lunes, 14 de enero de 2013

Antecedentes Coloniales

por Luis Alberto de Herrera
   
Para acentuar el concepto sensato, evoquemos la transición libre de las colonias norteamericanas. Ellas ofrecen el reverso de la medalla.
España había querido convertir a medio hemisferio en un Escorial, lapidar sus energías vitales, tapiarlo, levantar empalizadas en la línea de su horizonte, cerrarlo, a cal y cantona la vacuna de todos los intercambios.(1)
Inglaterra toleró el desenvolvimiento natural de la parte del mundo elegida por sus vasallos para edificar su dicha. Esa condescendencia no tuvo siempre el mérito de la espontaneidad y, más de una vez, la celosa metrópoli quiso detenerla evolución autonómica de su prole ultramarina. Pero algunas reacciones autoritarias de ese género desaparecen, perdidas, en el torrente triunfal de aquella emancipación en marcha.
Es común en los historiadores colocar en oposición el tipo de esas dos colonizaciones y, lanzados en el declive de la prueba antagónica, cargar las tintas en el elogio de una y en el proceso de la otra. Así, frente al conquistador ibérico, atributado, en exceso, con cualidades rapaces y sanguinarias -que no fueron ciertas en muchos casos- se bosqueja siempre la silueta del proscrito puritano que, abrazado al evangelio y a su derecho, llegó náufrago, pero más altivo que su monarca, a las remotas playas del norte. Así, la sed del oro, que alentó la ambición de casi todos los exploradores del sur, ha sido marcada con reprobaciones a fuego, con injusto olvido del atraso de los tiempos. Así, se flagela, sin piedad, en nombre de la moderna tolerancia, a ¡a intolerancia religiosa de la conquista. Así, se extrema el reproche merecido por la legalización de la trata de negros y por el exterminio tenaz de los indígenas, reproche cxtcnsiblc al funesto régimen económico de la metrópoli.
Todo eso es exacto; pero no es del lodo exacto suponer a las colonias inglesas ajenas a idénticas imperfecciones.
Según la ley de Massachusetts,
"quien, gozando de buena salud y sin razón suficiente, omita, durante tres meses, rendir a Dios un culto público, será condenado a diez chelines de mulla". Media diferencia entre esc castigo a la incredulidad y los excesos que han visto otros ambientes; pero el mismo error vibra ahí.
Dice Tocqucville:
"Virginia recibió a la primera colonia inglesa. Los inmigrantes llegaron en 1607. En esa época Europa estaba todavía singularmente dominada por la creencia de que las minas de oro y de plata fundan la riqueza de los pueblos, idea funesta que más ha empobre­cido a las naciones europeas que las aceptaron y destruido más hombres en América que la guerra y todas las malas leyes juntas. Fueron, pues, buscadores de oro los que se enviaron a Virginia; gente sin recurso y sin conducta, cuyo espíritu inquieto y turbulento mortificó la infancia de la colonia e hizo inciertos sus progresos. Enseguida llegaron los industriales y cultivadores, raza más moral y más tranquila, pero que no excedía, por ningún motivo, al nivel de las clases inferiores de Inglaterra. Ningún noble pensamiento, ninguna combinación inmaterial presidió a la funda­ción de los nuevos establecimientos. Apenas creada la colonia se intro­dujo en ella la esclavitud. Este fue el hecho capital que debía ejercer una inmensa Influencia sobre el carácter, las leyes y el porvenir todo entero del Sur", (2)
En cuanto al concepto restringido del comercio, inspirado por un engaño semejante al que hacía mágico el metal precioso y desdeñables las riquezas de
la tierra, no era patrimonial de nuestra metrópoli, También Inglaterra le dio cursó legal y, aun después de las sonadas revelaciones económicas de Adam Smith, que rectificaron rumbos, se continuó exigiendo el monopolio de la producción transatlántica.(3)
Pero resta decir, para no extraviar las opiniones, que si el gobierno inglés, dueño de los mares y de una poderosa marina mercante, podía permitirse el lujo deesas aberraciones -pues de todos modos el desahogo productor de las colonias estaba en sus playas-, el gobierno español, sin buques y con su bandera perseguida por todos los corsarios, moroso hasta para jxmer en el istmo los galeones semestrales, abastecedores de todo un mundo, no estaba en condiciones de incurrir, sin enorme perjuicio, en
esos extravíos de la época.
