lunes, 31 de diciembre de 2012

SOBERANÍA DEL ESTADO

por Jaime María de Mahieu

48. El Estado, soberano de facto

De nuestro análisis anterior sobresale que el poder político que el Estado ejerce no abarca los poderes especializados cuyos titulares son naturalmente, en los distintos grados de la jerarquía social, las autoridades particulares de los grupos y federaciones. Pero no por eso constituye lisa y llanamente un poder más.
Por una parte, en efecto, el Estado domina, merced al poder que le corresponde en exclusividad como grupo funcional y que procede, por tanto, de su poderío orgánico, a las fuerzas constitutivas cuya síntesis realiza. Impone sus decisiones a cada una de ellas, así como a su eventual coalición. Dicho con otras palabras, es soberano en el orden interno. Por otra parte dispone del poderío que va creando por su acción dialéctica y que procede del organismo social entero.
Ahora bien: disponer de un poderío es poseer ipso facto el poder correspondiente. Al Estado, en efecto, corresponde dirigir a la Comunidad en su confrontación con el medio que la rodea, vale decir, imponer su propia afirmación a las Comunidades rivales que ejercen sobre ella una presión constante, sin que, por falta del órgano indispensable, los antagonismos así suscitados se superen nunca. El Estado, por tanto, también es soberano en el orden externo. En ambos casos su poder sólo está limitado por el poderío de que dispone y por las exigencias de su función, que le impiden usar tal poderío (salvo, desde luego, por falta de visión política) en contra de los intereses de la Comunidad.
Captamos aquí el error panjurista común de la mayor parte de los autores de tratados políticos. La soberanía de ninguna manera, una atribución dada al órgano comunitario en nombre de un principio o, peor aún, de una teoría, sino por el contrario, un atributo esencial del Estado. Es perfectamente legítimo, por cierto, estudiar su origen, pero no antes de haber comprobado su existencia y su naturaleza.
Ahora bien: acabamos de ver que, en sus dos aspectos complementarios, la soberanía es inseparable de la función de síntesis que corresponde necesariamente al Estado. Este es, por tanto, soberano de facto, soberano por naturaleza, puesto que no puede perder su función sin desaparecer.
¿Se nos objetará que la soberanía está ligada al poderío, y no al poder que sólo es su expresión, y que por consiguiente, si bien el Estado es en efecto soberano en sí en el orden interno, no lo es en el orden externo sino por delegación de la Comunidad? Sería olvidar dos cosas. En primer lugar, que el poderío comunitario no existe sino por Estado. Sin éste sólo habría poderíos antagónicos que se anularían en el caos. En segundo lugar, que el Estado nunca es otra cosa que el delegado de la Comunidad, no dentro de algún proceso temporal que supondría una preexistencia separada del órgano y del organismo, sino en cuanto es el resultado de una especialización interna del conjunto unitario de que forma parte como instrumento de unificación y afirmación.
El poderío organísmico de la Comunidad no es concebible sino en el Estado, que tiene por función crearlo y proyectarlo, pero el poderío orgánico del Estado sólo es concebible dentro de la Comunidad, puesto que es de naturaleza funcional. Si bien es legítimo, por tanto, distinguir, como lo hemos hecho, el poder que realiza la síntesis y el que emana de dicha síntesis, no es posible separar de ellos la soberanía, que en ambos casos es comunitaria y en ambos casos reside en el Estado.

49. Soberanía y legitimidad

Más seria parece, a primera vista, la objeción fundada en la legitimidad del Estado. Si, en efecto, como acabamos de demostrarlo, la soberanía es un hecho ligado al ser mismo del órgano de síntesis y sólo depende, por tanto, del poder, vale decir, en última instancia, de la fuerza, parece que es independiente de la intención histórica. Dicho de otro modo, un Estado ilegítimo según nuestra propia concepción del capítulo II, un Estado que, por una u otra razón, no asegurara de manera satisfactoria la afirmación presente y futura de la Comunidad, sería tan soberano como aquel que desempeña perfectamente sus funciones.
Semejante razonamiento estriba en un malentendido. Es exacto que la legitimidad no constituye el criterio de la soberanía. Pero no por eso están separados ambos conceptos: es la soberanía la que constituye el criterio de la legitimidad. ¿Nos contradecimos? ¿Reducimos la legitimidad a una mera comprobación de poder después de haberla hecho dimanar de una eficacia intencional? No, en absoluto. Si bien, en efecto, la soberanía procede del poder dicho poder nace de la síntesis comunitaria. Y cuando dicha síntesis se realiza, el grupo social que constituye su instrumento es legítimo. O, de modo más preciso, pues una clasificación de las minorías dominantes en legítimas e ilegítimas siempre resulta un tanto simplista: el Estado es legítimo en la medida exacta en que realiza la síntesis comunitaria.
No hay, por tanto, Estado ilegítimo, pues el grupo que asumiera sin cumplir con ellas las funciones de conciencia, de mando y de síntesis de la Comunidad no sería un Estado. Sólo por una abusiva simplificación de lenguaje hablamos de Estado usurpador: no hay sino Estado usurpado o, mejor dicho, Estado ocupado. Debajo de la ocupación oligárquica o tecno-burocrática, el Estado subsiste, legítimo en la medida en que asegura la permanencia de la Comunidad. Pero está avasallado por una minoría usurpadora que limita su soberanía subordinando a intereses particulares el poder que él conserva, y falseando así el proceso de síntesis, que sigue desarrollándose, aunque de modo insatisfactorio.
En cuanto al Estado que, por debilidad, provoca una crisis revolucionaria, deviene ilegítimo en la medida en que pierde su poder, vale decir, su soberanía. Decimos adrede: deviene ilegítimo. Nunca lo es plenamente. Pues su ilegitimidad absoluta supondría una total incapacidad de síntesis, luego la desintegración de la Comunidad y su propia desaparición.
Es ésta la razón por la cual la revolución nunca señala el reemplazo de un Estado por otro, sino la liberación o el refuerzo del Estado existente por parte de una minoría que poseía ya antes de actuar la conciencia de la intención comunitaria y un poderío propio, pero a la cual faltaba, para ser el Estado, la función, que seguía estando en manos del grupo usurpador o incapaz. Virtualmente legítima, la minoría revolucionaria no llega a serlo efectivamente sino por su incorporación al Estado preexistente, al que devuelve su plena soberanía.
¿Significa esto que el Estado sólo es, en si, una forma vacía que viene a llenar sucesivamente minorías más o menos legítimas? No, pues una forma vacía no puede ser soberana, y una minoría usurpadora haría entonces al Estado totalmente ilegítimo, lo que no es posible, como acabamos de verlo.
El Estado es, en realidad un complejo de funciones necesariamente encarnadas en un grupo social, que se identifica más o menos con ellas y es susceptible de modificaciones internas tanto como de reemplazo. La minoría dirigente, en consecuencia, sólo es el Estado en la medida en que cumple dichas funciones que, en sí y luego en lo absoluto, suponen la soberanía integral y, por eso mismo, la legitimidad sin reserva ni restricción.

