva, la hemos entregado gradualmente a especuladores extranjeros que sólo dejan en el país, cuando lo dejan, un pobre impuesto a la exportación y el vago residuo de salarios miserables.
Claro está que para hacer fructificar los dones de la naturaleza falta la técnica, la maquinaria y la movilización. Pero esta circunstancia no justifica el abandono. Con los empréstitos que nuestras repúblicas contrajeron y dilapidaron durante un siglo, se hubieran podido pagar cien veces los barcos, los ferrocarriles, las máquinas y los especialistas necesarios para poner en marcha la producción.
Y si eso no hubiera sido posible, nada se opuso, por lo menos, a que el Estado, obrando como un particular en caso análogo, se reservase su parte, asociándose al negocio de las compañías concesionarias.
Nuestros dirigentes cedieron, en cambio, minas, bosques, yacimientos, cuanto brindaba la tierra pródiga, sin contrapeso alguno, llegando hasta considerar las enajenaciones como factores de progreso y de civilización. Cuando contemplamos en conjunto el desastre, nos agarramos la cabeza y nos preguntamos cómo pudo ser posible que por canales secretos huyera a otras naciones el patrimonio nacional.
En todos los lugares donde se abrió una riqueza vemos hoy aparecer un sindicato, una corporación, una compañía que lleva nombre exótico y deja sus beneficios en Londres o en Nueva York. Los nativos —puesto que así nos llaman— sólo aparecen como empleados, capataces y obreros al servicio de los empresarios, o como figurones en los Directorios que nada dirigen, para alcanzar influencia política prestándose a colaborar en la disminución.
Después de entregar las materias primas y los recursos fundamentales, se enajenaron también los servicios públicos y los mecanismos que facilitan el funcionamiento de la actividad general. Teléfonos, cables, líneas de navegación, tranvías, seguros, fuerza motriz, ferrocarriles, pertenecieron a empresas extrañas y el iberoamericano tuvo la sensación, hay que repetirlo, de que cada vez que descolgaba el receptor, subía a un vagón o encendía una luz, dejaba caer una moneda en fabulosos rascacielos distantes.
La ciencia de los grandes técnicos de captación consistió, en unos casos, en inducirnos a regalarles la reserva que nos pertenece para vendernos después a precio elevadísimo sus productos y en otros casos, en erigirse en distribuidores, como ocurre con ciertas grandes compañías que se plantan a medio camino acaparando vastos sectores de la producción, para medrar sin esfuerzo regulando la distribución mundial.
En general, cuanto es fuente de abundancia funciona hoy fuera de nuestro alcance. Parecería que en cada república hay dos repúblicas: una aparente, que tiene presidente, bandera y Cámaras, pero cuyas funciones son de orden en cierto modo municipal, y otra secreta, pero decisiva, que pone en marcha realmente los grandes engranajes y acciona desde lejos las llaves de la abundancia o la ruina.
Omitimos cifras y referencias porque al contemplar tan amplio conjunto sólo cabe subrayar los rasgos salientes de una síntesis que abarca aspectos inmensos. El alarde de documentación es cosa fácil. Algo más arduo intentamos al extraer la médula de los acontecimientos. Abundan memorias, estudios y estadísticas al alcance de todos. No hay que hacer prolijas investigaciones para descubrir que cada una de nuestras repúblicas fue una empresa mal planteada. Ningún particular se atrevería a emprender un negocio corriente en las condiciones en que entre nosotros se creyó posible solidificar un estado. La falta de equilibrio entre las deudas, los gastos de explotación y los beneficios hizo fracasar toda autonomía económica. Pese al auge pasajero y al optimismo superficial, nos condenamos nosotros mismos a la dependencia, porque, en pugna con la lógica, el éxito estaba condicionado desde ciudades distantes y dejaba el mayor tanto por ciento fuera de las fronteras.
El dinero proporcionado por los empréstitos, lejos de producir, por lo menos, el interés que pagaba, fue en muchos casos destinado a llenar baches de presupuesto y no hizo más que aumentar el hueco sin fondo de la deuda pública.