Por otra parte, la crueldad de los invasores la conocieron todos los aborígenes de este hemisferio. Esta certidumbre la abonan las crónicas viejas.
A ese respecto leemos lo siguiente:
"Los indios recorrían, desde siglos, las soledades. Ellos podían considerarse como los propietarios del suelo. Los blancos se habían creído con el derecho de desposeerlos por la violencia. Los españoles no conocieron otra práctica. Los puritanos ingleses la habían adoptado y, viviendo en una guerra continua con los indígenas, comprometieron a su religión en más de un acto de pérfida barbarie".(4)
No procedieron así, dígase en su honor, aquellos cuáqueros admira­bles, que sólo aspiraban a obtener la libertad interior y a respetar en los demás ese sagrado.
Responden estas observaciones, que formulamos de paso, al deseo de no aparecer en solidaridad con juicios radicales y de muy cómodo simplismo que presentan opuestas a las civilizaciones iniciales de las dos Américas: luminosa,
impecable, allá; despótica, vergonzante, como flor de ignominia, aquí. Cada cuerpo dibuja su sombra; pero nunca con esa intensidad.
Acaba de decir en la Sorbona un reputado escritor americano:
"Jamás la intolerancia religiosa y las diferencias sociales han sido más exageradas que en la Nueva Inglaterra y en Virginia. En ¡as colonias del centro, como Nueva York, Pensilvania y Delaware, donde la proporción de colonos de Holanda, de Francia y de Alemania era mucho mayor, prevalecía un espíritu mucho más tolerante y más liberal. Pero, con todo, es necesario reconocer que, al principio, en ninguna parte de América el espíritu de confianza en sí mismo fue realmente unido a ese complementonecesario: el espíritu de equidad".(5)
La homogeneidad de la colonización en el norte, destruida por perniciosos mestizajes en el sur, fue, desde luego, una sólida garantía de éxito social, fortificada por el individualismo sajón, fundador de la fuerza de las unidades, primero, de la familia, más tarde, y de los gobiernos, después. Puritano o descreído, capitalista o desamparado, de clase elevada o de baja extracción, todos los hijos de la vieja Inglaterra y de la ejemplar Holanda, trasplantados al país virgen, traían en el alma un tesoro inagotable: la voluntad férrea de bastarse a sí mismos.
Para nada intervinieron en su odisea las administraciones centrales, a no ser en el otorgamiento de cartas de dominio regional.
Esos subditos emigraron para no volver y tan así lo cumplieron que hubo época en que hasta de ellos se perdió memoria.
Por eso no sorprende, es derivación lógica, el pacto sobre libertad de comercio y derecho de votar los impuestos propios, sellado, casi de potencia a potencia, entro la colonia y Cromwell.
¡En este sentido sí que se ahonda la diferencia de orígenes políticos entre unas y otras sociedades del continente!
Conociendo el tan divergente punto de arranque no se concibo a los
<>vecinos de Boston atados al capricho inapelable del soberano y buscando la fórmula de su prosperidad en la orilla del Támesis, como tampoco Alcanza el pensamiento, a los pobladores de nuestro escenario, bosque- la vida propia con prescindencia de la corte de Madrid. Procedentes 11 <>absurdos, los mismos títulos, las mismas ordenanzas rigieron en la gran <>casa matriz y en la sucursal inmensa. Todas las ideas de la monarquía señora y del vasallo, sometido de rodillas, estaban en el mismo meridiano.
Purgaron con su vida la rebelión contra esta regla de monasterio político los heroicos comuneros del Paraguay y Tupac-Amarú.
Esas dos conductas metropolitanas corresponden a la idiosincrasia lípica de España y de Inglaterra. El britano nace sabiendo que no hay poder sobre la tierra superior a la autonomía de su conciencia; que la
realeza merece su respeto mientras ella no intente atacar el fuero privado de sus gobernados; que la inviolabilidad de, su domicilio, aunque ese domicilio sea una choza, vale por la de cualquier palacio ducal.
Para el hispano todas estas afirmaciones, que consolidan la libertad de los pueblos desde el momento que la tutelan en sus individuos, valdrían tanto como una sublevación; y, aun en el caso de que la letra escrita de los códigos lo autorizara, es tal el hábito del sometimiento que, por costum­bre, nadie se escudaría en ellas para resistir al avance atentatorio de la autoridad.