50. El marco histórico de la soberanía

Pero no nos movemos aquí en el campo de la metafísica. Sin duda no está vedado, por peligroso que sea, hablar de soberanía, dando al término un valor ideal absoluto, como resultado de un proceso lógico de abstracción. Pero el concepto así elaborado en nuestra mente no es expresión de lo real, ni menos aún lo real en sí. No tenemos derecho a proyectarlo en la historia.
La soberanía no tiene nada de una Idea platónica que informe al Estado. Tampoco la podemos considerar un valor en si que constituya el criterio de nuestros juicios políticos. Ni siquiera tiene existencia propia. Sólo la captamos en cuanto atributo de un órgano social de eficacia relativa que evoluciona junto con el organismo cuya permanencia asegura, y que, por lo tanto, está sumergido por naturaleza en la duración histórica que crea. Vale decir que la soberanía encarnada, la soberanía real, está sometida a la autodeterminación comunitaria y al condicionamiento por el medio. Expresa un poderío dado en su confrontación con los obstáculos que se oponen a su expansión. Y dicho poderío evidentemente no es nunca total ni absoluto puesto que corresponde a tal organismo social en tal momento de su evolución, a una Comunidad cuyo presente surge de un pasado que ya no corresponde al Estado modificar aunque puede, en la medida de su poderío, modificar su expresión actual.
Dicho con otras palabras, el órgano soberano actúa sobre datos que representan la materia prima de su creación histórica y que lo comprometen por su sola existencia. El poder que nace de su poderío en cuanto grupo funcional sólo crea el poder que procede de la afirmación sintética del conjunto en un conflicto permanente con las supervivencias consuetudinarias y jurídicas que son inseparables del presente comunitario porque constituyen la memoria del organismo, una memoria que no está hecha solamente de ideas y hábitos individuales, sino también de relaciones sociales vivientes.
En el orden interno la soberanía del Estado está limitada, pues, por el medio comunitario en cuyo seno se desempeña y fuera del cual no se la podría concebir, puesto que sólo tiene existencia con respecto a él.  Ahora bien: dicho medio tiene una tradición política enraizada con la cual viene el Estado a tropezar cada vez que tiende, por una u otra razón, a innovar. Lejos de encontrar su fuente en el Derecho o la Costumbre, como a veces se sostiene, la soberanía se ve, por el contrario, atada por una concepción y un sentimiento del Estado que no responden necesariamente, en sus líneas generales, a las exigencias presentes de la situación (y nunca, por el mismo hecho de la evolución, responden de modo completo); concepción y sentimiento que no son sino la superestructura ideológica de un sistema institucional dotado de cierta fuerza de resistencia.
En el orden exterior, la limitación resulta todavía más clara, aunque se la niega generalmente por orgullo comunitario o por hipocresía panjurista. Bien se podrá proclamar la soberanía absoluta, en las relaciones internacionales, de los Estados contemporáneos. De hecho, los mismos términos que acabamos de emplear son contradictorios, puesto que toda relación supone una relatividad de los poderes en presencia. Un Estado sólo tendría soberanía absoluta si no encontrara ningún otro poder que se opusiera a él.
¿Cómo no ver, además, que las relaciones entre Estados, incluso su expresión jurídica real, derivan de sus poderíos respectivos? Nada más natural, puesto que, por una parte, un poder que sólo encuentra resistencias mínimas tiende a afirmarse por expansión y, por otra, la presión de la Comunidad fuerte sobre la Comunidad débil constituye para esta última una condición de existencia a la que tiene que adaptarse.
Cualquiera sea, pues, el aspecto en que se considere el problema, la soberanía procede de un poder, y el poder está en función del poderío que expresa en su relación con los poderíos que forman el marco histórico de su afirmación.

