lunes, 9 de agosto de 2010

RAZA Y CULTURA HISPÁNICAS

por Pedro Henriquez Ureña

Generosa inspiración la que ha creado esta festividad del Día de la Raza, donde confirmamos, año tras año, la fe en los grandes destinos de los pueblos que forman la comunidad hispánica. Y no menos feliz inspiración la que dedica en homenaje a España este Día de la Raza en la Universidad de La Plata, en cuyo nombre debo hablar, gracias a honradora designación que debo a su distinguido presidente; en homenaje a España, la más antigua de las naciones y la más joven de las repúblicas que forman nuestra comunidad espiritual.
No son inútiles estos actos, que el escepticismo tacha de infecundos. El mundo marcha más despacio que el pensamiento generoso. La palabra que difunde pensamientos de futuro, la palabra profética que quiere transmitir su velocidad a los hechos, comienza como voz clamante en el desierto; pero al fin penetra en las ciudades, y entonces, si la profecía no se cumple de inmediato, los oídos desatentos la confunden con los gritos de la feria. Doble esfuerzo, así, el de convencer, junto a los incrédulos, a los creyentes de ayer que se sienten defraudados. Pero la palabra debe seguir abriendo surcos, sembrando esperanzas: la simiente germinará, en momento inesperado tal vez.
En pocos años, donde dominaba la indiferencia, la limitación local de toda visión de los problemas humanos, ha crecido y se ha desarrollado la conciencia de nuestra comunidad espiritual, de la unidad esencial de los pueblos hispánicos, la conciencia de «la raza», denominada así, no ciertamente con exactitud científica, pero sí con impulso de simplificación expresiva.
Desde el punto de vista de la ciencia antropológica, bien lejos está de constituir una raza la multicolor muchedumbre de pueblos que hablan nuestra lengua en el mundo, desde los Pirineos hasta los Andes y desde las Baleares y las Canarias hasta las Antillas y hasta las Filipinas, junto a las gentes del viejo solar ibérico, donde se superponen culturas milenarias, desde las más antiguas del Mediterráneo, ligadas a troncos raciales diversos, están los pueblos indígenas de las dos Américas, cuya inmensa variedad lingüística desaparece bajo la lenta pero segura presión del español; están los descendientes de los africanos, a quienes la codicia de sus robadores trajo a sufrir esclavitud o miseria en tierra para ellos extraña, y a los descendientes de los europeos, a quienes el ansia de libertad o de bienestar trajo en busca de nuevas patrias; hasta el Oriente, cercano o lejano, alberga grupos de habla castellana o envía a las tierras hispánicas sus hombres; a veces, como ocurre con los levantinos, para fundirse rápidamente con nuestras poblaciones.
Pero el vocablo raza, a pesar de su flagrante inexactitud, ha adquirido para nosotros valor convencional, que las festividades del 12 de octubre ayudan a cargar de contenidos de sentimiento y emoción. El Día de la Raza bien podría llamarse el Día de la Cultura Hispánica, porque eso es lo que en suma representa; pero sería inútil proponer semejante sustitución, porque el vocablo cultura, en el significado que hoy tiene dentro del lenguaje técnico de la sociología y de la historia, no despierta en el oyente la resonancia afectiva que la costumbre da al vocablo raza.
Lo que une y unifica a esta raza, no real sino ideal, es la comunidad de cultura, determinada de modo principal por la comunidad de idioma. Cada idioma lleva consigo su repertorio de tradiciones, de creencias, de actitudes ante la vida, que perduran sobreponiéndose a cambios, revoluciones y trastornos. Así, el latín ha sido en Occidente el vehículo principal de la tradición romana: la tradición persiste, a través de todas las evoluciones, dondequiera que persistió el latín. Deshecho el Imperio Romano, su idioma se partió en mil pedazos; pero en las lenguas de cultura que se construyeron sobre las ruinas del latín, dominando a la multitud circundante de dialectos rivales, sobrevive la tradición del Lacio, y esas lenguas la han difundido sobre territorios que Roma no sospechó. Pertenecemos al Imperio Romano, decía Sarmiento hablando de estos pueblos de América; pertenecemos a la Romanía, a la familia latina, o, como dice la manoseada y discutida fórmula, a la raza latina: otra imagen de raza, no real sino ideal.
