jueves, 14 de marzo de 2013

LA PATRIA GRANDE


por Manuel Ugarte 

''Pero, mi patria, ¿es acaso el barrio en que vivo, la casa en que me alojo, la habitación en que duermo? ¿No tenemos más bandera que la sombra de! campanario? Yo conservo fervorosamente el culto del país en que he nacido, pero mi patria superior es el conjunto de ideas, de recuerdos, de costumbres, de orientaciones y de esperanzas que los hombres del mismo origen, nacidos de la misma revolución, articulan en el mismo continente, con ayuda de la misma lengua".
(En Lima, 3 de mayo de 1913).

LA DEFENSA LATINA (1901)

EN LA CRÓNICA anterior hablamos del peligro yanqui tratando de hacer tangible, con citas y comentarios, la manera de ver que predomina en Francia sobre tan grave asunto. Después de ese cuadro general, forzosamente suscinto y deficiente conviene quizás indicar cuáles serían los medios de que se puede disponer para contrarrestar la influencia invasora de la América inglesa. Los recientes sucesos que despertaron el interés de Europa, han dado nacimiento a centenares de artículos. De todos ellos se desprende la misma convicción pesimista. Algunos indican remedios inverosímiles que sólo conseguirían agravar el mal. Y la mayoría se esfuerza por disponer las cosas de una manera feliz para sus intereses nacionales. Nosotros sólo consideraremos el problema desde el punto de vista latinoamericano y trataremos de abarcar el conjunto.
La América española es susceptible de ser subdividida en tres zonas que podríamos delimitar aproximadamente: la del extremo sur (Uruguay, Argentina, Chile y Brasil) en pleno progreso e independiente de toda influencia extranjera; la del centro (Perú, Bolivia, Ecuador, Venezuela y Colombia), relativamente atrasada y roída por el clericalismo o la guerra civil1 y la del extremo norte (México, Guatemala, Honduras, Nicaragua, San Salvador y Costa Rica), sometida indirectamente a la influencia moral y material de los Estados Unidos.
Debido a la falta de ferrocarriles y telégrafos, los países latinoamericanos se han desarrollado tan independientemente los unos de los otros que a pesar de la identidad de origen y la comunidad de historia, no han podido sustraerse a la ley científica de la adaptación al medio.
Hasta hace pocos años ni aún los más vecinos estaban en contacto directo. Cada pueblo se ha orientado a su modo. Hoy mismo nos unen con Europa maravillosamente líneas de comunicación, pero entre nosotros estamos aislados. Sabemos lo que pasa en China, pero ignoramos lo que ocurre en nuestro propio continente. De aquí que las repúblicas nacidas de un mismo tronco, sean tan disímbolas. Cada una se ha desarrollado aislada, dentro de sus fronteras, multiplicándose por sí misma, sin recibir más influencia exterior que la que le venía de Europa en forma de emigración ávida de lucro. De suerte que muchas de esas sociedades abandonadas por los españoles en plena infancia, han seguido repitiendo los gestos del coloniaje, sin tratar de relacionarse entre ellas.
La independencia sólo se tradujo, para algunas, en un cambio de esclavitud porque pasaron de manos del virrey que era responsable ante el monarca, a las de una oligarquía ambiciosa que no es responsable ante nadie. De ahí los altibajos que se notan entre pueblos que tienen un punto de partida común. Los unos, favorecidos en cierto modo por la suerte (clima, geografía, gobierno, etc.) se han encaramado en grandes saltos hacia el progreso. Los otros, han quedado estacionarios y aquellos se han dejado ganar por la nación poderosa más vecina. Pero eso no quiere decir que carecen de la unidad moral indispensable para oponer un bloque de resistencia.
No los separa ningún antagonismo fundamental. El congreso hispanoamericano que se reunió hace un año en Madrid no resolvió ninguno de los problemas que nos interesan, pero tuvo, por lo menos, el mérito de exteriorizar la buena armonía que nos une. Nuestro territorio fraccionado presenta, a pesar de todo, más unidad que muchas naciones de Europa. Entre las dos repúblicas más opuestas de la América Latina, hay menos diferencia y menos hostilidad que entre dos provincias de España o dos estados de Austria. Nuestras divisiones son puramente políticas y por tanto convencionales. Los antagonismos, si los hay, datan apenas de algunos años y más que entre los pueblos, son entre los gobiernos. De modo que no habría obstáculo serio para la fraternidad y la coordinación de países que marchan por el mismo camino hacia el mismo ideal.
Las repúblicas que han alcanzado mayor grado de cultura serían los guías indicados en esta tentativa de orquestación latinoamericana. Olvidando, ante el peligro común, sus diferencias accidentales, formarían el primer núcleo alrededor del cual vendrían a agruparse sucesivamente las más pequeñas. Del acercamiento brotaría un tejido de mutuas simpatías, que irían acentuándose desde la entente cordiale hasta llegar quizá a una refundición que juntaría todos esos embriones dispersos en el molde de un organismo definitivo. Sólo los Estados Unidos del Sur pueden contrabalancear en fuerza a los del Norte. Y esa unificación no es un sueño imposible. Otras comarcas más opuestas y más separadas por el tiempo y las costumbres, se han reunido en bloques poderosos y durables. Bastaría recordar como se consumó hace pocos años la unidad de Alemania y de Italia. La amenaza de la invasión extranjera se encargaría de desvanecer las prevenciones. Sólo puede inquietarnos el modo como se realizaría la unidad.
Los pueblos en general están aún tan confinados en su egoísmo, tan maniatados por las preocupaciones y los prejuicios de otras épocas, que casi siempre se resisten a hacer abandono de sus tradiciones y se niegan a fundirse en otro "todo" más ancho. De ahí que la unidad de los países ha sido realizada casi siempre por generales victoriosos que han violentado la voluntad de las fracciones y han impuesto la gran patria edificada con fragmentos. Nada más odioso que esa sacudida brusca en la que un hombre se erige en tutor de inmensas comarcas y con el noble fin de salvarlas, empieza por violar la libertad de los mismos cuya libertad defiende. En principio, no es justo que una unidad se sustituya a la muchedumbre y le imponga su manera de ver, aun cuando sea con el fin de darle la felicidad. Si justificásemos ese derecho superior del más inteligente o del más poderoso, dejaríamos la puerta abierta a todas las ambiciones y a todas las tiranías porque sería difícil especificar cuando se ejerce la tutela en beneficio de los demás y cuando en beneficio propio. Además, han pasado los tiempos en que la idea necesitaba ser subrayada por las armas. Si el acuerdo se estableciera, habría de ser por voluntad colectiva.
La inminencia del peligro y la evidencia de las ventajas que puede traer una unión, bastarían para amalgamar las porciones dispersas de humanidad, sin que intervenga esa violencia que todos —unos abiertamente y otros con atenuaciones— están hoy contestes en reprobar y combatir.
La unión de los pueblos americanos no sería, pues, una operación estratégica, sino un razonamiento. No se trata con esto de limitarla a esas frágiles declamaciones de fraternidad que son el romanticismo de la política. Pero a igual distancia de la declamación y del atentado, hay un terreno práctico de acción razonada que trataremos de delimitar.
Lo primero sería estar a cabo de lo que ocurre en todas las regiones de América. Los grandes diarios que nos dan día a día detalles, a menudo insignificantes, de lo que pasa en París, Londres o Viena, nos dejan casi siempre ignorar las evoluciones del espíritu en Quito, Bogotá o México. La vida europea nos interesa grandemente puesto que de ella vivimos y a ella debemos nuestros progresos materiales y morales pero no es juicioso descuidar tampoco la vida de nuestro continente. Entre una noticia sobre la salud del Emperador de Austria y otra sobre la renovación del ministerio en Ecuador, nuestro interés real reside naturalmente en la última. Es un contrasentido que las palpitaciones de la América Española lleguen a la América Española después de haber pasado por Europa o por Washington. Nuestra curiosidad no debe detenerse en el Perú o en el Brasil, debemos abarcar todo el continente. Estamos a cabo de la política europea, pero ignoramos el nombre del presidente de Guatemala y apenas sabemos cuáles son los partidos que se disputan el poder en Venezuela. La indiferencia con que miramos cuanto se relaciona con los países menos afortunados de América es tan funesta como culpable. Un tratado de comercio entre Colombia y otra nación, tiene que interesarnos más que las aventuras de la reina de Servia.
Resignarse a que el reflejo de la vida de ciertas regiones nos llegue por intermedio de las agencias yanquis es confinarse en un papel subalterno y tender la cara al peligro.
El establecimiento de comunicaciones entre los diferentes países de la América Latina sería entonces la primera medida de defensa. Pero esas líneas para ser eficaces, habrían de ser construidas o administradas directamente por las repúblicas, utilizando diferentes capitales europeos de modo que se neutralicen. Los teóricos aconsejan evitar las ocasiones en que una empresa extranjera pueda monopolizar un servicio esencial para la vida de un Estado. Los capitales yanquis se verían naturalmente excluidos por completo.
El ferrocarril intercontinental de Nueva York a Buenos Aires proyectado por una empresa norteamericana, sólo sería un gran canal de infiltración y el comienzo de nuestra pérdida. De llevarse a cabo, conviene que lo sea con recursos particulares de los Estados que atraviese y en caso de no bastar éstos, con capitales europeos. Pero en ningún caso podría admitirse que las vías de comunicación sean propiedad de empresas extranjeras y especialmente norteamericanas.
Apartadas del peligro, las vías telegráficas y ferroviarias en la América Española traerían beneficios incalculables. Las relaciones se harían cada vez más estrechas, las fronteras perderán su carácter de murallas chinas y los diferentes pueblos puestos en contacto irán olvidando sus prevenciones para aprender a conocerse. No será ya un viaje extravagante ir de Montevideo a Caracas o a México. Habrá una ciudad central, Buenos Aires ciertamente, a la que afluirá la vida intelectual de otras naciones. Se establecerá un ir y volver de intereses y simpatías. Y de ese intercambio de gentes e ideas, de las comarcas comerciales que hacen nacer las líneas de comunicación, de la relativa comunidad de costumbres y de propósitos, nacerá al cabo de poco tiempo la necesidad de estrechar vínculos y precipitar acercamientos, hasta confundirnos en el porvenir como lo estuvimos en el pasado.
Pero, además de la unión y la solidaridad, la América Latina tiene, para defenderse de la infiltración yanqui, una serie de recursos que, combinados con destreza, pueden determinar una victoria. El más importante sería el contrapeso que los intereses europeos deben ejercer. Francia, Inglaterra, Alemania e Italia han empleado en las repúblicas del sur grandes capitales y han establecido inmensas corrientes de intercambio o de emigración. En caso de que los Estados Unidos pretendieran hacer sentir materialmente su hegemonía y comenzar en el sur la obra de infiltración que han consumado en el centro, se encontrarían naturalmente detenidos por las naciones europeas que trataran de defender las posiciones adquiridas. Este choque de ambiciones es la, mejor garantía para los latinos de América.
Cediendo a egoísmos particulares y acariciando imposibles deseos de colonización en gran escala, los europeos se opondrán a toda tentativa de los Estados Unidos en América del Sur.
La Lanterne de París decía hace pocos días lo siguiente: "Conocemos demasiado las mediaciones americanas para tener confianza en ellas. Desde hace algún tiempo siempre acaban como la fábula de la ostra y de los dos litigantes. Es necesario impedir que la diplomacia de Washington recomience lo que hizo hace dos años en Cuba y lo que actualmente realiza en Filipinas. Bajo pretexto de protección a ciertos Estados los anexa. Y sería prudente calmar sus apetitos. Es necesario que la Europa intervenga en los conflictos que amenazan a la América Española". Se dirá que es defenderse de un peligro provocando otro. Pero si los europeos están de acuerdo para oponerse a las pretensiones de los Estados Unidos, no lo están para determinar hasta qué punto deben graduar las pretensiones propias.
Forman un bloque de oposición ante la amenaza americana, pero están divididos entre sí por antagonismos insalvables. Las ambiciones de Inglaterra re ven contrarrestadas por las de Francia y así sucesivamente. De modo que estaríamos defendidos contra los americanos por los europeos y contra los europeos, por los europeos mismos.
Además la verdadera amenaza no ha estado nunca en Europa, sino en la América del Norte. Las naciones del viejo continente hicieron hace un siglo algunos ensayos y el resultado lastimoso no puede alentarles a recomenzar ahora. Por otra parte, están separados por odios seculares y ni aun el aliciente de la conquista podría ponerlas fundamentalmente de acuerdo. Como peligro, no pueden inquietarnos, como defensa, son de una eficacia definitiva. Es un arma de reserva de la que no sería prudente echar mano en toda circunstancia, pero que en casos excepcionales puede cortar el nudo.
Apoyada en su unidad moral, en esta formidable fuerza exterior y en la simpatía de sangre de España y Portugal de quien desciende, la América Latina puede oponer una resistencia invencible a todas las agresiones. La omnipotencia de los Estados Unidos desaparece ante una simple combinación de energías. La poderosa república del Norte presenta también sus grandes puntos vulnerables. La concentración de las fortunas y el aumento de los monopolios tienen que provocar en Estados Unidos, quizás antes que en Europa, esos grandes conflictos económicos que todos han previsto. Abarca un territorio demasiado extenso que como tantos otros de los tiempos antiguos y aun de los modernos, no puede ser de cohesión durable y trae sobre todo en su seno, como llaga de dónde saldrán muchos males para el porvenir, un antagonismo de razas, una lucha entre hombres blancos y hombres de color que, bien utilizada por un adversario inteligente, puede llegar a debilitarle mucho.
Por otra parte, en los países últimamente anexados queda un fermento de rebelión que con poco hacer, estallará, así que se presente una ocasión favorable. Sin contar con que el Japón, cuyos intereses en Filipinas son considerables, se dejaría llevar quizás fácilmente no a emitir pretensiones insostenibles pero sí a mostrar cierta hostilidad que, aunque velada, no dejará de inspirar recelos.
Esos elementos secundarios, acumulados sobre la base esencial de la unidad latinoamericana, bastarían en la opinión de muchos para constituir un poderoso sistema de defensa. Quizás todas las repúblicas no consentirían en adherirse a la tentativa salvadora. Hay algunas cuya descomposición está tan adelantada que envueltas en el vértigo del norte, no son libres de cambiar de orientación y de vida. Si no es posible atraerlas, fuerza será abandonarlas. Pero en todo caso, bastaría que el acuerdo se estableciese en la América del Sur, hasta el istmo.
Y aun en ese radio hay dificultades. Se trata de regiones que han vivido tan separadas y extranjeras las unas a las otras, que en los comienzos sería tarea imposible hacerles fraternizar en un sistema unificado.
Sólo puede prepararlas una larga época de elaboración tenaz, durante la cual la parte más ilustrada de cada una se entregue a una infatigable cruzada de propaganda. Sería ilusión suponer que hoy por hoy es realizable la coordinación más superficial entre estados que el abandono de tantos años y las ambiciones inmediatas han contribuido a hacer indiferentes u hostiles. De manera que sólo cabe preparar lo que se realizará después.
Preparación que se traducirá en congresos, enviados especiales, tratados comerciales, tribunales de arbitraje, cuerpo consular numeroso, etc.
De esa primera etapa no sería difícil pasar a otras a medida que el espíritu público fuera penetrándose, en todas partes, de la necesidad de la unión y palpara los beneficios que de ella se puede esperar.
Se fundarían diarios especiales, se multiplicarían las conferencias, habría intercambios entre comisiones destinadas a estudiar un punto u otro de la administración de los estados, se perfeccionaría el servicio internacional de correos, se organizarían viajes colectivos alrededor de América Latina con estudiantes delegados de cada facultad, se aumentaría el canje entre diarios de las diferentes capitales, se reduciría la naturalización a una simple declaración escrita y con líneas de comunicación cada vez más rápidas y más completas, con la propaganda cada vez más decidida y eficaz de todos los ciudadanos, industriales, cónsules, etc. no parece difícil conseguir al cabo de pocos años, un recrudecimiento de la fraternidad entre las diferentes naciones. De esos acercamientos, nacerán sentimientos fraternales y la buena cordialidad se robustecerá hasta permitir pensar en lazos más sólidos.
Se dirá, quizá, que tales suposiciones sólo son sueños de poeta. Pero es necesario recordar que las pocas relaciones de alma que existen hoy entre las diferentes repúblicas de América Latina, han sido establecidas por escritores que han simpatizado y se han escrito sin conocerse personalmente. Algunas revistas de la gente joven fueron en estos últimos tiempos el hogar fraternal donde se reunieron nombres de diferentes países. Se podría decir que los artistas han hecho hasta ahora por la unión un poco más que las autoridades y a ellos le corresponde seguir agitando sobre las fronteras la oliva de la paz. Sobre todo en el caso presente, porque del buen acuerdo entre todas las repúblicas, depende la salvación o la pérdida de los latinos del Nuevo Mundo.
(Fechado en París el 5 de octubre de 1901, publicado en el diario El País de Buenos Aires el 9 de noviembre de 1901).