51. El mito de la soberanía

¿De dónde viene, en semejantes condiciones, que estadistas y técnicos sean, por lo general, reacios a admitir el hecho tal como se presenta y se amparen en el origen trascendente, real o supuesto, de la soberanía?
Parece, a primera vista, que lo perderían todo si negaran al Estado que constituyen o preconizan un atributo que asegura su independencia, para reemplazarlo por una mera atribución siempre discutible. Pero ésta no es sino una ilusión racionalista. Si el conductor de la Comunidad insiste en declararse apoderado directo – y no por mediación del orden natural – de Dios o de los hombres es porgue así pone fuera de todo alcance un poder que en el plano político real siempre es susceptible de críticas más o menos fundadas.
Órgano social humano, el Estado nunca desempeña sus funciones de un modo perfecto y su legitimidad, tal como la hemos definido en relación con la intención histórica comunitaria, siempre puede ser puesta en duda, de buena o mala fe, por tal o cual coalición de descontentos o de ambiciosos.
La situación es distinta si se admite que el Estado recibe directamente su poder de una potencia soberana absoluta. Ya no necesita, entonces, justificar sus actos. Su legitimidad ya no depende sino de la autenticidad de una delegación cuyas normas de procedimiento fija el mismo beneficiario. De simple atributo funcional, la soberanía se convierte así en un mito, vale decir, en un complejo confuso y variable de imágenes abstractas y concretas que expresa, en una afirmación global, rebelde a todo análisis, un poderío y un derecho que se escapan, de aquí en adelante, del dominio de los hechos relativos para situarse en el campo de lo absoluto.
De tal transposición el Estado saca una doble ventaja. En primer lugar elude cualquier reproche de incapacidad: los descontentos tendrán que dirigirse a todopoderoso Soberano, único responsable en última instancia. Pero, sobre todo, adquiere a los ojos de los miembros de la Comunidad un carácter sobrenatural, en el sentido etimológico de la palabra, que multiplica su poder. El mito siempre tiene más eficacia que el razonamiento cuando se trata de influir en el mayor número, muchedumbre, masa o pueblo.
En primer lugar, porque se impone más fácilmente por el hecho mismo de que su aceptación no exige esfuerzo alguno; en segundo lugar, porque no le son oponibles ni las realidades inmediatas ni los argumentos. En el orden del pragmatismo puro – el del Estado – las teorías de la soberanía sólo tienen valor en la medida que logran convertirse en mitos, confundiéndose así con las creencias de la época, sea que las utilicen, sea que las susciten. Metafísicas por su naturaleza, son psicológicas por su razón de ser y su utilización. Pertenecen, por lo tanto, mucho más al dominio de la propaganda que al de la ciencia política.
Por eso, no sólo el Estado recurre a ellas, dándoles, por supuesto, un sentido conservador, sino también las minorías subversivas o revolucionarias. Parece que un mito de la soberanía sólo puede ser destruido por un mito de la misma naturaleza, y que un Estado sólo puede ser ocupado o liberado cuando el mito que sostenía a la antigua minoría dirigente ha sido reemplazado por otro.
No concluyamos, sin embargo, basándonos en este análisis que toda teoría de la soberanía es científicamente falsa: tratamos aquí, por el contrario, de inducir la que corresponde a la realidad funcional del Estado, vale decir, la que precisamente escapa a toda proyección metafísica o psicológica, Notemos simplemente que la eficacia de una tesis no está en función de su exactitud sino de su poderío mítico de encarnación popular. La ciencia y el arte políticos no coinciden necesariamente.

52. El “derecho divino”

De todas las teorías de la soberanía, la más eficaz y la más fácil de transformar en mito es, sin duda alguna, por lo menos en las edades de fe, la del derecho divino, deformación abusiva de la doctrina católica acerca del origen del poder.
La teoría incorpora, en efecto, la estructura política de la Comunidad en el orden providencial. El Estado, en este caso el monarca, se convierte en el representante directo de Dios en la tierra. Ha recibido de Él la soberanía, que desempeña en Su nombre en el orden temporal. No es responsable, por lo tanto, sino ante Él y el único recurso del pueblo contra la voluntad real es la plegaria. Cualquier negativa de obediencia toma el carácter de un pecado sancionable en el más allá.
El conjunto de las creencias religiosas viene a reforzar así el poder político. No es sorprendente, en semejantes condiciones, que la doctrina del derecho divino haya tentado, ya mucho antes de la era cristiana, a monarcas y teóricos, Más aún, es entre los pueblos paganos donde ha tomado su forma extrema: al emperador del Japón se lo considera un dios, y el caso no es, por cierto, único en la historia.
En Roma misma se rendía culto al César. Ningún príncipe católico puede evidentemente ir tan lejos. Pero, en el siglo XVII, el monarca llega a considerarse un pequeño dios, según la expresión de Jacobo I, y Bossuet no vacila en calificarlo de Cristo, en el sentido etimológico de la palabra, por supuesto, pero no sin que la elección del vocablo deje de ser muy reveladora.
Así llevada a sus últimas consecuencias, la tesis pierde algo de su poderío racional. Pues  en vano buscaríamos un indicio de designación divina de tal o cual monarca o dinastía. La soberanía procede de Dios, pero su atribución no depende sino de una situación histórica. Dicho de otro modo, la voluntad divina se confunde con la evolución social. El Estado no tiene el poder porgue Dios le delega la soberanía:  es soberano cuanto tiene el poder.
Tanto valdría, en tales condiciones, hablar del derecho divino de una fuerza física. Pero el pueblo nunca ha captado nada de las sutilezas doctrinarias de teólogos y legistas. Sólo ha entendido una cosa: el monarca es el lugarteniente de Dios y manda en Su nombre. El mito subsiste, por lo tanto, en toda su integridad.

53. La soberanía popular: el contrato político

La falla racional de la tesis del derecho divino así comprendida proporcionó a Suárez el medio necesario para socavar los cimientos teóricos de la monarquía absoluta.
Dios, único soberano no designa de ninguna manera al titular del poder político. No creó al Estado, ni menos aún a tal Estado en particular. Se limitó a crear la sociedad al dar al hombre una naturaleza política.
Es dicha sociedad, pues, vale decir, el pueblo, la que recibe delegación de la soberanía divina. Pero, puesto que ninguna Comunidad puede subsistir sin Estado, el pueblo transfiere provisionalmente el poder temporal al individuo o al grupo que le parece funciona]mente más apto para desempeñarlo.
El Estado no es, por tanto, sino el mandatario del pueblo, que lo designa y siempre puede exonerarlo. Entre pueblo y Estado media un verdadero contrato político: los ciudadanos voluntariamente se subordinan a uno o varios jefes que designan, con el cargo para éstos de administrar la Comunidad. Si desempeñan mal su misión el pueblo los destituye y cambia los dirigentes, y hasta el régimen.
Notamos aquí claramente a la vez la fuerza y la debilidad de la argumentación de Suárez, Su fuerza, porque se reconoce al Estado como una exigencia funcional del orden social natural. Su debilidad, porque la soberanía divina ya no subsiste sino de modo teórico. Podemos eliminarla sin modificar en nada la teoría del pacto político. Pero, entonces, el pueblo es plenamente soberano.
La tentación de sustituir el derecho divino por el derecho popular es tanto más atrayente cuanto que vuelve a las tradiciones políticas de la República romana, nunca borradas del todo, ni en el curso de la Edad Media. Suárez desempeña así el papel de aprendiz de brujo: Locke y Rousseau serán sus herederos directos y legítimos. En vano Hobbes y Spinoza tratan de rehacer con la soberanía popular la operación que había tenido tan buen éxito con el derecho divino, utilizándola en provecho del orden establecido y hasta del absolutismo integral.
Bien pueden demostrar que el contrato político fue concluido, tácitamente, de una vez para todas, y que el pueblo, al transferir su soberanía, la perdió o, por lo menos, ya no la posee sino en la teoría. Aun pueden llegar a afirmar que le delegación del poder acarrea no sólo la obediencia sin reserva de los mandantes sino también la irresponsabilidad del mandatario. La astucia resulta demasiado manifiesta. El pueblo sustituye a Dios como principio de la soberanía, pero el soberano efectivo proclamado sigue siendo el Estado histórico.
Ahora bien: el pueblo constituye una realidad humana, un conjunto concreto de individuos. ¿Cómo hacerle admitir por mucho tiempo vale decir, cómo hacer admitir por mucho tiempo a la opinión pública que le está prohibido retomar el poder que ha delegado? ¿Cómo hacerle preferir la tesis de la enajenación definitiva de su soberanía a la infinitamente más lógica y satisfactoria en apariencia de una delegación revocable?
El mito del derecho divino reforzaba una tendencia natural del pueblo a la obediencia. El mito del derecho popular no puede sino exacerbar su tendencia natural a la anarquía. Pronto hará del Estado el objetivo impotente de las distintas fuerzas sociales, encubriendo su ocupación, burguesa o proletaria, con un farisaico manto de Noé.

