miércoles, 3 de octubre de 2012

Justificación de una tarea



por Leopoldo Zea

1. Críticas a la búsqueda de una filosofía americana

Numerosos estudiosos de la filosofía en esta América, al hacer un balance sobre las orientaciones que ésta sigue en nuestros países, han realizado acerba crítica a quienes orientan sus investigaciones por el camino de la historia de las ideas o de las posibilidades de una filosofía americana. En este balance se ha presentado una corriente como si se orientase hacia lo que llaman el camino de la universalidad, mientras otra es presentada como si sólo se preocupase, con abandono de la tradición, por tareas de tipo limitado, por ende, poco filosóficas.
Una corriente aparece como fiel seguidora de la gran tradición filosófica occidental, persiguiendo fielmente la solución de los problemas que de acuerdo con esta filosofía forman la temática de lo que se considera auténtica filosofía. La otra, por el contrario, parece sólo preocuparse por temas que más bien pertenecen a la historia, la sociología o la psicología. La primera, como se ha dicho, es calificada de universalista, la segunda de historicista. Los estudiosos de la filosofía en México son colocados, al menos provisionalmente, dentro del grupo que se orienta por la segunda corriente. Su historicismo, patente en varias obras y publicaciones de carácter filosófico, es visto como una peligrosa desviación del camino que, se considera, conduce a un auténtico filosofar.
Sin embargo, aunque no creo sea necesario esta aclaración no está de más hacerla: no todos los estudiosos de la filosofía en México siguen la corriente indicada. Todo lo contrario, son uchos, quizá los más, los que están preocupados por seguir las corrientes de lo que se ha llamado el universalismo filosófico. Entre nosotros hay estudiosos que siguen al tomismo, la filosofía de los valores, la filosofía crítica, la fenomenología, etcétera. También los mexicanos han discutido apasionadamente en torno a estas dos actitudes que se pueden tomar en filosofía. Pero, hay que agregar algo más, que la preocupación en torno a los problemas de una posible filosofía americana y la realización de una historia de nuestras ideas, es algo que se encuentra también en pensadores y estudiosos de otros países de nuestra América. La bibliografía sobre estos temas, como lo podrá comprobar un lector atento, crece día a día.
La filosofía, se dice a modo de crítica, es algo universal y eterno; no se la puede someter a determinaciones geográficas y temporales. De acuerdo, el que esto escribe ha dicho en otra ocasión: "Esta tarea de tipo universal y no simplemente americano, tendrá que ser el supremo afán de esta nuestra posible filosofía. Esta nuestra filosofía no deberá limitarse a los problemas propiamente americanos, a los de su circunstancia, sino a los de esta circunstancia más amplia, en la cual estamos insertos como hombres que somos, la llamada humanidad. No basta querer alcanzar una verdad americana, es menester, además, tratar de alcanzar una verdad válida para todos los hombres, aunque de hecho no pueda lograrse. No hay que considerar lo americano como un fin en sí, sino, por el contrario, como un límite y punto de partida para un fin más amplio. De aquí la razón por la cual todo intento de hacer filosofía americana, con sólo la pretensión de que sea americana, tendrá que fracasar. Hay que intentar hacer pura y simplemente filosofía, que lo americano se dará por añadidura".

2. ¿Hacemos auténtica filosofía?