Las concesiones se firmaron a perpetuidad bajo el antifaz de los rituales noventa años. Metales, petróleo, maderas, riquezas de todo orden, fueron entregadas a sindicatos que después procedieron como dueños, llegando hasta establecer en ciertas zonas, jurisdicción aparte, con jueces propios y policía.
Ninguno de los que intervinieron en estos manejos lograría puntualizar cuáles fueron las ventajas sólidas y durables que con ello obtuvieron, obtienen y obtendrán las repúblicas que así sacrificaron su porvenir. Ni recibieron una suma proporcionada, ni participaron en los beneficios. Sólo el ínfimo impuesto a la exportación que cuando existe nadie se atreve a aumentar y que el fraude: reduce a sumas cada vez más flacas, suele moderar tímidamente esta fantástica transfusión de sangre que desde tiempo largo consienten nuestros débiles organismos en formación para favorecer a las metrópolis ahitas.
A la vez dadivosos y mendigos, derrochamos los tesoros para solicitar después empréstitos a los mismos que nos desangran. Hemos llegado hasta pagar a los técnicos que vienen a descubrir riquezas que después serán explotadas por compañías extrañas. En cuanto a los empréstitos se pudieron justificar en los orígenes los destinados a poner en movimiento la producción (maniobra elemental que practican a diario en todas partes cuantos desean explotar un campo fértil o establecer una industria), pero resulta paradojal que primero se enajene sin provecho la riqueza inexplotada y después se pida a crédito lo indispensable para vivir. Sobre todo cuando se descubre que las fabulosas sumas que se adeudan sólo sirvieron para hacer frente a gastos de administración o para pagar la ornamentación vanidosa de las capitales. Porque en muchos casos se ha operado el proceso al revés y hemos tenido grandes ciudades antes de tener naciones.
Nunca sirvió el empréstito para explotar una mina, construir un ferrocarril, explotar el subsuelo, instalar un frigorífico o establecer líneas de navegación, es decir, para empresas remuneradoras y por lo tanto susceptibles de cubrir los intereses y amortizar el capital adeudado. En este sentido, podemos decir que nos azotó el peor de los oportunismos disolventes: el "después de mí, el diluvio" que consiste en pasarla bien, hipotecando el porvenir.
Sumemos a esto el despilfarro de las administraciones, la multiplicación del número de empleados a raíz de cada cambio gubernamental, las revoluciones o guerras que obligaron a comprar ávidamente, sin regateo, las armas anticuadas que nos querían vender, los gastos locos, en fin, que en tiempo normal resultaban desproporcionados, dada la capacidad del país, y que se convertían en gastos catastróficos a raíz de cada conmoción. Como ninguna de estas aventuras pagaba sus desplantes, es decir, como ninguna traía una compensación o una ventaja, puesto que casi siempre eran fruto de conveniencias o incitaciones de afuera, siempre se tradujeron en nuevas obligaciones que hacían más hondo el despeñadero al borde del cual multiplicaba equilibrios la incipiente nacionalidad.
Sería vano subrayar las estériles competencias políticas que sólo se tradujeron en monótona substitución de nombres, o insistir sobre el carácter de las guerras de frontera, visiblemente paradojales en países que no habían explorado su territorio y apenas tenían dos o tres habitantes por kilómetro cuadrado. No traían las primeras ninguna idea reformadora. Carecían las segundas de interés vital. La ambición de algunos y el epidérmico amor propio no eran razones suficientes para justificar el estrago. Con el agravante de que todos sabíamos en el fondo que del apasionamiento, del interés y del egoísmo ocasional sacaban siempre las influencias extrañas el doble provecho de reforzar cadenas económicas y de vender a buen precio el sobrante de sus pertrechos militares.
La balcanización y el desorden hizo olvidar a Iberoamérica su destino.
Es increíble, por ejemplo, que produciendo Iberoamérica, en conjunto, el noventa por ciento del café que se consume en el mundo, la distribución y cotización de ese producto se haga por otras manos y fuera de las fronteras, con la consiguiente pérdida del beneficio cuantioso que absorben los intermediarios.
Lo que decimos del café se puede aplicar a todos los renglones importantes de la producción.