54. La soberanía popular: la Voluntad General

En la forma que le da Suárez, la teoría del pacto político encierra, sin duda alguna, una idea justa: la de la dependencia funcional del Estado. Pero esta misma idea está desvirtuada por una concepción equivocada del mando político y de su origen, y por una definición inaceptable de la Comunidad. Para los doctores jesuitas, en efecto, es el pueblo el que posee la soberanía y la delega, de un modo siempre provisional, en los gerentes que designa.
Ahora bien: el mando natural excluye toda subordinación del jefe a sus inferiores, y la designación de quien desempeña la autoridad sólo es concebible en cuanto constituye un mero reconocimiento de una superioridad preestablecida. Pero, además, el pueblo consiste para Suárez, en la multitud de los individuos y las familias. Toda continuidad histórica se excluye, pues, de la relación de la Comunidad con el Estado. Es la multitud actual la que juzga constantemente sus exigencias políticas, pese a su incapacidad para captar los problemas en su complejidad y su duración. Dicho con otras palabras, el Estado se encuentra sometido, no al organismo de que forma parte, sino a la opinión incompetente y cambiante.
Así presentada crudamente en sus consecuencias, a tesis de la soberanía popular es difícil de sostener. Y Rousseau por cierto que no la mejora, cuando pone en manos de la mayoría numérica de los individuos el desempeño de una soberanía cuya delegación ya ni siquiera admite. No por eso deja de ser mucho más lógico en sus conclusiones que Hobbes y Spinoza.
Por una parte, en efecto, el pacto político mal se concibe sin el contrato social puesto que el mando está ligado naturalmente a la existencia misma de toda colectividad humana. Por otra parte, el pueblo no puede delegar su soberanía sin perderla por lo menos de hecho, aun cuando se reserve el derecho de invalidar en cualquier momento el mandato anteriormente otorgado. Por fin, no basta decir que la multitud decide: también hay que precisar cómo expresa sus decisiones.
Rousseau resuelve teóricamente todos los problemas planteados por Suárez. No se le escapa, sin embargo, que las soluciones que trae son tan difíciles de justificar como de poner en práctica. Si todos los ciudadanos voluntarios son libres e iguales, ¿por qué la mitad más uno se otorga el derecho de imponer su conducta social a la mitad menos uno? La ley del número destruye, sin reemplazarlo, el mito de la soberanía popular y, por poco viable que sea, el Estado que la mayoría establece restaura en su provecho la autonomía del poder político. Sea una minoría la que se imponga a la mayoría o la mayoría, la que se imponga a la minoría, la coerción cambia de grado mas no de naturaleza. Por eso Rousseau reconoce la necesidad de dar a la soberanía popular una nueva expresión mítica: y lanza la teoría de la Voluntad General.
El pueblo entero es soberano, pero manifiesta su voluntad por intermedio de su mayoría numérica. Al emitir su voto, el ciudadano no busca hacer predominar su punto de vista, sino expresar la voluntad del Pueblo, la voluntad del Todo en el cual se ha integrado libremente. La decisión mayoritaria, por tanto, lo satisface, coincida o no con su propia opinión primitiva, y él la acepta sin que sea preciso imponérsela. Si se negara a cumplirla, quebrantaría ipso facto el contrato social que lo une a sus conciudadanos, y sería entonces lícito echarlo fuera de la colectividad.
La argumentación de Juan Jacobo es tan hábil como arbitraria. Pues, aun aceptando sus premisas individualistas, ¿por qué la Voluntad General debe encarnarse necesariamente en a mayoría no en tal o cual circunstancia, en una minoría consciente de las decisiones que tomaría el pueblo si se diera cuenta exactamente de la situación?
Si el mito de la soberanía popular conduce lógicamente a la anarquía el mito de la Voluntad General contiene en potencia la dictadura más arbitraria y absoluta, como bien se lo comprobó en Francia bajo los regímenes de terror implantados en 1798 por los jacobinos y en 1944 por los resistentes, o también en Bélgica, cuando los socialdemócratas derrocaron, por una acción callejera, al Rey Leopoldo III a quien un plebiscito acababa de confirmar en el trono.
Así la democracia contemporánea va a oscilar sin tregua entre los dos mitos, vale decir entre el sistema parlamentario y el despotismo de partido.