Ahora bien, lo primero que debemos preguntarnos es si hasta ahora hemos hecho auténtica filosofía, filosofía sin más. Esto es, si los problemas que nos planteamos o nos hemos planteado dentro de ese terreno que llamamos la universalidad son auténticos problemas, aporías, "callejones sin salida", a los cuales hemos tratado de dar una solución. ¿Sentimos los problemas que nos planteamos como los filósofos clásicos han sentido los suyos? ¿Al plantearnos un problema nos jugamos, en la solución de éste, todo nuestro ser, tal como se lo han jugado todos los filósofos en sus soluciones? ¿Sentimos la filosofía, el afán de saber, en nuestra alma, en nuestra carne? O, en otras palabras, ¿los problemas de nuestro filosofar son nuestros, en la medida en que lo han sido para cada uno de los grandes maestros de la filosofía?
Los grandes filósofos, nos enseña la historia de la filosofía, se han puesto simplemente a filosofar, sin más. Esto es, se han puesto a resolver una serie de problemas que su circunstancia les reclamaba. Las soluciones que ofrecieron fueron filosóficas, como lo fueron los problemas, por su afán de dar a éstos soluciones de validez permanente. Para los filósofos nunca fue un problema la originalidad de estas soluciones. Filosofaban pura y simplemente. Nunca un filósofo griego habló de una filosofía griega, ni un francés de una filosofía francesa, ni un alemán de una filosofía alemana. Su filosofar trascendía todas estas limitaciones espaciales y temporales. Lo griego, lo francés y lo alemán de su filosofía les fue dado por añadidura, sin que lo hubiesen pretendido, se les dio a pesar suyo. Más que lo griego, lo francés y lo alemán se les dio lo humano con todo lo que esto significa. ¿Por qué entonces los americanos hablamos sobre la posibilidad y aun la necesidad de una filosofía que podamos considerar como propia?
La necesidad de esta filosofía ha venido a ser la natural consecuencia de nuestra actitud anterior, siguiendo ese camino que hemos llamado de la universalidad. Más que filosofar nos ha preocupado coincidir, aunque fuese por la vía de la imitación, con lo que llamamos filosofía universal. No hemos filosofado con auténtica pureza. No hemos hecho filosofía sin más. Nos preocupaba la filosofía como oficio y no el filosofar como tarea. Para nosotros filosofar equivalía a reflexionar sobre lo reflexionado por otros, o encuadrar nuestro pensamiento a los sistemas con los cuales nos encontrábamos. Más que filósofos hemos sido expositores de sistemas que no habían surgido frente a nuestras necesidades. Nos hemos conformado con ser buenos profesores de filosofía. Los problemas de la filosofía han sido nuestros en la misma forma que lo pueden ser los problemas que plantean el teatro y el cinematógrafo (en la pantalla). Nos interesan, pero no podemos siempre sentirlos como propios. Sólo nos interesan porque sabemos que eso es filosofía. En cuanto un problema aparece fuera del cuadro de lo que estamos acostumbrados a llamar filosofía, lo desechamos considerándolo como no filosófico. No filosofamos, únicamente nos preocupamos por repetir eso que llamamos filosofía. La filosofía se nos convierte en letra muerta, en forma sin sentido. Nos hacemos reflejo de ajena vida, como ya nos criticara alguna vez Hegel.
Mientras el auténtico filósofo nunca se ha preocupado por hacer filosofía, sino por filosofar, nosotros nos preocupamos especialmente porque esta actividad nuestra pueda llevar el nombre de Filosofía. Nuestras discusiones no han girado tanto en torno al problema de si estamos o no en el camino de la verdad, sino en torno al problema de si somos o no filósofos. Si nuestro oponente en la discusión no acepta los postulados del sistema que hemos adoptado, lo acusamos en el acto, no de que se encuentra en un error sino de que no es un filósofo. ¡Como si a los auténticos filósofos les hubiese importado alguna vez ser o no llamados filósofos! Pero que alguien nos pregunte qué es filosofía, para que de acuerdo con lo que sea podamos distinguir al verdadero filósofo del que no lo es, entonces vienen los apuros, porque la filosofía se nos presenta como siendo de diferentes maneras, ninguna de las cuales nos es propia, salvo que nos sumemos a uno de sus establecidos puntos de vista.