Mal puede parecer excesivo este criterio a los sudamericanos cuando, corridos siglos, todavía los comisarios dispensan derechos a los habitan­tes de las campañas, en las ciudades se reputa desafío desobedecer a una citación ilegal de la policía y los presidentes reciben, sin pedirlo y por lo común sin merecerlo en algo, el homenaje de las abdicaciones cortesanas.
Sin embargo, en abono elocuente de lo poco que aprovechan los sacrificios sinceros, cuando mal dirigidos, conviene notar que, a pesar de haber sido ingentes los caudales de energía noble aportados por España B la elaboración honrada de nuestros destinos, Inglaterra, que hizo mucho menos por su descendencia nómada, recogió muy superior, espléndida cosecha de satisfacciones morales.
Pocas veces se hace acto de justicia estricta reconociendo que la metrópoli, a la vez de darnos todos sus defectos bien cultivados por nosotros nos entregó también la esencia de sus más elevados propósitos.
Absurdo fue su programa económico; absurdos sus afanes celosos de cerramos al contacto exterior, no bastándole la cinta de castidad remacha­da por las nativas soledades; absurdo el empeño pueril de conservar, por siempre, una dominación negatoria de todas las fuerzas naturales. Pero ese extravío de orientación sólo quita brillo fecundo a la obra mal emplazada, sin reducir la abnegación valerosa, estéril, si se quiere, de la maternidad que se secó los pechos creyendo alimentar al fruto de su vientre.
Tal vez sea éste el aspecto más doloroso de la conquista española. Ninguna tristeza más lacerante que la de acusar el volumen extraordinario del esfuerzo puesto en una empresa nula. ¡Qué despilfarro inútil de audacias, de dineros, de hombres, de leyes y de autoritarismos!
Por si hubiéramos olvidado la visión de ese drama antiguo, donde súbditos y señores salen derrotados de la justa, vencidos por el mismo error el despotismo y la libertad, el mar de México nos ofrece el espectáculo de una isla que ha sido teatro del último episodio de la porfiada equivocación. Y el progreso, que no entiende de sentimentalis­mos, ha castigado la tenacidad, ya insensata, en la falta del poseedor empotrado en prejuicios de piedra, por manos de aquellos otros colonos desdeñables de los siglos oscuros.
Todavía más. Si no creyéramos expresivo tan duro y aleccionador testimonio, volvamos la cara al reciente pasado, a la misma actualidad sudamericana, y en las acciones y reacciones de nuestro ser social, en el exceso de mando ilegítimo y en las violencias irregulares del ideal en marcha, que no atina a cristalizar en la paz, porque aquí la paz no se cimenta en la libertad verdadera, en esas acciones y reacciones encontra­remos el linaje de los viejos errores de la madre patria.
España hizo a América del Sur a su imagen, es decir, unitaria en todos sus servicios públicos y también en sus ideas. El rey, por intermedio del Consejo de Indias y de la Casa de Contratación de Sevilla, ejercía dominio paternal sobre inmensos dominios, mal conocidos, resolviendo por expediente lodos los asuntos, aun los secundarios, surgidos en lejanísimas
tierras. El resorte comunal, la entidad ciudadano, no ocupaba sitio eficiente en esa organización hermética y del más perfeccionado centra­lismo.
Inglaterra también fundió a América del Norte dentro del molde nacional dándole, por tanto, la naturalidad y la soltura de sus hábitos políticos. Su monarca no aspiró jamás a monopolizar, como señor absoluto, la vida interior de sus nuevos Estados y a imponer en ellos su veredicto inapelable, por la sencilla razón de no caber esta tentación en un cerebro inglés. Tan caprichosa injerencia hubiera sido inconcebible en ceno de la sociedad humana que mejor ha honrado las instituciones Ubres y que rinde culto de emblema a la autonomía municipal.
Entrañas de esa diversidad debían, por fuerza lógica, producir frutos Opuestos. Mientras el retoño sajón crecería fiel a su tradición, en la practica saludable del derecho, sin dudar que en su persona y no en el país de origen residía la suerte de la propia voluntad, soberana, el retoño latino solo comprendió ese mismo derecho como una concesión bondadosa del jefe semi-divino de la gran máquina colonial y nunca pudo, ni supo, poner en actividad ese criterio -su sufragio-privado de la ocasión de ejercitarlo.
