por Manuel Ugarte
"Si el nacionalismo es revolucionario, la
revolución puede ser nacionalista sin comprometer ni disminuir la solidaridad
mundial. Paralelamente al problema de la injusticia exterior, debemos enfocar
el problema de la injusticia interior. . .".
(De El dolor de escribir, 1932).
PROGRAMA1 (1915)
Los PUEBLOS
necesitan razones de vivir y razones de morir; las razones de morir son las
pasiones, las razones de vivir son los ideales.
A raíz de la
revisión de valores determinada por la guerra, al hallarnos los argentinos ante
nuestra verdadera situación, advertimos que en momentos en que Europa lanza sus
muchedumbres al sacrificio, empieza a surgir aquí, en las conciencias, como
movimiento instintivo de conservación, el deseo vehemente de suscitar al fin la
nacionalidad completa.
"La Patria " nace para
ponerse al servicio de ese empuje. Un país que sólo exporta materias primas y recibe
del extranjero los productos manufacturados, será siempre un país que se halla
en una etapa intermedia de su evolución. Y esa etapa conviene sobrepasarla lo
más pronto posible, fomentando, de acuerdo con las enseñanzas que surgen del
enorme conflicto actual, un gran soplo reparador de los errores conocidos, un
sano nacionalismo inteligente que se haga sentir en todos los órdenes de la
actividad argentina.
Algo nos
grita en estos momentos en que todos los pueblos recapacitan sobre su destino,
que hemos hecho en los últimos años demasiada política y demasiada
especulación, que hemos vivido más de lo que esperábamos que de lo que
teníamos, que falta todavía un esfuerzo análogo al que desarrollamos en las mejores
épocas de nuestra historia.
Las fuerzas de que disponemos estarán al
servicio de esa causa. Intérpretes de las aspiraciones de la enorme masa ajena
a los partidos, propiciaremos ante todo el desarrollo de las industrias
nacionales, fomentaremos el florecimiento de las iniciativas argentinas y
ayudaremos todo empuje que tienda a revelar o desarrollar fuerzas propias,
subrayando el nacionalismo político con el nacionalismo económico y haciendo
que las iniciativas que nacen, evolucionan y quedan en el país sustituyan por
fin a las fuerzas económicas que vienen del extranjero y vuelven a él,
llevándose gran parte de nuestra riqueza.
En política internacional seremos partidarios
de mantener relaciones cada vez más estrechas y fraternales con los países
vecinos; nos opondremos, venga de donde viniere, a todo acto de carácter
imperialista que pueda lastimar los derechos de las repúblicas hermanas, y
abogaremos por el mantenimiento del actual equilibrio entre los diferentes
países proveedores, para evitar la influencia comercial preeminente, siempre
perjudicial, de una sola bandera extranjera.
Estaremos en comunión y en contacto constante
con la juventud estudiosa, eje, base y motor del porvenir, y abogaremos por las
reformas educacionales que tiendan a acortar el término de los estudios, a
escalonarlos en una forma logística, y a determinar una alta concepción, a la
vez idealista y práctica, que haga de la escuela una cátedra de civismo y de
carácter y capacite a los argentinos para encabezar y dirigir todas las fuerzas
de la actividad nacional, reaccionando contra el prejuicio de ir a buscar
especialistas del otro lado del océano.
Lucharemos porque se rodee de creciente afecto
al extranjero arraigado y se le den toda clase de facilidades para continuar la
acción fecunda que ha determinado buena parte de nuestro progreso actual, pero
combatiremos los monopolios y los abusos de las compañías radicadas fuera del
país, abusos que a menudo derivan, más que de la mala voluntad de aquéllas, de
la incapacidad • de las autoridades para controlarlas con la severidad debida.
[Programa del diario La Patria , expuesto
en el Nº 1 de La Patria
del 24 de noviembre de 1915. Archivo Gral. de la Nación Argentina ].
INDUSTRIAS NACIONALES (1915)
ALGUIEN ha
venido hoy a verme y me ha dicho:
—Juzgue
usted mismo, señor. Yo había fundado con mis ahorros y algunos pequeños
capitales amigos una fábrica; paro fueron tales los impuestos y las trabas que
me arruiné y tuve que renunciar a ser fabricante. Ahora vendo el mismo producto
importado y gano el dinero que quiero. ¿Qué criterio económico es éste? Un
argentino fracasa cuando elabora productos nacionales, cuando aumenta la
riqueza común, cuando da ocupación a los. obreros del país; y ese mismo
argentino prospera cuando se pone al servicio de una fuerza económica extraña,
cuando contribuye a que su país sea tributario, cuando alimenta a los obreros
de Londres o de Nueva York. Confieso, señor, que no comprendo una palabra. Los
programas financieros, ¿se harán en el manicomio?