LA AMERICA DE ORIGEN ESPAÑOL ES UN HOMBRE Y CADA REPUBLICA ES UNA PARTE DE EL (1910)

CONTEMPLEMOS con la imaginación el mapa de América. Al norte bullen cien millones de anglosajones febriles e imperialistas, reunidos dentro de la armonía más perfecta en una nación única; al sur se agitan ochenta millones de hispanoamericanos de cultura y actividad desigual, divididos en veinte repúblicas que en muchos casos se ignoran o se combaten. Cada día que pasa marca un triunfo de los del norte. Cada día que pasa registra una derrota de los del sur. Es una avalancha que se precipita. Las ciudades fundadas por nuestra raza, con sus nombres españoles y con sus recuerdos de la conquista, de la colonia o de la libertad, van quedando paulatinamente del otro lado de la frontera en marcha. San Francisco, Los Ángeles, Sacramento, Santa Fe, están diciendo a gritos del origen. El canal de Panamá y los últimos sucesos, de Nicaragua, anuncian nuevos atentados. Nadie puede prever ante qué río o ante qué montaña se detendrá el avance de la nación que aspira a unificar el nuevo mundo bajo su bandera. Y la emancipación soñada, la resplandeciente hipótesis de la libertad de todas las colonias, va resultando un instrumento de dominación que precipita la pérdida de muchos.
Lejos de mí la fantasía de lamentar la independencia de España. La historia no se llora, ni se modifica. Cuando depende de nosotros, se hace. Cuando nos viene de otras generaciones, se soporta y se corrige en la medida de nuestras fuerzas. El pesimismo es la enfermedad de los débiles, pero, ¿qué son nuestras repúblicas de uno o de seis millones de habitantes ante la masa enorme de la nación más productora, más audaz y más progresiva que existe hoy en el mundo? ¿Qué valen las vanas y prematuras divisiones que queremos multiplicar dentro de la América Española, ante el peligro seguro que entraña para todos el avance de un pueblo que, aun en los países que se hallan momentáneamente al abrigo a causa de la distancia, aun en ese extremo sur del cual nos enorgullecemos con razón, nos perjudica el porvenir y nos hiere en la marcha armónica de nuestro bloque moral?
Supongamos que la América de origen español es un hombre. Cada república es un miembro, una articulación, una parte de él. La Argentina es una mano. La América Central es un pie. Yo no digo que porque se corte un pie deje de funcionar la mano. Pero afirmo que después de la amputación el hombre se hallará menos ágil y que la mano misma, a pesar de no haber sido tocada, se sentirá disminuida con la ausencia de un miembro necesario para el equilibrio y la integridad del cuerpo. Una nación conquistadora nos puede ahogar sin contacto. Si le cortan al hombre el otro pie, si le apagan los ojos, si anulan sus recursos más eficaces, si lo reducen a un pobre tronco que se arrastra, ¿para qué servirá la mano indemne, sino para tenderla al transeúnte pidiendo la limosna de la libertad?
Entre las naciones existe también lo que podríamos llamar un proletariado. Para comprenderlo, basta recordar el caso de Polonia, desmembrada por los apetitos de las grandes potencias, basta rememorar la guerra del Transwaal, durante la cual vimos caer al débil bajo la rodilla del poderoso y basta contemplar actualmente la situación de la India, donde 300 millones de hombres sufren, se debaten y mueren sin lograr sacudir el yugo de Inglaterra. La existencia de los pueblos, como la existencia de los individuos, está sembrada de odiosas injusticias. Así como en la vida nacional hay clases que poseen los medios de producción, en la vida internacional hay naciones que esgrimen los medios de dominación, es decir, la fuerza económica y militar que se sobrepone al derecho y nos convierte en vasallos.
Y como nosotros no podemos ser cómplices de los piratas de la humanidad, como por más urgentes que sean los problemas interiores no podemos olvidar las acechanzas que ponen en peligro la existencia de nuestro conjunto, como la libertad, que es el derecho de disponer de sí mismo, tiene que ser reconocida igualmente a los hombres y a las colectividades, entiendo que en nuestras preocupaciones debe entrar la resistencia a los potentados de adentro y a los potentados de afuera y que, si en el orden nacional combatimos a los que acumulan su fortuna con el sacrificio y con el hambre de los pobres, en el orden internacional tenemos que ser enemigos de los imperios que engordan con la esclavitud de las naciones indefensas.
Cuando el canal de Panamá entregue a la actividad norteamericana todo el comercio del Pacífico, cuando el ferrocarril intercontinental que debe atravesar la América Española de norte a sur derrame sobre aquellos territorios la producción, las costumbres y la lengua de una nación extraña, cuando los Estados Unidos se inclinen a recoger lo que hemos sembrado en tantos años de esfuerzo, entonces, recién entonces, sentiremos en toda su intensidad viviente la atracción salvadora de la raza, entonces, recién entonces, comprenderemos la solemnidad del instante porque atravesamos hoy. Las divisiones y las guerras civiles nos han imposibilitado en muchos puntos para desarrollar una acción verdaderamente fecunda y no somos ante el bloque anglosajón más que un hacinamiento desigual, donde existen maravillosos centros prósperos y lamentables llanuras abandonadas, que obedecen a las leyes y gobiernos distintos en una confusión favorable a todas las hecatombes.
Pero los pueblos tienen que estar siempre a la altura de los conflictos que los cercan. La dificultad debe centuplicar el empuje. Y el peligro que evocamos en este día para romper con los engreimientos prematuros, el peligro que compromete, no sólo el porvenir de la América Española sino el desarrollo de la raza entera, cuyos destinos son solidarios, no es un peligro irremediable. En nuestras manos está evitarlo. En el fondo de la democracia existen las energías necesarias para rehacer el porvenir.
Yo no he creído nunca que nuestra raza sea menos capaz que las otras. Así como no hay clases superiores y clases inferiores, sino hombres que por su situación pecuniaria han podido instruirse y depurarse y hombres que no han tenido tiempo de pensar en ello, ocupados como están en la ruda lucha por la existencia; no hay tampoco razas superiores ni inferiores, sino grupos que por las circunstancias particulares en que se desenvolvieron han alcanzado mayor volumen y grupos que, ceñidos por una atmósfera hostil, no han podido sacar a la superficie toda la savia que tienen dentro.
El hecho de que los norteamericanos cuya emancipación de Inglaterra coincide casi con la de las antiguas colonias españolas, hayan alcanzado en el mismo tiempo, en parecido territorio, y bajo idéntico régimen, el desarrollo inverosímil que contrasta con el desgano de buena parte de América, no se explica, a mi juicio, ni por la mezcla indígena, ni por los atavismos de raza que se complacen en invocar algunos, arrojando sobre los muertos la responsabilidad de los propios fracasos. La desigualdad que advertimos entre la mitad del Continente donde se habla inglés y la mitad donde se habla español, deriva de dos causas evidentes.
Primero, las divisiones. Mientras las colonias que se separaron de Inglaterra se unieron en un grupo estrecho y formaron una sola nación, los virreinatos o capitanías generales que se alejaron de España, no sólo se organizaron separadamente, no sólo convirtieron en fronteras nacionales lo que eran simples divisiones administrativas, sino que las multiplicaron después, al influjo de los hombres pequeños que necesitaban patrias chicas para poder dominar. El contraste entre los dos grupos no puede ser más completo. Los cien millones de hombres que viven en las trece jurisdicciones coloniales que se independizaron de Inglaterra, tienen, desde el punto de vista nacional, una sola voluntad y un solo fin. Los ochenta millones que viven en las ocho jurisdicciones que se segregaron de España, forman veinte repúblicas distintas y tienen, por lo tanto, veinte voluntades y veinte fines antagónicos.
La segunda causa de esta desigualdad es la orientación filosófica y las costumbres políticas que han predominado en el grupo. Mientras los Estados Unidos adoptaban los principios filosóficos y las formas de civilización más recientes, las Repúblicas hispanoamericanas, desvanecido el empuje de los que determinaron la Independencia, volvieron a caer en lo que tanto habían reprochado a la Metrópoli. Aquí el autoritarismo, allá la teocracia, en todas partes hubo una ligadura que detuvo la libre circulación de la sangre. Una oligarquía temerosa y egoísta se apoderó de las riendas del gobierno en la mayor parte de los Estados. Y como un pueblo sólo puede desarrollarse integralmente dentro del libre pensamiento y dentro de la democracia, como sólo en las ideas modernas y en los actos emancipadores está el secreto de las grandes victorias colectivas, las Repúblicas hispanoamericanas, que no supieron vencer o moderar a tiempo su orientación errónea, se han dejado adelantar por la República anglosajona que, aligerada de todas las supersticiones, avanza resueltamente hacia el porvenir.
Pero repito que el hombre puede modificarlo todo. La vida depende de nosotros. Son nuestros músculos intelectuales y morales los que forman la historia. No avanzamos al azar en un carro sin riendas cuyos caballos, desbocados, nos arrastran a su capricho. Somos los dueños de nuestra acción colectiva. Nuestra voluntad es el eje del mundo en que nos movemos. Y, si existe bien arraigada la idea de evolucionar, si vemos hervir dentro de nosotros una sinceridad, una convicción y una fe profundas en el progreso, si nos sentimos levantados por una de esas grandes olas históricas que, al subir, se hielan, a veces, y se convierten en pedestal de una generación, no cabe duda de que podemos hacer brotar de nuevo, de nuestras propias entrañas, el ímpetu esplendoroso que no tuvo rival en otros tiempos.
[Fragmento de la conferencia titulada "Causas y consecuencias de la Revolución Americana", pronunciada en el Ayuntamiento de Barcelona el 251 de mayo de 1910. Incorporado luego por el propio Ugarte a su libro Mi campaña hispanoamericana, Edit. Cervantes, Barcelona, España, 1922].

LA AMERICA LATINA (1910)

HE AQUÍ un territorio dos veces más grande que Europa, habitado por ochenta millones de hombres y dividido en veinte repúblicas, de las cuales la más pequeña tiene veinte mil kilómetros cuadrados y la más grande ocho millones. Desde el punto de vista económico y moral, lo podemos dividir en tres zonas:
1) La del extremo Sur, que comprende Argentina, Brasil, Chile y Uruguay, en plena prosperidad y libre de toda influencia norteamericana.
2) La del centro (Perú, Bolivia, Paraguay, Ecuador, Colombia y Venezuela), que goza de gran adelanto también, pero que trabajada en parte por las discordias y menos favorecida por la inmigración, sólo puede ofrecer una resistencia muy débil.
3) La zona del Norte, dentro de la cual advertimos dos subdivisiones: a) la república de México, que progresa al igual que las del primer grupo, pero que por ser limítrofe con los Estados Unidos se encuentra atada a su política y sometida en cierto modo a una vida de reflejo, y b) los seis Estados de la llamada América Central (Nicaragua, Honduras, Guatemala, San Salvador, Costa Rica y Panamá), que con las islas de Cuba y Santo Domingo, parecen particularmente expuestos a caer en la esfera de atracción de la América Anglosajona.
Si las comunicaciones entre estos grupos, más o menos indemnes, más o menos prósperos, no son a veces íntimas y estrechas y si algunos países se desarrollan sin más intercambio entre sí que medía docena de noticias y cuatro frases de fraternidad, culpa es de la falta de comunicaciones y del ensimismamiento de los habitantes. Pero las analogías que los unen son indestructibles. La mejor prueba de ello es la sonrisa fácil con que los sudamericanos emigrados de una república se aclimatan a otra. Entre ellos existe lo que constituye el lazo primero de toda colectividad: el parecido. Con ligeros matices, el medio social, las costumbres, las inclinaciones, los sentimientos y los gustos son idénticos. En la Argentina, que empieza a ser un foco de atracción para los países limítrofes, hay más de cincuenta mil sudamericanos de otras regiones que ocupan plazas de periodistas, empleados de administración, comisarios de policía, etc., y que se adaptan de tal suerte a la vida nacional que ni la opinión ni ellos mismos advierten una diferencia con los hijos del país. A veces, los vemos alcanzar altas posiciones sin que nadie levante una objeción, porque, en el fondo no pueden ser considerados como extranjeros. Algunas guerras sudamericanas han sido hijas de este intercambio flexible. Las revoluciones para derrocar a un gobierno fueron preparadas a menudo en la república vecina, provocando así susceptibilidades y choques que, en conclusión, no han sido entre dos pueblos, sino entre un presidente amenazado y el presidente que protegía a sus enemigos. Una prueba de ello es el entrelazamiento de alianzas entre partidos afines que se estrechan la mano, en la frontera, internacionalizando, por así decirlo, la política interior y creando en el territorio de habla española, por encima de la nacionalidad tangible, una nacionalidad moral mucho más amplia.
Sin embargo, estos Estados, que Bolívar y San Martín hicieron lo posible por unir y confederar desde los comienzos, se desarrollan independientemente, sin acuerdo y sin plan. Algunos de ellos son más vastos, más ricos, más emprendedores y han dejado muy atrás a los otros, creando grandes altibajos y contrastes que se pueden atribuir también, más que al clima, a la mayor inmigración. Porque esta última circunstancia parece ser al mismo tiempo el barómetro y el motor del triunfo en la América del Sur. Sea que los europeos sólo acuden a las comarcas que progresan, sea que el progreso surge como consecuencia de su llegada, sea que ambas cosas se combinan, el caso es que basta saber a cuánto asciende la inmigración anual para deducir el estado económico y la prosperidad de cada república. En determinadas regiones, los extranjeros equilibran casi en número a los naturales, sin que esto quiera decir que el adelanto sea obra exclusiva de ellos. En muchas ramas de la producción, los hijos del país defienden una primacía indiscutible. Además, ya hemos visto que en tierras de inmigración correntosa, donde se superponen las mareas humanas, nada es más difícil que determinar el límite entre éstos y aquéllos. Lo único que se puede afirmar es que así como los inmigrantes han dado nacimiento al tipo sudamericano de hoy, y así como contribuyen a fomentar el progreso son también los que se oponen con más energía a la infiltración norteamericana y los que crean entre las repúblicas el lazo más definitivo.
La enorme zona fraccionada se debilita en una confusión de esfuerzos contradictorios. Los países que disfrutan de un alto desarrollo material son dentro de ella como miembros sanos en un cuerpo paralítico. Su empuje tiene que vencer la modorra de otros que forman parte de la misma confederación moral y que han retardado su evolución en los puntos estratégicos, haciendo posible la infiltración de la gran república. Porque aun admitiendo que la zona indemne rompa el pacto espiritual que la une al resto de la América Latina y se desinterese de lo que pasa en el Norte, resulta claro que para defender el porvenir para salvar el imperio de nuestra raza en la mitad del Nuevo Mundo, no basta que las cuatro o cinco repúblicas más prósperas se mantengan inaccesibles. Desde el punto de vista general, sería reducir de una manera monstruosa el radio de nuestra influencia, sin conseguir trazar por eso una demarcación definitiva. Y desde el punto de vista particular de cada Estado, las tierras sacrificadas así no resultarían más que un puente tendido al invasor, que se acercaría irradiando cada vez con mayor fuerza desde la frontera en marcha hasta transformarse en un gigantesco vecino absorbente. De suerte que los mismos países que han triunfado se hallan en cierto modo prisioneros de los que, al adelantarse con menos vigor, debilitan el conjunto y dan cierta verosimilitud a los vaticinios peores.
La política de "cada uno para sí" y el razonamiento primario que entretiene la credulidad de algunos gobiernos no resiste al análisis y es un error visible que, además del egoísmo que denuncia contiene males innúmeros. "Admitiendo que el peligro exista —declaran— para llegar hasta nosotros el coloso tendría que atravesar toda la América". Olvidan que si la situación geográfica logra ponernos, según la región, parcialmente al abrigo, que si la prosperidad económica puede, quizá, anular o detener el primer ataque, cada vez que una nueva comarca sucumbe, el conquistador está más cerca. Es un mar que viene ganando terreno. Por otra parte, las repúblicas triunfantes no pueden dejarse ahogar y arrinconar en el Sur. Todo indica que muy pronto serán entidades exportadoras que necesitarán mercados en el propio Continente. No es un sueño suponer que la Argentina, el Brasil y Chile resultarán en ciertos órdenes, los proveedores obligados de la zona que se extiende más allá del Ecuador. Además, ¿cómo suponer que el huracán se detendrá al llegar a nuestros límites? Nada más desconsolador que la política que espera a que los peligros le pongan la rodilla en la garganta para tratar de conjurarlos. El buen sentido más elemental nos dice que las grandes naciones sudamericanas, como las pequeñas, sólo pueden mantenerse de pie apoyándose las unas sobre las otras. La única defensa de los veinte hermanos contra las acechanzas de los hombres es la solidaridad.
Porque si salimos de la relatividad del Continente, vemos que nuestras repúblicas más prósperas, las que van a la cabeza y parecen enormes al lado de las demás, no son todavía más que entidades incompletas, menos pobladas que Rumania, con menos ferrocarriles que Australia y con menos escuelas que el Canadá. No discuto el porvenir. Pero no podemos imaginarnos a cubierto de todos los peligros en la etapa en que nos encontramos actualmente. Aun desde el punto de vista más favorable, somos inferiores a lo que la opinión cree. Una sola provincia rusa es más vasta que cualquiera de nuestros países, exceptuando el Brasil, y agrupando la población de las veinte naciones de la América Latina, sólo alcanzamos a reunir la quinta parte de la que tiene Inglaterra en sus colonias. Todo esto sin contar con que si nos faltan capitales para emprender las obras de la civilización y de la paz, nos faltarían con mayor razón para agotarnos en empresas desiguales y absurdas.
Claro está que quien escribe se halla lejos de cosquillear el amor propio que desata las hecatombes. Nacido en un siglo de razón, sólo ve en los choques sangrientos una prolongación lamentable de la barbarie primitiva. Pero el hecho de reprobar la violencia no nos obliga a aceptarla con mansedumbre y mientras llega el imperio de la equidad, cada hombre es solidario de su conjunto en el triunfo, como en la derrota. De suerte que al estampar aquí algunas de esas verdades ásperas que, como los baños fríos, fortifican el temperamento y el carácter, sólo quiero contribuir a hacer ver la realidad, disipando los espejismos de vanidades prematuras y mal equilibradas.
Contemplemos el mapa de América. Lo que primero salta a los ojos es el contraste entre la unidad de los anglosajones reunidos con toda la autonomía que implica el régimen eminentemente federal, bajo una sola bandera, en una nación única y el desmigajamiento de los latinos, fraccionados en veinte naciones, unas veces indiferentes entre sí y otras hostiles. Ante la tela pintada que representa el Nuevo Mundo es imposible evitar la comparación. Si la América del Norte, después del empuje de 1776, hubiera sancionado la dispersión de sus fragmentos para formar repúblicas independientes, si Georgia, Maryland, Rhode Island, Nueva York, Nueva Jersey, Connecticut, Nueva Hampshire, Maine, Carolina del Norte, Carolina del Sur y Pensilvania se hubieran erigido en naciones autónomas, ¿comprobaríamos el progreso inverosímil que es la distintiva de los yanquis? Lo que lo ha facilitado es la unión de las trece jurisdicciones coloniales que se separaron de Inglaterra, jurisdicciones que estaban lejos de presentar la homogeneidad que advertimos entre las que se separaron de España. Este es el punto de arranque de la superioridad anglosajona en el Nuevo Mundo. A pesar de la Guerra de Secesión, el interés supremo se sobrepuso en el Norte a las conveniencias regionales y un pueblo entero se lanzó al asalto de las cimas, mientras en el Sur subdividíamos el esfuerzo, deslumbrados por apetitos y libertades teóricas que nos tenían que adormecer.
[Capítulo del libro El porvenir de América Latina. Prometeo Editor. Valencia. España. Diciembre 1910].

