viernes, 31 de agosto de 2012
CARTA AL PRESIDENTE KENNEDY
Madrid, Julio de l967
Mr. John Fitzgerald Kennedy
Presidente de los Estados Unidos de América.
(...)Usted Señor Presidente, ha afirmado con evidente buen juicio, que los problemas latinoamericanos tienen su solución en la Justicia social.
Hace quince años, los justicialistas en la República Argentina afirmamos lo mismo y lo hicimos doctrinaria y acabadamente en realizaciones fehacientes. Estados Unidos e Inglaterra colaboraron para que fuéramos derribados del gobierno, donde estábamos, elegidos por una mayoría sin precedentes en la historia política del país. De estas incongruencias suele estar empedrado el camino que conduce al fracaso. Las consecuencias no pueden cambiar porque hayan variado los presidentes de los Estados Unidos y usted debe cargar con el lastre tan negativo de sus predecesores. En los últimos quince años la República Argentina no ha recibido de Norteamérica sino perjuicios, tanto cuando nos bloquearon en l947 como cuando la invadieron sus compañías petroleras en l959.
Muchas veces he oído a funcionarios americanos preguntarse por la causa de la adversión que los pueblos iberoamericanos sienten por su país y su gobierno.
lunes, 27 de agosto de 2012
SEXTA CLASE DICTADA EL 10 DE MAYO DE 1951
por Eva Perón
Tomaré algunas consideraciones hechas en mi clase anterior sobre el capitalismo, para seguir estudiando las causas del peronismo.
En esa oportunidad dije que el peronismo nació en la historia el día en que los obreros, los primeros obreros, vale decir, el pueblo, se encontraron con Perón, después del 4 de Junio y antes del 17 de Octubre; y vieron en él la esperanza que habían perdido después de un siglo de oligarquía.
Ese encuentro se realiza por primera vez, el 27 de noviembre de 1943, cuando Perón decide crear la Secretaría de Trabajo y Previsión, y deseo dejar bien claro esto por varias razones. Primero porque yo debo enseñar la historia del peronismo; la verdadera historia, y además porque esto nos demuestra que el general Perón siguió, desde el primer momento de la revolución del 4 de Junio, un camino distinto del que siguieron los demás hombres de la revolución. Para él la revolución no consistía en cambiar un gobierno por otro, sino en cambiar la vida de la Nación.
En mi clase anterior dije que el peronismo no había nacido el 4 de Junio y que aquella fecha era el telón que se levantaba sobre el escenario donde se iba a desarrollar uno de los acontecimientos más destacables en la historia del mundo; y lo dije muy bien, porque ustedes conocen las razones que tengo para decir que el 17 de Octubre es una revolución tal que en el mundo no ha habido otra igual.
No puede compararse a ninguna otra revolución que la humanidad haya realizado.
La revolución del 4 de Junio no tiene de peronista nada más que la proclama, porque para nosotros, lo quiero dejar bien aclarado, la verdadera revolución es el 17 de Octubre.
viernes, 17 de agosto de 2012
Manifiesto de Montecristi
por José Martí
25 de marzo de 1895
El Partido Revolucionario Cubano a Cuba La revolución de
independencia, iniciada en Yara después de la preparación gloriosa y cruenta,
ha entrado en Cuba en un nuevo período de guerra, en virtud del orden y
acuerdos del Partido Revolucionario en el extranjero y en la isla, y de la
ejemplar congregación en él de todos los elementos consagrados al saneamiento y
emancipación del país, para bien de América y del mundo ; y los representantes
electos de la revolución que hoy se confirma, reconocen y acatan su deber - sin
usurpar el acento y las declaraciones sólo propias de ]a majestad de la
república constituída - de repetir ante la patria que no se ha de ensangrentar
sin razón ni sin justa esperanza de triunfo, los propósitos precisos, hijos del
juicio y ajenos de la venganza, con que se ha compuesto, y llegará a su
victoria racional la guerra inextinguible que hoy lleva a los combates, en
conmovedora y prudente democracia, los elementos todos de la sociedad de Cuba.
La guerra no es, en el concepto sereno de los que aún hoy la representan, y la
revolución pública y responsable que los eligió, el insano triunfo de un
partido cubano sobre otro, o la humillación siquiera de un grupo equivocado de
cubanos; sino la demostración solemne de la voluntad de un país harto probado
en la guerra anterior para lanzarse a la ligera en un conflicto sólo terminable
por la victoria o el sepulcro, sin causas bastantes profundas para sobreponerse
a las cobardías humanas y sus varios disfraces, y sin determinación tan
respetable por ir firmada por la muerte que debe imponer silencio a aquellos
cubanos menos venturosos que no se sienten poseídos de igual fe en las
capacidades de su pueblo ni de valor igual con que emanciparlo de su
servidumbre.
La guerra no es la tentativa caprichosa de una independencia
más temible que útil, que solo tendrían derecho a demorar o condenar los que
mostrasen la virtud y el propósito de conducirla a otra más viable y segura, y
que no debe en verdad apetecer un pueblo que no la pueda sustentar; sino el producto
disciplinado de la reunión de hombres enteros que en el reposo de la
experiencia se han decidido a encarar otra vez los peligros que conocen, y de
la congregación cordial de los cubanos de más diverso origen, convencidos de
que en la conquista de la libertad se adquieren mejor que en el abyecto
abatimiento las virtudes necesarias para mantenerla.
La guerra no es contra el español, que, en el seguro de sus
hijos y en el acatamiento de la patria que se ganen podrá gozar respetado, y
aun amado, de la libertad, que sólo arrollará a los que le salgan,
imprevisores, al camino. Ni de desorden. ajeno a la moderación probada del
espíritu de Cuba, será cuna la guerra ; ni de la tiranía. - Los que la
fomentaron, y pueden aún llevar su voz, declaran en nombre de ella, ante la
patria, su limpieza de todo odio, su indulgencia fraternal para con los cubanos
tímidos equivocados, su radical respeto al decoro del hombre, nervio del
combate y cimiento de la república ; su certidumbre de la aptitud de la guerra
para ordenarse de modo que contenga la redención que la inspira, la relación en
que un pueblo debe vivir con los demás, y la realidad que la guerra es, - y su
terminante voluntad de respetar, y hacer que se respete al español neutral y
honrado, en la guerra, después de ella, y de ser piadosa en el arrepentimiento,
e inflexible sólo con el vicio, el crimen y la inhumanidad. En la guerra que se
ha reanudado en Cuba no ve la revolución las causas del júbilo que pudieran
embargar al heroísmo irreflexivo, sino las responsabilidades que deben
preocupar a los fundadores de pueblos.