Frente a la tradición romana, aunque educándose parcialmente en ella, se organizó y creció durante la Edad Media la cultura germánica: cuando alcanza su madurez, vemos cómo se contraponen las dos culturas, cómo los pueblos de lenguas germánicas divergen de los pueblos de lenguas románicas en los modos de concebir y practicar la religión, la filosofía, las artes y las letras, el derecho, la vida familiar, la actividad económica, las actividades técnicas. Y, como para ilustrar y aclarar el caso, Inglaterra, pueblo cuya lengua vive del equilibrio variable entre el vocabulario germánico y el vocabulario latino-románico, se sitúa espiritualmente en la frontera entre el Norte y el Sur: hasta su religión oficial, divorciada de Roma, no es sin embargo un protestantismo; es sólo un catolicismo que protesta.
Dentro de la Romanía constituimos, los pueblos hispánicos, la más numerosa familia, extendida sobre inmensos territorios, los más vastos que ocupa ninguna lengua, salvo el inglés y el ruso. Y eso nos señala grandes deberes para el porvenir.
Como quiera que se conciba la evolución de la humanidad en el futuro próximo, es difícil suponer que desaparezca la red de comunicaciones que hoy la enlaza: apoyándose en ellas, la civilización insistirá en su tendencia unificadora, con las ventajas y desventajas de toda unificación. Esfuerzos se harán para mantener vivas las lenguas locales, y con ellas las tradiciones y costumbres que dan sabor a la existencia regional; pero las grandes lenguas de cultura predominarán. El siglo XIX, que con el romanticismo reanimó las lenguas locales en toda Europa y estimuló su florecimiento literario, dando impulso además a los nacionalismos y regionalismos políticos, con el positivismo de la actividad técnica y económica afirmó el predominio de las grandes lenguas centrales. Cien años atrás, en España, como en Francia o en Inglaterra, abundaban los habitantes que desconocían el idioma oficial de la nación; hoy son ya muy raros. En América, donde ni siquiera se ha trabajado nunca para asegurar la persistencia de los centenares de lenguas indígenas que todavía existen, el español las suplantará íntegramente antes de mucho, y los lingüistas tienen ya que apresurarse para recoger sus últimos alientos. Además, las grandes lenguas de cultura se extenderán y persistirán, enriqueciendo su vocabulario, pero esforzándose por no sufrir variación sustancial de formas o de normas: la difusión de la cultura, las semejanzas en la organización de la vida, las relaciones constantes, actuarán contra las variaciones grandes o frecuentes, que son estorbos para la facilidad y la claridad. El latín clásico duró cinco siglos, desde Lucrecio hasta San Agustín, en singular unidad, que da la impresión de la vida inmarcesible; sólo la ruptura de la comunidad política y la sumersión de la cultura, con la caída del Imperio, pudieron partir en pedazos aquella unidad lingüística. Las modernas lenguas de cultura no corren igual peligro, a menos que sobrevenga el cataclismo de la civilización que oímos predecir a los augures de tragedia.
No cataclismo, pero sí crisis de civilización, crisis transformadora, es probable que padezcamos; acaso la estamos padeciendo ya. Y para afrontar la crisis necesitamos disciplina, la disciplina de la organización eficaz en la vida pública, la disciplina del esfuerzo bien orientado y constante en la vida individual.
Es de uso tachar a España de indisciplina, y de paso a todos los países de América que hablan español; pero Vossler hacía notar, poco tiempo atrás, hablando en Buenos Aires, que España ha dado en el siglo XVI el curioso ejemplo de llevar la disciplina militar a las cosas del espíritu, mientras dejaba a la libre iniciativa del individuo el éxito de las campañas militares: Ignacio de Loyola organiza militarmente la disciplina espiritural de la defensa del catolicismo, mientras Hernán Cortés emprende la conquista de México como hazaña personal.
Hoy las cosas son bien distintas: España nos da constantemente ejemplo de esfuerzo disciplinado, particularmente en el orden de la cultura. Pero los conflictos del pasado se explican. La historia de España —o, más exactamente, de toda la Península Ibérca— no es semejante a la de ninguna otra nación de Europa; ninguna otra echó sobre sus hombros carga como la que asumió España desde la Edad Media. No es raro que a veces se rindieran «sus fuerzas fatigadas al abrumante peso». Su tarea fue siempre doble: organizarse interiormente mientras rechazaba al invasor; colonizar y cristianizar las Américas mientras defendía la unidad religiosa de Europa.