LA PATRIA UNICA (1910)

Los LATINOAMERICANOS no pueden menos que decirse: "Al Norte, en comarcas inmensas, otra raza domina en todo el esplendor de su genio. Su fuerza se ensancha por minutos, su ambición no tiene límite. Es un mar que va cubriendo los llanos. México ha perdido varias provincias. Cuba se ahoga bajo un protectorado doloroso. Las aduanas de Santo Domingo no existen. El canal absorbe a la América Central. El dinero estrangula a las repúblicas más pequeñas. Y nadie sabe ante qué río o ante qué montaña se detendrá el avance del país cuya población creciente exige una expansión indefinida". Ya ha dejado sospechar el yanqui lo que puede hacer. Nada le impedirá disminuirnos si su felicidad lo exige. ¿Acaso esconde la esperanza de extender la dominación como un océano? ¿Cerraremos los ojos para no ver el porvenir? ¿Acurrucados en torno de vanidades pueriles, nos abandonaremos a la melancolía de ver subir la marea que debe sumergirnos? ¿Es inevitable la absorción de los latinos por los anglosajones? ¿Nos someteremos a la fatalidad? ¿Aceptaremos pasivamente el land grabbing y la política del big Stick?* ¿En vez de unirnos para conjurar el derrumbe, continuaremos multiplicando nuestras discordias? ¿Sólo despertaremos al peligro cuando éste nos haya aplastado?
Un anglosajón declaraba hace poco que "a consecuencia del canal de Panamá, Centro América estará en breve, respecto a los Estados Unidos en el mismo caso en que desde hace algún tiempo se halla Cuba". De la invasión que avanza no culpemos a los demás, sino a nosotros mismos.
Lo que nos ha perjudicado hasta ahora ha sido la noción que tenemos de la nacionalidad. Las fronteras están más lejos de lo que suponen los que sólo atienden a mantener dominaciones efímeras, sin comprender que por sobre ¡os intereses del grupo están los de la patria y por sobre los de la patria, los de la confederación moral que forman los latinos dentro del Continente.
M. Paul Leroy Baulieu ponía, para el mantenimiento de nuestra común independencia, tres condiciones: orden en el interior de los Estados, paz entre las repúblicas hermanas y relaciones económicas con Europa. Lo que más urge es establecer un leal acuerdo entre los partidos dentro de la nación y entre las naciones dentro de la América amenazada, para no seguir favoreciendo el ímpetu de los yanquis. Que sobre nuestras luchas flote algo así como una preocupación superior, como un espíritu de raza, como un patriotismo final que sea la resultante de todos los otros. Tengamos, por lo menos en lo que se refiere a la política internacional una patria única y sepamos defenderla de la manera más alta: con el sacrificio de las pasiones egoístas, subordinando los intereses de aldea a la salvación del conjunto.
El porvenir depende de nosotros. "El progreso se hará si querernos que se haga —decía Tarde— si tomamos conciencia de sus condiciones y de sus medios y si lo juzgamos subordinado a nuestro querer, a nuestro espíritu de sacrificio. Creer que se realizará solo, es hacerlo imposible". Así, de la salvación integral de América Latina, será la obra de nuestra perseverancia, de nuestro desinterés o no será.
Ya hemos visto que la coordinación de las repúblicas no es un sueño irrealizable. Italia se formó con provincias heterogéneas y Alemania reúne principados que se combatieron más de una vez. Nada se opone a un acercamiento de los países nacidos de la misma revolución y el mismo ideal. Supongamos que en una gran Asamblea latinoamericana, después de admitir la urgencia de acabar con las rivalidades que nos roen, se resuelve dar forma práctica al deseo de unión que está en la atmósfera. Imaginemos que se acuerda que cada una de las veinte repúblicas nombre delegados y que, sin rozar la administración interior, esos representantes se erigen en comisión de Relaciones Exteriores y asumen la dirección superior y la representación externa de la raza, de acuerdo con leyes generales discutidas en los Parlamentos respectivos. ¿Quién puede sentirse lastimado? El órgano centralizador que pondría nuestro orgullo y nuestra integridad territorial a cubierto de todas las ansias, lejos de disminuir la independencia de los países adherentes, la garantizaría en grado máximo porque al entorpecer las intervenciones dejaría a todos mayor reposo para realizar, dentro de los límites de cada Estado, los ideales de la democracia local.
Sólo se opondrían a la realización del proyecto las susceptibilidades minúsculas. Pero llegados a este punto, nada sería más fácil que calmarlas, concediendo a las naciones chicas una representación que equilibre el predominio de las otras y especificando que el comité funcionaría sucesivamente en cada una de las capitales, escalonadas por orden alfabético, número de habitantes o día en que proclamaron su independencia. En todo caso, los detalles no deben poner trabas al triunfo de una idea comprendida y adoptada por todos, especialmente en una circunstancia en que el hecho mismo de desear la alianza equivale a consentir los sacrificios sin los cuales ésta no puede ser posible.
La creación de un resorte supremo que coordine las pulsaciones de la raza y dé a nuestros ochenta millones de hombres la cohesión indispensable para afrontar las luchas futuras y presentar ante el extranjero un bloque, una voluntad y una fórmula, acabaría por disipar las incredulidades que entorpecen la transformación del proyecto en realidad. No nos dejemos convencer por los que llaman ensueño a todo lo que no ha sido vivido aún. El porvenir no es ilusión, sino vida inexpresada que espera el instante de surgir y que nosotros podemos traer a la superficie con una flexión de los músculos. Los pueblos necesitan para realizar sus destinos y para defender su vigor algo así como lo que mantiene la frescura de los lagos: un hilo de agua cristalina que trae los gérmenes vivificadores y un desagüe progresivo que se lleva los elementos inútiles. Sepamos olvidar lo que dio a nuestra tradición cuanto traía en sí, para favorecer el triunfo de las energías renovadoras que aguardan el momento de manifestarse. Y familiaricémonos con los imposibles. En la mayoría de los casos, éstos sólo son aparentes, porque el empuje es siempre superior a la resistencia cuando existe la voluntad de vencer.
Al acortar la distancia entre las repúblicas, defenderemos hasta en sus raíces el espíritu que nos anima. Porque no es sólo la independencia de un pueblo lo que hay que salvar; es una civilización que comienza a definirse. El alma de la raza reverdece en el Nuevo Mundo y los latinos de América experimentan el deber de salvaguardar lo que debe nacer de ellos; como los de Europa sienten la obligación de dar atmósfera a lo que puede ser, acaso, la prolongación brillante de una hegemonía. Extirpemos en ciertas regiones la opinión infantil de que el peligro no existe. Destruyamos, en otras, la creencia desconsoladora de que es irremediable. El ímpetu capaz de reconstruir el porvenir está paralizado por el optimismo hueco de los unos y el pesimismo resignado de los otros. Y recordemos a cada instante que los hombres que hicieron la independencia tendieron siempre a la unión, como Bolívar y San Martín. El desmigajamiento vino después, con las pasiones y los bandos. Pasadas las épocas de desorientación y de delirio —que quizá fueron necesarias porque conmovieron la conciencia continental a la manera del arado que destroza para preparar las cosechas futuras— es justo que vuelva a resurgir la tendencia de los fundadores de la patria. El empuje salvador forzará acaso los límites de lo que nos parece irrealizable y bajo la espuela del peligro, las primeras tentativas de concordia tendrán que tomar cuerpo hasta trocarse en la alianza que puede ser el primer paso hacia la confederación triunfal.
Desde el punto de vista moral formamos ya un bloque seguro. ¿Qué diferencia hay entre la literatura chilena y la uruguaya, entre la de Venezuela y la del Perú? Con leves matices, se advierte de Norte a Sur un solo espíritu. En lo que toca a las instituciones, ¿no hemos adoptado todos la república y no hacemos gala dentro de ella de las mismas cualidades y los mismos defectos? Y en lo que se refiere al idioma, que es el lazo esencial entre los grupos, ¿no conservamos el culto del que nos legó la madre patria? ¿No son en muchos casos comunes nuestros héroes? ¿No obedecemos al encontrar en Europa a un hispanoamericano nacido en la república más lejana de la nuestra a algo así como un ímpetu oscuro que nos hace considerarlo como a un vecino de nuestra propia ciudad natal? ¿Y no circula igualmente por nuestras venas la sangre española y la savia americana que nos confunde bajo una denominación única?
Tengamos fe en el porvenir. Robustecida la noción de la grandeza de mañana por las ventajas crecientes que registra el orgullo nacional; vigorizado el ímpetu con ayuda de una certidumbre; ensanchados los horizontes ante la urgencia de cohesionar las patrias, América Latina puede aspirar a los triunfos más altos y más duraderos. Todo contribuye a hacer de ella una de las cimas del mundo. Su situación privilegiada, que le concede todos los climas desde el Ecuador hasta el mar austral; su prosperidad inverosímil, que la pone a la cabeza de las naciones exportadoras; su juventud viril, su cosmopolitismo generoso y su noble audacia la transforman en campo abierto a las promesas del sol. Si la prudencia la pone al abrigo de mortales intervenciones, se podrá decir que la especie ha ganado un campo de oro. Porque no se trata de alternar los egoísmos ni de impedir la tiranía anglosajona para imponer la nuestra, sino de mantener el libre juego de una nacionalidad, alimentada internacionalmente para abrir en el mundo, bajo el amparo de la civilización latina, una posibilidad de acción de todos los hombres.
Derribemos el obstáculo que se opone a la ascensión total. Nuestra América es hoy copia de esos juguetes que consisten en una infinidad de cajas concéntricas. Se rompe la primera y aparece la segunda; se destruye la segunda y surge la tercera, sin que tenga límite el fraccionamiento cada vez más artificioso que parece obra de maniáticos empeñados en pulverizar la vida. Ha llegado el momento de hacer síntesis. A la Argentina, al Brasil, a Chile y a México incumbe el deber de encabezar la cruzada. Su prestigio, su alta cultura y sus progresos capacitan a esos países para salvar la situación. Desde el punto de vista colectivo, la dispersión nos perjudica más que una derrota . diaria. Desde el punto de vista particular, ceda república se halla indefensa ante las amenazas del imperialismo. No hay que gesticular con el pensamiento en lo que dirán los contemporáneos, sino en lo que fallará el porvenir. Los mejores patriotas serán los que pospongan los patriotismos locales al patriotismo continental.
Lo que la Argentina dividida y anárquica de hace cincuenta años hizo para defenderse de un pueblo hermano como el Brasil, tenemos que hacerlo ahora en bloque con mayor razón para preservarnos de la arremetida de los yanquis. El canal de Panamá modifica las perspectivas del mundo y nuestras grandes ciudades del Sur, orientadas parcialmente hacia el idealismo práctico que predomina entre los anglosajones, tienen el deber de encabezar la cruzada, oponiendo la civilización victoriosa que florece en las costas del Atlántico a la avidez agresiva de los conquistadores nuevos.
[Capítulo de El porvenir de la América Española. Prometeo Editor. Valencia. España, diciembre de 1910],

*Política de Tierra usurpada y política del garrote.

BOLIVAR Y LA JUVENTUD (1912)