Entre Cuba en la guerra con. la plena seguridad, inaceptable
sólo a los cubanos sedentarios y parciales, de la competencia de sus hijos para
obtener el triunfo por la energía de la revolución pensadora y magnánima, y de
la capacidad de los cubanos, cultivada en diez años primeros de fusión sublime,
y en las prácticas modernas del gobierno y el trabajo, para salvar la patria
desde su raíz de los desacomodo.; y tanteos, necesarios al principio del siglo,
sin comunicaciones y sin preparación, en las repúblicas feudales y teóricas de
Hispano-América. Punible ignorancia o alevosía fuera desconocer las causas, a
menudo gloriosas y ya generalmente redimidas, de los trastornos americanos,
venidos del error de ajustar a moldes extranjeros, de dogma incierto o mera
relación a su lugar de origen, la realidad ingenua de los países que conocían
sólo de las libertades el ansia que las conquista, y la soberanía que se gana
por pelear en ellas. La concentración de la cultura meramente literaria en las
capitales, el erróneo apego de las repúblicas a las costumbres señoriales de la
colonia ; la creación de caudillos rivales consiguiente al trato receloso e
imperfecto de comarcas apartadas; la condición rudimentaria de la única
industria, agrícola y ganadera ; y el abandono y desdén de la fecunda raza
indígena en las disputas de credo o localidad que esas causas de los trastornos
en los pueblos de América, no son, de ningún modo, los problemas de la sociedad
cubana. Cuba vuelve a la guerra con un pueblo democrático y culto, conocedor
celoso de su derecho y del ajeno; o de cultura mucho mayor, en lo más humilde
de él, que las masas llaneras o indias con que, a la voz de los héroes primados
de la emancipación, se mudaron de hatos en naciones las silenciosas colonias de
América ; y en el crucero del mundo, al servicio de la guerra, y a la fundación
de la nacionalidad le vienen a Cuba, del trabajo creador y conservador de los
pueblos más hábiles del orbe, y del propio esfuerzo en la persecución y miseria
del país, los hijos lúcidos, magnates o siervos, que de la época primera de
acomodo, ya vencida entre los componentes heterogéneos de la nación cubana,
salieron a preparar, o en la misma isla continuaron preparando, con su propio
perfeccionamiento, el de la nacionalidad a que concurren hoy con la firmeza de
sus personalidades laboriosas, y el seguro de su educación republicana. El
civismo de sus guerreros; el cultivo y benignidad de sus artesanos; el empleo
real y moderno de un número vasto de sus inteligencias y riquezas : la peculiar
moderación del campesino sazonado en el destierro y en la guerra ; el trato
íntimo y diario, y rápida e inevitable uniformación de las diversas secciones
del país ; la administración recíproca de las virtudes iguales entre los
cubanos que de las diferencias de la esclavitud pasaron a la hermandad del
sacrificio; y la benevolencia y aptitud creciente del liberto superiores a los
raros ejemplos de su desvío o encono, - -aseguran a Cuba, sin ilícita ilusión,
un porvenir en que las condiciones de asiento, y del trabajo inmediato de un
pueblo feraz en la república justa, excederán a las de disociación y
parcialidad provenientes de la pereza o arrogancia que la guerra a veces cría,
del rencor ofensivo de una minoría de amos caída de sus privilegios; de la
censurable premura con que- una minoría aún invisible de. libertos descontentos
pudiera aspirar, ron violación funesta del albedrío y naturaleza humanos, al
respeto social que sola y seguramente habrá de venirles de la igualdad probada
en las virtudes y talentos ; y de la súbita desposesión, en gran parte de los
pobladores letrados de las ciudades, de la suntuosidad o abundancia relativa
que hoy les viene de las gabelas inmorales y fáciles de la colonia, y de los
oficios que habrán de desaparecer de la libertad. - - Un pueblo libre, en el
trabajo abierto a todos, enclavado a las bocas del universo rico e industrial,
sustituirá, sin obstáculo, y con ventaja, después de una guerra inspirada en la
más pura abuegación, y manteniendo conforme a ella, a pueblo avergonzado donde
el bienestar solo se obtiene a cambio de la complicidad expresa o tácita con la
tiranía de los extranjeros menesterosos que lo desangran y corrompen. No dudan
de Cuba, ni de sus aptitudes para obtener y gobernar su independencia los que
en el heroísmo de la muerte y en el de la fundación callada de la patria ven
resplandecer de contínuo, en grandes y en pequeños, las dotes de concordia y
sensatez sólo inadvertibles para los que, fuera del alma real de su país, lo
juzgan con el arrogante concepto de sí propios, sin más poder de rebeldía y
creación que el que asoma tímidamente en la servidumbre de sus quehaceres
coloniales.
De otro temor quisiera acaso valerse hoy, so pretexto de
prudencia, la cobardía; el temor insensato, y jamás en Cuba justificado, a la
raza negra. La revolución, con su carga de mártires, y de guerreros
subordinados y generosos, desmiente indignada, como desmiente la larga prueba
de la emigración, y de la tregua en la isla, la tacha de amenaza de la raza
negra con que se quisiese inicuamente levantar por los beneficiarios del
régimen de España, el miedo a la revolución. Cubanos hay ya en Cuba de uno y
otro color, olvidados para siempre, - con la guerra emancipadora y el trabajo
donde unidos se gradúan - del odio,en que los pudo dividir la esclavitud. La
novedad y aspereza de las relaciones sociales, consiguientes a la mudanza
súbita del hombre ajeno en propio, son menores que la sincera estimación del
cubano blanco por el alma igual, la afanosa cultura, el fervor del hombre
libre, y el amable carácter de su compatriota negro. Y si a la raza le nacieran
demagogos inmundos, o alma.; ávidas cuya impaciencia propia azuzase la de su
color, o en quien se convirtiera en injusticia con los demás la piedad por los
suyos, - con su agradecimiento y su cordura, y su amor a la patria, con su
convicción de la necesidad de desautorizar por la prueba patente de la
inteligencia y la virtud del cubano negro la opinión que aún reine de su
incapacidad para ellas, y con la posesión de todo lo real del derecho humano, y
el consuelo y la fuerza de la estimación de cuanto en los cubanos blancos hay
de justo y generoso, la misma raza extirparía en Cuba el peligro negro, sin que
tuviese que alzarse a él una sola mano blanca. La revolución lo sabe, y lo
proclama : la emigración lo proclama también. Allí no tiene el cubano negro
escuelas de ira como no tuvo en la guerra una sola culpa de ensoberbecimiento
indebido o de insubordinación. En sus hombres anduvo segura la república a que
no atentó jamás. Sólo los que odian al negro ven en el negro odio; y los que
con semejante miedo injusto traficasen, para sujetar, con inapetecible oficio,
las manos que pudieran erguirse a expulsar de la tierra cubana al ocupante corruptor.
En los habitantes españoles de Cuba, en vez de la deshonrosa
ira de la primera guerra, espera hallar la revolución, que ni lisonjea ni teme,
tan afectuosa neutralidad o tan veraz ayuda, que por ellas vendrá a ser la
guerra más breve, sus desastres menores, y más fácil y amiga la paz en que han
de vivir juntos padres e hijos. Los cubanos empezamos la guerra, y los cubanos
y los españoles la terminaremos. No nos maltraten, y no se les maltratará.