3. Filosofar es hacer auténtica filosofía

Si queremos hacer filosofía, lo primero que tenemos que hacer es filosofar. Filosofar sin más, sin preocuparnos porque esta actividad nuestra sea o no reconocida como filosofía. No debemos empeñarnos tanto en hacer filosofía como en filosofar. Esto es, debemos empeñarnos en dar solución a nuestros problemas en forma semejante a como los filósofos clásicos se han empeñado en dar solución a los problemas que su mundo les fue planteando. Se plantearon problemas que les eran propios, sin que este serles propio fuese para ellos una limitación para que aspirasen a dar a sus soluciones un alcance universal y eterno. Ahora este afán, han reconocido los mismos filósofos, es un afán inútil, sin que lo sean, por lo mismo, las soluciones para que fueron hechas. No debemos, por esto, preocuparnos mucho por la universalidad o limitación de nuestras soluciones, como tampoco por su eternidad o temporalidad. Simplemente debemos preocuparnos porque nuestras soluciones sean auténticas soluciones. Soluciones para el hombre de carne y hueso que la solicita desesperadamente. Aspirar, siempre, a que nuestras soluciones lo sean de una vez y para siempre, pero conscientes de que esta aspiración, o pasión nuestra, es y será siempre una pasión inútil.
Así, hablar sobre las posibilidades de una filosofía americana no tiene ni puede tener otro sentido que el de hablar sobre la necesidad de que nosotros los americanos hagamos auténtica filosofía. Esto es, sobre la necesidad de que filosofemos en forma semejante a la forma como lo han hecho los auténticos filósofos. Sobre la necesidad de que nos planteemos auténticos problemas para dejar de ser eco y reflejo de ajenas vidas, tal como nos reprochaba Hegel. Los problemas deben ser nuestros, no sólo en la medida en que se nos dan como americanos, sino en la medida más universal en que se nos dan como hombres. Para un europeo no tiene sentido plantearse el problema sobre una filosofía europea, ya que éste hace filosofía sin más, aspirando en cada caso a encontrar lo universal. Para un americano sí tiene sentido plantearse este problema porque no ha hecho auténtica filosofía. Los problemas que hasta ahora se ha planteado, lo han sido en un sentido profesional, académico, le preocupan simplemente porque han sido planteados por la filosofía europea. Partiendo de este punto de vista nuestra filosofía, si así vamos a llamarla, aparece como un mal reflejo de la europea. Y no es que se niegue la posibilidad de que los problemas y soluciones de esta filosofía no puedan también serlo nuestros; de lo que se trata es de no ser racionalista, simplemente, porque está de moda el racionalismo; ni de sentirnos angustiados simplemente porque sea una moda el existencialismo. Si hemos de ser racionalistas o existencialistas ha de ser porque estas posturas resuelven o nos dan los elementos de una posible solución de nuestros problemas.

4. Menosprecio de lo propio

"Si Bello hubiera sido escocés o francés —dice José Gaos—, su nombre figuraría en las historias de la filosofía universal como uno más en pie de igualdad con los de Dugald Stewart y Brown, Roger Collard y Jouffoy, si es que no con los de Reid y Cousin. "Lo que se dice de Andrés Bello podría también decirse de todos los clásicos de nuestro pensamiento. Analizando con cuidado la obra de éstos se podrá encontrar, sin mucha dificultad, un gran porcentaje de originalidad en la única forma que se puede ser original, en la forma como se enfocan determinados problemas. Forma que tiene su origen en la situación propia del autor que realiza el enfoque. Sin embargo, poco o nada es lo que nos interesa este pensamiento. Antes de que nos tomemos la molestia de conocerlo ya damos por supuesto que se trata de una "mala copia" de lo realizado por la filosofía europea. ¿Para qué leer a Andrés Bello si podemos leer a Cousin? ¿Para qué leer a Gabino Barreda o a José Victorino Lastarria si podemos leer a Augusto Comte? ¿Para qué leer a Antonio Caso si podemos leer a Bergson? Y si acaso leemos a estos pensadores americanos, siempre tenderemos a encontrar que su pensamiento se halla muy lejos de parecerse a sus modelos o a lo que suponemos sus modelos. Este hecho no viene a ser sino una prueba más de lo que consideramos nuestra incapacidad como americanos para pensar en forma semejante a los europeos. Lo que está ante nuestros ojos no son sino "malas copias" de Cousin, Comte y Bergson. Con esta actitud no hacemos sino reflejar nuestra situación como pueblos dentro del concurso de naciones, nuestra situación de pueblos coloniales.
Mientras Europa valora y revalora la obra de sus pensadores, artistas y hombres de ciencia, la obra de los hombres que dan realce a su cultura, potenciando esta obra, nosotros los americanos partimos del prejuicio de que todo lo hecho por los nuestros en los mismos campos sólo es una mala imitación de lo realizado por los europeos o, lo que puede ser peor, un conjunto de disparates y absurdos, producto de nuestra calenturienta mente "tropical". Por ello es menester observar a Europa y dentro de ella especialmente a Francia. A ésta nada o casi nada escapa, en el campo de la cultura, a su valorización potencializadora. Allí están sus historias de la filosofía en donde encontramos, al lado de los grandes genios de la filosofía universal, a figuras secundarias, incluyendo, muchas veces, a simples expositores. En esas historias cada uno tiene su puesto, lo mismo el genio creador que el expositor que explica y hace comprender la obra de este genio. En estas historias nada falta ni nada sobra. Lo mismo podemos decir de sus historias de la literatura, la ciencia, etcétera. Todas las figuras allí expuestas tienen un papel importante en la formación de la cultura del hombre europeo. Todas ellas le ofrecen la más segura de las bases. Sobre esta base el europeo puede sentirse seguro y firme. En ella los grandes maestros creadores toman de un todo indiscriminado el material con el cual continuar su obra creadora. Nunca se les ha planteado el problema de si una parte de este todo es o puede ser una mala imitación de otra cosa. Este peligro no existe; en la valorización que continuamente se realiza, las malas copias no pueden ser potenciadas, de hecho, no existen.