SÓLO LOS PUEBLOS que son fieles a su pasado se imponen al porvenir. Por eso es que mi primer acto al llegar a Caracas fue un homenaje ante una tumba. No necesito pronunciar el nombre porque está en todos los labios. Al conjuro de su gesto ha florecido la independencia y la libertad desde el Orinoco hasta el istmo y desde Colombia hasta el Perú. . .
Y confieso que cuando mi mano temblorosa depositaba unas flores sobre la tumba del padre de nuestras nacionalidades, sentí como una iluminación interior. Porque para un americano de habla española que siente la atracción de los orígenes, que alimenta el orgullo de los laureles continentales y que, atraído por los múltiples lazos que nos unen, ve en la América Latina su Patria Grande su nacionalidad total, nada puede ser más emocionante que evocar en esta república la enorme cabalgata de victorias que surgió al conjuro del héroe del cual nos enorgullecemos todos.
Al salir a regar por América la libertad y la luz, al romper, en un movimiento genial, los límites de la patria chica para sentar las bases de la empresa más alta que recuerdan los anales de continente, Bolívar fue algo así como la adivinación y la encarnación del sentimiento colectivo que viene a traducirse ahora, un siglo más tarde, ante la amenaza invasora, en acercamiento entusiasta y en noble fraternidad.
El ímpetu que nos anima, el fuego que enciende las manifestaciones enormes que he visto en torno mío en México, en El Salvador y en todas las repúblicas que he visitado, la emoción que nos ha embargado aquí durante las últimas luchas, derivan fundamentalmente de las concepciones del ciclópeo defensor de la América libre, del hombre sobrenatural que sabía leer en el futuro y hacer que las montañas se abrieran ante sus ejércitos como las aguas del mar ante Jesucristo. Por eso es que si se realiza el proyecto de fundar en Caracas una agrupación destinada a defender el acercamiento latinoamericano, yo creo que ella podría ahorrarse el trabajo de formular un programa y de hacer una declaración de principios con sólo levantar, como suprema bandera, el nombre simbólico de "Sociedad Bolívar".
La juventud de Venezuela, que ha realizado una proeza más probando que por sobre todas las consideraciones está la dignidad nacional y el patriotismo de los pueblos, es la heredera legítima de las tradiciones de los héroes de la independencia. En medio de tantas contrariedades, me llevo la visión posible de una patria renovada de un continente rehecho por los que empiezan a vivir. Y al encontrarme ahora aquí, fraternizando con los que sobrenadan triunfalmente en medio del naufragio de las generaciones, respirando el oxígeno de las cimas incontaminadas que se tiñen de reflejos rosados bajo la sonrisa de una aurora nacional, olvido todas las tristezas y todas las desilusiones del camino, porque veo que aquí hay elementos sobrados para realizar la obra de sacrificio y de austeridad que se impone a nuestros pueblos, obligados por una fatalidad de la historia a defender al propio tiempo la libertad y los límites, impelidos por la fuerza de las circunstancias a sanear, con el mismo gesto, la patria chica y a solidificar la grande.
Gracias por esta manifestación que me emociona intensamente en estos momentos en que me preparo a abandonar el país. Nada sería más triste que un adiós después de largas semanas de lucha, si no existiera entre nosotros y por encima de nosotros, la obra realizada y la decisión de continuarla hasta el fin. Pero, de cerca como de lejos, seguiremos en comunión constante confundiendo la propaganda con la acción en la gran batalla campal en favor de nuestros intereses paralelos, convencidos que de norte a sur de la América Latina debemos tener dos ideales: la prosperidad interior y la independencia nacional y debemos tener dos odios: las ambiciones personales y las intervenciones extranjeras, como tenemos dos puntos de apoyo: el recuerdo de nuestro pasado intangible y la esperanza de un porvenir triunfal.
Yo no soy el agitador, ni el demagogo que dicen algunos. Soy, por el contrario, un hombre sereno y amigo de la paz. Quisiera que todos los conflictos entre los pueblos se resolvieran en el orden y por la razón. Pero ante la agresión sistemática, ante la intriga perenne, ante la amenaza manifiesta, todos los atavismos se sublevan en mi corazón y digo que si un día llegara a pesar sobre nosotros una dominación directa, si naufragaran nuestras esperanzas si nuestra bandera estuviera a punto de ser sustituida por otra, me lanzaría a las calles a predicar la guerra santa, la guerra brutal y sin cuartel, como la hicieron nuestros antepasados en las primeras épocas de América, porque en ninguna forma ni bajo ningún pretexto podemos aceptar la hipótesis de quedar en nuestros propios lares en calidad de raza sometida. Somos' indios, somos españoles, somos latinos, somos negros, si queréis, pero somos lo que somos y no queremos ser otra cosa. Hay una incompatibilidad fundamental entre los dos grupos que conviven en América, hay una demarcación entre las dos civilizaciones. Amigos, siempre; súbditos, jamás.
Mi viaje obedece al deseo de contribuir a evitar esas tristes y supremas resoluciones. No debemos ir al sacrificio inútil, debemos prepararnos serenamente para oponer, dentro de la paz, el bloque de la solidaridad latina. Que el nombre de Bolívar sea nuestra bandera superior y que, en los conflictos que se anuncian, sepamos reanudar la tradición de los que nos dieron la patria y el orgullo de lo que somos.
El progreso lento que algunos nos reprochan es preferible a la abdicación de la nacionalidad, como la pobreza es preferible a la deshonra. Que sí, por imposible, el desamparo fuera tan grande que un día nos quedáramos desnudos, nos envolveríamos en nuestras banderas y seguiríamos atravesando la historia como los ejércitos de hace un siglo, privados de todo, pero iluminados por el sol de la libertad.
Los nuevos núcleos juveniles de América han soñado una campaña heroica: la reconstrucción de las autonomías nacionales, el reverdecimiento de la plenitud viril de nuestro continente, la afirmación definitiva en los siglos de la tradición hispana, aliada al empuje inmortal de Bolívar y San Martín. Por haber encabezado ese empuje me he encontrado rodeado de una ola de calumnias y de intrigas, nacidas de la zona de sombra donde se mueven los que lo sacrifican todo al éxito inmediato. En realidad, no se han ensañado contra mí, sino contra la idea de libertad sin compromisos, contra el empuje hacia la independencia, sin humillaciones, contra la aspiración hacia la autonomía sin cortapisas, contra el total afianzamiento de la personalidad de las naciones hispanas del nuevo mundo, libradas hoy, por la ambición y los apetitos a todos los azares y todas las desventuras.
Por eso sólo han conseguido provocar la reacción que denuncia esta enorme asamblea. Mientras existan juventudes como la que hoy saludo en este recinto, la América Latina será inmortal.
[Discurso pronunciado en la Asociación de Estudiantes de Caracas el 13 de octubre de 1912. Integra el libro Mi campaña hispanoamericana, Edit. Cervantes, Barcelona, 1922].

LA PATRIA GRANDE DEL PORVENIR (1912)

El ideal de los hombres de la independencia.
HACE UN SIGLO, en época en que las comunicaciones eran incalculablemente más difíciles que hoy, los hombres de la independencia pasaban de una república a otra., determinando grandes empujes colectivos y soberbios ímpetus continentales, en nombre del ideal común que les empujaba a la independencia. ¿Cómo no hemos de ponernos en contacto en estos tiempos en que estamos tan cerca los unos de los otros para defender en bloque, ante el peligro posible, la integridad nacional y la dignidad de nuestras banderas?
El movimiento que ha nacido simultáneamente, anónimamente, en todos los corazones, de norte a sur de la América Latina, no es más que un corolario obligado de nuestra historia, no es más que una manifestación de respeto ante nuestros padres, que si nos vieran resignados e inermes ante el peligro saldrían airados de sus tumbas a preguntarnos que habíamos hecho del legado que nos entregaron intacto, después de haber regado con su sangre las tres cuartas partes del continente.
El viaje que he emprendido no es en su esencia un acto personal, es la interpretación visible de la inquietud que nos devora, de la ansiedad que nos oprime a todos.
Empujado por la situación, he abandonado mi modesto retiro para correr de ciudad en ciudad, difundiendo la alarma. Siempre he creído que el escritor no puede dejar de ser un ciudadano y es como ciudadano que voy golpeando a todas las puertas para recordar la catástrofe que nos amenaza. No basta que cada cual esté dispuesto a defender su vivienda. Es necesario que conjuremos colectivamente el flagelo, que preservemos nuestro porvenir común, manteniendo nuestra lengua, afianzando nuestra autonomía, haciendo imposible la infiltración y trazando con nuestras voluntades un límite a la invasión de las aguas.
Mientras existan pueblos ardientemente patriotas como éste, la América Latina será inmortal.
Colombia ha sido siempre entre nosotros un maestro de altivez y veo que no desmiente las nobles traiciones de esta tierra, donde, si tendemos el oído, todavía resuena en las montañas el paso imperioso del caballo de Bolívar.
Hace cuatro meses, cuando el ímpetu de la propaganda me llevó hasta el mismo campamento enemigo, hasta la tribuna de la Universidad de Columbia, en la propia ciudad de Nueva York, para gritar al pueblo yanqui los atentados de que somos víctimas, había una imagen que se alzaba constantemente en mi espíritu: la imagen de Colombia herida por la injusticia, inmovilizada por la fuerza, pero siempre orgullosa y valiente, confiada en las revanchas del porvenir y en la suprema justicia de Dios. Desde que he pisado esta tierra he visto que no me había equivocado: lejos de inclinarse ante el fuerte y de temblar bajo la amenaza, el espíritu público ha reaccionado virilmente y la visión que me daba ayer confianza ante el adversario, resurge en este instante agigantada y ennoblecida. Ahora veo a Colombia erguida de nuevo sobre sus montañas como en tiempos de la epopeya, agitando su brazo mutilado como un supremo estandarte y llamando a la América toda a realizar la segunda independencia.
Secretamente, insensiblemente, las naciones que se formaron en los territorios que antes dominara España han ido pasando a una situación indecisa, y esta es la hora —hay que tener valor de decirlo, en esta encrucijada de la historia que saca a la superficie todos los instintos y los rencores viejos— esta es la hora, digo, en que los sueños de independencia de nuestros países están en peligro y hay que levantar la voz antes de que de todo ello sólo quede un recuerdo esfumado ante las hoscas realidades que nos atan económicamente a los grandes núcleos dueños del mercado mundial o políticamente a las naciones caudillos que dominan el escenario del mundo.
Los problemas de América no son las rencillas artificiales para saber cuál será la línea divisoria en el Río de la Plata; cómo se resolverá la situación de Tacna y Arica, en qué forma acabará el pleito entre Costa Rica y Nicaragua. Si ahondamos bien en esos conflictos vemos las manos que los manipulan y advertimos los grandes intereses en juego. En el pleito de Costa Rica y Nicaragua sólo está en tela de juicio la posesión total del golfo de Fonseca por los Estados Unidos; en la diferencia entre Chile y el Perú sólo asoma el deseo de tener en jaque la fuerza militar de Chile, único país sólido que rechaza en el Pacífico la ingerencia y la tutela; en la cuestión de las aguas del Río de la Plata, surge claramente el deseo de que el inmenso estuario se convierta en mar libre que sirva a las escuadras de Inglaterra y de Estados Unidos para dictar la ley en el sur del Continente.
La unión es para nosotros tan necesaria como la luz.
Bolívar quería el establecimiento de una Cámara o tribunal superior que nos sirviese dentro de la América Latina de consejo en los grandes conflictos, de fiel intérprete en los tratados públicos, de conciliador en nuestras diferencias y de punto de contacto en los peligros comunes. Los hombres diminutos de nuestros días, atenaceados por el miedo, no han sabido llevar a la práctica las concepciones gigantescas de nuestro gran padre común. Pero en el terreno moral, en el orden superior en que se mueven los espíritus, ese organismo existe, mantenido por la fuerza incontrarrestable que se llama juventud.
Por eso somos invulnerables, porque tratamos de continuar la tradición de un pasado glorioso; y todas las medidas que se puedan tomar contra nosotros no impedirán que florezca en nuestros corazones el espíritu inmortal de nuestra raza, no impedirán que sigamos sintiendo en nuestras venas la palpitación tumultuosa de la sangre de los héroes que constituyeron nuestras nacionalidades.
Los estudiantes son los depositarios del porvenir. La misma injusticia con que algunos os atacan, prueba la gran fuerza moral que reside en vosotros. Hecha flor en vuestras almas está la visión sublime del futuro. Y la historia de un pueblo será tanto más gloriosa cuanto mayor sea la influencia de que vosotros dispongáis dentro de él. Pero el esfuerzo no debe ser la obra de un pasajero entusiasmo, sino el resultado de una convicción durable.
Recordemos que en nuestras tierras hay hombres para los cuales las ideas de solidaridad latina resultan peligrosas e inusitadas, recordemos que la patria sólo puede vivir por nuestra vigilancia y por nuestra inquietud heroica, porque tenemos que sostenerla como una cúpula, con nuestro esfuerzo infatigable y recordemos, en fin, que las verdaderas banderas son las que llevamos dentro y que por encima de las fronteras de nuestra patria directa está hoy, como hace un siglo, la América Latina dentro de la cual comulgamos todos, la Patria Grande del porvenir.
[Discurso pronunciado en Bogotá, Colombia, el 2 de diciembre de 1912. Incorporado por el propio Ugarte a su libro Mi campaña hispanoamericana. Editorial Cervantes, Barcelona, España, 1922].

ACTA DE FUNDACION DE LA ASOCIACION LATINOAMERICANA (1914)

DADO que la conflagración mexicana ha contribuido a poner en evidencia los propósitos y los procedimientos de la política imperialista, dado el encadenamiento de esos sucesos con los que se desarrollan actualmente y los que algún tiempo atrás tuvieron por teatro a Cuba, Puerto Rico, Colombia y Nicaragua, y dada la inadmisible ambición que lleva a los Estados Unidos a desarrollar un plan de predominio y hegemonía en el golfo de México y en el resto de América, EL COMITE PRO MEXICO, sin perder de vista la cuestión mexicana RESUELVE habilitarse para encarar el problema en toda su amplitud, TRANSFORMANDOSE, bajo el nombre de ASOCIACION LATINOAMERICANA, en un organismo permanente capacitado para hacer sentir su acción en todo momento. Buenos Aires, junio 1914.
[Redactado y firmado por su Presidente y Fundador, Manuel Ugarte. Archivo General de la Nación Argentina].

CONTRA LA INTERVENCION EN MEXICO A LA JUVENTUD Y AL PUEBLO (1914)

LA ASOCIACIÓN LATINOAMERICANA invita a la juventud y al pueblo al mitin que tendrá lugar el domingo 22 del corriente a las 3 de la tarde en la plaza del Congreso.
La opinión argentina, respetuosa de la autonomía de todos los países, no puede aprobar con su silencio una intervención que lastima las susceptibilidades de la república mexicana ni cubrir con su presencia las maniobras del imperialismo norteamericano. Consecuentes con la tradicional abstención de la Argentina en asuntos de esta índole, queremos protestar contra toda aventura que lleve al país a una intervención armada, negación de nuestra amistad por México y procedente peligroso para todos los pueblos del Continente.
¡QUEREMOS A LA AMERICA LATINA UNIDA!
¡RESPETAMOS TODAS LAS SOBERANIAS COMO QUEREMOS QUE SE RESPETE LA NUESTRA!2
[Volante de la Asociación Latinoamericana invitando a un acto para el 22 de junio de 1914 cuyo orador de fondo es su presidente Manuel Ugarte. Redactado por el propio Ugarte. Archivo General de la Nación Argentina].

EL EJEMPLO DE MEXICO (1914)

IMAGINEMOS una ciudad minada secretamente por la peste. Se han producido diversos casos en los arrabales. Aquí y allá han caído numerosas víctimas poco conocidas. Sin embargo, nadie se ha inquietado. La muerte ronda en silencio por las calles y se codea impunemente con los transeúntes. Una indiferencia apática y culpable inmoviliza la voluntad de todos.
Pero estalla un caso en pleno centro, se enferma una persona de figuración y el ambiente se transforma. La alarma cunde hasta los límites, se emociona la opinión pública, se toman medidas de defensa y todos los que hasta ayer ignoraban el flagelo se conciertan y se agrupan para ahogar el peligro común.
Algo análogo ha ocurrido en estas últimas semanas en la América Latina.
El imperialismo yanqui, la ambición desmedida de los Estados Unidos, la racha invasora del Norte, había hecho sentir sus latigazos en varias regiones del Continente. Cuba había sido maniatada con las cadenas de la enmienda Platt. Santo Domingo gemía viendo sus aduanas en poder de la gran república. Colombia se enclaustraba en su orgullo después de haber perdido el istmo de Panamá. Nicaragua protestaba contra un gobierno que la entregaba, esclava, a los píes del invasor. La injusticia y el crimen segaban las esperanzas de ciertas repúblicas. La insolencia del fuerte humillaba las banderas de admirables pueblos hermanos. Pero nadie se movía en América.
Unos por indiferencia, otros por egoísmo, otros por ignorancia, todos continuaban ensimismados o se encogían de hombros. Se hubiera dicho que un siglo había bastado para romper los lazos de sangre y de historia entre los núcleos que se lanzaron juntos a la Independencia. Parecía que los trasatlánticos y los ferrocarriles nos había alejado en vez de acercarnos, haciéndonos perder toda noción de solidaridad fraterna.
Más surge al fin el caso de México. Se produce el atentado contra una nación que no tiene 300.000 habitantes como Nicaragua sino quince millones, se violan los derechos de una república que se cuenta entre las más importantes de nuestro propio grupo y se desencadena en todas partes la protesta airada, en la cual entra por mucho el instinto de conservación.
Ya no cabe duda. El peligro está ahí, claro, tangible. De nada valen los sofismas panamericanos, ni las prédicas capciosas de los emisarios sutiles que han sorprendido tantas veces nuestra aldeana buena fe. Toda la sangre latinoamericana se rebela contra la injuria, contra la acechanza, contra las mismas ignorancias u olvidos que nos han llevado a callar tantas veces mientras el gladiador yanqui estrangulaba en la sombra a los países pequeños cuyos débiles pulmones, cuya falta de personalidad o de medios de protesta les impedían lanzar su anatema y su maldición a los cuatro vientos del mundo.
Desde este punto de vista y a pesar del dolor que nos causan los sufrimientos del pueblo hermano, tenemos que felicitarnos de lo que está ocurriendo en México. Ha cundido la voz de alarma, se ha hecho carne en el alma de las muchedumbres, ha repercutido en todos los ámbitos de la América Hispana y ya no habrá poder humano —ni interés, ni miedo, ni olvido— que vuelva a encauzar la política de nuestras naciones por la senda brumosa de abdicación y de egoísmo que nos ha llevado, dispersos e incautos, a girar como satélites alrededor de la bandera estrellada.
El ejemplo, de. México, sean cuales sean las incidencias o los resultados del conflicto actual, quedará grabado en nuestra memoria y la conciencia latinoamericana, siempre despierta, permanecerá al acecho de los acontecimientos, dispuesta a hacer caer sobre los agresores el peso formidable de su desaprobación. El pueblo heroico que hoy se debate bajo la arremetida bélica y diplomática de los Estados Unidos — arremetida acaso más peligrosa la segunda que la primera, porque aviva con la intriga la hoguera de la guerra civil— habrá sido el personaje notorio que al ser herido por la peste denuncia el peligro y salva a la ciudad.
Reunidos y atentos como estamos alrededor del conflicto, no nos contentemos con crispar los puños de indignación ante la abominable injusticia. Trabajemos para el porvenir, defendámonos defendiendo a los demás y en estos momentos trágicos sentemos las bases de la futura solidaridad latinoamericana.
[Publicado en Revista Americana Buenos Aires, julio de 1914].