La ganadería argentina se halla controlada por frigoríficos cuyos dividendos fantásticos denunció el senador Lisandro de la Torre, patriótica audacia que le llevó después al suicidio, porque entre nosotros siempre resulta fatal pronunciarse contra intereses extranjeros.
Nadie ignora que la producción bananera de Centro América depende exclusivamente de una compañía norteamericana que tiene flota poderosa y agentes en todas partes.
No caeré, ya lo dije, en enumeraciones minuciosas. La documentación es la peluca de los que no tienen nada que decir. Y en este libro tengo que decir muchas cosas, que a algunos parecerán herejías, pero que nacen de la convicción honrada. Quien busque detalles, lea a los escritores norteamericanos que hablaron con independencia, a Carleton Beals, a Scott Nearing, a Freeman, a Johnson, a J. Fred Rippy, a J. B. Bishop y a tantos otros yanquis que ofrecen la suprema garantía de ser ciudadanos del país contra cuya política nos elevamos.
Si se necesitan más pruebas de la situación caótica, bastará preguntarse cómo, siendo Iberoamérica un productor formidable de petróleo, ha llegado a ser racionada hasta para las elementales necesidades del transporte urbano o como, siendo proveedora ¡reemplazable del cobre, el wolfram y de los víveres que las grandes naciones esperaban ávidamente para la guerra, no supo condicionar la exportación de los productos, y sacar en la hora oportuna provecho adecuado de lo que produce casi exclusivamente.
No formulo requisitoria. La función natural de los imperialismos es absorber. Trato de despertar la conciencia de nuestra América, poniendo de manifiesto sus errores para inducirla a renovarse y a adoptar rumbos propios, a favor de la enorme remoción de la generosidad de los demás, sino de la conducta nuestra, de la concepción que podemos llegar a tener sobre lo que es una patria y sobre la manera de servirla.
Por impericia o por ingenuidad —no podemos admitir que existan otras causas— los hombres que gobernaron en nuestras repúblicas cayeron en equivocaciones graves. El imperialismo no tuvo que esforzarse para burlarlos. Así recibe la república de Panamá por el arrendamiento de las quinientas millas cuadradas del canal menos de lo que ella misma paga a Panamá Rail Road Co. Así celebró Inglaterra un tratado con Guatemala sobre Belice y tomó apresuradamente posesión de las ventajas obtenidas, omitiendo entregar la suma estipulada, que pese a las reclamaciones y al tiempo transcurrido, sigue adeudando. Así ocurrió con los millones de dólares del tratado Bryan-Chamorro. La responsabilidad cae más sobre los gobiernos iberoamericanos que sobre los organismos que sacan partido de la confusión y de la inexperiencia.
En tiempos en que los delegados de la Unión Soviética recorrían las repúblicas iberoamericanas documentándose sobre el imperialismo circulaba una lista —que sería fácil consultar— de los engranajes tentaculares que absorben la savia de nuestras tierras. Los nombres de Chile Cooper Cd, W. R. Grace, Standard Oil Co., Electric Bond and Share Co., International Telephon and Telegraph Co., Anaconda Co., United Fruit Co., Cerro de Pasco Cooper Corporation, etc., aparecen catalogados con el método minucioso de investigación y la aptitud para la organización que permitió a los rusos competir con los alemanes y vencerlos en la guerra.
Lo que los gobernantes de nuestros países no habían advertido lo vieron fácilmente los viajeros porque abarcaron el panorama de Iberoamérica. Con las filiales alineadas al pie de la empresa matriz se pone de manifiesto el enlace por encima de las fronteras, de unas compañías con otras y se abarca la operación de conjunto encaminada a dominar las fuentes de riqueza y las necesidades primordiales del continente.
La desventaja de nuestros políticos —y la única excusa que pueden invocar para explicar su falta de perspicacia— proviene del limitado campo de observación en que se encierran. Cada uno de ellos se atuvo a lo que veía dentro de las fronteras de su país. Para comprender realmente el fenómeno, hay que abarcar la amplitud de Iberoamérica. Los hechos se explican o se completan unos con otros. Al eslabonarse revelan su verdadero carácter. Diremos más. Sólo a favor del fraccionamiento localista pudo consumarse sin obstáculo la enorme operación envolvente. Como cada república sólo percibía un ángulo, ninguna tenía idea del alcance de los movimientos, ni discernía el peligro. Los estrategas de la Libra y del Dólar realizaron así la maniobra más gigantesca de la economía mundial.