5. Revaloración de lo propio

El temor a ser simplemente una sombra o un eco de otra cultura es sólo propio de pueblos coloniales como los nuestros. Mientras el europeo ha venido partiendo, hasta ayer, de la segura creencia en la universalidad de su cultura, nosotros hemos estado partiendo de la no menos segura creencia de la insuficiencia de la nuestra. Mientras Europa crea y recrea a sus clásicos nosotros ignoramos a los nuestros. Y los ignoramos porque partimos del falso supuesto que nos ofrece la comparación de lo nuestro con lo europeo. Partiendo de este supuesto nos empeñamos en no tener nuestros clásicos, sino los clásicos que nos ofrece Europa. Nos estamos quejando de las malas imitaciones que realizan nuestros pensadores porque quisiéramos "imitaciones perfectas". Nos quejamos, por ejemplo, de que varios de nuestros pensadores no sean otra cosa que malos imitadores de Cousin, Comte y Bergson. Y nos quejamos porque los encontramos distintos de sus modelos. O lo que es lo mismo, nos quejamos de que, a pesar de que se apoyen en estos pensadores resulten originales. Nos quejamos porque tienen personalidad, porque a pesar de que siguen a un determinado pensador europeo su obra resulta distinta. Nos negamos a tener nuestros clásicos porque no son semejantes a los clásicos europeos. Nos negamos a tener un pensamiento americano porque no es semejante al europeo. Esto es, no negamos como cultura tratando de ser eco y sombra de una cultura ajena.
De aquí la ya urgente revalorización o valorización de nuestro pensamiento, ese pensamiento que se resiste a ser semejante a los que consideramos sus modelos. Es menester ir a este pensamiento, a nuestros pensadores, a nuestros clásicos; pero ir con otros ojos distintos a los que hemos llevado hasta ahora. No hay que ver ya "malas copias" de algo que, si bien les pudo servir de modelo no tiene por qué ser imitado. Hay que ver a este pensamiento de nuestros clásicos como algo distinto, diverso, de sus modelos. Es eso, lo que les hace distintos, acaso contra la voluntad de nuestros pensadores, lo que ha de formar el acervo de nuestra cultura filosófica original. En eso está lo que nos es propio, lo nuestro. Si en algo hemos de imitar a Europa es en su capacidad para sentirse siempre original, fuente de toda universalidad, aun en aquello que imita, que por este hecho mismo se universaliza.
De hecho, en todo lo humano la imitación perfecta, aun la consciente, es imposible. Siempre aparece la perspectiva, el punto de vista personal, la actitud desde una determinada situación. Esto es algo a que no escapa obra humana alguna. Señalar este hecho ha sido uno de los más grandes aciertos de la filosofía europea contemporánea, el historicismo y el existencialismo. Europa ha sido siempre consciente de su originalidad desde los orígenes de su cultura y recientemente de los límites de esta originalidad elevada a universalidad. En cambio nosotros sólo lo hemos sido de nuestros límites para crear cultura original. Europa ha podido hacer de esta su originalidad algo universal; nosotros, de nuestras limitaciones sólo hemos podido abstraer nuestra insuficiencia. Se dan así dos actitudes frente a algo que nos es común a europeos y americanos, frente algo que nos es propio porque es humano.
Pensadores nuestros han podido captar ya nuestra capacidad y predisposición para lo universal, en su más amplio sentido. Tanto José Vasconcelos como Alfonso Reyes han insistido muchas veces en este hecho.