La protesta
no puede ser más justificada. Lo que ocurre entre nosotros con las industrias nacionales
es algo paradojal.
En momentos
en que los pueblos llegan hasta desencadenar guerras enormes para dominar los mercados
mundiales y colocar el excedente de los productos de su industria, nosotros estamos
sofocando y combatiendo la vida propia que surge en el país espontáneamente. En
Europa y Norteamérica se rodea a la industria de cuidados; aquí se la hostiga.
Un extraño idealismo librecambista ha llevado a
ciertos hombres públicos a ahogar, por teoricismo, los brotes que surgen al
conjuro de la fuerte salud de nuestra tierra, olvidando que los pueblos que no
manufacturan los productos nunca son pueblos verdaderamente ricos sino pueblos
por donde la riqueza pasa, puesto que, lejos de quedar ésta en el país,
tiene que ir al extranjero a cambio de lo indispensable para subsistir.
"Nuestra fortuna —dicen algunos— está en
la tierra y como esa ha sido la fuente de prosperidad argentina, no debemos
pensar en otra cosa". Olvidan que hasta hace cincuenta años, los Estados Unidos
fueron un país exclusivamente ganadero v agrícola, pero que su verdadera
grandeza no empezó hasta que, después de fabricar lo que necesitaban para su
existencia, derramaron los frutos de su labor y de su inventiva sobre el mundo.
En la Argentina tenemos casi todas las materias primas
y ahora, con el petróleo, hasta el combustible barato. ¿Por qué hemos de
renunciar al deseo de igualar a otros pueblos, al orgullo de bastarnos, a la
fabulosa prosperidad que nos espera? El grado de civilización, de capacidad económica,
de eficacia activa de los países se mide por su aptitud para transformar los
productos de la tierra. Los que sólo exportan materias primas son, en realidad,
pueblos coloniales. Los que exportan objetos manufacturados son países
preeminentes. Sin dejar de fomentar la ganadería y la agricultura, base de
nuestra vida, podemos, para bien de todos, ensanchar gradualmente el radio de las
actividades, hasta ser al fin un país completo, digno de su pasado y de su
porvenir.
No nos dejemos detener por las observaciones
primarias de los economistas, que sólo ven el momento en que se encuentran y la
ventaja inmediata.
Los que
arguyen que aumentará el precio de los artículos olvidan que, precisamente
desde el punto de vista obrero, la industria resulta más necesaria. Abaratar
las cosas en detrimento de la producción nacional, es ir contra una buena parte
de aquellos a los cuales se trata de favorecer, puesto que se les quita el
medio de ganar el pan en la fábrica. Disminuir el precio de los artículos y
aumentar el número de los desocupados resulta un contrasentido. Interroguemos a
los millares y millares de hombres que hoy pululan en las calles buscando
empleo a causa de las malas direcciones de la política económica; preguntémosle
qué es lo que elegirían: vivir más barato o tener con qué vivir.
¿De qué
sirve al obrero que baje el precio de los artículos, si no obtiene con qué
comprarlos?
El temor a
la vida cara es uno de los prejuicios económicos más atrasados y lamentables.
La vida es siempre tanto más cara cuanto más próspero y triunfante es un país.
Todo se abarata, en cambio en las naciones estancadas y decadentes. La vida es
barata en China y cara en los Estados Unidos. Pero como los salarios van en
proporción con la suma de bienestar de que esos grupos disfrutan, la única
diferencia es que unos pueblos viven en mayúscula y otros mueren en minúscula.
Todo esto,
sin contar con que las colectividades tienen intereses superiores a las
conveniencias de sus miembros. Ningún estadista merece crédito, si no sabe ver
a cincuenta años de distancia. Y nosotros debemos encarar estos asuntos con los
ojos puestos en la Argentina
de 1980, en el fabuloso foco de riqueza, de abundancia y de felicidad, que
puede ser esta tierra si abandonando la política de la casualidad, entramos de
lleno en la vía experimental, estudiando lo que se ha hecho en otros casos y
trazando verdaderos planes de engrandecimiento.
Pese a los
intereses que habrá que herir irremediablemente, la Argentina tendrá que ser
cada vez más parca en sus importaciones y cada vez más abundante y magnífica en
su producción industrial, en su irradiación sobre el mundo. Metales, maderas,
cueros, lanas, productos de todo orden y todo género tendrán que ser trabajados
y valorizados por la fuerza y el ingenio de nuestros compatriotas, hasta
llegar, no sólo a suplantar a nuestros proveedores actuales, sino a competir con
ellos fuera del país en uno de esos empujes poderosos y creadores de los
grandes pueblos.