55. La soberanía histórica

A pesar de sus consecuencias contradictorias, las dos teorías de la soberanía popular poseen un carácter común. Una y otra hacen del Estado un mero instrumento de ejecución, un simple mandatario, periódica o constantemente sometido a las decisiones, siempre presentes, de una opinión pública definida y captada de modo más o menos arbitrario.
El mito de la Voluntad General disfraza mal el hecho que subsiste: son individuos, considerados en su existencia momentánea, los que expresan la soberanía colectiva. El soberano, por tanto, no es el pueblo, sino una masa formada por Robinsones libres e iguales, artificialmente extraídos de toda estructura social y de toda continuidad histórica. En el papel, una suma de esquemas abstractos. En la realidad, un conglomerado de seres sin memoria ni capacidad de previsión.
Sabemos que tales teorías no viables permitieron de hecho a la burguesía apoderarse del Estado comunitario e imponerle su propia intención directriz. El mito encubrió una dominación ilegitima, mientras que el sistema electoral individualista ponía la opinión a merced de una propaganda reservada a los dueños de los medios materiales de su difusión.
Sin embargo, el divorcio de la teoría y de la realidad podía, a la larga, tornarse peligroso. Por eso, la clase dirigente del siglo pasado acogió con beneplácito la tesis hegeliana del Estado, que sin duda contradecía los fundamentos metafísicos de la doctrina enciclopedista pero la reforzaba de hecho al dar a la Voluntad General la continuidad que le hacía falta. De aquí en adelante, el voto mayoritario no expresará más una decisión actual de cierto número de individuos, sino la Historia hipostasiada que impone su intención a la masa. La evolución social se hace así ineludible en sus formas sucesivas, y el Estado se convierte en su instrumento necesario.
Pero ¿por qué, en semejantes condiciones, seguir hablando de soberanía popular?  El soberano ya no es el pueblo sino la Historia, directamente encarnada en el Estado – es ésta la tesis de los hegelianos de derecha – o difusa en la sociedad toda, en cuyo seno procede según su naturaleza dialéctica – es ésta la tesis de los marxistas –. En el primer caso la voluntad histórica se impone al pueblo por intermedio del Estado inspirado. En el segundo, suscita al Estado como expresión provisional del conflicto de las clases en determinado lapso.
El mito de la soberanía histórica toma así la forma de un nuevo derecho divino, trascendente o inmanente. Apenas se necesita poner en relieve su poderío sobre las mentes. Este procede en gran parte del fondo de verdad que la teoría posee. Si bien la historia no es hipóstasis, no deja por eso de existir, en efecto, en una continuidad real que se afirma mediante una presión eficaz sobre el presente comunitario y, por consiguiente, sobre cada individuo. De ella procede el conjunto de los datos de todo problema social por resolver. De ella han nacido las estructuras tanto como las ideologías. De ella surgen las fuerzas que se enfrentan en un antagonismo dialéctico de cada instante. De ella, por fin, se proyecta la intención comunitaria en perpetua realización.
El mito de la soberanía de la Historia no es, por tanto, sino la idealización, en el sentido platónico de la palabra, del hecho de la soberanía histórica del Estado, o, si se prefiere, de la soberanía del Estado histórico, del Estado producto y creador de la historia. El que una u otra clase usurpadora o conquista- dora haya, podido utilizarlo en provecho propio, atribuyendo así a su posición o su acción un sentido fatal, no quita nada a la exactitud de su fundamento. Pero tal exactitud no autoriza, sin embargo, a tomar el mito por la realidad. No es la historia la que posee la soberanía, sino el Estado en la medida en que cumple con su función histórica, en la medida en que encarna y afirma la intención comunitaria tal como se desprende de una historia que no es una inteligencia separada, sino sencillamente el pasado del organismo social. Sin que neguemos por eso la importancia ni la eficacia del mito, es evidentemente la realidad objetiva la que nos importa analizar aquí.

56. Derecho histórico y derecho natural

El primer punto que debemos notar, como corolario de nuestras conclusiones del párrafo anterior, es que las teorías idealistas, que atribuyen a la Historia (o a la Conciencia Social que en un Durkheim, por ejemplo, la sustituye) una existencia o por lo menos un ser en sí, divinizan el mito y otorgan así a un complejo de imágenes, cuyo valor es puramente psicopragmático, un poder sobrenatural de determinación que no posee.
La Historia es siempre historia de una Comunidad o conjunto de Comunidades. Se reduce al flujo causal de las fuerzas, y de las necesidades que de ellas resultan; o también a la vida del organismo social, tanto en sus constantes como en sus modalidades cambiantes. En un momento dado de su evolución expresa exigencias; no impone soluciones. Y las exigencias que expresa se reducen a la aplicación en tales o cuales circunstancias particulares de las leyes generales que rigen la sociedad.
Ahora bien: el Estado es una constante de la vida comunitaria. En su ser es por tanto de derecho natural. En sus modalidades, en sus variaciones y en sus actos es de derecho histórico. ¿Esto significa que opongamos aquí naturaleza e historia? De ninguna manera. Consideramos, por el contrario, el derecho histórico duración real del derecho natural esquemático, que no es nunca sino una abstracción.
Cuando definimos el Estado como el órgano de conciencia, de mando y de síntesis de la Comunidad enunciamos la conclusión general de un proceso inductivo fundado en la observación inmediata y en el conocimiento científico de Estados diversos pertenecientes a múltiples Comunidades presentes y desaparecidas. Dichos Estados diversos ya los hemos captado y estudiado en el flujo de su duración efectiva, vale decir, en formas móviles nacidas de su evolución histórica. Y hemos debido prescindir de sus distintos regímenes, de sus instituciones variables, de su legislación cambiante, como también de su coeficiente de legitimidad. Procedimiento valedero de la ciencia política, éste, pero que no nos autoriza, sin embargo, a reducir al esquema así formado en nuestra mente la realidad compleja que se ofrece a nosotros, la realidad fluente fuera de la cual toda acción resulta imposible.
Si la Historia siempre es historia de una Comunidad, como ya lo hemos dicho más arriba, el Estado siempre es Estado de un organismo social en un momento dado de su trayectoria histórica. No basta, pues, considerarlo a la luz del derecho natural, que sólo nos permite afirmar su legitimidad teórica, vale decir, simplemente rechazar en el dominio de las utopías toda tesis anarquista. También tenemos que confrontarlo con el derecho histórico, o sea, determinar si, en sus modalidades presentes, responde a las exigencias que la duración comunitaria ha suscitado, si surge o no espontáneamente – lo que no quiere decir sin esfuerzo ni lucha – del pasado inmediatamente anterior.
Un ejemplo precisará nuestro pensamiento. Un Estado monárquico es, en derecho natural, siempre perfectamente legítimo; estamos en lo abstracto. En derecho histórico, no es indiferente que el soberano que lo encarna en un momento dado salga de una dinastía dedicada desde siglos a su función o, por el contrario, se haya adueñado del poder. En el primer caso continúa un linaje que ha dado pruebas de legitimidad. En el segundo, instaura un nuevo orden. Pero el monarca históricamente legítimo con respecto al pasado no lo es necesariamente en su actividad presente: puede ser incapaz de cumplir su tarea y abrir así una crisis revolucionaria. A la inversa, el soberano improvisado puede muy bien responder a las necesidades presentes y, verbigracia, resolver la crisis al precio de una alteración de la continuidad dinástica o institucional.
Dicho con otras palabras, son las exigencias históricas las que determinan la legitimidad, no del Estado en sí, siempre legítimo, sino de sus modalidades del momento.