Por entendido que el primer tipo de la apuntada cultura llevaría, por suave derivación, al régimen republicano, existente mucho antes de pasar por el sacramento de su bautismo.
Tampoco sorprende que el segundo ensayo haya sido escuela de despotismo, necesitándose dar arriesgado salto en las tinieblas para obtener de la democracia sólo su denominación.
Enamorada de su engendro contra natura, España se agotó en el afán imposible de detener la evolución de un mundo, afán tan insensato como el de prohibir al árbol su desarrollo aprisionando con hierros su corteza.
En cambio Inglaterra, sin incurrir en sacrificios mayores, que nadie le exigía, asistió a la ascensión victoriosa de sus colonias enriqueciéndose con su independencia. Una metrópoli quiso remontar la corriente irresistible y todo lo perdió en la demanda quimérica. La otra acató las leyes de la vida y fue honrada por sus hijos. Esta emancipación se señala como un simple suceso complementario.
En efecto, las colonias norteamericanas poseían todos los atributos libres cuando pensaron en declararse automáticas; y el mismo pretexto ocasional de esa revolución -una contienda tributaria- acredita el perfeccionamiento democrático del medio social.
"Nuestra revolución, hablando filosóficamente y con exactitud, no fue lo que se llama una revolución. Fue una resistencia. No se trataba de conquistar derechos nuevos; pero sí de defender los antiguos. Las reivindicaciones de Washington, Adams, Franklin, Jefferson, Jay, Schuyler, Witherspoon y sus colaboradores, se referían a ciertas liberta­des dentro de cuyo concepto los reyes de Inglaterra habían establecido las colonias y que el parlamento se esforzaba en arrebatar. Esas libertades, opinaban los americanos, les pertenecían, no solamente por derecho natural, sino también por derecho de tradición".(6)
Para M. Ribot,
"la América goza la suerte de no haber tenido revolución, porque la revolución de 1776, hecha en nombre de la independencia dé las colonias, no ha sido una ruptura con el pasado".
En opinión de Tocqucville,
"resulta de todos estos documentos que los principios de gobierno representativo y las formas exteriores de la libertad política fueron introducidos en todas las colonias desde su nacimiento. Esos principios habían recibido más grande desarrollo al norte que al sur, pero existían en todas partes".
¿Cómo temer, por otra parte, de la aptitud republicana de una sociedad que ostentaba, orgullosa, entre sus costumbres capitalizadas, la libertad de reunión, de asociación, de cultos, de prensa, el jurado, la inviolabilidad del domicilio y el sagrado de la propiedad?
Ni aun al presente goza América del Sur de ese lote íntegro y efectivo de bienes públicos y ¡cuántas veces no se ve en su seno esgrimir el sofisma atroz para torturar a la hoja suelta, hostilizar el ejercicio religioso, coartar las asambleas ciudadanas antipáticas al sumo Poder Ejecutivo, descono­cer el escudo domicilial y herir el solar del adversario con leyes de confiscación, negativas de todo principio honorable!
Es curioso comprobar que ya en 1623 los vecinos de Virginia, colonia muy posterior en origen a las similares de nuestro continente, le declara­ban al rey, en un memorial, que preferían ser ahorcados antes de tolerar a gobernadores arbitrarios.
Pero mayor precocidad consciente señala el derecho reclamado del rey y obtenido, por ese núcleo inicial de mil individuos, de elegir su asamblea legislativa.
De la manera siguiente calificó Franklin ese admirable temperamento individualista, cívico:
"Tengo alguna fortuna en América; yo gastaría con gusto diecinueve chelines de cada libra para defender el derecho de dar o rehusar el olio chelín, y, después de lodo, si yo no puedo defender ese derecho, sí puedo retirarme alegremente con mi familia a los libres bosques de América, que ofrecen libertad y subsistencia a todo hombre capaz de encebar un anzuelo o de disparar un fusil".
En 1621 los holandeses de Nueva Ámsterdam fundan la primera escuela; en 1636 Boston los imita con la tan celebre universidad de Harvard y con el primer diario, en 1704; en 1731 ese Franklin, sin paralelo, llena de luces, con sus iniciativas, a la docta Filadelfia.