LA PAZ EN AMERICA (1919)

SEÑOR PRESIDENTE de la Federación Universitaria Argentina:
Leo en los diarios la feliz resolución que ha tomado la Federación Universitaria en lo que se refiere a la paz en América y me permito enviar a usted y por intermedio de usted a todos los estudiantes argentinos, las más entusiastas felicitaciones.
Las dificultades que existen entre Chile, Perú y Solivia pueden ser discutidas y resueltas al margen de violencias inútiles, dentro de la fraternidad hispanoamericana, en un ambiente de deferencia y respeto. Provocar nuevas guerras sería ofrecer a los extraños fácil oportunidad de censura y hasta propicia ocasión para intervenciones contrarias a nuestra dignidad continental. Lo que nuestra América necesita es paz, trabajo y cordura; paz, para estabilizar la vida; trabajo, para valorizar la riqueza y cordura, para prever el porvenir. Una desavenencia como la que nos amenaza, destruiría cuanto somos y cuanto podemos ser, cuanto ha realizado cada República aisladamente y cuanto pueden alcanzar mañana todas en conjunto.
La guerra mundial que acaba de extinguirse no ha hecho más que descontentos y debiera alejar a la humanidad de la violencia por muchos siglos. Nuestra tendencia a imitar no puede ser tan incurable que nos lleve a pretender tener también una hecatombe para competir con Europa, en civilización. Durante un momento de locura universal, nuestra superioridad ha consistido precisamente en abstenernos de arrojar leña a la hoguera en que se consumía la prosperidad del mundo. Los que en Europa nos llaman "salvajes" tuvieron que reconocer, aunque fuera tácitamente, que fuimos, por lo menos en un instante, más sensatos que ellos.
Pero si nos lanzamos a nuestra vez al precipicio, no tendremos siquiera la excusa que pudo ser en su tiempo el contagio del desequilibrio general y seremos, para la Historia, los aturdidos y los empecinados que ven descarrilar el convoy que les precede y siguen por el mismo viaducto, presas de una fatalidad suicida.
El verdadero problema de América no es el de saber quién extenderá más sus límites a costa del vecino, cosa que sólo puede dar por resultado una ampliación en el mapa, dado que se trata de países de suyo tan vastos, tan poco poblados y tan sobrados de riquezas no valorizadas aún; el verdadero problema de América no es el de destruir, sino el de crear realmente las nacionalidades en sus fundamentos económicos, diplomáticos y culturales, emancipando a las patrias jóvenes de sujeciones y apoyos molestos y coordinando la acción superior de ellas para que puedan tener mañana una voz propia y una actitud independiente en los debates del mundo.
Mantener la discordia, con cualquier pretexto que sea, es olvidar lo grande por lo pequeño y prolongar la debilidad en que nos encontramos todos ante las potencias imperialistas. Por eso es digna de encomio la actitud de una juventud que levanta, en medio de las pasiones, una amplia bandera de paz, bajo la cual puede cobijarse el derecho y la dignidad de todos y a cuya sombra se ensancha nuestro propio patriotismo argentino, manifestando una inquietud solidaria ante el porvenir de los pueblos hermanos.
[Carta de Ugarte a la Federación Universitaria Argentina, 1919. Reproducido en La Patria Grande, Editorial Internacional (Berlín- Madrid), 1922],

LA REVOLUCION HISPANOAMERICANA (1922)

LA CONMOCIÓN de 1810 ha sido interpretada en forma contraria a la realidad de los hechos, primero por el carácter desmigajado que se ha querido dar a lo que fue un solo movimiento y segundo por las consecuencias que se han pretendido sacar de él. No hubo una revolución en la Gran Colombia, una revolución en México, una revolución en la Argentina, etc., sino un levantamiento general de las colonias de América, simultáneo, con ligeras variantes, en todos los virreinatos; y no hubo separación fundamental de España sino disyunción de jurisdicciones y creación de nuevas soberanías.
La efervescencia de la lucha separatista, las pasiones nacidas de la batalla y las naturales limitaciones localistas que debían surgir en un campo tan vasto, no pueden cuajar en historia superior sobreponiéndose a comprobaciones experimentales que nacen del examen sereno de los acontecimientos. Parece inútil recurrir a las citas para establecer que los diversos estallidos revolucionarios se enlazaron entre sí, obedeciendo a una concepción general, que los héroes fueron en muchos casos comunes a varios pueblos y que hubo una fervorosa comunicación y correspondencia entre las más apartadas regiones, estrechamente solidarias dentro y fuera de la lucha.
Por otra parte, América renunció a la dominación política de España, pero no a la composición étnica de sus clases directoras, a las inspiraciones morales, a las costumbres, a cuanto caracteriza y sitúa a los pueblos. Decir que a una hora determinada y al golpe de una varilla mágica, por la simple virtud de un pergamino firmado en un Cabildo por varías docenas de patriotas se cortaron los hilos que unían a la Metrópoli con las tierras descubiertas y civilizadas por ella durante tres siglos, es una paradoja que seguiría siendo paradoja hasta en el caso de que los autores, directores y usufructuarios de la revolución hubieran sido exclusivamente los indígenas, primitivos dueños de aquellos territorios, porque hasta ellos se hallaban influenciados y retenidos moralmente por los hábitos y las ideas de los últimos dominadores. Como los revolucionarios fueron en su casi totalidad hombres de raza blanca o mestizos en los cuales predominaba la sangre ibera, el error es tan evidente que se hace innecesario subrayarlo.
La de 1810 no fue una revolución de aztecas o He patagones que reivindicaban el derecho de gobernarse con exclusión del invasor, sino un movimiento encabezado por los invasores mismos que concretaban acaso inconscientemente, en un hecho final, todas las rebeldías, las codicias y las insubordinaciones de los guerreros conquistadores y los mandatarios arrogantes, que después de afirmar la dominación con su esfuerzo y el peligro de sus vidas, soportaban de mal grado la autoridad y las decisiones del poder central. A este instinto levantisco e indisciplinado del español de la conquista, se unieron poderosos intereses económicos, factores culturales y acaso apoyos indirectos —ignorados por los ejecutores y los teóricos de la insurrección— de naciones interesadas en extender su comercio y su influencia por encima de las vallas que oponía España.
Enfocado en esta forma el movimiento de 1810, comprendemos que el pensamiento superior de sus autores tendía a la misma unidad suprema y a la misma autonomía absoluta dentro de la fidelidad a los antecedentes y al idioma, que el movimiento de emancipación que algunos años antes había segregado de Inglaterra a las colonias de origen anglosajón.
Al margen de la lógica surgieron después veinte repúblicas, fruto de la épica anarquía que empezó desterrando a los iniciadores del separatismo y acabó sacrificando los ideales que lo determinaron; y de acuerdo con la natural evolución humana se creó un tipo nuevo que es hoy, con respecto al español, lo que el norteamericano es con respecto al inglés.
Ni Bolívar ni San Martín concibieron el imposible de dar a la América Española un gobierno único. Sin tener en cuenta la diversidad de las zonas, bastaban las distancias y la dificultad de comunicaciones para imponer la necesidad de organismos locales, según el desarrollo y las características de cada región; pero todo esto dentro de una confederación superior que diera alma, personería y poder a aquella masa que de otra suerte, en medio de las inevitables avideces de la vida internacional, tenía que volver a quedar —como si no hubiera aprendido nada en tres siglos— en la misma dispersión en que se hallaron los mexicanos cuando llegó Hernán Cortés.
Que la América derivada de España tuviera una sola fisonomía y una sola voz en las cosas internacionales y en los asuntos de interés vital, fue el sueño de los grandes caudillos de los primeros tiempos de la insurrección; y este sentido que podríamos llamar global de la revolución americana no obedecía al instinto de defender la revolución misma contra la resistencia o la posible vuelta ofensiva de España, sino a una visión que salvaba lo inmediato y se extendía hasta el más lejano porvenir.
Pero la nueva entidad que surgía a la luz del mundo traía dentro de sí el germen de dos atavismos de anarquía, el que fluye de su ascendencia española agigantada en el carácter de los rudos conquistadores ambiciosos y el que prolonga la eterna pugna entre las tribus indias de América, cuyos odios y divisiones hicieron posible la conquista. Eran dos herencias de emulación mal entendida y de individualismo disolvente que se enlazaban alrededor de la cuna de un pueblo nuevo, cuya inexperiencia y falta de preparación debía llevar al paroxismo esos defectos, corregidos hoy, sólo en algunas zonas, con ayuda de inmigraciones posteriores.
Así surgió, por encima de las mismas jurisdicciones coloniales trazadas por España y al azar, a veces, de las rencillas de lugartenientes y caudillos, un profuso mosaico de repúblicas autónomas, cuya creación no obedecían en muchos casos ni a razones políticas, ni a causas geográficas. Fue lo que podríamos llamar la época feudal de nuestra América, porque tales entidades se crearon al conjuro de la fiereza y del espíritu dominador de algunos hombres. No se consultó en muchos casos ni la posibilidad de vivir que llegarían a tener esos núcleos desde el punto de vista de la producción o la riqueza, como no se tuvo en cuenta las probabilidades que podían tener de durar, dada su pequeñez y su desamparo en medio de los mares.
Y estos no hubieran sido los peores yerros. Lo que en realidad comprometía la suerte de esos pueblos, que han seguido viviendo como los pedazos cortados de un cuerpo, con una vida espasmódica, era la imposibilidad de darles un ideal.
En lo que se refiere a la historia, podemos hacer en América una crónica especial de los diversos focos donde se inició el separatismo, desarticulando un poco los movimientos, como si en una batalla nos limitásemos a referir lo que realizó un cuerpo de ejército; y así cabe hablar del separatismo de la Gran Colombia, del Río de la Plata, del Alto Perú, de México o de La América Central. Pero tendremos que forzar mucho los hechos, si dentro de esas divisiones queremos crear otras y atribuir a cada una su historia particular. Los episodios locales que se pueden evocar sólo alcanzan a tener antecedentes y finalidad, enlazándolos con los de la nación vecina y coordinándolos con los movimientos generales de una zona, zona que a su vez ha vibrado con el ritmo de una conmoción continental. Y si es ardua tarea improvisar una historia especial para cada una de estas demarcaciones artificiosas, cuanto más difícil aún es hacer surgir, de esa historia y de esa vida, un ideal particular y un derrotero propio para el futuro. La América Española unida, pudo tener el fin de prolongar y superiorizar en el Nuevo Mundo la civilización ibérica y la influencia de la latinidad, como la América anglosajona hacía triunfar en el norte la tradición ensanchada de la civilización inglesa, pero la América Española fraccionada en naciones de trescientos mil habitantes, sólo podía ser presa de las ambiciones de grupos expeditivos, fascinados por el poder.
Sin una raíz en el pasado, sin un punto de mira en el porvenir, sin más ejemplo, tradición o esperanza que la conquista del mando esos núcleos perdieron de vista cuanto constituyó la virtud inicial de un movimiento para hacerse profesionalmente revoltosos.
Claro está que al hablar así del conjunto, pongo de relieve en las zonas aquietadas o renovadas por fuertes corrientes inmigratorias, la excepción y el triunfo de algunas repúblicas que parecen desmentir estos asertos con su maravilloso desarrollo. Pero ellas mismas se resienten de la desmembración inicial y de la forma en que han tenido que desenvolverse, atendiendo a la vez a las presiones exteriores y a la acechanza de los hermanos vecinos, dentro del desconcierto que caracteriza la política continental. Y la impresión se acentúa cuando advertimos que esos mismos países, lejos de sanear sus finanzas, siguen solicitando préstamos, lejos de explotar sus riquezas, las ceden a las compañías extranjeras, lejos de extender su irradiación por América, se recluyen en localismos infecundos, como si la rápida elevación les impidiese pensar en el porvernir.
En la fácil tarea de adularnos a nosotros mismos, fomentando errores peligrosos, hemos empleado muchas de las cualidades que debimos poner al servicio de la observación y el mejoramiento de la vida americana. La sana divergencia patriótica que revela debilidades y deficiencias, no para exhibirlas sino precisamente para hacerlas desaparecer, puede levantar en los comienzos un revuelo hostil en el seno de países poco acostumbrados a la autocrítica y estragados por la lisonja, pero quien recapacite serenamente, verá en la inquieta vigilancia y en el examen severo de los factores que nos debilitan, una forma de patriotismo más útil que en la ciega aceptación y el obstinado cultivo de todo lo malo que nos rodea.
Los errores de América están desgraciadamente subrayados por hechos dolorosos cuya autenticidad nadie puede discutir. Las provincias perdidas por México en 1848, la desmembración de Colombia, el protectorado en Cuba, la ocupación de Puerto Rico y Santo Domingo, las injerencias que perturban la vida de la América Central —para hablar sólo de lo más conocido— no son fracasos imputables exclusivamente al imperialismo. Para que todo ello haya podido producirse, ha sido necesaria una continuidad de imprudencias fatales, de olvidos sistemáticos, de impericias lamentables y de torpezas endémicas que prepararon el ambiente de descrédito, dentro del cual los atentados pudieron consumarse, sin riesgo ni protesta, en medio del sometimiento de los lastimados y el silencio de la opinión universal.
No hay que buscar en la debilidad una explicación. Las debilidades sólo empiezan cuando el espíritu desmaya o se resigna. La existencia de Suiza o de Bélgica prueba que los pueblos pequeños pueden perdurar si los vivifica y los sostiene la previsión y la inquietud constante de su destino. Nuestra América no ha sufrido esos golpes porque es débil los ha sufrido porque no supo intervenir a tiempo para evitar las causas que los determinaron y porque no atinó a corregir dentro de su propio seno los vicios que debían hacerlos fatales. La falta de preparación en los hombres de gobierno, las revoluciones interminables, el desbarajuste de la hacienda, el descuido para explotar las riquezas naturales, la ingenua facilidad con que se otorgan concesiones al extranjero, las infecundas rivalidades con las repúblicas limítrofes y el desconocimiento de lo que puede ser la política internacional fueron factores más eficaces en el desastre que la avidez del conquistador.
Modificando una fórmula consagrada, podríamos decir que para los pueblos "prever es vivir". Y los nuestros no han previsto nunca, deslumbrados por las luchas internas o las rivalidades minúsculas con los hermanos establecidos del otro lado de una frontera en la mayor parte de los casos artificial.
Las mismas repúblicas del extremo sur, aparentemente ilesas en medio del auge de sus negocios y su vida europea, se dejan marcar por la facilidad de su propia vida, olvidando dosificar el cosmopolitismo, postergando las alianzas necesarias con sus vecinos inmediatos y absteniéndose de ejercer en el resto del Continente la acción moral a que las invita su destino. La tendencia de algunos argentinos, chilenos o brasileños a no considerar a sus países como parte de la América Española y a creer que su futuro es independiente de la suerte de ésta, acusa un error histórico y geográfico que conviene rectificar, porque aunque estemos ligados a Europa por las lecturas y los viajes, en el terreno de las realidades políticas nuestra acción tendrá que desarrollarse en el Continente, si, como es de esperar, intensificamos mañana las industrias y exportamos productos manufacturados a los pueblos vecinos, y sí como es de temer, nos vemos obligados a resistir a las influencias preponderantes que se anuncian.
Los errores no son los mismos en las diversas zonas de la América Española, pero sí lo es la desatención ante los fenómenos que pueden amenazar la vida de mañana, así como la falta de orientación superior en lo que se refiere al porvenir.
Todos comprenden la hora difícil en que nos hallamos y la mejor prueba de ello es que ningún político puede creer hoy posible la realización de un congreso hispanoamericano, no ya a causa del distanciamiento entre ciertas repúblicas, sino como consecuencia del veto, inexpresado pero tácitamente impuesto, por los Estados Unidos contra todas las expansiones de cordialidad a las cuales no sean ellos asociados como factor dirigente. Esto reviste la importancia de una limitación de nuestra autonomía. A medida que el tiempo pasa, las dificultades se harán más tangibles, porque por grande que sea el desenvolvimiento de algunas de nuestras repúblicas, nunca alcanzará la progresión de la gran nación del norte y la distancia que nos separa de ella irá acentuándose por minutos.
[Fragmento del "Prefacio" a Mi campaña hispanoamericana, escrito en Niza, en enero de 1922 y editado por Editorial Cervantes, de Barcelona].