57. Derecho histórico y derecho legislativo

Todo eso no hace sino confirmar lo que escribíamos al comienzo del presente capítulo: la soberanía no procede de un principio ni de una teoría. Tampoco se funda en el derecho constitucional escrito. Este último, como muy bien lo ha notado Ernesto Palacio, sólo constituye un epifenómeno político. No hace sino expresar en fórmulas codificadas las instituciones de una época. No de la época presente, por lo demás, sino de un pasado más o menos puesto al día. Sólo se trata, pues, de la supervivencia jurídica de una situación de hecho en vías de constante superación, pero que no por eso deja de formar el sustrato histórico de la evolución social presente.
Este simple análisis nos muestra a las claras cuán equivocado es oponer, como habitualmente se lo hace, Estado de facto a Estado de jure. Ambos pueden ser de derecho histórico si responden a las condiciones planteadas en el presente por la duración comunitaria. Ambos pueden no satisfacer en nada las exigencias del momento. El Estado de facto quebranta, sin duda alguna, la continuidad jurídica: no por eso deja de ser de derecho histórico en el caso en que un Estado de jure fuere impotente para cumplir sus funciones. Hasta podemos decir que el Estado de jure, aun fuera de toda crisis, no se adapta, por su condición legislativa, a sus tareas necesarias y tiene constantemente, aunque en una medida variable, que modificar su propio estatuto legal, transformándose así parcialmente en Estado de facto, cualesquiera sean las apariencias.
En realidad, nuestra terminología resulta inadecuada en cuanto subentiende una teoría panjurista del orden político. Para ser exactos tendríamos que hablar no de Estado de jure ni de Estado de facto sino de Estado de jure passivo, cuando se trata de la simple proyección presente de un sistema institucional pasado, y de Estado de jure activo, cuando hay creación de una superestructura legislativa.
Tal distinción, sin embargo, sólo es valedera con respecto al derecho constitucional escrito. En lo que concierne al derecho histórico, cualquier Estado es a la vez de jure passivo, en tanto se encuentra frente a datos que no le es posible modificar porque son el producto del pasado, y de jure activo, en cuanto tiene que resolver los problemas presentes sucesivos. Es a la vez heredero y legislador: heredero de un orden social, en continua evolución, tal como surge de la duración comunitaria, y legislador de sus modificaciones presentes necesarias.
La ley escrita ya no es aquí la mera fijación de normas existentes: se convierte en instrumento político de intervención en las relaciones sociales. Responde, pues, al papel soberano del Estado, intérprete y creador de la historia. Pero no por eso deja de ser peligrosa, aun cuando es legítima por expresar valederamente, en un momento dado, una norma de derecho natural. Por su sola redacción inmoviliza, en efecto, el flujo de la evolución en la cual pretende insertarse. Adaptada al presente, ya es pasada cuando el Estado la promulga, y se tornará cada vez más inactual a medida que corra el tiempo. Prevista para el futuro, desempeñará, sin duda su papel en la historia por venir, pero ésta será sin embargo en alguna medida distinta de lo que esperaba, o hasta preveía, el legislador; de ahí la inadecuación del texto a una situación que, sin embargo, habrá contribuido a hacer surgir.
Mal necesario de las Comunidades demasiado grandes para que el derecho consuetudinario baste para regirlas, la legislación escrita en vano se esfuerza en expresar o preceder la evolución social. El Estado debe constantemente, pues, no sólo rehacerla, sino también interpretarla. Es indispensable, por eso mismo, que, lejos de estarle sometido, por el contrario esté colocado por encima de ella. Veremos en el capítulo siguiente las consecuencias institucionales de semejante necesidad.

58. Autoridad y libertades

Desde ahora, podemos relegar la Ley, esta abstracción ambigua a la cual los liberales a menudo han tratado de subordinar el Estado, en el museo de los mitos sin sustrato real.
Sin duda, existen leyes sociales naturales de que procede el órgano comunitario y que él tiene que hacer respetar siempre que quiera hacer una política valedera: no se trata aquí de ellas, sino de un absoluto jurídico cuya manifestación serían las leyes escritas. Ahora bien : éstas, lejos de ser la causa, ni menos aún la fuente de la autoridad, por el contrario son su obra pasada o presente, luego su consecuencia, Es, por tanto, una ilusión extraña la de ver en ellas la garantía de las libertades particulares en contra de la autoridad del Estado cuando este último las usa, en toda la medida en que su marco histórico se lo permite, como instrumentos eficaces de una eventual centralización.
En realidad, las libertades particulares sólo existen en cuanto expresan los poderes particulares que poseen, por naturaleza propia, los grupos y los individuos. El que dichos poderes estén reconocidos y respetados por el Estado de jure o el de facto no tiene mayor importancia. Lo esencial es que estén reconocidos y respetados. Y tal reconocimiento y respeto no suponen de ningún modo una restricción de la autoridad comunitaria, por la sencilla razón de que dicha autoridad desaparecería o se debilitaría si los elementos constitutivos, celulares y orgánicos, del cuerpo social vinieran a descomponerse, y tiene por tanto interés en protegerlos.
Recíprocamente, las libertades particulares desaparecerían o se debilitarían si la autoridad del Estado viniera a faltar, puesto que el poderío de los grupos e individuos es función no sólo de su vitalidad propia sino también de la armonía organísmica. La anarquía, apenas resulta necesario subrayarlo, no constituye la condición óptima de la afirmación de la familia ni de la empresa, verbigracia.
Sin duda puede suceder, ya lo hemos visto, que el Estado tenga tendencia a restringir las libertades particulares, como también que los grupos tengan tendencia a restringir la autoridad central. Ambas actitudes son de naturaleza patológica. Es el Estado débil, impotente para hacer la síntesis de grupos fuertes, el que tiende a atomizar la Comunidad. Son los grupos débiles, temerosos frente al Estado por incapaces de resistir su indebida intervención, los que tienden a trabar su acción.
Volvemos, pues, a los dos poderes que ejerce el órgano comunitario y de los cuales procede su autoridad: el que le pertenece en propiedad y se encuentra, en cierta medida en conflicto dialéctico con los poderes particulares de que proceden las libertades en cuestión, y el que nace de la síntesis de las fuerzas superadas, de cuyo poderío depende. Los poderes subordinados son temibles para un Estado débil en sí porque se oponen eficazmente, por su sola vitalidad, al desempeño de las funciones de síntesis, mientras que un Estado fuerte sacará de ellos un acrecentamiento del poderío, que le conviene adquirir.
Lejos de que haya antinomia entre autoridad y libertades, vemos, por el contrario, que la autoridad constituye la condición indispensable del libre desarrollo de los grupos e individuos. Va de por sí que por libre desarrollo no entendemos una afirmación ni menos todavía una expansión anárquicas, vale decir, independientes de la intención unitaria del organismo. Pero la libertad nunca es independiente de las condiciones históricas, y resulta vano, verbigracia, de parte de una familia integrada en una Comunidad de hoy, aspirar a una eventual libertad mayor que tendría si le fuera posible vivir en estado patriarcal.
¿Es concebible, por lo demás, que la libertad de un grupo social cualquiera, independizado del conjunto histórico de que forma parte, pueda ser mayor que la que goza dentro del organismo unitario? Para creerlo, habría que olvidar que la libertad no es sino la expresión del poder, y que el poder del grupo, aunque ordenado a un fin superior al suyo propio, es ampliado por la asociación y, con mayor razón, por la socialización, en el sentido general de la palabra. En cuanto a los individuos, como veremos más adelante, dependen en su mismo ser de la vida en sociedad.