La larga lucha contra el moro templó al español, dándole gran dominio de sí; exigiéndole también una fe sin vacilaciones. La tolerancia no podía ser flor de tales cultivos; no se puede ser a la par baluarte y jardín. Pero sí germinaron allí la capacidad de sacrificio, la perseverancia, el desdén de las cosas pequeñas, la generosidad, el sentido de los valores humanos puros, desnudos de todo esplendor adventicio. Y en 1492, cuando la lucha termina, y ganada es Granada, cae entre las manos de España un mundo nuevo.
Estamos viviendo todavía las consecuencias del portentoso suceso, el más trascendental de la historia. La consecuencia mayor, aunque tardía, el nuevo aspecto que asumen desde hace cien años las variaciones en el equilibrio del mundo. Y durante esos cien años se ha discutido sin descanso la obra de España en América. En las campañas de independencia de las naciones hispánicas del Nuevo Mundo se juzgó necesario ennegrecer aquella obra. Después, los libros patrióticos de cada república nueva repitieron mecánicamente la propaganda de las campañas de independencia. Cuando, a fines del siglo XIX, hubiera podido alcanzarse la serenidad de juicio, la última campaña se interpuso, la guerra de Cuba. Pero al comenzar el siglo XX la atmósfera se despejó: no había ya guerras que pelear; podríamos mirar y juzgar con claridad y tranquilidad. Rápidamente va cambiando el juicio. No es sólo que se acepte la excusa que generosamente ofrecía a la «virgen del mundo, América inocente», Quintana, historiador a la vez que poeta: «Crimen fueron del tiempo y no de España». Es que la conquista y la colonización se ven de modo muy diverso: porque la verdad es que España se volcó entera en el Nuevo Mundo, dándole cuanto tenía. No pudo establecer formas libres de gobierno ni organización económica eficaz, porque ella misma las había perdido; pero dictó leyes justas. No estableció la tolerancia religiosa ni la libertad intelectual, que no poseía; pero fundó escuelas, fundó universidades, para difundir la más alta ciencia de que tenía conocimiento. Y sobre todo, su amplio sentido humano la llevó a convivir y a fundirse con las razas vencidas, formando así estas vastas poblaciones mezcladas, que son el escándalo de todos los snobs de la Tierra, de todos los devotos de la falsa ciencia o de la literatura superficial, pero que para el hombre de mirada honda son el ejemplo vivo de cómo puede resolverse pacíficamente, cristianamente, en la realidad, el conflicto de las diferencias de raza y de origen. Durante el siglo XIX se hizo costumbre afirmar la superioridad de otras naciones sobre España y Portugal como colonizadoras. ¡Como si hubiera superioridad en trasplantar a suelo extraño las condiciones de la vida europea, pero para disfrutarlas el europeo solo, negándoselas o escatimándoselas a los nativos! El siglo XX nos devuelve a la verdad, que ya conocía Liniers cuando en una de sus proclamas de 1806 exhortaba al pueblo de Buenos Aires colonial a rechazar la invasión, para no convertirse en otro tipo muy inferior de colonia. iLiniers debía de conocer muchas que aun hoy confirman su juicio! Y ya en nuestros días, William Henry Hudson —el gran argentino inglés, nacido a la mitad del camino que va de Buenos Aires a esta ciudad, más joven que él—, al hablar de aquellas invasiones decía que por fortuna fracasaron en ellas sus antepasados, porque, si hubieran conquistado estas tierras purpúreas, la vida humana habría perdido mucho de su encanto.
No; la más humana de las colonizaciones, y por eso la mejor, ha sido la de España y Portugal: es la única que de modo sincero y leal gana para la civilización europea a los pueblos exóticos. No erró por ventura quien dijo que, mientras el germano teme el contacto con los pueblos de escasa civilización, porque él mismo no se siente muy seguro de la suya, antigua de diez siglos apenas, el latino no ve peligro en el contacto porque su cultura es inmemorial y sale siempre vencedora en los encuentros.