Sobre semejante yunque se forja el alma de las naciones elegidas y nada debe sorprender que ciudadanos salidos de esa fragua fueran celosos de sus derechos hasta el punto de rebelarse los miembros de algunas comunas de Long-Island contra un pequeño impuesto, creado con el fin de pagar la construcción de los fuertes de Nueva York, a título de que tal gravamen no tenía sanción popular. Así definieron ellos la divisa de su ideal democrático:
"Sin diputados no hay impuestos".
Años más tarde se manifestaba, en un petitorio al duque de York, que era
"un intolerable abuso" la demora en otorgar la constitución de asambleas delegadas del pueblo.
En 1693, casi un siglo antes de la independencia, el gobernador de Nueva York escribía a su jefe metropolitano:
"Las leyes de Inglaterra no tienen ningún efecto en esta colonia; ella pretende ser un estado libre.
Las colonias acuñaban monedas, sancionaban leyes y constituciones, levantaban milicias, construían caminos, fundaban escuelas y universidades, decretaban impuestos, desarrollaban el comercio y, esto último, no sin violar o eludir, en ancho concepto, las leyes marítimas de Ingla­terra". (7)
No vacilamos en decorar nuestros párrafos con opiniones corroboran­tes en virtud de que no tenemos la pretensión absurda de sustituir nuestros asertos a los muy autorizados asertos de los maestros. Cabe también decir que estos comentarios no nos separan del fondo del asunto porque, realzando el timbre republicano de las colonias inglesas, que practicaban la libertad verdadera, sin pagarse de pragmáticas y de huecos formulis­mos, y colocando, luego, a su frente a las naciones de América del Sur, lanzadas todavía más al desastre institucional por las declamaciones de la Revolución Francesa, improcedentes en este hemisferio, nos será dado poner en mayor transparencia el error de copia en que hemos incurrido y seguimos incurriendo, nosotros, republicanos sin república.
Edificado el nuevo organismo social sobre el bosquejado cimiento de derecho, su acceso a la mayoría de edad no debía provocar temibles desgarros. Era una juventud en perfecta maduración que, con paso corriente y firme, iba ensayándose en el uso de sus facultades viriles.
Por cierto que a Inglaterra, como a todas las madres, le pareció temprana la fecha en que su descendencia quiso formar hogar propio y presidir nuevas evoluciones fecundas. Pero ¿qué fuerza de raciocinio detiene al grano que, entibiado por el sol, comienza a vivir?
Apenas emancipadas sus antiguas colonias, empezó Inglaterra a ser honrada por la alta sabiduría política de su prole.
Como que siempre había conocido las bendiciones de la libertad, no tuvo necesidad la nueva organización de demoler su pasado adolescente para construir su presente autonómico; al revés de lo que ocurriría a las nacionalidades de cepa española, precipitadas a la renunciación ruda y hasta exagerada de su tradición política a fin de iniciar otra era con otro Estado Civil.
Nada hubo que cambiar; todo estaba hecho.
"La declaración de la Independencia no creó —y ni siquiera quiso crear—un nuevo estado de cosas. Ella reconoció simplemente un estado de cosas ya existente. Ella declaró que las colonias unidas son, y tienen el derecho de serlo, Estados libres e independientes". (8)
Confirma Boutmy:
"Esas colonias tenían de la corona franquicias tan extendidas que ellas renunciaron a elaborar un nuevo texto y decidieron seguir viviendo bajo sus antiguas Cartas". (9) Pero el espíritu liberal de las leyes iniciales no era suficiente para llenar las exigencias, más complejas, del nuevo sistema político, comportando la coordinación federal, por sí sola, un escabroso problema. También necesitaban los listados Unidos darse un dogma constitucional, en armonía con esos llamantes apremios, y dibujar sus alientos de futuro.
Las impaciencias idealistas de nuestro temperamento latino, coloca­das en aquellas circunstancias, se habrían precipitado a la proclamación ruidosa de las más avanzadas doctrinas de gobierno, con descuido de las conveniencias prácticas que siempre, por fatalidad, nos parecen secunda­rias.
No incurrieron en este grave error los legisladores norteamericanos, a pesar de la resonancia mundial de su evolución libre había despertado la admiración del mundo civilizado.  (10)
Por el contrario, ellos pusieron su mayor empeño en producir una obra legal, capaz de consultar las demandas del bien público sin descender a los teoricismos del ensueño; aunque poco pueden temerse semejantes excesos en el hermoso medio político que jamás ha conocido las fiebres malsanas de la demagogia.