NADA MAS PELIGROSO QUE UNA REVOLUCION A MEDIAS (1930)

LA CAÍDA del dictador Leguía tiene enorme importancia y ha de resonar en América como anuncio lúgubre para muchos gobiernos.
Pero si aspiramos a cambiar fundamentalmente las cosas, no hay que creer que basta derribar al déspota para que la injusticia acabe. Recordemos las palabras del filósofo: "Si la tiranía existe no es porque alguien la representa; alguien la representa porque existe". Hay que velar sobre lo que viene cuando el usurpador se va.
Los hombres no son más que incidentes. Lo único que importa son las ideas. No perseguimos una venganza ni una ambición, sino una obra. Lo que urge es reaccionar contra las malas costumbres políticas, contra los errores endémicos, contra la absurda organización de nuestras repúblicas, si es que hemos de llamar "organización" al dominio de una oligarquía o de una plutocracia que nunca tuvo más visión de la patria que sus conveniencias.
Nada más peligroso que una revolución a medias. La juventud debe velar para que el sacrificio no sea estéril y no se reduzca todo a la satisfacción aparente. Hay que afrontar al fin nuestros grandes problemas. En el orden interior: la justicia social, la situación del indio, la división de la tierra; en el orden exterior: la defensa contra el imperialismo, la organización de la economía nacional, la aspiración hacia la Patria Grande. Hay que organizar a la América Latina en favor de la América Latina misma y no, como ahora,1 en favor de los inútiles del terruño y de los piratas de afuera.
Esto hará sonreír a los hombres de Estado a la antigua usanza que en cien años de gobierno no han sabido hacer de nuestra América más que el mosaico hipotecado y doliente que nos van a entregar ahora. Pero esa es la política del porvenir, pese al egoísmo de los privilegiados.
Que la juventud vele para que el esfuerzo no se malogre, para que la oportunidad no se pierda. Lo que empuja hoy a nuestro continente es un fervor análogo al que determinó el separatismo. Es, en realidad, la Segunda Independencia lo que vamos a hacer. Ayer Bolivia, hoy el Perú, mañana las otras repúblicas, se inicia el levantamiento de toda América contra las oligarquías que la devoran, contra el extranjero que la oprime.
Que la juventud se apodere del timón y dirija la barca. Si no lo hace, se habrá perdido, acaso, para nuestras repúblicas, la última posibilidad de vivir plenamente independientes.
[Manifiesto lanzado desde Niza, con motivo del derrocamiento del dictador peruano Leguía y escrito a solicitud del APRA. Publicado en agosto de 1930 se reprodujo en la revista Claridad de Buenos Aires, el 11 de octubre de 1930].

LA SALVACION DE NUESTRA AMERICA (1930)

NUESTRA AMÉRICA, fraccionada y mal dirigida, entregada comercialmente al extranjero, resbala por el camino de las concesiones y de las deudas hacia un protectorado, más o menos evidente, según las zonas. Los Estados Unidos van extendiendo gradualmente su radio de acción con ayuda de métodos imperialistas que ora se basan en irradiación económica, ora recurren al soborno o a la imposición, aprovechando siempre las desavenencias locales de nuestros pueblos o el loco afán de gobernar de nuestros políticos.
Veinte repúblicas que ocupan los territorios más ricos del Nuevo Mundo y que reúnen cien millones de habitantes se encorvan bajo una hegemonía que nada puede disimular.
Yo he creído siempre que esas veinte repúblicas tienen, no sólo el derecho sino la posibilidad de desarrollarse de una manera autónoma, salvando con su porvenir y su personalidad, las prolongaciones hispanas y los derechos de nuestra civilización en América.
El vasallaje actual, la inferioridad presente, provienen de causas interiores sobre todo. El remedio a nuestros males está en nuestras propias manos.
Hay que sacudir, ante todo, la dominación de las oligarquías aliadas al extranjero, atadas a un absurdo sentimiento de casta, que sólo han gobernado para sus egoísmos, sin la menor preocupación por los problemas vitales del Continente, sin la idea más vaga de las necesidades urgentes de la colectividad.
Es de la incapacidad de esas clases dirigentes, cuando no de la infidencia de ellas, de donde ha sacado el invasor los primeros elementos para asentar su dominación, en zonas donde los gobiernos centralistas y ensimismados abandonaron las riquezas, mantuvieron el analfabetismo, ignoraron los más elementales preceptos de la economía política y abrieron, como en los pueblos dormidos del Asia o del Africa, de par en par, las puertas a la irrupción de los extranjeros.
El problema de la salvación nacional (empleo la palabra en un amplio sentido que abarca a todas las repúblicas hispanas del Nuevo Mundo) es, ante todo, un problema de política interior.
Sólo de una renovación de hombres y de principios directores podemos esperar la reacción de salud, de probidad, de sensatez, que puede redimirnos. Y tienen que ser las juventudes incontaminadas y las masas populares, sacrificadas hasta hoy, las que se substituyan a los arcaísmos en descomposición, a las miserias doradas, a los errores que nos devoran.
La obra que las circunstancias exigen de la América Hispana no la han de realizar los que la trajeron a la situación en que se encuentra. Hemos llegado al límite de las faltas que se pueden cometer. Un paso más equivaldría al suicidio.
Hombres nuevos, métodos nuevos, eso es lo que necesitamos. Hay que determinar un movimiento análogo al que levantó al Japón hace algunas décadas o al que acaba de renovar los engranajes nacionales de Turquía. Lo que aprovecha el conquistador es, ante todo, la politiquería palaciega, el hervor infecundo que nos enreda en debates subalternos mientras la colectividad rueda al abismo. Para que podamos sacar a la superficie con manos propias las riquezas de nuestras tierras, para que demos razones de esperanza y de acción a nuestras muchedumbres indígenas sacrificadas, para que restablezcamos el equilibrio de nuestras autonomías, para que nos impongamos por el esfuerzo y la dignidad al respeto del mundo, es necesario vencer ante todo a los que han entrelazado sus intereses con los del invasor, ya sea desde el punto de vista económico, ya desde el punto de vista político.
Toda campaña en favor de la autonomía hispanoamericana será inútil si no empieza por atacar dentro de las propias fronteras a los derrotistas que aconsejan la genuflexión ante el extranjero, a los políticos más o menos sostenidos por la influencia norteamericana y a los especuladores sin patria que anteponen su medro personal al interés común.
Si este esfuerzo no se realiza, si no saneamos, si no recreamos la Patria, en una segunda independencia, nuestro destino es la sujeción y la servidumbre, no ya a cincuenta años de distancia, sino a treinta, a veinte. Los acontecimientos se precipitan en tal forma que casi podemos decir que estamos envueltos en la atmósfera de la catástrofe que se avecina.3
[Escrito en Niza, en 1930, publicado en diversos diarios latinoamericanos durante ese año. Archivo Gral. de la Nación Argentina],

EL NUEVO CONGRESO PANAMERICANO Y LA JUVENTUD (1933)

DENTRO de pocas semanas se reunirá en Montevideo una asamblea más, dentro de la serie interminable que prolonga y agrava la hegemonía continental de los Estados Unidos. Un nuevo congreso de ratones presididos por un gato.
Las generaciones que suben, penetradas de altos ideales, no han de conceder gran importancia a este simulacro de deliberación conjunta. Hasta los desplantes de ruidosa independencia, que no han de faltar, tienen que caer en el vacío porque todos sabemos que no son más que ardides para dar a la opinión satisfacciones aparentes y ocultar la sujeción fundamental.
Mientras la América Latina esté gobernada por políticos profesionales cuya única función consiste en defender los privilegios abusivos de la oligarquía local y en preservar los intereses absorbentes de los imperialismos extranjeros, ninguna evolución puede ser posible. Se multiplicarán los espejismos, pero, en su esencia, la sujeción se agravará.
Nuestras repúblicas no pueden ser salvadas por los que las vienen empujando hasta el borde del abismo. Sólo con ayuda de hombres nuevos y de ideas nuevas reconquistaremos la independencia, crearemos una verdadera nación y realizaremos el porvenir.
[Manifiesto lanzado desde París, en noviembre de 1933, con motivo de la VII Conferencia Panamericana, a realizarse en Montevideo. Archivo Gral. de la Nación Argentina].

AMERICA LATINA POR ENCIMA DE TODO (1939)

EN EL LIBRO que el lector tiene en sus manos, cuyo título La Patria Grande, subraya el sentido general de un intento, selecciono las páginas más significativas entre los innumerables estudios, artículos y manifiestos lanzados al azar de la lucha sostenida durante veinte años alrededor de un ideal. Indispensables para apreciar la trayectoria del esfuerzo, estas hojas dispersas forman un volumen coherente, cobran unidad al calor del pensamiento central y dan, en cierto modo, término a la dilucidación de un problema que me preparo, sin embargo, a examinar, bajo otra faz, en un libro en preparación, cuyo título puedo adelantar desde ahora, La reconstrucción de América.
Aunque algunos comentarios se refieren exclusivamente a una república, se aplican, en realidad, a todas las naciones del continente y aunque otros tengan en vista a todo el continente, se ajustan, con poco esfuerzo, a la situación particular de cada país. Porque, con variantes graduales y a través de perspectivas diferentes, se pueden comprobar idénticos fenómenos, parecidos dilemas, análogas inclinaciones y armónicas finalidades en las diferentes repúblicas, que, a pesar de su aislamiento, obedecen al ritmo de sus atavismos y de su situación en el mundo, dentro de una gravitación y una cosmología independiente de la distancia y de las mismas desavenencias accidentales.
Para las nuevas generaciones latinoamericanas, ajenas a las ambiciones directas del poder, preocupadas por el porvenir de nuestro grupo y exaltadas por un ideal de resistencia a las influencias extrañas, la expresión "Patria Grande" tiene dos significados. Geográficamente, sirve para designar el conjunto de todas las repúblicas de tradición y civilización ibérica. Desde el punto de vista cultural, evoca, dentro de cada una de las divisiones actuales, la elevación de propósitos y la preocupación ampliamente nacionalista.
Si deseamos conquistar para nuestro núcleo la más alta situación posible, tenemos que perseguir los dos empeños a la vez. La patria grande en el mapa sólo será un resultado de la Patria Grande en la vida cívica. Lejos de asomar antinomia, se afirma compenetración y paralelismo entre el empuje que nos lleva a perseguir la estabilización de nuestras nacionalidades inmediatas y el que nos inclina al estrecho enlace entre los pueblos afines.
Combatir en cada país la visión limitada, difundiendo un espíritu ágil que nos vigorice y nos levante hasta la cúspide de las más atrevidas esperanzas y ampliar al mismo tiempo la concepción de la nacionalidad integral, abarcando hasta los límites del Nuevo Mundo de habla hispana, en una superiorización de perspectivas políticas y raciales, no es, en realidad, más que mostrarse fiel a la tradición de los iniciadores de la independencia, que no fueron ensimismados parlamentarios o gobernantes prolijos, atentos sólo a predominar localmente sobre otras facciones, sino caudillos de la grandeza general, deseosos de sumar fuerzas paralelas, para culminar en una entidad poderosa, capaz de hacer sentir su acción en el mundo.
Por encima de la política adoptada en la mayoría de nuestras repúblicas, la presencia espiritual de Bolívar y San Martín se hace sentir en el alma de la juventud y en la conciencia del pueblo, provocando reservas ante la imprevisión que, en el orden interno, nos recluye en una ebullición constante y nos induce, en el orden internacional, a las rivalidades más peligrosas.
El problema primordial de la América Latina no es el de saber quiénes son los hombres que han de gobernar o cuáles son las regiones que han de ejercer vano predominio, sino el de crear las fuerzas vivientes que valoricen la riqueza y el de asegurarnos la posesión integral y durable de nuestro suelo.
En el campo nacional como en el dominio internacional, urge reaccionar contra los localismos individuales y geográficos. No hay que perseguir la política que favorece el encumbramiento de las personas o de las pequeñas entidades, ni la que ofrece el triunfo a una generación, ni la que anuncia el auge dentro de un radio limitado sino la que, sobre el dolor de nuestros propios sacrificios, asegure el triunfo y la perdurabilidad de la patria.
Nacido en la Argentina, he pensado siempre que mi república, engrandecida en el orden económico por el esfuerzo creador, estaba destinada a magnificarse espiritualmente en América, iniciando desde el Sur una política de coordinación con las repúblicas hermanas. Este libro es reflejo de esa preocupación, a la vez nacional y continental. Hacer que cada una de las naciones hispanoamericanas desarrolle su esfuerzo máximo para elevarse y facilitar la colaboración de todas al calor de un recuerdo y bajo la urgencia de una necesidad tomando como punto de apoyo la zona menos amenazada, me ha parecido el propósito más alto que podían perseguir las nuevas generaciones en marcha hacia la democracia verdadera y hacia la patria final.
Las ideas avanzadas que me han reprochado algunos, el socialismo que, en horas en que la acción se sobrepone al pensamiento, me llevó a militar directamente en las agrupaciones de ese credo, no fueron más que aspectos accidentales o complementarios dentro de esta vasta y profunda inquietud de la patria en formación que, para lograr campo y aire, tenía que evadirse de los egoísmos del nacimiento, de las supervivencias coloniales.
En la perspectiva de mis preocupaciones, apareció siempre en primer término el fervor de los destinos de la nación en su conjunto durable e histórico. Así llegué hasta considerar en algunos momentos como secundarias las teorías o los sistemas que se podían emplear para alcanzar el fin superior. El ideal fue: la América Latina por encima de todo, pero la América Latina grande por la amplitud de sus concepciones, por la elevación de su vida cívica, por la convicción de su unidad.
Para las nuevas generaciones que se levantan gloriosamente con el presentimiento de las realizaciones del porvenir se abre una época de fecunda acción y de grandes responsabilidades. Está en juego la orientación, el derrotero, el destino mismo del conjunto hispano. Y es la juventud la que en último resorte debe imponer el rumbo. Sobre ella recae, pues, la misión peligrosa y magnífica de servir de proa en medio de los acontecimientos y en medio de las ideas, de acuerdo con las tres fuerzas que la definen: el desinterés, la audacia y el idealismo.
Nuestras tierras de América esperan el advenimiento de una reconstrucción social, nacional y continental que les dé forma y jerarquía, libertándolas en todos los órdenes de los viejos errores políticos y de las supervivencias coloniales, para hacerlas entrar en las nuevas rutas que se abren a la humanidad.
Así, muy nacional y muy moderna, en la realidad de su ser, no en el sonambulismo de las ideas heredadas, podrá realizar la juventud la obra que las necesidades y las esperanzas actuales imponen a los grupos que quieren perdurar y superarse. Al margen del cálculo, de la timidez y del odio, ha de ser esa juventud la fuerza incontaminada que purifica y eleva, sacando inspiraciones de su propia iniciativa, de su propio resplandor.
[Fragmento del prólogo a la segunda edición de La Patria Grande. Viña del Mar, Chile, mayo de 1939).

ESTADO SOCIAL DE IBEROAMERICA (1940)

1. Imitación.
ACLIMATADOS en beligerancias de reflejo, nuestros países han interpretado hasta ahora como desafinación las tentativas para pensar por cuenta propia. Se habituaron a tomar ideológicamente partido dentro de la vida de los demás y a trasladar fórmulas. Toda tendencia a suscitar inspiraciones o expresiones originales desentona o parece prematura. Entra por mucho en ello la supervivencia de hábitos coloniales, así como la gravitación de irrupciones cosmopolitas posteriores a la independencia. Factores divergentes entre sí, desde luego; pero concordantes, en el sentido de retardar la aparición de lo que puede llegar a ser la modalidad y el genio nativo.
En el curso de esta guerra, como en el curso de la guerra de 1914, ha sido fácil comprobarlo. Las mismas directivas falsas que entorpecieron, desde el punto de vista histórico y social, el crecimiento de la fauna y la flora que corresponde a la geografía humana y a la realidad de las tierras nuevas, hicieron imposible también una concepción iberoamericana de nuestros intereses y una adecuación de nuestro espíritu a las necesidades que impone el trascendental suceso.
Por eso resulta complicada la tarea. Hay que buscar las causas por encima de los efectos. Hay que poner toda una evolución histórica en tela de juicio. Hay que examinar los resortes de nuevo, como si la vida empezara otra vez.
La guerra actual ayuda en ese sentido a comprender los errores que Iberoamérica cometió y hemos de aprovechar la circunstancia para alcanzar una idea de nuestro estado social.
Siempre he pensado que la más alta expresión del patriotismo no consiste en aplaudir los males o en esconderlos, sino en perseguir, con ayuda de la crítica serena y bien fundamentada, el mejoramiento colectivo. La nacionalidad se elevara, más que con la adulación, con el examen, con el diario esfuerzo de creación que puede dar nacimiento a una concepción clara de nuestro estado y nuestras necesidades.
Prisionera de una engañosa tradición, la actividad de Iberoamérica ha reposado, hasta ahora, sobre la memoria. Frente a los problemas que se presentaban, en vez de estudiar los hechos o los métodos posibles, se inclinó a buscar ejemplos. Lejos de inquirir: ¿qué es lo que conviene hacer?, se preguntó siempre: ¿qué es lo que hicieron otros?.
Este sistema —absolutamente contrario al que favoreció en Estados Unidos el florecimiento de una vida poderosa y original— ha dado por resultado el adormecimiento de los pueblos en una atmósfera de imitación. En el orden político, económico, social, el ideal invariable ha consistido en trasplantar lo que existía en otras naciones, en otras ciudades, en otras almas.
Así ha nacido una civilización sin sinceridad y sin raíces, un adelanto convencional, basado en las formas exteriores, más que en los resortes íntimos, que no brotaba del medio y no estaba ligado a él. Como resultado, hemos visto más progreso aparente que beneficios reales.
Desde la Constitución de las diversas repúblicas hasta la construcción de las viviendas, se encuentra la inspiración de lo que florecía en otras zonas. No se tuvo en cuenta la personalidad, la correspondencia necesaria entre las expresiones y el medio. Se admitió como normal un destino de imitadores. Todo fue transvasado y transportado de la escena grande a la pequeña.
La evolución de los pueblos obedece, sin embargo, a una lógica. Los hombres del Norte, de cabellos lacios, en comarcas donde sopla el viento en ráfagas poderosas, se meten el sombrero hasta las orejas. Los del trópico, de cabello a menudo indócil, donde el calor arrecia, suelen llevarlo en la mano o ponérselo en la coronilla. Lo único fundamentalmente ridículo es el calco inoportuno, en contradicción con la realidad del ambiente, Resulta tan innecesario levantarse el borde del pantalón en ciudades donde llueve rara vez, como ponerse un casco colonial en Noruega o construir techos inclinados de pizarra en naciones donde la nieve es desconocida.
Trasportada al campo diplomático, político, económico, esta tendencia ha dado como resultado la falta de enlace entre las instituciones y las costumbres, entre los sistemas y las necesidades, entre las teorías y el estado social, haciendo trabajar en falso las energías nacionales.
La experiencia de los otros pueblos sólo es preciosa si se utiliza teniendo en cuenta las particularidades locales. Sólo de una revisión, de un reajuste, de una reorganización de nuestras repúblicas, se puede esperar la futura consolidación de la vida iberoamericana.