Respeten, y se les respetará. Al acero responda el acero, y la amistad a la
amistad. En el pecho antillano no hay odio; y el cubano saluda en la muerte al español a quien la crueldad del ejercicio forzoso arrancó de su casa y su terruño para venir a asesinar en pechos de hombres la libertad que él mismo ansía. Más que
saludarlo en la muerte, quisiera la revolución acogerlo en vida ; y la
república será tranquilo hogar para cuantos españoles de trabajo y honor gocen
en ella de la libertad y bienes que han de hallar aún por largo tiempo en la
lentitud, desidia y vicios políticos de la tierra propia. Este es el corazón de
Cuba, y así será la guerra. ¿Qué enemigos españoles tendrá verdaderamente la
revolución'? ¿Será el ejército, republicano en mucha parte, que ha aprendido a
respetar nuestro valor, como nosotros respetamos el suyo, y más sienten impulso
a veces de unírsenos que de combatirnos? ¿Serán los quintos, educados ya en las
ideas de humanidad, contrarias a derramar sangre de sus semejantes en provecho
de un cetro inútil o una patria codiciosa, los quintos segados en la flor de su
juventud para venir a defender, contra un pueblo que los acogiera alegres como
ciudadanos libres, un trono mal sujeto. sobre la nación vendida por sus guías,
con la complicidad de sus privilegios y sus logros? ?Será la masa, hoy humana y
culta, de artesanos y dependientes, a quienes, so pretexto de patria, arrastró
ayer a la ferocidad y al crimen del interés de los españoles acaudalados que
hoy, con lo más de sus fortunas salvas en España, muestran menos celo que aquel
con que ensangrentaron la tierra de su riqueza cuando los sorprendió en ella la
guerra con toda su fortuna? ¿O serán los fundadores de familias y de industrias
cubanas, fatigados ya del fraude de España y de su desgobierno, y como el
cubano vejados y oprimidos, los que, ingratos e imprudentes, sin miramientos
por la paz de sus casas y la conservación de una riqueza que el régimen de
España amenaza más que la revolución, se revuelvan contra la tierra que de
tristes rústicos los ha hecho esposos felices, y dueños de una prole capaz de
morir sin odio por asegurar al paure sangriento de suelo libre al fin de la
discordia permanente entre el criollo y el peninsular; donde la honrada fortuna
puede mantenerse sin cohecho y desarrollo sin zozobra, y el hijo no vea entre
el beso de sus labios y la mano de sus padres la sombra aborrecida del opresor
? ¿Que suerte elegirán los españoles : la guerra sin tregua, confesa o
disimulada, que amenaza y perturba las relaciones siempre inquietas y violentas
del país, o la paz definitiva, que jamás se conseguirá en Cuba sino con la
independencia? ¿Enconarán y ensangrentarán los españoles arraigados en Cuba la
guerra en que pueden quedar vencidos? ¿Ni con que derecho nos odiarán los
españoles, si los cubanos no los odiamos? La revolución emplea sin miedo este
lenguaje, porque el decreto de emancipar de una vez Cuba de la ineptitud y
corrupción irremediable del gobierno de España, y abrirla franca para todos los
hombres al mundo nuevo, es tan terminante como la voluntad de mirar como a
cubanos, sin tibio corazón ni amargas memorias, a los españoles que por su
pasión de libertad ayuden a conquistarla en Cuba, y a los que con su respeto a
la guerra de hoy rescaten la sangre que en la de ayer manó a sus golpes del
pecho de sus hijos.
En las formas en que se dé la revolución, conocedora de su
desinterés, no hallará sin duda pretexto de reproche la vígilante cobardía, que
en los errores formales del país naciente, o en su poca suma visible de
república, pudiese procurar razón con que negarle la sangre que le adeuda. No
tendrá el patriotismo puro causa de temor por la dignidad y suerte futura de la
patria. - La dificultad de las guerras de independencia en América, y la de sus
primeras nacionalidades, ha estado, más que en la discordia de sus héroes y en
la emulación y recelo inherentes al hombre, en la falta oportuna de forma que a
la vez contenga el espíritu de redención que, con apoyo de ímpetus menores,
promueve y nutre la guerra, - y las prácticas necesarias a la guerra, y que
ésta debe desembarazar y sostener. En la guerra inicial se ha de hallar el país
maneras tales de gobierno que a un tiempo satisfagan la inteligencia madura y
suspicaz de sus hijos cultos, y las condiciones requeridas para la ayuda y
respeto de los demás pueblos -, y permitan, en vez de entrabar, el desarrollo
pleno y término rápido de la guerra fatalmente necesaria a la felicidad
pública. Desde sus raíces se ha de constituir la patria con formas viables, y
de si propias nacidas, de modo que un gobierno sin realidad ni sanción no la
conduzca a las parcialidades o a la tiranía. - Sin. atentar, con desordenado
concepto de su deber, al uso de las facultades íntegras de constitución, con
que se ordenen y acomoden, en su responsabilidad peculiar ante el mundo
contemporáneo, liberal e impaciente, los elementos expertos y novicios, por
igual movidos de ímpetu ejecutivo y pureza ideal, que con nobleza idéntica, y
el título inexpugnable de su sangre. se lanzan tras el alma y guía de los
primeros héroes, a abrir a la humanidad una república trabajadora; sólo es
lícito al Partido Revolucionario Cubano declarar su fe en que la revolución ha
de hallar formas que le aseguren, en la unidad y vigor indispensables a una
guerra culta, el entusiasmo de los cubanos, la confianza de los españoles y la
amistad del mundo. Conocer y íijar la realidad; componer en molde natural, la
realidad de las ideas que producen o apagan los hechos, y la de los hechos que
nacen de las ideas ; ordenar la revolución del decoro, el sacrificio y la
cultura de modo que no quede el decoro de un sólo hombre lastimado, ni el
sacrificio parezca inútil a un sólo cubano, ni la revolución inferior a la
cultura del país, no a la extranjera y desautorizada cultura que se enajena el
respeto de los hombres viriles por la ineficacia de los resultados y el
contraste lastimoso entre la poquedad real y la arrogancia de sus estériles
poseedores, sino al profundo conocimiento de la labor del hombre en rescate y
sostén de su dignidad : - ésos son los deberes, y los intentos, de la revolución.
Ella se regirá de modo que la guerra, pujante y capaz, dé pronto casa firme a
la nueva república.