Aprovechando la situación especial que determina
la guerra, debemos hacer, pues, lo posible para crear los resortes que nos
faltan y no pasar de la importación europea a la importación norteamericana
como un cuerpo muerto que no puede moverse por sí mismo y siempre tiene que estar
empujado por alguien.
El país exige una política práctica. En vez de
gastar millones de pesos para hacernos representar en la Exposición de San
Francisco con simples fines de vanidad superficial, debimos hacer en nuestro país,
con la modestia que impone la crisis mundial, una gran exposición general de
productos industriales argentinos, para revelar a nuestro propio pueblo su
capacidad, hacer que nuestras industrias puedan salir a la calle sin disfraz,
destruir el prejuicio contra los productos nacionales y fomentar el desarrollo
de las mejores fuerzas.
Basado en estas consideraciones, vengo a dar el
grito de alarma. No se trata de teorías de proteccionismo o libre cambio. Se
trata de una enormidad que no puede prolongarse: el proteccionismo existe entre
nosotros para la industria extranjera y el prohibicionismo, para la industria nacional.
Si queremos favorecer, no sólo los intereses de los habitantes de nuestro
territorio, sino las exigencias superiores de la patria; si deseamos trabajar
para el presente y para el porvenir, tendremos que prestar atención a lo que
descuidamos ahora. Se abre en el umbral del siglo un dilema: la Argentina será
industrial o no cumplirá sus destinos.
[Editorial del diario La Patria , del
29 de noviembre de 1915, diario dirigido por el propio Ugarte, Reproducido en La Patria Grande.
Editora Internacional (Berlín-Madrid), 1922].
POLITICA EXTERIOR SOBERANA (1915)
HACE MÁS de
quince días que el vapor argentino "Mitre" fue capturado por un barco
de guerra extranjero, en medio de la sorpresa de todos los argentinos que hasta
ese momento creían firmemente en la amistad de Inglaterra.
Para calmar
la indignación de la juventud, nuestra Cancillería declaró que la reclamación, entablada
por la vía diplomática, tendría un rápido resultado satisfactorio. Y en nombre
de la reserva que siempre se invoca en estas emergencias se impuso a la opinión
pública un largo y doloroso silencio.
Los días
siguen pasando y no hay síntoma alguno de que se acerque la esperada
satisfacción, la modesta y elemental satisfacción con la cual estamos todos
resueltos a contentarnos. Parece que el gobierno inglés sólo aspira a ganar
tiempo, a diluir por cansancio los enojos y a establecer una vez por todas que,
proteste quien proteste, su voluntad prima sobre los derechos de los neutrales.
Para acentuar su desdén por nuestra
nacionalidad, ha repetido con ligeras variantes el hecho.
Lo ocurrido con el "Pampa", el
"Camarones" y el "Frisia", mientras se da curso a la reclamación
provocada por el atentado del "Mitre", indica cuáles son, claras y
tangibles, las intenciones de aquel gobierno. No ha tomado siquiera en cuenta
nuestra protesta diplomática. No ha dado el menor alcance a lo que tanto nos
hiere. Y lejos de inclinarse a reparar en lo posible la ofensa inferida, sigue
deteniendo barcos y pisoteando derechos, como si de la soberanía argentina que tan
brillantemente cimentaron nuestros antepasados, no quedara actualmente más que
un recuerdo diluido por el cosmopolitismo reinante.
El gobierno inglés parece no creer en la
realidad del sentimiento nacional argentino, cuando tan resueltamente lo
lastima; parece no admitir que nuestra bandera sea digna de respeto cuando tan desdeñosamente
la pospone, parece no temer que nuestro pueblo sea como el de 1806 y 1807, cuando
tan audazmente lo desafía.
Y nuestro gobierno, representante global de la Nación y guardián nato de
su dignidad, está obligado a llamarlo a la realidad de los hechos. Tiene que
hacer sentir de una manera o de otra, su influencia decisiva o no habrá
cumplido con su deber.
[Editorial del diario La Patria , escrito
por Ugarte, del 18 de diciembre de 1915. Archivo Gral. de la Nación Argentina ].
CIERTA
asociación acaba de formular una petición en el sentido de que se prohíba
ejecutar el himno nacional y llevar la bandera argentina en las manifestaciones
públicas. A pesar de las razones que se aducen y del pretendido "respeto
hacia los símbolos nacionales", la simple enunciación de esta idea
levantaría en cualquier país de Europa un inmediato clamor hostil.