59. Interés general, e intereses particulares

El hecho de que tanto el grupo como el individuo encuentren sus condiciones más favorables de desarrollo dentro de la Comunidad no implica que sus intereses particulares coincidan siempre de modo necesario, ni siquiera principalmente, con el interés general, sino simplemente que su actividad autónoma supone la existencia – y no el respeto – del organismo colectivo. Cada uno puede, en efecto, en una medida variable, aprovechar las ventajas de la vida organizada sin por eso aceptar cumplir los deberes más elementales de solidaridad, y hasta violando las normas naturales, escritas o no, del orden social.
Notemos que, al hacerlo, el parásito – o el pirata – no niega de ninguna manera la Comunidad, aunque la perjudica. No se independiza del conjunto al cual pertenece por posición histórica. Simplemente hace privar su interés particular, no sólo sobre los demás intereses particulares, o sobre tales o cuales de ellos, lo que resulta del mero derecho natural, sino sobre el interés general. Sin duda se trata aquí de un caso extremo, pero, de hecho, cualquier elemento constitutivo del cuerpo social actúa, a veces como parásito o pirata, aun cuando esté dispuesto por otra parte a sacrificarse por la colectividad en tales o cuales circunstancias. Nada hay de extraño en eso.
Pero de la normalidad del fenómeno tenemos que sacar las consecuencias: la famosa fórmula el interés general es la suma de los intereses particulares es un disparate. La suma de los intereses particulares es un cangrejal, con la anarquía como resultante. ¿Se nos opondrá, que precisamente tal anarquía es contraria a los intereses particulares y que por lo tanto éstos tienden por sí mismos hacia el orden? Es indiscutible, y ya lo hemos notado, que la vida de sociedad supone una constante victoria de hecho de la solidaridad sobre la lucha. Pero dicha solidaridad se impone merced a la organización comunitaria y por acción del Estado. No es espontánea en cada grupo ni en cada individuo en cada instante de la vida social. Sobre todo, no es voluntaria, aunque la voluntad puede confirmarla a posteriori (y por lo general lo hace), sino histórica.
Resulta de un encadenamiento complejo de datos, en el pleno sentido de la palabra, cuyo rechazo exigiría un esfuerzo mayor que la aceptación. Una buena fe generalizada y una clarividencia casi divina de parte de todos los miembros de la Comunidad tal vez permitan explicar, en la teoría, su subordinación al Todo social comprendido como la condición suprema de las existencias particulares: pero nunca pueden justificar el sacrificio de esas mismas existencias. EI soldado en el campo de batalla concibe muy bien que la disciplina y la ayuda mutua constituyen las razones de su fuerza, luego de su supervivencia. Seria un tanto difícil, sin embargo, hacerle admitir que su egoísmo lo obliga a morir en provecho de la colectividad. Las tesis individualistas acaban en un absurdo liso y llano.
En realidad el interés general es superación de los intereses particulares en un proceso dialéctico que incluye una jerarquía de valores. Una síntesis estrictamente racionalista, de corte hegeliano, supone, en efecto, la realización automática, en una forma nueva, de todas las fuerzas superadas. Comprobamos aquí, por el contrario, que la afirmación del Todo exige a veces la negación íntegra – la destrucción – de tal o cual de sus elementos constitutivos. Si es legitimo, tal fenómeno nos veda considerar el cuerpo social como una simple resultante. Tenemos que reconocerle una supremacía cualitativa sobre los grupos y los individuos que lo componen, y admitir que el Todo, superior a sus partes, puede exigir su sacrificio.
Abordamos aquí el problema crucial de la relación del individuo con la Comunidad, y con el Estado que encarna su intención histórica. Problema crucial, pues de su solución dependen no sólo el sentido de la acción política, sino también el de la misma sociedad.