Los Estados Unidos declaran haber invertido en América Latina, según ciertas publicaciones, cerca de tres mil millones de dólares, en negocios de cobre, salitre, petróleo, azúcar, fruta, etc. Pero esas cifras representan el valor de las inversiones que en los comienzos fueron modestísimas. Las empresas norteamericanas, al igual que las inglesas, pocas veces trajeron capital y cuando trajeron fue escaso. Trabajaron a base de créditos obtenidos en bancos locales y han recuperado ya ampliamente la modesta, cuando no ilusoria, cifra inicial. Hasta los empréstitos que no figuran en la suma anterior, quedaron a menudo en poder de los prestamistas, como resultado de otros empréstitos o en pago de material, a menudo defectuoso. De suerte que, en justicia, se puede decir que, pese a los cálculos que parecen encadenarnos hasta la eternidad, todo ha sido ya pagado con creces. Desde el punto de vista moral, la hipoteca fue levantada hace largos años.
Para evitar o remediar, en el futuro y en la medida de lo posible, estos desaciertos, la evolución iberoamericana se ha de basar en la posesión efectiva de los recursos nacionales. Hay que preparar el terreno en vista de vivir con lo propio y por el propio esfuerzo. Hay que sacar ventajas efectivas de la situación que nos permite abastecer a las naciones que en otros continentes no alcanzan a cubrir su consumo.
Hemos sido, y aún somos, en ciertos aspectos productores indispensables. Nunca supimos aprovechar, sin embargo, la oportunidad al punto de que cuando, en plena guerra, una sola nación acaparaba de golpe todo un sector de la producción, creíamos hacer un negocio memorable.
Lo que la desunión impide comprender, podemos lograrlo obrando de acuerdo. Es indispensable la coordinación de las repúblicas iberoamericanas y el estudio global de sus intereses para preservar, armonizar y graduar, frente al extranjero un programa de acción que redunde en beneficio del bienestar colectivo. Aisladamente, ninguna puede solucionar sus problemas fundamentales. Todo plan aunque sea concebido en vista de una sola región, debe surgir del conocimiento panorámico y de las posibilidades, las necesidades y la situación de toda América.
El observador se sorprende al descubrir que el intercambio entre nuestras repúblicas era más denso y frecuente hace treinta o cuarenta años que ahora y se maravilla más todavía al comprender que el retroceso es obra de la interposición de intereses extraños. En los comienzos, nuestros países tuvieron cierta noción de su destino. Al madurar, parecen desorientados.
Durante el período nacional, la delimitación de los virreinatos obedecía por lo menos, a una concepción que tenía en cuenta la configuración de los territorios, la producción, el transporte posible y hasta la geografía humana y política anterior al descubrimiento. Estaba basada en ríos, zonas climatéricas, facilidades de embarque, etc. que consultaban posibilidades de acción. Las demarcaciones de nuestras repúblicas actuales no responden siempre a ese fin.
Por eso es que, en general, los nacionalismos que llamaremos fragmentarios o locales no inquietaron nunca realmente a las potencias imperialistas. Por mucha que sea su justificación y su fervor patriótico, se mueven en órbitas esencialmente cerebrales, sin eficacia final en el terreno de las realizaciones. El escaso número de habitantes, los recursos incompletos, las reducidas posibilidades de irradiación, no prestan a estas tentativas el volumen suficiente para poner en peligro la posición adquirida en el Continente.
A lo que se opuso siempre y se opone el imperialismo es a una coalición de intereses regionales, susceptible de cuajar en acción conjunta. Un simple acuerdo sobre tres o cuatro puntos esenciales bastaría para afianzar la emancipación básica de inmensas zonas que se completan las unas a las otras.