Vasconcelos en su idea de una "raza cósmica". Reyes en sus ideas sobre la "inteligencia americana". América, especialmente Hispanoamérica, arrastrada por un sentimiento de insuficiencia ha procurado asimilarse diversas corrientes culturales en sus no menos diversos aspectos. Actitud que le ha llevado o le llevará, aun sin proponérselo a la formación de una cultura mestiza, que por serlo, representará una síntesis universal de culturas. Europa, por el contrario, apoyada en ese sentimiento de seguridad y suficiencia que le da el saberse original, pone, en muchos casos, cerco a influencias que podrían enriquecerla. Europa da, pero está poco dispuesta a recibir. "Ante el americano medio —dice Alfonso Reyes—, el europeo medio aparece siempre encerrado dentro de una muralla china, e irremediablemente, como un provinciano del espíritu. Mientras no se percaten de ello y mientras no lo acepten modestamente, los europeos no habrán entendido a los americanos".
De esta forma se deduce que el universalismo de que siempre hace gala Europa, no es sino una forma de justificación localista con exclusión de otras corrientes culturales que no se adaptan al punto de vista europeo. Este universalismo resulta ser mejor expresado por América. Si quisiéramos cambiar el signo negativo que hace ver en nuestra actitud simple y puramente una insuficiencia, podríamos cambiar a esta misma en un signo positivo. Podríamos decir, que esa insuficiencia que parece caracterizarnos, no es sino el resultado de la conciencia que tenemos sobre la inmensidad de lo que es menester asimilar culturalmente para alcanzar una auténtica cultura universal. Sólo se alcanzaría esta suficiencia si se alcanzase lo universal. En cambio, la misma, a la manera como la puede tener el europeo corriente, no es sino una forma de limitación, un saberse perfecto con lo que se tiene imaginándose que ya se tiene todo; que lo que se tiene es lo universal. El sentimiento de suficiencia europeo no viene a ser sino el sentimiento que se puede tener dentro de una muralla perfectamente cerrada; una muralla cuyo interior no pueda ser alterado por nada exterior. De esta manera lo propio, lo que está dentro de la muralla, puede ser presentado como lo universal por excelencia. Se trata de una universalidad bien cerrada y redonda. Sólo pueblos con moldes hechos pueden ver a otras culturas desde el punto de vista de estos moldes para rechazar todo lo que no se adapte a sus medidas.
Éstos son, precisamente, los moldes que el americano se ha empeñado en aplicar a sus propias obras. No ha querido ver a través de sus propios ojos, sino a través de ojos ajenos, de ojos a los cuales concede una dimensión universal. Ojos que poseen una extraña universalidad porque en vez de ampliar recortan, dicen qué es lo universal y qué no es. Son estos moldes ajenos los que han hecho que sintamos lo propio como una "mala copia" de un determinado modelo, como algo reducido e insuficiente. Tarea urgente es cambiar este punto de vista; pero no para caer en una especie de falso nacionalismo o simple localismo, que no vendría a ser otra cosa que expresión de una actitud igualmente insuficiente. Esto equivaldría a caer en ese punto de vista limitado que aquí criticamos. La universalidad debe ser una de las aspiraciones de nuestra cultura; pero partiendo siempre de nuestra realidad. La universalidad debe dar a nuestras obras una inseguridad creadora; la realidad, la seguridad de lo creado. En esta forma todo lo que hemos realizado, por poco que sea, tendrá siempre algo que decirnos. Será expresión de nuestra realidad, expresión de lo que nos es más inmediato y propio. La valorización de esta realidad nuestra depende, así, de nuestra propia actitud frente a ella.