La guerra sana y vigorosa desde el nacer con que hoy reanuda
Cuba, con todas las ventajas de su experiencia, y la victoria asegurada a las
determinaciones finales, el esfuerzo excelso, jamás recordado sin unión, de sus
inmarcecibles héroes, no es solo hoy el piadoso anhelo de dar vida plena al
pueblo que, bajo la inmortalidad y ocupación crecientes de un amo inepto,
desmigaja o pierde su fuerza superior en la patria sofocada o en los destierros
esparcidos. Ni es la guerra él insultante prurito de conquistar a Cuba con el
sacrificio tentador, la independencia política, que sin derecho pediría a los
cubanos su brazo si con ella no fuese la esperanza de crear una patria más a la
libertad del pensamiento, la equidad de las costumbres y la paz del trabajo. La
guerra de independencia de Cuba, nudo de haz de islas donde se ha de cruzar, en
plazo de pocos anos, el comercio de los continentes, es suceso de gran alcance
humano, y servicio oportuno que el heroísmo juicioso de las Antillas presta a
la firmeza y trato justo de las naciones americanas, y al equilibrio aún
vacilante del mundo. Honra y conmueve pensar que cuando cae en tierra de Cuba
un guerrero de la independencia, abandonado tal vez por los pueblos incautos o
indiferentes a quienes se inmola, cae por el bien mayor del hombre, la
confirmación de la república moral en América, y la creación de un archipiélago
libre donde las naciones respetuosas derramen las riquezas que a su paso han de
caer sobre el crucero del mundo. ¡ Apenas podría creerse que con semejantes
mártires, y de tal porvenir, hubiera cubanos que atasen a Cuba a la monarquía
podrida y aldeana de España. y a su miseria inerte y viciosa!
A la revolución cumplirá mañana el deber de explicar de
nuevo al país y a las naciones las causas locales, y de idea e interés
universal, con que para el adelanto y servicio de la humanidad reanuda el
pueblo emancipador de Yara y Guáimaro una guerra digna del respeto de sus
enemigos y el apoyo de los pueblos, por el rígido concepto del derecho del
hombre, y su aborrecimiento de la venganza estéril y la devastación inútil.
Hoy,. al proclamar desde el umbral de la tierra venerada el espíritu y
doctrinas que produjeron y alientan la guerra entera y humanitaria en que se
une aún más el pueblo de Cuba, invencible e indivisible, séanos lícito invocar,
como guía y ayuda de nuestro pueblo, a!os magnánimos fundadores, cuya labor
renueva el país agradecido, y al honor, que ha de impedir a los cubanos herir,
de palabra o de obra, a los que mueren por ellos. Y al declarar así, en nombre
de la patria, y deponer ante ella y ante su libre facultad de constitución, la
obra idéntica de dos generaciones, suscriben juntos la declaración por la responsabilidad
común de su representación, y en muestra de unidad y solidez de la revolución
cubana, el Delegado del Partido Revolucionario Cubano, creado para ordenar y
auxiliar ]a guerra actual, y el General en Jefe electo en él por todos los
miembros activos del Ejército Libertador.
Montecristi, 25 de Marzo de 1895.
lunes, 13 de agosto de 2012
Sentido heroico y creador del socialismo
por José Carlos Mariátegui
Todos los que como Henri de Man predican y anuncian un socialismo ético, basado en principios humanitarios, en vez de contribuir de algún modo a la elevación moral proletariado, trabajan inconsciente, paradójicamente, vale decir contra su rol civilizador. Por la vía del socialismo "moral", y de sus pláticas antimaterialistas, no se consigue sino recaer en el más estéril y lacrimoso romanticismo humanitario, en la más decadente apologética del "paria", en el más sentimental e inepto plagio de la frase evangélica de los "pobres de espíritu". Y esto equivale a retrotraer al socialismo a su estación romántica, utopista, en que sus reivindicaciones se alimentaban, en gran parte, del sentimiento y la divagación de esa aristocracia que, después de haberse entretenido, idílica y dieciochescamente, en disfrazarse de pastores y zagalas y en convertirse a la Enciclopedia y el liberalismo, soñaba con acaudillar bizarra y caballerescamente una revolución de descamisados y de ilotas. Obedeciendo a una tendencia de sublimación de su sentimiento, este género de socialistas —al cual nadie piensa negar sus servicios y en el cual descollaron a gran altura espíritus extraordinarios y admirables— recogía del arroyo los clichés sentimentales y las imágenes demagógicas de una epopeya de sans culottes*,destinada a instaurar en el mundo una edad paradisíacamente rousseauniana. Pero, como sabemos desde hace mucho tiempo, no era ese absolutamente el camino de la revolución socialista. Marx descubrió y enseñó que había que empezar por comprender la fatalidad de la etapa capitalista y, sobre todo, su valor. El socialismo, a partir de Marx, aparecía como la concepción de una nueva clase, como una doctrina y un movimiento que no tenían nada de común con el romanticismo de quienes repudiaban, cual una abominación, la obra capitalista. El proletariado sucedía a la burguesía en la empresa civilizadora. Y asumía esta misión, consciente de su responsabilidad y capacidad —adquiridas en la acción revolucionaria y en la usina capitalista— cuando la burguesía, cumplido su destino, cesaba de ser una fuerza de progreso y cultura.
Por esto, la obra de Marx tiene cierto acento de admiración por la obra capitalista, y El capital, al par que da las bases de una ciencia socialista, es la mejor versión de la epopeya del capitalismo (algo que no escapa exteriormente a la observación de Henri de Man, pero sí en su sentido profundo).
El socialismo ético, pseudocristiano, humanitario, que se trata anacrónicamente de oponer al socialismo marxista, puede ser un ejercicio más o menos lírico e inocuo de una burguesía fatigada y decadente, mas no la teoría de una clase que ha alcanzado su mayoría de edad, superando los más altos objetivos de la clase capitalista. El marxismo es totalmente extraño y contrario a estas mediocres especulaciones altruistas y filantrópicas. Los marxistas no creemos que la empresa de crear un nuevo orden social, superior al orden capitalista, incumba a una amorfa masa de parias y de oprimidos, guiada por evangélicos predicadores del bien. La energía revolucionaria del socialismo no se alimenta de compasión ni de envidia. En la lucha de clases, donde residen todos los elementos de lo sublime y heroico de su ascensión, el proletariado debe elevarse a una "moral de productores" muy distante y distinta de la "moral de esclavos", de que oficiosamente se empeñan en proveerlo sus gratuitos profesores de moral, horrorizados de su materialismo. Una nueva civilización no puede surgir de un triste y humillado mundo de ilotas y de miserables, sin más título ni más aptitud que los de su ilotismo y su miseria. El proletariado no ingresa en la historia políticamente sino como clase social; en el instante en que descubre su misión de edificar, con los elementos allegados por el esfuerzo humano, moral o amoral, justo o injusto, un orden social superior. Ya esta capacidad no ha arribado por milagro. La adquiere situándose sólidamente en el terreno de la economía, de la producción. Su moral de clase depende de la energía y heroísmo con que opere en este terreno y de la amplitud con que conozca y domine la economía burguesa.