2. Rivalidades locales.
Me refiero al conjunto del Continente, sin designar una región o un caso determinado. Lejos de los episodios, concreto observaciones generales para deletrear, en un momento particularmente grave de nuestra vida, los fenómenos colectivos.
Así podemos decir, sin tener en vista ningún caso preciso de ayer o de hoy, que las guerras entre repúblicas iberoamericanas fueron obra, en la mayor parte de los casos, de una visión inexacta. En el Nuevo Mundo la guerra carece de justificación por tres razones:
a) la expansión territorial no puede ser una condición de bienestar para naciones que no han concluido aún de explorar su propio territorio y que no tienen a veces más que dos habitantes por kilómetro cuadrado.
b) no existen incompatibilidades irreductibles entre estados surgidos de la misma composición, que hablan la misma lengua, nuestras colectividades, que luchan con dificultades económicas, no mejorarán su situación contrayendo nuevas deudas.
Hay que tener en cuenta también que esos caprichosos desacuerdos de frontera suelen favorecer intereses extraños, antagónicos entre sí, que pueden encontrar cómodo combatirse, sin riesgo, por intermedio de otros. La competencia entre Inglaterra y Estados Unidos se ha manifestado a menudo en esa forma.
En general, las guerras de Iberoamérica han tenido carácter de guerras civiles, porque desde el punto de vista del interés nacional carecieron de finalidad práctica y de contenido real.
Hay algo ficticio en el choque de dos grupos de hombres que, en comarcas inmensas, renuncian a valorizar los tesoros que poseen, para codiciar los del vecino. En un continente donde los dones de la naturaleza se hallan casi intactos, no puede hacerse sentir la urgencia de buscar la abundancia del otro lado de la frontera. Hasta se podría decir que los únicos beneficios de la discordia los recojerán los intermediarios que proveen, a menudo simultáneamente, de armas y de créditos a los dos bandos.
Se sacrifican hombres, se dilapidan millones, pero, calmada la exaltación, es difícil definir la finalidad del sacrificio. Sólo ha quedado como resultado de esas guerras el debilitamiento, el malestar, la crisis, tanto de un lado como del otro v una creciente sujeción a la influencia inglesa o norteamericana.

3. Gobierno y oposición.
Al considerar el estado social de Iberoamérica, una de las cosas que sorprenden es que, a pesar de la tendencia generalizada a mandar, nuestras comarcas carecen precisamente de una noción clara de lo que es autoridad.
La predisposición a dar órdenes no ha sido siempre acompañada por la facultad de hacerse obedecer. Muchos gobiernos expeditivos, muchos pequeños dictadores fueron sacrificados y reemplazados en Iberoamérica por otros, sin que la fuerza, vencida poco después por la fuerza, engendrase la disciplina.
El fenómeno no es resultado de una fatalidad que condene a estos pueblos al desorden perpetuo. Sólo las costumbres y las modalidades locales de la vida política explican el sostenido descontento y la eterna inestabilidad.
En las patrias en formación, el individuo ha predominado sobre el cuerpo nacional y los intereses pequeños se han sobrepuesto a los grandes. La preocupación de las necesidades públicas quedó en segundo término, cuando no en último. La acción tendió a fines egoístas, limitando el programa a la preeminencia efímera.
“El autoritarismo es durable y creador cuando se pone al servicio de un alto ideal, pero los gobiernos imperiosos, en Iberoamérica, rara vez persiguieron un fin superior. Se limitaron a servir la avidez de riqueza o de mando de los hombres. Y las fórmulas severas, desprovistas de un contenido que las justificase, desmoralizaron a la opinión por la ausencia de finalidad.
El individualismo excesivo, la autoadmiración, el instinto dominador de los grupos exiguos, resultan impotentes cuando se trata de reunir voluntades activas. La tiranía no basta para imponer el orden. El orden es el resultado de un equilibrio encaminado a la solidificación del Estado, es decir, al mayor auge del bienestar colectivo. Los métodos coercitivos sólo cobran valor cuando se hallan al servicio de una obra útil.
Salta a la vista que entre nosotros, tomando las palabras en su significado verdadero, la idea de nación no ha entrado por mucho en los cálculos de la política. Lo que ha imperado, en la mayor parte de los casos, ha sido el deseo de desalojar al rival, la defensa de las posiciones adquiridas, el odio entre los clanes, el sectarismo de una ideología, las preocupaciones subalternas, en suma.
En el orden económico, los privilegios de ciertos grupos poderosos inmovilizaron a las fuerzas nacionales y retardaron las medidas favorables a la prosperidad común. En el orden político, los personalismos sin personalidad mantuvieron a las diferentes repúblicas en la impotencia y la desorganización. Si observamos fríamente, vemos que los males derivan de la concepción falsa que sacrificó la colectividad al individuo y de la ausencia de programas de interés general.
En el curso de estas reflexiones no hay que ver la intención de desaprobar a los que gobiernan para favorecer a los que aspiran a gobernar. Unos y otros se parecen. Hace un siglo que los partidos alternan en el poder, sin que nada cambie en torno. Hasta se podría decir —si cabe la sonrisa— que estamos acostumbrados a ver que los ángeles de la oposición, en lucha con los demonios del gobierno, se convierten, al llegar al poder, en demonios auténticos, mientras que sus adversarios, al caer, recobran las alas, milagrosamente.
Dominando el conjunto de los movimientos en las diversas regiones, comprendemos la inconsistencia de la controversia interminable. Sin poner ahora, en tela de juicio a los hombres —oposición y gobierno— sabemos que sembraron el descontento cuando estuvieron arriba y buscaron la popularidad demagógica cuando estuvieron abajo.
Guiados por la ideología o por la ambición escueta, cegados por apetitos individuales o por postulados abstractos, descuidaron sistemáticamente la tarea fundamental de valorizar el patrimonio y de resolver los problemas esenciales.
Desdeñando toda iniciativa creadora, siempre se levantó una idea sin cuerpo frente a otra idea sin cuerpo. Agitación estéril. Una pala de albañil sólo tiene el valor que le da el plan que la guía. Se puede favorecer la evolución con fórmulas retardatarias. Se la puede detener con procedimientos modernos. El sufragio universal, en sus ritos más puros, es susceptible de consolidar un régimen de excepción. Una medida arbitraria puede restablecer el equilibrio y la justicia. Lo esencial no es el vaso, sino el contenido.
Cuando nuestras repúblicas dejen de lado las palabras para atenerse a las realidades, comprenden el mal de la política. Sobre todo de la política como se practicó entre nosotros. Con sus etiquetas variadas y sus juegos sangrientos desvió a los estados en formación de sus verdaderos destinos, impidiendo la utilización de los recursos de la colectividad por la colectividad misma.
La inclinación a la discordia y la ambición individual corrieron y se eternizaron, subyacentes, sin cambiar nada. Hasta cuando la ideología fue idealista, no correspondió a las necesidades particulares de nuestro estado social. Gobierno y oposición giraron en falso, dentro de una vana efervescencia, al margen de los verdaderos intereses iberoamericanos.

4. La independencia.
Llegando así a la esencia de los fenómenos, descubrimos también que a raíz de la independencia se planteó para ciertos grupos dirigentes el problema de perdurar y de conservar privilegios y para las naciones que, como Inglaterra y Estados Unidos favorecieron esa independencia y estaban al acecho, el de conquistar o ensanchar ventajas comerciales.
La masa de la población que creyó en los postulados separatistas vio fracasar muchas esperanzas. A una metrópoli política se sustituyó una metrópoli económica, y a la clase dominante de la madre patria, la del propio terruño, aliada del imperialismo extraño. No asomó la igualdad soñada en el orden interior, ni en el orden exterior la autonomía presentida. Lo comprobamos desde un punto de vista objetivo, en estricto terreno sociológico y al margen de toda doctrina política, lamentando que sean tan duras las verdades.
Conquistada la independencia nominal, las oligarquías se apoyaron en las fuerzas de captación y éstas encontraron aliados en aquellas, obstaculizando unas a sabiendas y otras sin percatarse de ello, queremos suponerlo, la estructuración del Estado. El caudillismo y las impaciencias políticas utilizaron después, en el curso de un siglo, el malestar y la protesta de la mayoría sacrificada que, pese a la orgía de revoluciones, sólo fue inferior o inepta en proporción a las injusticias y despojos que sobre ella gravitaron.
Desde antes de que aparecieran las doctrinas que ahora se imponen en el mundo, he sido nacionalista en nuestra América porque tuve, sin preparación especial, la intuición del derrotero. Y ese ha sido acaso el punto de partida de mi desacuerdo básico con los grupos diligentes desde que emprendí en 1910, con ayuda del libro y de la conferencia, la campaña que he mantenido hasta hoy contra la influencia asfixiante de Inglaterra y de Estados Unidos.
Escribo en plena atmósfera de sinceridad, sin contemporizar con ninguna fuerza, sin calcular ventajas ni evitar riesgos, sin desarticularme para alcanzar aprobaciones. Me basta con la estimación de los que pueden comprenderme y con la certidumbre de que sirvo a los míos, en una hora difícil en que tantos sólo atienden a salvar sus posiciones.
La vida iberoamericana está enferma de esa deformación que consiste en escribir con dedicatorias mentales, rehuyendo lo que disgusta a este sector, acentuando lo que se cotiza en aquel, evitando lo que puede perjudicar, girando sin tregua alrededor del "me conviene", que excluye toda independencia y altivez. Parece que la mente fuera haciendo zigzag en el campo minado de los intereses dominantes para obtener el producto ambiguo que alcanza el beneplácito y facilita la carrera. De aquí la inconsistencia de los resultados.
Lo debemos, en buena parte, a la falsa democracia, reducida a ser a menudo entre nosotros, socorrido lugar común al servicio de los profesionales de la política. Nada se parece menos a la democracia, es decir, a una organización equitativa que respeta y utiliza todos los valores, que la ebullición papelera y electoral de los partidos de Iberoamérica.
En realidad, la democracia sólo fue representada conscientemente por nosotros, los descontentos, los disidentes; los sacrificados que, en vez de buscar el medro personal, el auge político, hemos observado austeramente las necesidades colectivas, hemos luchado en favor de ellas, sacrificando nuestro porvenir.
A los males de la democracia en el mundo, males que se han puesto en evidencia hasta en los pueblos mejor dotados para practicarla, Iberoamérica añadió los males que nacían de una masa sin preparación para comprender el sistema y de un personal político a menudo inescrupuloso.
Así se desarrolló, durante más de un siglo, la independencia, bajo muchos aspectos, ficticia, de las repúblicas nacidas del separatismo de 1810.

5. Estado semicolonial.
Unas veces a consecuencia del arcaico ambiente colonial, otras debido a la dispersión cosmopolita, los que trajeron una intuición del futuro o una tendencia a plasmar la nacionalidad fueron siempre desatendidos mientras prosperaba la ambición subalterna. Todo ello fruto, en última instancia, de una causa central: la emancipación incompleta. Nuestras repúblicas crecieron a la sombra de fuerzas interesadas en retardar su desarrollo.
Inglaterra y Estados Unidos no han entregado nunca, ni han permitido conocer a fondo, su civilización a los pueblos que consiguieron mediatizar. Lo comprobamos en todas las regiones, con las naturales variantes que impone la raza, la geografía y el estado social.
Los métodos imperialistas de esas potencias evitan y ahogan cuanto puede favorecer la elevación de otros. Sólo trasmiten y difunden lo que juzgan susceptible de facilitar la preeminencia que desean perpetuar.
Crean hombres sólidos y sanos con ayuda de los deportes para que den el mayor rendimiento posible como auxiliares de la explotación. Divulgan ciertas formas materiales de progreso y de bienestar para suscitar necesidades susceptibles de aumentar el consumo que llenarán con su producción de automóviles, calefones, radios, etc. Pero nunca auspician una cultura verdadera, capaz de ser punto de partida de una civilización. Es más, siempre se oponen a ella porque esa cultura podría dar lugar, naturalmente, al desarrollo de un cuerpo completo, a la estructuración de un verdadero Estado. De ahí la educación de juegos florales, puramente literaria, sin base sociológica, sin nociones de filosofía de la historia, sin panorama de economía mundial, que se ha difundido entre nosotros.
Lo peor del imperialismo inglés, así como del norteamericano, no consiste en que se lleva lo más valioso de las riquezas del país sino en que arrasa los valores morales, estableciendo una prima a la inferioridad y al renunciamiento de los hombres. Para llenar cualquier función, hay que someterse o abdicar. Así van prosperando los menos aptos y los menos dignos, y así se va afianzando, irremediablemente, la inferioridad para el porvenir.
El estado semicolonial puede tener apariencias de formal autonomía. Los signos exteriores de la nacionalidad se exhiben abundantemente. Hay aparatosas elecciones. Las cancillerías maniobran como si realmente estuvieran dirigiendo algo. Pero lo esencial se halla en manos de los grandes organismos de captación. Prisioneros de rotaciones secretas, los políticos optan por ignorar o resignarse.
Así vemos que tierras privilegiadas y hombres bien dotados fueron mantenidos durante más de un siglo por debajo del nivel que pudieron alcanzar. Ni las repúblicas consiguieron adquirir músculos de nación, ni los habitantes, vivaces y excepcionalmente intuitivos, lograron el desarrollo superior a que tienen derecho. Todo fue aplazado, atenuado y disgregado para perpetuar la neblina que favorece los planes de los invasores.