Ajenos a todo viento de abstracción, sin embriaguez de ideas, preo­cupados de cumplir a conciencia el mandato de sus comitentes, los legisladores de la Unión sólo se preocuparon de hacer una constitución para los Estados Unidos, limitando su campo doctrinario en las propias fronteras. Cabe advertir, de paso, en abono de la fragilidad de los engendros efímeros, que los decretos universales, con intención de redimir a la humanidad entera, emanados de la Revolución Francesa, no han tenido las benéficas proyecciones positivas del admirable cuerpo de leyes locales, pero de sabiduría perdurable, consagrado, con gesto maduro, por los representantes de una soberanía que no se manchó con crímenes ni despotismos.
El resultado de aquella labor legislativa fue sólido y de eficaz aplicación nacional. En las peripecias de su campaña armada para llegar a la definitiva liberación, los norteamericanos habían podido ver de cerca, en la tela de los hechos, los inconvenientes secundarios de su organiza­ción política y las fricciones provocadas por el juego de las diversas instituciones públicas. De ahí que su mayor empeño fuera ponerse en guardia contra las llamadas enfermedades del gobierno representativo. Cortar las alas a ciertos ímpetus anárquicos en germen; tutelar la libertad, amenazada por el unitarismo doctrinario; poner a cubierto de absorciones futuras la autonomía de los Estados y de los municipios, que la justa cavilosidad federal creía amagada por la fuerza del poder central.
Al conjuro de esa atinada prudencia nació la Constitución de los Estados Unidos, sobria, clarísima, restringida y remachada con creacio­nes originales, tales como la Corte Suprema, habilitada para dirimir diferencias entre los núcleos confederados en los puntos de su texto que ofrecieran sombra de eventuales conflictos internos.
En ese cordón sanitario opuesto al abuso de la libertad estriba el mérito excepcional de la mencionada carta.
"A juzgar por una primera impresión, la Constitución federal podría ser definida como la organización la menos democrática posible de una democracia. Recuérdese que su texto había sido redactado en medio de desórdenes y de violencias que pusieron en peligro los resultados de la guerra de la Independencia. El pesimismo había dominado a más de un antiguo apologista del régimen popular. Se diría que los constituyentes americanos tomaron lo menos que pudieron de ese régimen; ellos toleraron aquello que les imponía el estado de una nación en la cual lidiaban los elementos históricos, económicos y sociales que forman la Sustancia de la aristocracia y de la monarquía. La democracia fue allí, más o menos, lo peor que pudo suceder. Se la encuentra en la base de la Constitución, porque en ese nivel no había otro suelo consistente donde poder asentar el edificio. Pero toda la superestructura, si así puedo hablar, lleva el sello de la tendencia la más extrañamente antidemocrática que jamás haya inspirado a una asamblea constituyente".
En opinión de Sumner Maine, esta vigilante actitud represiva descu­bre el secreto del éxito libre de los Estados Unidos, debido, insiste, a
"la hábil aplicación de freno a los Impulsos populares". (12)
Nada más distante, pues, del concepto latino sobre la democracia que el carácter de las instituciones de esc género en la Unión. El interés común llevó a la confederación, pero con la firmísima y no desmentida voluntad de las partes de sufrir el menor cercenamiento posible en sus fueros locales.
"Considérese la estructura política de la nación. Ella es muy original. Cada Estado de la Unión tiene su existencia distinta, su personalidad, su autonomía, que guarda con celoso cuidado. Massachuselts, New York, Virginia. Ilinois, Texas, California, todos, hasta los más pequeños, como Rhode Island y Maryland, son entidades políticas tan reales, tan conscientes de su propia existencia como la misma Unión de que forman parte. Ellos tienen
sus leyes, sus tribunales, sus impuestos regionales, su bandera, su milicia, sus escuelas y universidades".(13)
De manera que el anhelo legislativo en vista fue, sobre todo, defender la libertad de los Estados como cuerpos, como núcleos de individuos de fisonomía colectiva determinada, con preferencia al individuo en sí mismo, ya garantido en el uso de su libertad por órganos fundamentales aceptados desde los orígenes. .