De Man roza, a veces, esta verdad; pero en general se guarda de adoptarla. Así, por ejemplo, escribe: "Lo esencial en el socialismo es la lucha por él. Según la fórmula de un representante de la Juventud Socialista Alemana, el objeto de nuestra existencia no es paradisíaco sino heroico". Pero no es esta precisamente la concepción en que se inspira el pensamiento del revisionista belga, quien, algunas páginas antes, confiesa: "Me siento más cerca del práctico reformista que del extremista y estimo en más una alcantarilla nueva en un barrio obrero, o un jardín florido ante una casa de trabajadores, que una nueva teoría de la lucha de clases". De Man critica, en la primera parte de su obra, la tendencia a idealizar al proletariado como se idealizaba al campesino, al hombre primitivo y simple, en la época de Rousseau. Y esto indica que su especulación y su práctica se basan casi únicamente en el socialismo humanitario de los intelectuales.
No hay duda de que este socialismo humanitario anda hasta hoy no poco propagado en las masas obreras. La internacional, el himno de la Revolución, se dirige en su primer verso a "los pobres del mundo", frase de neta reminiscencia evangélica. Si se recuerda que el autor de estos versos es un poeta popular francés, de pura estirpe bohemia y romántica, la veta de su inspiración aparece clara. La obra de otro francés, el gran Henri Barbusse,** se presenta impregnada del mismo sentimiento de idealización de la masa, de la masa intemporal, eterna, sobre la que pesa opresora la gloria de los héroes y el fardo de las culturas. Masa-cariátide. Pero la masa no es el proletariado moderno; y su reivindicación genérica no es la reivindicación revolucionaria y socialista.
El mérito excepcional de Marx consiste en haber, en este sentido, descubierto al proletariado. Como escribe Adriano Tilgher,
ante la historia, Marx aparece como el descubridor y diría casi el inventor del proletariado; él, en efecto, no sólo ha dado al movimiento proletario la conciencia de su naturaleza, de su legitimidad y necesidad histórica, de su ley interna, del último término hacia el cual se encamina, y ha infundido así en el proletariado aquella conciencia que antes le faltaba; sino ha creado, puede decirse, la noción misma, y tras la noción, la realidad del proletariado como clase esencialmente antitética de la burguesía, verdadera y sola portadora del espíritu revolucionario en la sociedad industrial moderna.
* Los sans culottes se llamaron a los revolucionarios franceses porque dejaron el uso del calzón. La expresión significa sin cal-zones o bragas. Estos eran usados, mayormente, por la nobleza.
** Sobre Henri Barbusse, léase el estudio del autor en las páginas de El artista y la época.
miércoles, 8 de agosto de 2012
LA FASCINACIÓN FRANCESA
por Luis Alberto de Herrera
La cultura social y política de los países sudamericanos es
un simple reflejo de la cultura europea. Esa luz prestada por las viejas
naciones, que llevan la personería moral del mundo, a las jóvenes naciones del
nuevo continente, llega hasta ellas de distintos rumbos y en proporción muy
desigual.
A Italia pide América del Sur elevadas enseñanzas de arte,
la levadura de sus emigraciones, la consigna avanzada de su ciencia jurídica,
el encanto de sus versos y los lirismos ardientes de sus poemas musicales; a Inglaterra
pide la fórmula, no comprendida, de sus instituciones libres, el concurso
opulento de sus dineros, el milagro civilizador de sus iniciativas
ferroviarias, ejemplos de cordura política y de sensatez nacional; a Francia
pide enorme caudal de doctrina, sus ideas cívicas, filosóficas, sociales, sus
gustos, sus predilecciones literarias, sus modas y hasta sus fanatismos y sus
idolatrías; a España, aunque menos confesada la colaboración, con injusticia,
le pide su hija transoceánica el perfume de las hermosas memorias del hogar, el
calor retrospectivo de tradiciones romancescas que son sus propias tradiciones;
a Alemania pide el concurso de su pasmosa energía comercial, maquinarias,
ciencia de vanguardia, ideas viriles y acción.
Alguna de esas influencias superiores no ha sido siempre
tenaz, o ha desfallecido; la germánica es de origen muy moderno y, alguna otra,
se acentúa con contornos sentimentales. Ninguna de esas características gravita
sobre el aporte al escenario sudamericano de las ideas francesas.
Desde hace un siglo su influjo viene creciendo al extremo de
ser en la actualidad absoluto, casi exclúyeme, su imperio.
Tal vez la misma nación favorecida con tan amplio homenaje
continental ignora la intensa fidelidad de esta adhesión espontánea, leal e
irreflexiva como son los gestos de todas las adolescencias. Porque lo curioso
del caso es que Francia muy poco ha puesto de su parte para alcanzar este éxito
de popularidad, ajeno a razones económicas, que se extiende en todos los
órdenes del pensamiento.
No son los rieles, ni las obras portuarias, ni el canje de
productos, ni copiosas transfusiones de sangre los motivos de la señalada
simpatía. América del Sur comercia por más grueso rubro con otras naciones
europeas; pero en cambio, compra sus libros, recoge juicios universales, bebe
doctrinas, mide el dogma social con el patrón exacto de los veredictos
franceses.
Este enamoramiento profundo y tan sentido que no espera la
reciprocidad para manifestarse, Francia no lo encontrará más dilatado en sus
propias colonias. Sobre todo, en el concepto político y filosófico, puede
afirmarse que América del S ur es una copia, sin alteración, de aquel ruidoso
modelo. ¿A qué causas se debe esta singular dominación sembra¬da por el viento,
sin mayor esfuerzo de la parte plagiada?
La fácil declamación corriente contesta, sin dudar, que las
naciones de este hemisferio prosternan sus corazones ante Francia, porque
Francia es la más alta antorcha de la civilización y porque sus entrañas han
parido el verbo de la democracia.
Hace muchos lustros que nuestras multitudes vienen
repitiendo, sin mucho beneficio de inventario, esa pomposa afirmación que ya va
adquiriendo, para nosotros, perfil sacramental. Pero un comentario más intenso
diría que el apasionamiento de los sudamericanos por las ideas francesas
arranca, en gran parte, del conocimiento imperfecto que se tiene de otros
luminosos núcleos sociales, de otras ideas de gobierno y de otros ensayos,
mucho más felices, de libertad. Por otra parte, un idioma comprensible y acariciador
para los oídos latinos, una literatura poderosa y por aquella razón muy
vulgarizada, la novelesca atracción parisiense y, en primera línea, el eco de
los días tempestuosos de 1789 trasmitido, como por gigantesca bocina, a través
del Atlántico, también han concu¬rrido a grabar en el alma americana los rasgos
de esa generosa devoción.
La identidad de defectos afirma las amistades rumorosas y
por cierto que la exaltación de los partidos franceses, sus alternativas
cesaristas y liberales y el fragor de sus luchas, con tan amplia reproducción
en el nuevo continente, han afianzado los vínculos de una instintiva
solidaridad moral.