6. Realidad económica.
Como las situaciones ficticias se desmoronan universalmente, hay en el mundo una sublevación de naciones proletarias. Los pueblos menos favorecidos se levantan contra los que lo acaparan todo. Siempre tuvieron los grandes cambios de la historia, en medio de la inevitable destrucción, ese punto de partida y esa fuerza propulsora.
Las repúblicas de Iberoamérica son también, en su esfera, naciones proletarias. No por ser fabulosamente ricas, dejan de ser proletarias. Son ricas por la fuerza de producción que llevan en sí. Pero trabajan para otros y dentro del sistema plutocrático, la fecundidad y la abundancia sólo benefician al capitalismo internacional.
Las minas, los cereales, el ganado, el petróleo, cuanto Iberoamérica derrama por los poros de sus territorios ubérrimos, está regulado por las grandes corporaciones financieras de Londres o de Nueva York. Somos países por donde la riqueza pasa; ricos para los demás, pobres para sí mismos.
Como la idea de gobernar fue sinónimo de alcanzar preeminencia sobre el hombre o el partido contrario, nunca se estableció en Iberoamérica un plan nacional para explotar las riquezas, ni un sistema sensato de administración, ni un andamiaje coherente para realizar la patria. Si algo surgió fue por casualidad al azar de la improvisación. En cambio, lo que debía favorecer la transfusión de sangre al extranjero fue organizado magistralmente. Los políticos jugaron con palabras de colores mientras la realidad, la esencia de la nacionalidad, pasaba a manos de los grandes sindicatos o a manos de los acaparadores que en el orden individual presionan al pequeño productor y en el orden nacional anemian al país.
Allí donde se descubrió una fuente de riqueza surgió, al mismo tiempo, un sindicato inglés o norteamericano para explotarla. El estaño de Bolivia pudo hacer la fortuna fabulosa de un hombre y la prosperidad de una compañía, pero no equilibró las finanzas de la república de cuyo suelo se extrae. El petróleo que brota en cantidades fabulosas en ciertas regiones sólo deja el salario mísero que cobran los obreros. Cuando éstos se niegan a seguir trabajando, los aviones de la Columbian Petroleum Company los bombardean, sin que el gobierno del país se entere del atentado que se realiza dentro de su territorio contra los habitantes del país. El 95% del café que se consume en el fondo se produce en Iberoamérica y es paradojal que los organismos que fijan los precios y regulan la producción se hallen fuera de nuestras fronteras. La Argentina y el Uruguay, grandes productores de carnes, exportan ese producto por medio de frigoríficos y flotas extranjeras. La economía de nuestras naciones parece organizada por dementes, en un delirio suicida que los lleva a la inmolación y al renunciamiento. Si a esto se llama república, democracia, libertad y civilización, será porque no nos hallamos de acuerdo sobre lo que estos términos significan.
A esto hay que añadir constelaciones de empréstitos que rara vez se emplean en obras remuneradoras y que exprimen las posibilidades de cada república, con la circunstancia curiosa de que a cada uno de esos empréstitos, la prensa le dedica comentarios ditirámbicos considerando como un triunfo la nueva hipoteca que grava el porvenir del país.
¿Cómo han correspondido los imperialismos de Londres y de Nueva York a esta entrega global de los recursos nacionales? En una carta dirigida a los señores Harris, Fox y Mac Callum, dirigentes de los sindicatos ingleses en la Argentina, dice Raúl Scalabrini Ortiz (diario Reconquista, de Buenos Aires, 15 de noviembre 1939): "Para consolidar y estabilizar la hegemonía británica han creado ustedes ese ámbito de relajación moral en que hasta avergüenza ser honrado y patriota. Ustedes son los provocadores de esa atmósfera de ignominia que llevó al suicidio a hombres de la talla de Lisandro de la Torre y Leopoldo Lugones, que hubieran dado honra a cualquier país de la tierra. Son ustedes los que alejan de las posiciones públicas a los ciudadanos probos y a los estadistas solamente preocupados del bienestar público. Un dirigente moral es para ustedes un escollo, una resistencia que irrita hasta la insolencia. Ustedes quieren que los comandos estén en manos de amorales o de ineptos. Ustedes impiden que las industrias prosperen, porque la industria crea riqueza, fuerza y unidad y porque perjudica a la industria británica y al comercio de importación. Las provincias que no producen nada de lo que ustedes necesitan caen en la miseria sin esperanza. . ."
Ateniéndonos siempre a la Argentina, que es la república más próspera, escribe un argentino de Salta a la revista Ahora de Buenos Aires: "Me da vergüenza ver cómo en nuestra patria, tan grande y tan rica, nos encontramos en una miseria espantosa. Aquí el trabajador no come lo que necesita porque los sueldos que se pagan no permiten el consumo de carne, ni poca ni mucha. Apenas si nos es posible comer las tripas y los desperdicios. Por eso, nuestra raza es cada vez más débil y llegará un momento en que la nuestra será una patria de tuberculosos". Tan grave acusación podría ser puesta en duda si no establecieran las estadísticas que el 50% de los conscriptos de ciertas regiones son inutilizables para el servicio militar a causa de la desnutrición.
Inglaterra y Estados Unidos usufructúan o distribuyen todas las riquezas de la América Latina.
Controlan hasta la respiración de nuestras repúblicas. ¿Es esa asfixia la que vamos a defender interviniendo en la guerra?

7. Nuestras culpas.
Los males que nos aquejan derivan de cierta falta de adecuación al medio que hizo suponer la existencia de patrias ya hechas, cuando todavía no las habíamos construido y del engaño suicida que llevó a cada individuo a pretender medrar en detrimento del cuerpo de que formaba parte. Esto último ha de aplicarse no sólo a la política interior, dentro de cada república, sino a la acción coordinada que pudo desarrollar el conjunto para preservar su autonomía. Y ambos errores fluyen de una sobreestimación de nuestro poder y nuestras posibilidades.
Por eso hemos de venir a una apreciación, a la vez más modesta y más altiva, que será más eficaz cuanto más exacta.
Con las diferencias que impone la geografía, la densidad de población y el desarrollo económico, todos los estados de Iberoamérica sienten una herida o una amenaza. Basta recordar los territorios perdidos (México, las Malvinas, Balice, Puerto Rico...) , la mano de oro de los empréstitos (que cuando llega la oportunidad se convierte en mano de acero de las intervenciones) y la dependencia económica que se pone hoy más que nunca de manifiesto con motivo de la guerra. Todo ello debió aconsejar desde los comienzos a las veinte repúblicas que aisladamente son débiles, una política conjunta de coordinación para preservar su porvenir colectivamente. Esa fue la tesis que, cuando todavía era tiempo, sostuve entre 1911 y 1914 multiplicando libros y conferencias. Pero en cada cancillería había un canciller genial que aspiraba a pasar a la historia en detrimento de la república vecina. Las pequeñas intrigas, las guerras y conflictos irrazonados dentro de Iberoamérica facilitaron la acción de los imperialismos invasores. Fue la falta de visión superior para abarcar los destinos colectivos, el origen de una de nuestras más claras debilidades, ya que en vez de formar un bloque frente a los invasores, los erigimos en árbitros de nuestros destinos.
Si el gobierno autónomo sobrevive a la autonomía, es decir, a la razón que lo hizo nacer, mueve sus engranajes en el vacío y sólo es útil para los que se cobijan a su sombra.
La tendencia individualista creó, a sabiendas o inconscientemente, un ambiente de mistificación. El ansia inmoderada de parecer, la avidez de disfrutar ventajas inmediatas, el vértigo de las falsas preeminencias, abrió el camino a seres interesados, simuladores o pusilánimes. Todo fin ajeno a la satisfacción inmediata pareció lírica ingenuidad. El hombre más respetado fue el que más prosperaba. El más hábil, el que más pronto alcanzó situaciones. Por un espejismo doloroso se identificó el bien con lo que a cada cual convenía. La patria fue la dominación para el político, el latifundio para el gran terrateniente, el privilegio, el negocio, la embajada, el empleo, la mísera pitanza individual. Se oía decir "no soy un Cristo", con sonrisa que pretendía marcar inteligencia y desdén por los que se sacrifican. "La vida es corta y hay que aprovecharla". En la embriaguez de la fiesta, cada cual perseguía su ventaja, su ambición, su vanidad y así avanzaba el navío, sin que nadie se preocupase del peligro que podía alcanzar a todos.
Sólo puede ser fuerte un grupo nacional cuando cada uno de sus componentes adquiere la certidumbre de que los individualismos divergentes preparan la derrota y cuando dejando de lado lo teórico, lo convencional y lo pequeño, cada cual se sacrifica y afronta la obra que exigen las circunstancias.
A estos errores hay que añadir los que nacieron de una concepción falsa y declamatoria que nada tiene que ver con el gobierno de los pueblos. Con ayuda de frases sonoras como "necesitamos brazos", "que vengan capitales", "América para la humanidad", etc. se abrieron las puertas a todas las avideces. Las naciones se han hecho y se harán siempre alrededor de particularidades que concentran y no alrededor de generalidades que dispersan. Una patria no es un ejército de salvación abierto a los desheredados sino un conglomerado sujeto a imposiciones de preservación vital que lo llevan a cuidar más lo propio que lo ajeno, más lo práctico que lo teórico. No es posible crear nacionalidades sin nacionalidad. Nuestro punto de partida está en el cruce de caminos de la América autóctona con la conquista ibérica. Esa es la realidad nacional. En cuanto a la realidad espiritual, no puede ser otra que el idioma castellano y la cultura hispana que se sobrepuso. Las nacionalidades en formación no podían ni pueden, desde luego, desarrollarse sin la ayuda de técnicos, sin el apoyo de créditos, sin un espíritu universal. Pero ha de ser en la medida y en el límite de lo compatible con el mantenimiento de sus características, buenas o malas, dentro de su esencia inicial.
Esta inconsistencia, esta vida al día, en fachada, sin reservas de profundidad, inspirada toda en una concepción existista dio por resultado la eliminación sistemática de los valores reales que pudieran aportar una contribución eficaz a la obra en construcción. La mediocridad, la incapacidad, empuñó la dirección en todos los sectores, favorecida no sólo por la influencia extranjera interesada en evitar andamiajes serios, sino por el fermento envidioso disfrazado de democracia que arrasó jerarquías mentales y morales para nivelar en el beatífico cero que no hace sombra a nadie.
Con la crueldad saludable del cirujano hemos de remediar estas fallas si queremos seguir viviendo.
[Escrito en Viña del Mar, Chile, en 1940. Inédito. Archivo General de la Nación Argentina].

EL NATIVO NO HIZO LA PATRIA (1950)

Nos VEMOS en la necesidad de admitir que las colonias españolas, al emanciparse, no defendieron su autonomía, ni afianzaron la armonía interior, ni valorizaron sus recursos, ni alcanzaron conciencia del papel que les tocaba desempeñar. Se entorpeció, por encima de todo, la facultad de crear. Pese a la independencia aparente, toda iniciativa y todo esfuerzo siguió ajustándose a fórmulas importadas. Cuanto vivificó la tierra nueva continuó siendo accionado desde lejos. Cada empresa próspera dejó sus beneficios fuera de la colectividad. No se hizo sentir uno de esos movimientos unánimes que renuevan el espíritu y le permiten adueñarse de lo que le rodea.
Ferrocarriles, minas, tranvías, teléfonos, petróleo, cuanto debió ser nuestro, cayó en poder de empresas de otro país. Los productos naturales fueron acaparados y vendidos por sindicatos extraños que se quedaron con el mejor beneficio. La tierra misma empezó a ser, en algunas regiones, propiedad de formidables consorcios que obtuvieron concesiones exorbitantes. Y aun en los grandes centros, donde la vida adquirió ritmo acelerado y progresista, los resortes esenciales quedaron en poder del extranjero. Hasta llegar a la situación actual, en que cada vez que descolgamos un receptor, subimos a un tranvía o encendemos una luz dejamos caer una moneda en fabulosos rascacielos distantes.
El nativo no hizo la patria. La dejó hacer por otros. Pero expió su desidia, porque la patria, hecha por otros, se le escapó de entre las manos.
Ya no se celebra el 12 de Octubre sino el 14 de abril. La producción literaria de Iberoamérica se juzga y se premia en Nueva York. Hasta empiezan a llegar misioneros católicos que hablan inglés y proceden de Estados Unidos. Todos los caminos del continente de habla hispana parecen conducir hacia Washington... Porque si Inglaterra se fortaleció en detrimento de España, los Estados Unidos han venido después a fortalecerse en detrimento de Inglaterra, completando, al agravar nuestro sacrificio, la evolución inevitable de su propia raza.
Inglaterra trató de aprovechar su hora. Cuando perdió sus colonias en el Norte, buscó una revancha en el Sur. Primero intentó desembarcar en el Río de la Plata en 1806 y 1807. Después apoyó el separatismo de las colonias españolas, deseosa de sustituir a la antigua metrópoli, por lo menos, desde el punto de vista comercial. El origen de nuestra emancipación no hay que buscarlo, pese a los textos, en las dificultades de la monarquía española batida por Napoleón sino en el instinto de desquite de un perdedor que trata de compensar sus reveses ganando nuevas factorías.
Tanto Inglaterra como los hombres de nuestra emancipación se limitaron pues a hacer el juego de rigor. Lo único que sorprende es que los que encabezaron el movimiento separatista iberoamericano no tomasen las precauciones que tomaron los Estados Unidos, ayudados, en condiciones análogas, por Francia. Al desatender esta precaución, nuestro movimiento cobró un carácter esencialmente verbal, preceptivo y hasta ingenuo, puesto que olvidó realidades económicas que otros más sagaces no dejaron de aprovechar.
En medio de esta brega alrededor de posibilidades futuras que Inglaterra trataba de captar para resarcirse de la pérdida de sus colonias del Norte, apareció como factor nuevo, el crecimiento inesperado de los Estados Unidos.
Los treinta años de ventaja en la independencia que nos llevan, les permitieron asistir con discernimiento y cálculo al balbuceo de las naciones del Sur. Así se opusieron a que Bolívar llevase la independencia hasta las Antillas y así favorecieron entre nosotros el desmigajamiento que ellos evitaron, no sólo al constituirse sino más tarde, al estallar la guerra de secesión. La ley eterna de todo conjunto que acecha o teme a otro es hacer lo posible por fraccionarlo. Así facilita su acción. Hay también de esta sutileza millares de ejemplos en la historia y sería vano recordarlos.
Podemos ir descifrando de esta suerte a través de rápidas evocaciones las causas de la desigualdad en la evolución para llegar hasta el hueso de lo que aspiramos a definir.
Las antiguas colonias españolas surgieron a la vida cercadas por dos acechanzas contra las cuales no supieron precaverse. La acechanza de Inglaterra en los comienzos, y en seguida, la presión de los Estados Unidos que desalojó gradualmente a la primera en beneficio propio.
Como consecuencia lógica los trece estados, con una extensión de un millón de kilómetros cuadrados que constituyeron el primer núcleo de las colonias inglesas emancipadas, quintuplicaron y más que quintuplicaron su territorio extendiéndolo desde el Atlántico hasta el Pacífico para ejercer acción preeminente por el Caribe hasta más allá del Ecuador. Como consecuencia igualmente inevitable, Inglaterra se sintió empujada hacia el extremo sur, donde, apoyada en las Malvinas, consiguió seguir ejerciendo la irradiación excluyente que frenó o supervigiló el desarrollo de estas zonas, hasta que se produjo la revolución de 1943 y Perón dio a la Argentina vida nueva.
Los dos colosos, rivales a ratos, pero en último resorte solidarios, pesaron así sobre Iberoamérica, cuyo error capital consistió en olvidar la existencia milenaria del imperialismo y en desconocer las condiciones modernas del mundo que exigían nuevas formas de pensamiento y de acción. Estos errores nos impidieron colocarnos desde el primer momento dentro de la realidad del continente y dentro del momento porque atravesaba la evolución humana.
Ha llegado el momento de recapacitar. Hasta ahora hemos hecho lo que convenía a los extraños. Hemos sido lo que otros querían. Empecemos a ser y a pensar de acuerdo con nuestras necesidades. Este libro aspira a servir de modesta contribución para estudiar, con ayuda de los antecedentes, lo que conviene a nuestro estado. Razonemos al margen de todo lirismo. Al margen de todo apasionamiento. Al margen de la misma guerra reciente y de la que asoma. Sólo debe preocuparnos el destino de nuestra América. Es evidente que los anglosajones hicieron lo que convenía para la prosperidad de su conjunto y desde su punto de vista procedieron lógicamente. Pero salta a los ojos también que nosotros, desde nuestro punto de vista Iberoamericano, no hemos intentado hasta ahora nada de lo que se imponía para contrarrestar esa acción.
El momento ha llegado. No hay que dejarlo pasar.
[Manuscritos de Ugarte encontrados después de su muerte, en base a los cuales se preparó su libro póstumo La reconstrucción de Hispanoamérica. Fechados en noviembre de 1950, la edición de Editorial Coyoacán, Buenos Aires, corresponde a diciembre de 1961].

NOTAS

No debe sorprender esta incomprensión de Manuel Ugarte, en 1901, acerca de la acción ejercida por el imperialismo inglés en el sur de América Latina, especialmente en la Argentina y Uruguay, convertidas en verdaderas "Granjas” de su "Graciosa Majestad". Nadie advertía, por entonces, esa sutil dominación lograda merced a la penetración económica, sin desembarcos prepotentes de marinos, al uso yanqui y que, por el contrario, toleraba el mantenimiento de los signos formales de la soberanía.
Recién la crisis mundial del año 29 pondrá al desnudo, por ejemplo, el sometimiento ejercido por Inglaterra sobre la Argentina y el mecanismo de subordinación semicolonial será recién denunciado por Raúl Scalabrini Ortiz en 1934.
Sin embargo, también en este terreno, Ugarte revela su lucidez porque ya en El porvenir de la América Española incluye a Inglaterra como ejerciendo predominio sobre el sur de la América Latina. Luego, en La Patria denuncia a los ferrocarriles británicos como factor retardatario del progreso; y al liberalismo económico, como traba al desarrollo de las fuerzas productivas. Asimismo, la denuncia de Ugarte acerca del carácter reaccionario que asume en las semicolonias "la división internacional del trabajo" y su convicción de que los pueblos que no industrializan sus recursos naturales están condenados al vasallaje y la miseria, se convierten en argumentos poderosos contra el predominio británico. Finalmente, en 1940, como podrá leerse, se refiere ya más definidamente a la "influencia asfixiante de Estados Unidos y de Inglaterra" sobre América Latina.
2El Comité Pro México se funda en Buenos Aires por iniciativa de Ugarte con motivo del bombardeo al puerto de Veracruz, México, producido el 21 de abril de 1914 por la escuadra norteamericana comandada por el contralmirante Fletcher y posterior desembarco de "marines" sobre dicha ciudad.
3Como puede observarse en este artículo, Ugarte analiza con mayor precisión la subordinación latinoamericana al identificar más tajantemente a las oligarquías nativas, como cómplices del imperialismo, ahondando así su concepción de años anteriores en la cual esa responsabilidad aparece, a veces, difusamente considerada.


capitulo I de LA NACIÓN LATINOAMERICANA

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