¡Extraño poder de revivificación el de pueblos como España! Es aquella tierra el más antiguo hogar de cultura en Europa, desde las primitivas que dejaron como testimonio las pinturas rupestres de Altamira y de Pindal hasta las primeras que caben ya en la historia, como la de Tartessos. Y después, la existencia toda de España es, como la del ave fénix, perpetuo arder, consumirse en apariencia y resucitar. Iberos y celtas, fenicios y griegos, romanos y cartagineses: todas las culturas se superponen allí, se entrecruzan, se amoldan al territorio español; sólo la de Roma ejerce influencia indeleble y decisiva, con vigor para vencer después la envolvente de los árabes, en la ocasión única dentro de nuestra era —salvo la excepción insular de Sicilia— en que una porción del Occidente cae bajo el dominio de una cultura oriental. De aquel conflicto sale triunfante en España el espíritu occidental, pero el contacto le deja ventanas abiertas al Oriente, como ajimeces desde donde se oyera el grito de la guitarra morisca.
El contacto entre España y América, luego ha dado gradualmente al espíritu español amplitud y vastedad que van en progreso. Nada más humano que la estrechez, porque tiene origen defensivo: cada tribu primitiva se defiende de las vecinas atribuyéndoles magias diabólicas, dignas de exterminio; cada nación moderna se defiende de las demás, atribuyéndoles cualidades inhumanas. Es fácil adquirir la fe en nuestra propia superioridad, porque esa fe es recurso de victoria; es difícil, luego, admitir la igualdad o la equivalencia de las aptitudes que existen, en potencia o en acto, en todos los hombres, en todas las naciones o en todas las razas. A esa amplia visión sólo llegan pocos; los unos, por el camino de la ciencia; los otros, por el camino del amor.
España, que tanto ha padecido por su antigua intolerancia en el orden del pensamiento, hija de la necesidad defensiva, tuvo en cambio espontánea amplitud humana. Aunque España creó el tipo del hombre señorial, como dice Vossler, y el español más humilde tiene aire de caballero, como dice Belloc, nunca se incubó en España ninguna doctrina de superioridad de razas ni de climas, como las que en nuestra era científica corren, miméticamente disfrazadas de ciencia, como reptiles verdes entre hojas nuevas o insectos pardos entre hojas secas. La amplitud humana del español necesitaba completarse con la amplitud intelectual para crear la imagen depurada del tipo hispánico. A eso aspiran, desde su nacimiento, las repúblicas hispánicas de América. A eso tiende, en el siglo XX, la España nueva.
En toda la época moderna el espíritu de amplitud intelectual tuvo que constituir en España la oposición, latente o despierta: sólo fugazmente alcanza el poder en los comienzos del reinado del Emperador, o bajo Carlos III en el siglo XVIII, o, más fugitivamente todavía, en 1812, en 1820, en 1873. Pero en 1898 España hace de su derrota una victoria, renace el fénix, y grado a grado surge el espíritu nuevo de una España más pura y más severa. Si a fines del siglo XIX España parecía a muchos, vista desde América, condenada a irremediable decadencia, mientras el avance de las más prósperas repúblicas cisatlánticas, «joyas humanas del mundo dichoso», como dijo Lugones, las aproximaba a la nueva ventura con cada día dorado —ahora, desde hace pocos años, la antigua nación, rejuvenecida, entra en la olimpiada junto a las naciones jóvenes, y ¿por qué no confesarlo?, en la mayor parte de las carreras se nos adelanta. Este milagro sólo se explica como fruto de disciplina, de largo ejercicio espiritual practicado en silencio. Pero no hemos de sorprendernos si pensamos en tantos silenciosos reformadores que supieron trabajar sin desmayos, esperar y confiar, como aquel santo laico, Francisco Giner de los Ríos, a quien quizá debe la España nueva más que a ningún otro precursor.
España se nos muestra hoy, además, amplia y abierta, más que nunca, para todas las cosas de América. El antiguo recelo ha cedido el lugar a la confianza; la nueva Constitución, al crear la doble nacionalidad, española y americana, aunque desconcierte al antiguo criterio jurídico, place a la buena voluntad.
Sobre la buena voluntad se cimenta la obra de confraternidad hispánica. En esta obra debemos todos unir nuestro esfuerzo, para que la comunidad de los pueblos hispánicos haga, de los vastos territorios que domina, la patria de la justicia universal a que aspira la humanidad.

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