Todos los excesos y todos los pecados cívicos de nuestra
raza han encontrado atenuación piadosa ante el ejemplo de otro gran pueblo,
honra y prez de la humanidad, que ha sido y sigue siendo, como nosotros,
inconsecuente, demagogo, a ratos rebelde, y siempre pronto a la inquietud y a
la embriaguez de las aventuras gloriosas.
Incapacitados para encamar en la práctica viril los anhelos
democráticos, porque muchas fatalidades se han aliado para estorbarlo, hemos
debido resignarnos a dar vida, sobre el papel, al ensueño de perfección soñada,
y de ahí que nos abracemos, con ingenuo orgullo, al texto, a menudo
esclarecido, de nuestras cartas constitucionales.
A los tcorizadores quedó librada la tarca, casi poética, de
vestir con los más brillantes atributos el pensamiento político de los pueblos,
que un día, por razón inesperada del azar, se despertaron libres de nombre,
aunque atados de pies y manos al sistema colonial.
Se trataba de crear denominaciones republicanas, sin
detenerse en la previa y lógica consulta a soberanías incipientes y ajenas,
hasta en doctrina, al fuego de las instituciones modernas.
Ningún ejemplo más insinuante, entonces, para nuestros
padres legisladores, que las abstracciones de la Revolución Francesa ,
pictóricas de reforma radical y de sonoridad agradable para todos los
tem¬peramentos románticos.
Al alcance de la mano estaba aquel caudal, entre sangriento
y filosófico, de audaces innovaciones en todos los órdenes de organización
pública y, a buen seguro, que su coronamiento de lucha a muerte con la realeza
le agregaba prestigio a ojos de los imitadores.
En el Nuevo Mundo se volcaron en toda su integridad, hace
cerca de un siglo, los dogmas entregados a la opinión europea en las
postrimerías de otra centuria. La retórica nativa y el interés de las
fracciones en pugna, luego, se encargaron de decorar con profusión de epítetos
el sistema de gobierno adquirido todo entero y de golpe, como se compra, de
apuro, una indumentaria; y en la actualidad ese material de instituciones y de
pensamientos prestados continúa gimiendo ensayos de organización en el fondo de
cada retorta criolla, es decir, de cada nación sudamericana.
Por entendido que todas nuestras situaciones de fuerza han
encontrado abundante apoyo declamatorio en los anales del jacobinismo, siendo
justo agregar que, por su parte, también las reacciones inflexibles y el anhelo
de las purezas ilusorias se abrazaron a la evocación del martirio girondino.
Copia más o menos fracasada de las enseñanzas republicanas
francesas, natural es que las naciones del oriente se hayan identificado, hasta
extremos apasionados, al país que, en buena o en mala hora, eligieran como guía
de su conducta independiente.
La distancia entre los discípulos y la cátedra, en vez de
perjudicar ese entusiasmo admirativo, le ha concedido el exagerado empuje que
adquieren todas las impulsiones soñadoras cuando no se ven de cerca las
fisonomías, ni se tocan los obligados defectos de la realidad, siempre inferior
a la perspectiva.
Ya hemos dicho que una soberbia labor literaria afianzó las
atracciones del hermoso modelo, todavía certificadas con la fama de su ciencia
eminente y, en otro sentido, por la leyenda de fabulosas conquistas.
América del Sur vive, pues, con el oído atento a las
inflexiones de la voz francesa que ha sustituido, en mucho, a la voz de la
propia sangre. Así vemos que, a dos mil leguas de distancia, se vibra con las
mismas pasiones de París, recogiendo idénticos sus dolores, sus indignaciones y
sus estallidos neurasténicos.
Ninguna otra experiencia se acepta; ningún otro testimonio
de sabiduría cívica o de desinterés humano se coloca a esa altura excelsa.
Sólo en un rumbo están puestas las ardientes afecciones
intelectuales y sólo de ese rumbo se reciben los grandes consejos colectivos.
De ahí que, con profunda sinceridad creyente, se repita en
América la frase, conocida, de que todo hombre libre tiene dos patrias: la
propia y Francia.
Se presta verdad inconcusa a este concepto avanzado, falso
como todas las afirmaciones incompletas, olvidando que el bien universal es
obra de la comunidad de poderosos esfuerzos distintos y que las libertades
públicas que hoy gozamos no han alcanzado su mejor cultivo en el seno de la
familia latina.
Es en otras tierras y en otros climas donde han tenido
maravilloso desarrollo las instituciones redentoras y nadie ignora que, si bien
en otros laboratorios sociales no se ha fatigado el frontispicio de los templos
y de los palacios administrativos con la divisa pomposísima de "Igualdad,
Libertad, Fraternidad", no por eso ha sido menos brillante la sanción
práctica de esa seductora trilogía.
La exactitud estricta nos ordenaría dar relieve al anterior
aserto, diciendo que la libertad política y religiosa del mundo debe, más que a
Francia, a otras naciones de evolución externa más regular y menos reconocida
por ser ella menos turbulenta.
Pero la opinión general en América del Sur no lo piensa así
y hasta parecería que cada día adquiere mayor arraigo en las conciencias la
devoción espiritual de los años primeros.
Casi con temor irreverente nos atrevemos a confesar nuestra
discrepancia con esa tan cerrada idolatría, en la parte que refiere al
beneficio sobresaliente prestado a nuestros pueblos por el ejemplo democrático
de Francia.
Pero no es nuestra la culpa si el espectáculo de otras
sociedades políticas de diversa cepa y el paralelo ansioso, luego realizado,
han sido causa de que se rompiera el encanto exclusivo que también hemos
compartido. Estas páginas modestas brotan bajo la inspiración de ese criterio,
casi cismático entre nosotros.
Lejos de nuestra mente el propósito de someter a análisis el
significado de la influencia francesa en concepto general. Ninguna opinión
puede alzarse contra esa preciosa colaboración humana y, por cierto, que
merecería caer abrumado bajo el peso de su propia insensatez quien se atreviera
a renegarla. No; localizando comentarios, nos limitaremos a juzgar la parto tan
activa que los sucesos han dado a la Revolución Francesa
en el desarrollo de nuestros ideales cívicos y filosóficos.
Habrá sido ese terremoto punto de arranque de inmensos
bienes para la nación que sintió quemadas las entrañas por el fuego de sus
lavas furiosas. Ahí no estriba la cuestión que ahora nos interesa. Nosotros
sólo averiguaremos si es cierto que las democracias del nuevo continente han
usufructuado esa cosecha de redenciones, tanto como el homenaje corriente lo
repite en todos los tonos. Encararemos el drama de 1789 en sus conexiones con
este hemisferio, para llegar a la conclusión, después de una larga jornada, de
que muchos de nuestros defectos de origen y de tendencia han sido exaltados por
la interpretación frenética de aquel otro frenesí.