"La Unión jamás ha cesado de ser concebida, por la inmensa mayoría de la Convención, como un pueblo de Estados más que como un pueblo de individuos. El individuo estaba, por así decirlo, fuera de la cuestión. Los derechos del hombre y del ciudadano, fundamento del régimen democrático, no entraban en la ecuación que la Convención se proponía resolver. Las dos únicas incógnitas que ella buscaba resolver eran la parte referente a las autoridades municipales de los Estados y la parte referente a la autoridad federal". (14)
La composición del Senado, sus facultades y el método de su elección a dos grados, responde a la misma defensiva temerosa, así como también el número de senadores, igual para todos los Estados, grandes o pequeños, sin consultar la población, ni la importancia de cada uno.
Idéntico caso conservador se da en la elección de presidente, no venciendo quien obtiene la mayoría de la opinión nacional —lo que sería más fidedigno— pero sí quien alcanza la mayoría de los sufragios de los Estados, pesando por igual los delegados de New York, con su capital millonaria, como los del más desploblado Estado del Far West.
Pero se acentúa más el significado a antidemocrático de la Constitución de los Estados Unidos apreciando, un instante, el propósito restrictivo, autoritario, inapelable, a que respondió la adjudicación de poderes políticos dirimentes a la cabeza del Poder Judicial.
Es la apuntada una creación propia do los norteamericanos y su valer debe medirse, descendiendo de las nubes, por sus felices resultados nacionales.
¡Singular excepción a la regla electiva! La Corte Suprema, extraña en su composición a las veleidades del sufragio, integrada por funcionarios vitalicios, resuelve todas las dudas constitucionales, todos los conflictos entre los Estados; en una palabra, todas las cuestiones que afectan en lo más hondo a la soberanía americana.
El veredicto de nueve personas corta, como un sablazo, todas las diferencias, sin recibir la tortura de las abstracciones y remitiéndose al campo concreto de las cosas.
Veintiuna vez la Corte Suprema, que no tiene origen popular, ha anulado actos del Congreso, que representa al pueblo, y más de doscien­tas ha observado la legislación extralimitada de los Estados.
Pues la Corte Suprema, opuesta como valla a todas las anarquías, no consulta, por cierto, el teoricismo latino; pero, en cambio, y lo que vale mucho más, responde a las exigencias organizadas de una maravillosa sociedad política que se ofrece como modelo, indiscutido, a la imitación universal.
No es, a buen seguro, la Revolución Francesa, ahogada por ¡a espuma de sus lirismos hiperbólicos, la llamada a dar semejantes soluciones de ventura pública.
¡Pena grande que las naciones de América del Sur persistan en abra­zarse a las ideas generales que, a fuerza de mucho definir, nada definen, en vez de optar por el temperamento de las preciosas contradicciones políticas que nos enseñan los maestros en el cultivo de las instituciones libres!
“No conozco autonomía política más llamativa que esa supremacía de una autoridad no elegida en el seno de una democracia reputada del tipo más extremo; de una autoridad que sólo se renueva de generación en generación en ese medio inestable, que cambia de año en año; de una autoridad, en fin, que podría, en rigor, Invocando un mandato moralmente caducado, perpetuar tos prejuicios de una época cerrada y lanzar un desafío, aun en la esfera política, al espíritu transformado de la nación. Es sabido que el cuarto presidente de la Corle Suprema, John Marshall, estuvo treinta y cinco años en ejercicio".(15)
Para cerrar el cuadro de estas breves observaciones, recordaremos que el sufragio en los Estados Unidos está sujeto a severas limitaciones impuestas, a su arbitrio, por el gobierno de cada fracción territorial.
Al respecto la constitución sólo estipula que el voto no puede ser menoscabado por razones de raza. Después de la guerra separatista se extendió esa prerrogativa a todos los libertos que formaban en las filas políticas de sus liberadores. Pero, así que se suturó el desgarro fratricida, desapareciendo todo peligro de disolución nacional, nada se dijo a los Estados del Sur cuando ellos impusieron barreras indirectas al gobierno de los negros, anulándolo en el hecho.
"Tal es, como yo la siento, la esencia de la democracia en América. Ella no consiste en una teoría abstracta de sufragio universal o de infalibilidad de la mayoría; porque en realidad, el sufragio universal no ha existido jamás, ni existe, en los Estados Unidos. Cada Estado tiene el derecho de determinar sus propias condiciones de sufragio. Pueden exigir títulos: un derecho basado sobre la propiedad o un derecho basado sobre la educación. Al presente ciertos Estados los exigen. Pueden excluir a los chinos: California, Nevada y Oregón los excluyen. Pueden sólo admitir a los indígenas y a los extranjeros naturalizados, como lo hacen la mayoría de los Estados. Pueden también admitir a los extranjeros que simplemente han declarado su intención de naturalizarse: once Estados proceden así. Pueden dar el voto sólo a los hombres o acordarlo a cada ciudadano, hombre o mujer, como lo hacen Idaho, Wyoming, Colorado y Utah".