6. La dependencia, problema cultural de América

El sentido de dependencia, causa y origen de las actitudes negativas atrás señaladas, es un problema ceñidamente americano. Sólo a los americanos se nos presenta este problema de la dependencia y, por ende, el de la independencia, como un problema entrañable. La cultura europea es nuestro más inmediato pasado; pero aún no hemos sido lo suficientemente capaces para asimilarlo y hacerlo nuestro. La beatería frente a la cultura europea que nos caracteriza es el más claro signo de que no hemos asimilado esta cultura. El europeo, que se sabe heredero de la gran tradición cultural de Occidente, no se siente nunca amilanado frente a su pasado y es capaz de enfrentarse a él si se le presenta como obstáculo para su futuro. El pasado está siempre allí, como pasado que es; como algo que le es propio, pero en la medida en que representa lo que ha sido. Pero este haber sido es ya una garantía de que no tiene que volver a ser. A los americanos nos falta esta dimensión. Nuestro pasado está siempre presente, sin decidirse a ser auténtico pasado.
Europa, ha mostrado muy bien Hegel, ha seguido siempre en su historia un movimiento dialéctico. Movimiento mediante el cual toda superación es a un mismo tiempo negación y conservación. Dentro de esta dialéctica negar no significa eliminar, sino asimilar, esto es, conservar. Negar significa ser algo plenamente para no tener necesidad de volver a serlo. De aquí que las culturas que asimilan plenamente no sientan lo asimilado como algo ajeno, estorboso y molesto. Lo asimilado forma parte de su ser, sin estorbar su seguir siendo. Este haber sido forma parte de la experiencia que permite el seguir siendo. Cuando se asimila bien no se tiene necesidad de volver a repetir experiencias ya realizadas. La historia viene a ser la expresión objetiva de esta asimilación o negación dialéctica. Es ésta la historia de la cultura occidental, la historia del hombre occidental, la historia cuyo movimiento dialéctico ha dibujado magistralmente Hegel. Ésta es también la historia que América ha de negar como punto de partida para realizar una cultura que siéndole propia ha de ser también universal.
De aquí la urgencia, para los americanos, de esta asimilación. Es menester, por una serie de razones sociales, históricas y políticas, que América asimile su pasado dentro de una dimensión dialéctica. Tenemos que negar este pasado nuestro con la mejor de las negaciones, la histórica. Si no queremos repetir la experiencia de nuestros antepasados viviéndola, es menester que la convirtamos en historia, en auténtica experiencia. Tal es lo que ha hecho siempre Europa, y ésta es la mejor lección que podemos aprender de su cultura. Ésta ha sido la tarea de sus historiadores y filósofos. La historia de la cultura europea no la forman los puros hechos, sino, además, la conciencia filosófica que de ellos se tiene. Esto es, la relación que se ha sabido encontrar a estos hechos como conjunto que expresa un modo de ser propio del hombre que los crea. Ningún hecho histórico, por pequeño que sea, carece de sentido en la cultura europea. Este sentido se hace patente en todas las formas de su expresión, aun en las que, aparentemente, se presentan como las más abstractas, tales como las llamadas ideas, el pensamiento o la filosofía. Todos los motivos que puede mover a un individuo o a una nación como conjunto de individuos, a enfrentarse a sus circunstancias para adaptarlas o adaptarse, se hacen patentes en esta historia. Estos motivos pueden ser económicos, políticos o religiosos. La conciencia de estos motivos es lo que forma la conciencia histórica de un pueblo.