Demasiada crueldad se pone en el juicio, también
generalizado, que atribuye a la madre patria la responsabilidad original de
nuestras grandes caídas institucionales. Mucha parte de ese reproche, aunque él
sea amargo, debemos volverla contra nosotros mismos que, ofuscados por la
conquista de la independencia territorial, nos lanzamos en la infancia libre a
las más descabelladas especulaciones filosóficas, persistiendo, todavía, a
pesar de los golpes sufridos, en los mismos excesos doctrinarios que han sido
causa de nuestro desastre republicano.
Acentuando nuestras deficiencias orgánicas, han sido las
ideas absolutas de la
Revolución Francesa , sus fanatismos demoledores, sus quimeras
y sus propósitos abstractos de fraternidad universal y de derechos ilimitados,
los factores morales indirectos de nuestra anarquía endémica, que ahora empieza
a batirse en retirada.
Así, crudo y contradictorio con arraigados preconceptos, se
yergue el comentario cuando, sustrayéndose a los convencionalismos escritos, se
aproxima el pensamiento al fondo mismo de las cosas y se tiene la lealtad
preliminar de reconocer que los pueblos de América del Sur, ajenos a la verdad
del sufragio y al ejercicio elemental de la soberanía, poseen de la libertad,
más las vibraciones engañadoras de tan dulce palabra, que la verdad positiva de
sus beneficios.
La interpretación sofística de la Revolución Francesa
y de sus consecuencias externas, así como un exagerado afán imitativo, sin
consultar circunstancias ni las conveniencias propias, han sido causa de que
permaneciera disimulada en nuestro continente esa derrota de las más generosas
aspiraciones comunes.
Pero lo extraordinario es que se cierre los ojos a esa
evidencia cuando hubiera sido obra de milagro el éxito social de los ideales
delirantes de 1789 en el seno de cuerpos políticos extraños a las virtudes de
las instituciones libres.
Todo estaba por hacerse en América cuando la emancipación se
cruzó en su camino. La definición del coloniaje la da el letargo. Los siglos de
estancamiento sólo sirvieron para afirmar el cimiento granítico de las
costumbres heredadas. Sin comercio, o haciendo de su ejercicio delito de
contrabandistas; sin libros y concibiendo a la letra de molde como vehículo de
disolución moral; sin mejoras en el orden establecido, porque atreverse a
corregir las deficiencias iniciales importaba delito de lesa fidelidad a la
monarquía tutora, pero, en cambio, con esclavos, con ensayos inquisitoriales,
aunque tímidos, con inmigraciones africanas y con ajustada red de alentados y
de despojos. Arriba, el fanatismo de la autoridad indiscutida; abajo, el
fanatismo de la sumisión. Falta agregar el contingente de una creencia
religiosa ultra, tan exclusiva como sincera, que sólo comprendía como legítimo
el imperio de las intolerancias.
A justo título se ha alabado el matiz popular de los
Cabildos; pero, ¡cuánta diferencia media entre esos raros síntomas de
representación vecinal, enfrascada en la tiesura de ceremoniales anticuados y
extraños, en el hecho, a las tibiezas de la intervención popular, y el
funcionamiento, en otros escenarios, de las comunas que son algo así como
células preciosas donde se elabora la salud de los pueblos y la miel de sus más
hermosos derechos!
Ni siquiera existía materia prima propicia a los afanes
superiores del artífice. Ni el indio, corajudo y resignado, pero inepto, por lo
mismo, para las agitaciones ansiosas del civismo; ni el negro, importado como
ser inferior, a pretexto de sustituirlo al aborigen en el envilecimiento del
yugo; ni el aventurero ibérico, temerario, desordenado y de escasos escrúpulos,
tan pocos como exige la ambición arrebatada, ofrecían elementos felices para
fundir, de golpe, bronce de ciudadanos.
Como los individuos, las razas obedecen al determinismo de
su origen. Sus cualidades y sus virtudes las transmite el pasado: las
corrientes de la sangre, al igual del agua de los ríos, ofrecen el sabor
característico de los terrenos que ellas han atravesado. Cumpliendo esa ley, el
producto sudamericano de las horas independientes pronto reveló, en la acción,
el timbre de sus imperfecciones étnicas.
La montaña de arbitrariedades y de rancios prejuicios, que
ocupaba la espalda, sólo podía dar vertiente a las pasiones y al clamor de los
excesos y de la fuerza.
Por eso bulle en el alma hervor de protesta cuando la
demagogia intelectual, repudiando, arbitraria, todas las atenuaciones de fondo
admitidas por la filosofía de la historia, en sus considerándoos, pide castigo
de hoguera para los protagonistas en el drama, todavía abierto, de las guerras
civiles sudamericanas y de la organización nacional.
Sólo la tradición bíblica concibe sin madre, sin gesto de
atrás, al primer hombre creado, pero, por virtud milagrosa, dicen sus libros; y
sólo refiriéndose a ese Adán pudo Miguel Ángel suprimir, en su estatuaria, todo
rastro umbilical.
Pero las sociedades del Nuevo Mundo, hijas legítimas de su
medio ambiente y del cruce de enmarañados antecesores, llevan en su conducta el
sello inextinguible de su filiación. De ahí que no hayamos podido ser mejores
de lo que venimos siendo.
Por desventura las circunstancias, en vez de oponer freno a
ese fatalismo irregular, le abrieron dilatada cancha. Antes de tiempo, todavía
en período intrauterino, fuimos llamados a cumplir delicados deberes de
autonomía.
Eramos el desierto inmenso, oscuro, sin vías de contacto,
apenas ribeteado de civilización en los litorales, y una mañana inopinada ese
desierto y esas poblaciones supieron que el destino los llamaba a una
figuración enérgica. Por singular eslabonamiento de las cosas el despotismo
napoleónico engendró la emancipación de un continente.
Llamados a la dura brega sin conocer a ciencia cierta los
derechos que defendían; mentores de un dogma de soberanía sólo prestigiado por
el eco de exóticas leyendas, los americanos fueron, sin embargo, tan bravos en
su sacrificio inmortal que merecieron ser libres y ellos mismos se creyeron
capaces de serlo.
Con hilo de hazañas cosieron los colores de sus banderas y,
si la justicia tuviera la aptitud mágica de cegar lagunas y de pulir defectos,
desde sus primeros ensayos habría obtenido nuestra raza ancho lote de libertad.
Pero las ineptitudes para el gobierno propio eran de orden
fundamental. Quisimos leer antes de saber deletrear. Laurearnos de académicos
sin cursar bachillerato de democracia. Instigados por ese empeño, la pléyade de
hombres ilustres que formaban al frente de la milicia indígena liberada,
anhelaron para los suyos las más preciadas vendimias de la ajena sabiduría.
Entonces se lanzan, con gesto iluminado, a la pesquisa de los sistemas más
infalibles de felicidad doctrinaria y, en ese propósito, se agitan, sin
descansar, audaces y generosos, porque, cuando la idea alta lo trabaja, el
espíritu entra en celo, afiebrado como la tierra que germina.