Si observamos lo que el imperialismo evita, tendremos la indicación de lo que nos conviene. El único nacionalismo viable sería el que, permitiéndonos hacer las cosas en grande y en forma completa, preserve a Iberoamérica de influencias colonizantes. Si los hombres de 1810 juzgaron que en el orden político la independencia del Río de la Plata era imposible sin asegurar la independencia del Perú, con más razón se ha de tener en cuenta en estas épocas de expansión y rapidez en las comunicaciones, la interdependencia en lo que se refiere a la evolución económica.
La convicción se hace más rotunda si consideramos que cualquier programa de liberación efectiva tiene que basarse sobre la creación en Iberoamérica de una industria pesada. Esta sólo es posible en estrecha conexión con otras formas de actividad y en vista de abastecer amplios conjuntos. Porque la industria pesada, sin la cual resulta ficticia, desde el punto de vista nacional, toda industria de transformación, ha de contar con amplias zonas productoras de sus elementos indispensables (carbón, petróleo, metales) y ha de hallarse respaldada por vastos territorios ganaderos, agrícolas, forestales, cuya población facilita el esfuerzo.
Mientras falte la industria pesada no podremos tener verdadero ejército, porque comprar armamentos equivale a moverse en la órbita de rotaciones extrañas. Sólo se obtienen cuando la finalidad perseguida favorece las intenciones de la nación que los facilita. Si no construimos locomotoras, tampoco existirán ferrocarriles de pura esencia nacional. Las exportaciones exigen por otra parte una flota. La industria pesada es indispensable, además, para asegurar el porvenir industrial, porque traer maquinaria del extranjero no significa más que cambiar la forma o el plano de la dependencia.
Por otra parte, la fachada no nos ha de engañar. No basta que las fábricas se instalen en nuestros territorios para que resulten nuestras realmente. Pueden representar, en ciertos casos, una habilidad de la industria extranjera para evitar fletes onerosos o recias tarifas de aduana. Pueden recibir los objetos a medio manufacturar. Porque es dudoso que el capitalismo que impone al mundo su producción nos provea de instrumentos para hacerle competencia renunciando a los beneficios que hasta ahora percibe y a clientela creciente en el porvenir. La creación de filiales con nombres adaptados a la región no es un comienzo de libertad sino una confirmación de tutela.
Casos recientes permiten observar cómo puede surgir una empresa en Iberoamérica. Un grupo oligarcoplutocrático se pone en contacto con una gran entidad en Inglaterra o de Estados Unidos, o lo que es más frecuente, la entidad extranjera busca en una de nuestras repúblicas al grupo que debe secundarlo. No falta el Banco, Sociedad de fomento o lo que sea de la república en cuestión que facilite para el negocio 50 millones. La corporación extranjera se inscribe con veinte millones que resultarán nominales, después diremos por qué. El público de la república iberoamericana puede llegar a suscribir en acciones otros veinte millones. Son pues 90 millones de pesos que van a ser administrados por un extranjero, jefe invariable de la empresa. El primer acto de la nueva compañía consistirá en comprar maquinaria en Estados Unidos o en Inglaterra, maquinaria por la cual se pagarán 50 millones de pesos. De suerte que los 20 millones que suscribió la firma siempre quedarán fuera de Iberoamérica, más los 30 millones que salen para completar los 50, valor de la maquinaria, cuyo modelo ha sido a menudo sobrepasado en el país de origen por otros más recientes. La ganancia para los de afuera es siempre segura. Si hay albur, pesará sobre la república iberoamericana. Así suelen fundarse, con ostentosos nombres locales, algunas fábricas que nos dan la ilusión de tener industrias y que sólo constituyen nuevos canales de absorción.
Otra circunstancia hay que tener en cuenta. En los países densamente industrializados suele ocurrir que, a medida que la producción se multiplica disminuye el consumo, porque la máquina limita el número de obreros y el obrero sin trabajo cesa de ser comprador. Así nace para las naciones imperialistas, la necesidad de tener naciones vasallas que absorban el sobrante de producción al par que proveen de materias primas. Este "a b c" de la evolución moderna no puede dejar de estar presente en los espíritus.