7. Toma de conciencia y comprensión histórica

Cuando se tiene la conciencia, anteriormente señalada, se ha alcanzado la comprensión histórica. Comprender, desde este punto de vista, es tener capacidad para colocar un determinado hecho en el lugar preciso que le corresponde en el presente. En este caso su lugar es el de una experiencia realizada que, por la misma razón, no tiene por qué volver a realizarse. Cuando se comprenden los motivos por los cuales en una determinada época se realizaron determinadas formas de expresión históricas, se comprenden también los motivos por los cuales estas mismas formas no pueden repetirse en el presente, salvo negando la historia, esto es, la capacidad del hombre para progresar sirviéndose de sus propias experiencias. Tal es el papel del historiador.
Por lo que se refiere a nuestra América esta labor se va haciendo consciente tanto a nuestros historiadores como a nuestros filósofos. Ha surgido en nuestro medio el historiador de nuestras ideas que se ha impuesto la misión de comprender y hacer comprender ese pasado nuestro que ha de ser asimilado para que sea un hecho nuestra historia. Pero a este historiador corresponde una tarea más: la de hacer patente el espíritu que es común a nuestra América en medio de sus múltiples divergencias y distinciones. Comprender el pasado es comprender también el presente. Comprenderse es tener una clara idea de sí mismo. De aquí que sea una de nuestras más urgentes tarea la de captar, mediante esta comprensión, la idea que nos es propia. Primero en forma relativamente circunstancial, comprendernos como mexicanos, argentinos, peruanos, chilenos, etcétera. Dentro de nuestras múltiples diferencias como individuos concretos es menester captar lo que nos caracteriza como pueblos determinados; esto es, qué es lo que hace de un mexicano un mexicano o de un argentino un argentino, caracterizándole como tal dentro del conjunto de hombres. Y, a continuación, ¿qué es lo que hace que un mexicano o un argentino o cualquier otro hispanoamericano, sea además de mexicano o argentino, un hispanoamericano? Esto es, dentro de las múltiples diferencias que pueden tener entre sí los hispanoamericanos, qué es lo que hace posible darles este nombre genérico. O, en otras palabras, cuál es la idea propia de Hispanoamérica. Y, a continuación qué es lo que tiene de común un hispanoamericano con un brasileño. Qué es lo propio de Iberoamérica. Y, para culminar, qué tienen de común los iberoamericanos con los norteamericanos, qué tiene de común la América Ibera con la América Sajona. Preguntarse si existe una idea propia de América, sin más. Pues bien, esta idea sólo podrá alcanzarse mediante una tarea de comprensión histórica. Abstrayendo de la historia de las ideas, el pensamiento y la filosofía de cada uno de los pueblos americanos, el conjunto de ideas, pensamientos y filosofías que les sean comunes.
Ésta es la tarea que se han impuesto a sí mismos varios de los estudiosos de nuestras ideas y estudiosos de la filosofía. Tarea que podrá aparecer como ambiciosa y pretenciosa. Pero nunca hay tarea pretenciosa si está motivada por hechos como los que aquí se han señalado: primero, la necesidad, ya urgente, de tomar conciencia de nuestro pasado, con el fin de asimilarlo en forma tal que no llegue a representar una amenaza para nuestro futuro; segundo, la necesidad, igualmente urgente, de tomar clara conciencia de nuestro sitio o situación dentro de ese conjunto de pueblos al cual pertenecemos, y que lleva el nombre de América. Primer paso para comprender, igualmente, nuestra situación dentro del conjunto de pueblos que forman la llamada humanidad.
Primero es menester que nos comprendamos a nosotros mismos como pueblos concretos para después saber comprender a otros pueblos como nuestros semejantes.