Por este índice de legislaciones puede medirse toda la intensidad del sentido práctico que deja a cada región resolver sus problemas internos, sin atarla al juego de una doctrina uniforme. Así los Estados del Oeste encaran a su modo la cuestión china, ellos, que sienten el peso de aquella inmigración; y guiado por idéntico cono, .miento, se desenvuelve cada uno dentro de su ambiente social particularísimo.
Ninguna novedad poseen los anteriores comentarios. Con ellos sólo hemos querido avivar las propias memorias del lector, para estar en
latitud de reconocer, luego, en su compañía, que el pueblo de los Estados Unidos, forjado en el ejercicio verdadero de la libertad y legislador desde nii cuna, no quiso auxilio de doctrinas simples para afirmar sus destinos.
A pesar de ser el hábito democrático una segunda naturaleza en el ciudadano norteamericano, se creyó necesario defender el patrimonio común contra posibles excesos y anarquías; y entonces, al bronce Invalorable de la educación se le puso cimiento de granito en forma de leyes celosas y tutelares de su estabilidad.
¡Admirable ejemplo, único en la historia del mundo, el presentado por la nación que, superior a su victoria, no sufre el marco orgulloso de la vanidad y se defiende, ella misma, contra sus eventuales delirios demagógicos!
Ha corrido casi siglo y medio desde esa primavera independiente y ahí continúa decretando éxitos y felicidad pública la carta fundamental de la lejana juventud.
La constitución hija va en camino de ampliar el elogio tributado por Mme. de Staël a la constitución madre, la inglesa, definida por la gran escritora como
"el más hermoso monumento de grandeza moral de Europa".


capitulo II de LA REVOLUCIÓN FRANCESA Y SUDAMERICA

NOTAS

1. PRIETO.—
Lecciones de Historia Patria, México. "El comercio extranjero llegó a prohibirse con pena capital".
2. < >TOCQUEVILLE.
— De la Démocratie m Amérique
3. BOUTMY. — Le Développement de la Constitution en Angleterre. "En 1750, los propietarios se unieron a los curtidores para impedir la entrada del hierro en barras importado de las colonias, por temor de que se fundiera menos cantidad de ese metal en Inglaterra y que el consumo de madera no disminuyese. Los propietarios también son productores de lana; entonces ellos se combinan con los fabricantes de paríos y gravan con un impuesto los percales y de 1721 al 774 los prohíben en absoluto. Este impuesto, renovado en 1774, recién desaparees en lêll ",
4. ALLIER. Morales et Religions.
5. VAN DYKE. —Le Génie de l'Amérique.
6. VAN DYKE. — Le Génie de Amérique.
7. VAN DYKE. —Le Génie de l'Amérique.
8. ídem.
9. BOUTMY.— Etudes de droit constitutionnel.
10. SOREL. —L'Europe et la Révolution française. "La Revolución de America inflamó al continente. A falta de soldados, que enviaban los franceses, los alemanes dirigieron a los americanos volúmenes de poesías. Recuerdo todavía vivamente, escribía un noruego, lo que pasó en Elseneur y en la rada el día en que fue concluida la paz que aseguraba el triunfo de la libertad. La rada estaba llena de barcos de todas las naciones... Todos estaban empave­sados. Los equipos daban gritos de alegría. Mi padre quería penetrarnos del sentimiento de la libertad política. Nos hizo ir a la mesa y beber con él y sus huéspedes a la salud de la nueva república".
GOETHE. — "Se habían hecho mil votos en favor de los americanos: los nombres de Franklin y de Washington resplandecían sobre el horizonte."
11. BOUTMY. — Etudes de droit constitutionnel.
12. SUMNER MAINE, — Popular Government.
13. VAN DYKE. —Le Genie de l'Amértque,
14. BOUTMY. — Eludes de droít conslliutloñnel.
15. BOUTMY. — Etudes de droit constitutionnel.
16. VAN DYKE. —Le Génie de tAmérique

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