Por esa época la propaganda gloriosa de la filosofía ya
había conmovido los cimientos feudales de Europa. Estaban en auge los dog¬mas
revolucionarios de Rousseau. ¡Qué inversión tan colosal en el curso de las
ideas universales! Con tradiciones, reyecías, privilegios, experien¬cias y
aristocracias se hizo un gigantesco hacinamiento de combustibles. El principio
revelado de la soberanía del pueblo dio la señal del incendio. La moda
intelectual ordenaba tener por mal construida a la sociedad existente, que
levantaba sus paredes maestras sobre cimientos de opresión. Las agrupaciones
humanas no debían reconocer otro origen que el mutuo consentimiento entre sus
componentes: ¡las maravillas espontáneas del Contrato Social! Tan científicos
consideraron los contemporáneos estos asertos, que corriendo el tiempo serían
esgrimidos por la guillotina en función, que hasta la nobleza, entonces clase
privilegiada, se rindió a la atracción equitativa, casi piadosa, de los nuevos
postulados. Todavía el ariete no hería la carne viva y se ignoraban los arcanos
del porvenir. Con ánimo sonriente se concedió la razón teórica al reformador
ginebrino, al extremo de desearse la regresión al estado de naturaleza, que
devolvería a la humanidad dolorida toda la ventura despilfarrada en erradas
organi¬zaciones.
Muy lejos de la religiosidad de los libros sagrados,
partiendo de sus antípodas, se llegaba a otorgar veracidad filosófica al
ensueño de las dichas paradisíacas, interrumpidas por la caída del pecado
original.
Los rumbos de la educación sufrieron un vuelco y las páginas
extra¬ordinarias del Emilio indicaron las rutas prácticas del flamante credo,
contradictorio con todo lo existente.
En 1789 hicieron crisis esos colosales sofismas. Fue aquello
un cuadro de Rembrandt: iluminada la profundidad oscura de la tela por
magistral pincelada de luz.
En el despeñadero de la hecatombe ondea el principio de la
soberanía del pueblo, arrancado palpitante, por Juan Jacobo, del mármol de las
edades; importando poco a la humanidad heredera que fuese equivocada la
procedencia atribuida.
Ahora bien, las repúblicas sudamericanas empezaron a vivir a
raíz de ese cataclismo mundial, cuando estaba llena la atmósfera de sus acres
olores. Nada más explicable que el entregamiento ingenuo, rendido, total, a la
declamación jacobina, protegida en sus desvaríos por los nombres augustos de
Montesquieu, de Rousseau, de Voltaire, de Diderot, y también de Malcshcrbcs y
Condorect, que nadie tenía apuro en recordar obligados a la inmolación
miserable por sus propios discípulos.
No cabía momento más oportuno para intentar la realización
de los apotegmas redentores soñados por el Vicario Saboyardo. ¡Magnífico liinpo
de experimentación el ofrecido por un continente entero a las teorías en boga!
¿Podía pedirse mejor arcilla para el ensayo idealista que una masa de hombres
extraños a la costra secular de la monarquía europea, sin tendencias políticas
definidas, sin cristalización volcánica, más bien unidos que separados por sus
fronteras, dibujadas por la inmensidad de las selvas, y huérfanos hasta de la
instrucción elemental, alimenta
prejuicios y rencores localistas?
El autor de la tesis anárquica nunca pudo soñar tan
espléndido homenaje. Las páginas de libros célebres sudaron fórmulas de
gobierno para América, que se prestó muda al sacrificio, tal vez con la resignación
de la inconsciencia. Se pensó que basta a los afanes su nobleza para que ellos
echen rama.
La historia da fe del resultado de tan pasmosa tentativa
teórica.
capitulo I de LA
REVOLUCIÓN FRANCESA Y SUDAMERICA
viernes, 3 de agosto de 2012
El Frente Único del APRA y sus Aliados
por Haya de la Torre
En la tercera parte del artículo "¿Qué es el APRA?", está escrito:
"El APRA organiza el gran Frente Único Antimperialista y trabaja por unir en ese frente a todas las fuerzas que en una o en otra forma han luchado o están luchando contra el peligro de la conquista que amenaza a nuestra América".
Frecuentemente se nos han planteado a los apristas estas preguntas: ¿El APRA es Partido o es Frente Único? ¿Puede ser las dos cosas a la vez?
Antes de responder, completemos la lectura del párrafo arriba citado:
"Cuando a fines de 1924 se enuncia el programa del APRA, presenta ya un plan revolucionario de acción política y de llamamiento a todas las fuerzas dispersas a unirse en un Frente Único".
El APRA es un Partido de bloque, de Alianza. Esto quedó ya demostrado al formularse las bases de su estructuración en los capítulos anteriores. Hemos presentado como caso de semejanza el Partido Popular Nacional Chino o Kuo-Min-Tang originario, que también ha sido un partido antimperialista de frente único. Recordemos que aún en los países más avanzados económicamente se dan casos de partidos de izquierda que constituyen vastas organizaciones de frente único contra el dominio político de la clase explotadora. El Labour Party inglés es eso.[42] No sólo agrupa a obreros y campesinos: incluye en su frente a un vastísimo sector de clases medias pobres y alía bajo sus banderas a numerosas agrupaciones y tendencias. Al ejemplo del laborismo inglés podrían agregarse muchos otros casos similares de partidos de izquierda en Francia, Alemania, Países Bajos y Escandinavos. Y si en las naciones industriales europeas, donde los proletariados son antiguos y numerosos, ha sido necesaria la alianza de clases proletarias, campesinas y medias -formando frentes comunes bajo disciplinas de partido-, en Indoamérica por las condiciones objetivas de nuestra realidad histórica, lo es mucho más.
El APRA debe ser, pues, una organización política, un partido. Representa y defiende a varias clases sociales que están amenazadas por un mismo peligro, o son víctimas de la misma opresión. Frente a un enemigo tan poderoso como es el imperialismo, deviene indispensable agrupar todas las fuerzas que puedan coadyuvar a resistirlo. Esa resistencia tiene que ser económica y política simultáneamente, vale decir, resistencia orgánica de Partido. Como tal, el APRA debe contar con su disciplina y sus tácticas propias.
Hemos dicho en el capítulo anterior que la lucha contra el imperialismo es, también una lucha nacional. Conviene recordar que así como hay clases sociales permanentemente atacadas y explotadas por el avance imperialista, las hay que son sus víctimas temporales. Una gran parte de nuestra burguesía en formación presenta ese carácter. Por eso, el APRA puede aliarse con ellas en un frente transitorio, mientras sea necesario sumar sus esfuerzos a la defensa común. Vale recordar que la etapa de lucha nacional contra el imperialismo se presenta en todos nuestros países y ha de durar todavía algunos años.
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