8. La historia de las ideas en América

El estudio de la historia de las ideas, el pensamiento y la filosofía en América es algo que ha ido tomando un interés cada vez más creciente en nuestros países, tanto en Norteamérica como en la América Ibera. Por lo que se refiere a esta última no se quiere decir que, antes de ahora, no haya interesado este tipo de investigaciones. No, lo que se quiere decir es que ahora los citados estudios se encuentran estimulados en una forma bien peculiar. Hasta se podría asegurar que los mueve cierto dramatismo, parece como si con ellos se estuviese jugando, nada menos que el futuro de nuestra América. Estos estudios son vistos como una tarea especial, necesaria y urgente. De ellos, ya se ha dicho antes, depende la toma de conciencia de esta América y, con la misma, el reconocimiento de nuestras posibilidades, esto es, nuestro futuro.
La preocupación por la historia de las ideas en América ha partido, en general, del campo de los estudiosos de la filosofía con la explicable desconfianza de parte de los estudiosos de la historia. Desconfianza que se ha ido borrando hasta el grado de que esta preocupación ha prendido en las nuevas generaciones de historiadores americanos. Ahora la historia de las ideas es un tema que se incluye en las reuniones de historiadores concediéndosele una atención especial. No es menester decir que la misma desconfianza se encontró y, aun, la hostilidad, en el campo de los estudiosos de la filosofía que seguían considerando a ésta como una tarea abstracta y ajena a lo temporal, esto es, a la historia. Los estudiosos de nuestras ideas se han encontrado prácticamente entre dos fuegos: el de los historiadores que encontraban su labor demasiado abstracta y el de los profesores de filosofía que la encontraban demasiado concreta. La historia de las ideas era vista como una labor híbrida que no alcanzaba a ser ni historia ni filosofía.
Sin embargo, el tiempo, nuestro tiempo, ha venido a justificar esta preocupación en los dos campos: el de la historia y el de la filosofía. Historiadores y filósofos se han encontrado en nuestros días como ayer se habían encontrado teólogos y filósofos, científicos y filósofos. La historia se ha convertido en una preocupación vital en la misma forma como ayer lo fue la ciencia y en otra época la religión. Con la historia tropiezan en nuestros días hombres de ciencia, religiosos, políticos, literatos y filósofos. La historicidad se hace patente y penetra en todas las formas de expresión de lo humano. La filosofía, su máxima expresión, en tanto que trata de dar una explicación última y total de su modo de ser, no podía permanecer ajena a esta su más patente dimensión, lo histórico. En el siglo xix, con Hegel a la cabeza, se inicia la preocupación de la filosofía por la historia. El marxismo, el positivismo y el historicismo son expresiones de este filosofar sobre la realidad cambiante que forma la historia. El primero, el marxismo, vino a ofrecer un método de interpretación de la historia a partir de un substrato económico, del cual no vendrían a ser, todas las formas de la cultura, otra cosa que superestructuras. La metodología marxista permitió desenmascarar lo que se ocultaba tras lo que se ha dado el nombre de ideología, esto es, manera o forma de pensar propia de determinado grupo o clase social. Intereses materiales, concretos, tan concretos como lo pueden ser los intereses económicos, se ocultan tras una serie de ideas o formas de pensamiento aparentemente abstractos.
Más tarde este método de interpretación de la realidad sería recogido y ampliado por la Sociología del conocimiento de Karl Mannheim y la Sociología del saber de Max Scheler; buscando, en esta ocasión, la explicación de lo histórico en otros substratos además de los económicos. Por otro lado, el positivismo se enfrentó también al problema de la interpretación de la historia, pero sirviéndose de un método de interpretación demasiado simplista, ya que trató de aplicar a la historia el mismo método que se aplicaba al llamado campo de las ciencias naturales, partiendo del hecho de que el mismo había obtenido un gran éxito en el mundo natural. Guillermo Dilthey, creador del llamado historicismo, trató, por su lado, de encontrar un método apropiado al campo de las ciencias de la historia o del espíritu. Un método que evitando todo simplismo tratase de comprender todas las formas de expresión de lo histórico. En este campo el problema no era explicar, como se hacía en el campo físico, sino comprender. Comprender es saber ponerse en una situación ajena a la propia. Es saberse colocar en la situación de los otros, nuestros semejantes. Todos los hechos históricos poseen un sentido; pero éste es sólo asequible al que sabe comprender, al que sabe situarse dentro de determinados hechos ajenos como si fueran propios. Este método ha dado origen a obras maestras en el campo de la historia de las ideas como los trabajos de Bernard Groethuysen sobre La formación de la conciencia burguesa en el siglo XVIII; los de Huizinga sobre la Edad Media y el Renacimiento; los de Werner Jaeger sobre la cultura griega y, desde luego, los realizados por Dilthey. En nuestros días la filosofía tiene necesariamente que ocuparse, en forma muy principal, de la historia.
La filosofía europea ha venido así a justificar el trabajo que ahora se realiza en América sobre la historia de las ideas. Arturo Ardao, investigador uruguayo a quien se deben dos magníficos estudios sobre la historia de las ideas en su país, ha dicho: "La relación existente entre el historicismo contemporáneo y la actual preocupación por la autenticidad de la filosofía americana, explica, por otro lado, que dicha preocupación derive al estudio del pasado filosófico de América". Con esta tarea se inicia una toma de conciencia de lo que es la auténtica realidad americana. Conciencia que permitirá a esta América actuar en todos los campos de la cultura haciendo a un lado toda clase de complejos, los mismos que hasta ahora le han impedido el conocimiento de su propia realidad. A partir de este reconocimiento será posible una labor creadora plena y consciente.


capitulo uno de AMÉRICA COMO CONCIENCIA

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