60. El individuo, producto social

Los argumentos de orden pragmático y lógico que habitualmente se usan en favor de la supremacía social incluyen, en realidad, una petición de principio. Decir que el sacrificio del individuo condiciona, en algunos casos, la existencia misma de la Comunidad y que debe desaparecer toda discusión ante la ley de la necesidad, o que el Todo es, por definición, más importante que sus partes, es siempre suponer la preeminencia de lo social, y precisamente dicha preeminencia es la que está sobre el tapete.
Los liberales fácilmente redarguyen que toda Comunidad no es más que un conglomerado de individuos asociados por libre contrato – tesis de los enciclopedistas – o por exigencia de su naturaleza – tesis de los demócratas-cristianos – con vistas a sus fines personales. Podrán admitir cierta limitación, consentida por adelantado, de los derechos de cada uno: jamás aceptarán la idea de que la coerción social pueda perjudicar la existencia ni lo que considera los derechos fundamentales de algún socio. Pero el punto de partida de su razonamiento es falso.
El individuo no nace libre de vivir o no en sociedad: nace niño, sometido al medio en que surge sin que se le haya pedido su acuerdo. Si bien es cierto que la sociedad procede de la naturaleza humana, vale decir, del instinto social que cada uno lleva en sí, no es menos exacto que dicho instinto, que supone, por lo demás, en su fundamento, la incompletud natural del individuo y, en sus modalidades, un prodigioso enriquecimiento histórico, no crea el marco social de su poseedor, sino que simplemente incorpora este último en un marco preconstituido.  (Cf. Nuestra obra “La naturaleza del hombre”, Cap. VI, “El hombre social”, Buenos Aires, Ed. Arayú, 1955).
Comprobamos aquí un estado de hecho, que marca una dependencia indiscutible. ¿Trátase de una situación injusta, admitiendo que tal término pueda aplicarse válidamente a un fenómeno natural, de una situación que el legislador deba dedicarse a corregir? Tal vez se podría contestar afirmativamente si el nacimiento social del niño, con las consecuencias que acarrea, constituyera un mero accidente. Pero el hombre no es un puro individuo en sí al cual fuerzas externas imponen un medio esencialmente inadecuado. Es el producto biológico de un grupo social más o menos estable, pero siempre sólidamente constituido en el momento de la procreación, la pareja, elemento básico de la familia que el niño viene a completar.
Depende, pues, en su ser mismo, de la sociedad. Más todavía (y aquí nos basta seguir los análisis de Maurras), sólo sobrevive y se desarrolla merced a los cuidados que recibe de la familia o, en defecto de ella, de algún organismo, no menos social, que la reemplaza. La Comunidad le da después la educación que lo hace beneficiario del capital de civilización creado por siglos o milenios de historia.
Así, cualquiera sea el punto de vista desde el cual consideremos el asunto, el hombre no es nada sino en cuanto heredero. Por cierto, la sociedad no le da la vida y la cultura, vale decir, la personalidad, para quitárselas después. Pero es natural que lo haga cuando su existencia o su poderío lo exija, así como resulta natural, de modo general, que el individuo le esté sometido. Por supuesto, la sociedad de que hablamos aquí no es una entidad abstracta, sino el organismo histórico que constituye el marco de tal individuo determinado, y sabemos que el Estado es su órgano rector indispensable.
El hombre, pues, está sometido por naturaleza no sólo al principio de la sociedad, sino también, a través de la jerarquía de los grupos y federaciones, a la Comunidad particular a que pertenece, y por consiguiente a su Estado, por lo menos en la medida en que éste desempeña sus funciones como corresponde.

61. La razón de Estado

El análisis que antecede pone de relieve, al contrario de lo que a primera vista se podría pensar, el carácter artificial de un problema que envenena desde hace tiempo las mentes mal informadas: el de las relaciones entre la ética y la política, vale decir, entre la ciencia y arte de la conducción personal y la ciencia y arte de la conducción comunitaria. Ambas disciplinas se sitúan, sin duda alguna, en planos distintos. La primera determina e impone las normas de la acción voluntaria; la segunda determina e impone las leyes de una acción necesaria que pertenece, como lo hemos visto en el curso del presente capítulo, al orden de la naturaleza y no al de la conciencia.
Se nos objetará fácilmente que si bien es exacto que la soberanía política no procede de voluntades individuales sumadas no por eso deja de ser cierto que la acción política depende indudablemente de la voluntad de quien la decide y de quien la ejecuta. O también que, siendo exacto que la evolución social obedece a leyes naturales, no por eso dejan de ser hombres los que toman la responsabilidad de su aplicación. Dicho con otras palabras, la política es independiente de la ética, pero la acción política del individuo, ciudadano raso o gobernante, le queda sometida.
Lo admitiremos con mucho gusto. ¿Significa esto que puede haber conflicto entre dos exigencias contradictorias? Es aquí donde los datos del problema son falseados sistemáticamente por los individualistas de toda índole. Éstos consideran, en efecto, al hombre moral un dios autosuficiente que actúa sobre o en un medio social que le estaría subordinado. El acto político dependería así de conveniencias personales.
Nada más equivocado. El individuo que toma una decisión en conciencia no puede moralmente prescindir de su naturaleza social ni de su posición dentro de los grupos y de la Comunidad de que forma parte. La obediencia a las órdenes del Estado legítimo es, para el ciudadano, un deber moral, cualquiera sea el juicio que pueda formular al respecto en lo íntimo de su mente. En cuanto al gobernante, está comprometido por un deber de estado que es, para él, un deber de Estado. La ética más elemental lo obliga a desempeñar en primer lugar las funciones que le son propias, vale decir, a plegar su acción a las necesidades de la vida comunitaria.
La política no puede, por tanto, exigir ningún acto inmoral, por la sencilla razón de que todo acto se torna moral por el solo hecho de que la política lo exige. Sólo es inmoral cuando se lo efectúa en provecho propio, luego desvirtuándolo. De ahí que las condenas pronunciadas en nombre de una moral individualista en contra de la razón de Estado sean indefendibles. Se fundan, no en el derecho natural del ser humano autónomo a su propia realización – derecho subordinado, ya lo hemos visto, al  derecho no menos natural de la Comunidad a la afirmación – sino en la idea de una Justicia absoluta de la que participaran igualmente todos los individuos y ante la cual debiera inclinarse el Estado.
Tal vez sea injusto que tal soldado muera en la guerra mientras otros sobreviven, o que un inocente sea sacrificado en defensa del orden social. Pero el órgano soberano de la Comunidad no puede ni debe entrar en semejantes consideraciones. Encarna una finalidad humana superior a la del individuo y extraña a toda abstracción. Posee, por eso mismo, una razón de actuar que le es propia y no puede someterse a ningún principio que no sea el inmanente de la legitimidad.


capitulo  V de El Estado Comunitario

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