Claro está que necesitamos consejo de otras naciones y trato frecuente con todos los países del mundo para que nos guíen y nos ayuden a adaptar. Ningún país nuevo puede desarrollarse sin el concurso de los demás. Con más razón todavía en la etapa inicial en que nos encontramos, pero esta verdad deja de serlo cuando, a la sombra de ella, se perpetúa bajo formas capciosas, la tendencia imperial.
Se ha dado entre nosotros, hasta ahora, más importancia a los aspectos exteriores que a la esencia misma de la prosperidad nacional. Empezando a construir la casa por el techo hemos sido jactanciosos antes de alcanzar las realidades que pueden excusar la jactancia. Urge una reacción para adquirir una apreciación más juiciosa de nuestro estado. Porque hasta la desgraciada tendencia a imitar decae en la elección de los modelos, dado que si ayer se inspiraba en las civilizaciones cumplidas (Francia, Inglaterra, Italia, Alemania) ahora se atiene, unilateralmente, a Estados Unidos.
En la vida de los pueblos hay que buscar más que la improvisación, el ritmo de equilibrio, el paso firme, la conquista durable. El mejor reloj no es aquel cuyas manecillas giran más rápidamente, sino el que da la hora exacta.
Las reformas aduaneras, el reajuste monetario y la revisión de tarifas e impuestos pueden ser punto de partida de un vasto plan a término, encaminado a movilizar las reservas de nuestros territorios. Este plan tendería a llenar, en la más amplia medida, nuestras necesidades urgentes, sin arrojar el café al mar, y sin quemar el trigo en las locomotoras, como ha solido hacerse bajo el régimen actual, estructurado según conveniencias extrañas. Dentro de la elaboración misteriosa de la Historia, hay generaciones predestinadas. A las actuales les toca la obra de resolver lo que se ha estado eternizando en crisálida.
Se impone una especie de arqueo continental, un recuento de las riquezas enajenadas (con sus posibilidades de rescate) un inventario de cuanto escapó a las compañías extrañas, un balance, en fin, de lo que todavía nos pertenece o puede volver a nosotros. Por que en todos los órdenes, en todos los capítulos, en todos los engranajes, han de ser gradualmente reemplazados en el porvenir los organismos ajenos por fuerzas propias que aseguren a la nación la solidez a que tiene derecho.
La reorganización de las exportaciones, transportes, seguros, etc., aumentará el rendimiento que los productos dejan en nuestro suelo. La revisión de la deuda pública, dentro de nuevas formas que han de preocupar a los técnicos, contribuirá a apoyar la defensa, en cuanto ésta sea compatible con las conveniencias regionales. Todo debe concurrir a cerrar los innumerables agujeros por los cuales se escapa la prosperidad. Hay que detener el desangramiento para que el territorio, la riqueza y el trabajo nacional vuelvan a su verdadero destino que es el bienestar y la felicidad de los habitantes de la región. Hasta . ahora no hemos hecho más que favorecer la abundancia y el engrandecimiento de otros.
El milagro de esta resurrección sólo se ha de lograr si tomamos realmente en manos propias la dirección superior, renunciando a la timidez que nos llevó a llamar a los extraños cada vez que había que trazar un camino, explotar una mina, lanzar un puente y forzando los límites del candor, cada vez que nos decidíamos a reorganizar las finanzas. La obra se ha de hacer con recursos, materiales y hombres nuevos, de acuerdo con un plan general de acción que consulte nuestras necesidades.
Nada hay en esto que pueda parecer superior a las fuerzas humanas. Desde la Turquía de Kemal hasta la Rusia de los zares muchas colectividades conocieron situaciones menos ventajosas y lograron reaccionar. A la sombra de mandatarios ensimismados y oligarquías epicúreas, con ayuda de empréstitos, monopolios y artes diversas, los organismos imperialistas se apoderaron de los resortes esenciales hasta asumir la dirección invisible de estas naciones y convertirlas en instrumento. Sin embargo, esas naciones lograron recuperarse. Los antecedentes no faltan. Iberoamérica puede también cambiar su ruta, aprovechando el actual desquiciamiento de los viejos equilibrios del mundo. Basta que una generación concentre su voluntad en el ideal.
Hasta ahora hemos sido como el adolescente deslumbrado, que dilapida sin tino la herencia recibida. Alrededor de su aturdimiento, todos medran. Aspiremos a ennoblecer el símil, reaccionando como algunos pródigos. Unos años de penitencia formarán el carácter. Bien los necesita nuestra América tan ampliamente servida por el destino y tan imprudente.
El ansia inmoderada de parecer, la avidez de disfrutar ventajas inmediatas, el vértigo de las falsas preeminencias, orientaron las energías hacia fines esencialmente personales, haciendo de los mejores espíritus seres interesados, simuladores, pusilánimes o pequeños. Cada cual trabajó ante todo para sí. Sólo resonaba una pregunta: ¿qué es lo que me conviene? Todo fin ajeno al provecho ya la satisfacción inmediata pasó por lírica ingenuidad. El hombre más respetado fue el que más prosperaba. El político más inteligente el que alcanzó mejores situaciones. Se levantó en las almas un altar a lo efímero. Hasta en el arte, se confundió la gloria con el auge fugaz. ¿Y la Patria? Desde luego se habló mucho de la Patria. Pero, por un espejismo curioso, se identificaba a la Patria con lo que a cada uno convenía. La Patria era la dominación para el político, el latifundio para el terrateniente, el privilegio, el negocio, la embajada, el empleo, la mísera pitanza individual. Se oía decir "no soy un Cristo" con vanidosa sonrisa, que entendía marcar desdén por los soñadores. "La vida es corta, hay que aprovecharla", decían. En la embriaguez de la fiesta, cada cual perseguía su ventaja, su vanidad. Y así fue resbalando el navío hacia la zona de los naufragios, sin que nadie advirtiera la catástrofe que puede alcanzar a todos.
Si en nuestras repúblicas se equivocaron tan a menudo los hombres, si los políticos se mostraron tan poco diestros para prever las contingencias del porvenir, no fue, en general, porque una inteligencia limitada les impidiera percibir anticipadamente la trayectoria de los actos, la. rotación de las consecuencias, o el resultado de los yerros iniciales. Fue porque, antes de pensadores patriotas o gobernantes, fueron competidores deseosos de aparecer en puesto principal, dentro de la pugna lugareña. Lejos de confesar sus verdades, de gritar sus críticas, de dar libre salida a la espontaneidad, se afanaron por parecer cautelosamente equidistantes y se dedicaron a lisonjear a los poderosos, dando por hecho lo que no se había intentado aún. Prisioneros de fórmulas inútiles, se ataron a las preocupaciones del día, sacrificando lo durable a lo efímero, el orgullo al éxito y como consecuencia lógica, el bien remoto al inmediato encumbramiento personal.
En la atmósfera de querellas personales y ambiciones de oligarquías que querían usufructuar la Patria antes de crearla, se anemiaron las reservas de vida. Pero no se ha de atribuir la agitación infecunda o el desarrollo precario a una capacidad restringida de la rasa. Lo que faltó fue una dirección superior inspirada en altos propósitos colectivos, es decir, una concepción firme y heroica para utilizar los fundamentos vitales de Iberoamérica.
[De manuscritos encontrados a la muerte de Ugarte , en base a los cuales se preparó La reconstrucción de Hispanoamérica. Fechados: Niza, noviembre de 1950. Publicado en Buenos Aires, en 1961 por Ediciones Coyoacán].

capitulo II de LA NACIÓN LATINOAMERICANA

NOTAS

1.- Se refiere al político demócrata James W. Bryan, quien durante la campaña electoral de 188*9, a cuyos discursos asistió Ugarte, reclamaba el cese de la política imperialista. Años más tarde, Bryan se desempeñará en funciones diplomáticas representando a su país y olvidará sus arrestos antimperialistas del 900.
2.- E1 Ugarte juvenil, recién llegado al problema latinoamericano, comparte aún la imagen despectiva de Centroamérica difundida en Estados Unidos y en la Argentina. Poco después, comprobará la falsedad del aserto y se convertirá en defensor de estas sufridas provincias latinoamericanas.
3.- Se refiere al dictador guatemalteco Manuel Estrada Cabrera que dominó en su país por espacio de dos décadas.

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