Aquí vemos
con indiferencia que en vez de la bandera nacional, ondee al viento una tela desteñida,
unas veces gris, otras verde y otras completamente blanca; asistimos, sin inmutarnos,
a la apología del antipatriotismo, permitiendo que se levanten tribunas desde
las cuales se ridiculizan nuestras' glorias y se abomina la idea de patria;
leemos, sin indignación, que hay regiones de nuestro territorio donde niños
nacidos en este suelo, y por lo tanto ciudadanos argentinos, no saben articular
una palabra en el idioma nacional; y estamos tan adormecidos y dispersos, que
esta nueva fantasía no nos conmueve.
Sin embargo,
somos hijos de un país cosmopolita, donde la nacionalidad se viene acumulando con
ayuda de aportes disímiles, y a veces contradictorios, que exigen un especial
esfuer2o de conglomeración; y la lógica más elemental debiera decirnos que lo
que aquí se impone antes que nada es difundir y afianzar el sentimiento
nacionalista por medio del razonamiento, el color, el sonido, los recuerdos y
cuanto concurre a mantener en el alma esa maravillosa emoción colectiva que se
llama el patriotismo.
Así vemos,
por ejemplo, que Norteamérica, país de inmigración como el nuestro y colocado por
los hechos ante el mismo problema, lejos de hacer de la bandera y del himno un artículo
de lujo, reservado a circunstancias y clases determinadas, entrega los símbolos
y las concreciones de la nacionalidad a la masa popular, que al adoptarlas y al
hacerlas suyas en todas las circunstancias de la vida, les da su verdadero
alcance y su significación final.
La bandera
norteamericana la vemos en el escenario de los teatros, en los artículos de comercio,
hasta en los cigarrillos y en los pañuelos de manos.
Quien
desembarca en Nueva York no halla otra cosa en las vidrieras, en los balcones de
las casas, en los tranvías y en los carteles.
Lo mismo
ocurría, antes de la guerra, en Alemania y en Francia. En Buenos Aires mismo,
ciertos productos extranjeros usan en su propaganda, para atraer las simpatías
de los connacionales, el símbolo del país de origen.
La bandera y el himno son, en realidad, la
mirada y la voz de un conjunto nacional. Aquí se pretende que nuestra
nacionalidad sea sorda y ciega, o, por lo menos, que sólo recupere el uso de esos
sentidos en circunstancias especiales.
Si la fantástica petición que comentamos fuera
aceptada, llegaríamos a sancionar inverosímiles paradojas. Las colectividades
extranjeras residentes entre nosotros podrían desfilar libremente a la sombra
de sus banderas, y los únicos que no podrían desplegar la suya serían los
argentinos. El himno francés, es decir, La Marsellesa , resonaría
en las calles cada vez que así lo quisieran los transeúntes, pero nos estaría
vedado lanzar al aire las notas del himno argentino. La bandera roja, símbolo
de los ensueños internacionalistas y de la negación de la patria, podría ser
levantada en todas las plazas públicas y la bandera argentina, representación
de nuestro núcleo independiente, no podría salir a la calle.
Parece inútil insistir sobre las consecuencias
que crearía semejante estado de cosas. Si hay núcleos políticos que abusan de
los signos nacionales, el buen sentido público se encargará de hacer justicia.
Pero no pongamos en el comienzo de una nacionalidad que necesita como pocas ensancharse
y afirmarse por la virtud de los símbolos, la traba incomprensible y peligrosa
que nos proponen.
Lo que nuestra república cosmopolita y poco
coherente exige, no es que se concrete la nacionalidad en un grupo dirigente,
que en ciertos momentos ha estado lejos de ser la mejor expresión de nuestro conjunto,
sino que se expanda y se difunda hasta invadir todos los cerebros y todos los
corazones para amalgamarlos, no ya en un simple conglomerado material, sino en
un conglomerado más completo y más alto, que dé a todos un punto de partida en
el pasado y un punto de mira en el porvenir, sancionando la verdadera
continuidad solidaria que ha sido el secreto de las más grandes fuerzas históricas.
[Publicado por Ugarte en La Patria del
22/1/1916. Reproducido en el libro La Patria Grande , 1922].
PETROLEO (1916)
HACE COMO cosa de tres años que aquel gran laborioso y gran patriota que se llamó
Luis Huergo evacuando el informe que le encomendara el gobierno sobre
explotación del petróleo de Comodoro Rivadavia, producía un sabio y minucioso
informe cuyas conclusiones fundamentales eran:
1° Que la región
petrolífera patagónica es incalculablemente rica, no sólo por la abundancia del
mineral sino también por su calidad insuperable.
2° Que el escaso
rendimiento hasta ahora obtenido se debe a ciertos manejos oscuros de empresas
extranjeras empeñadas en acaparar toda la zona y a la falta de capitales para
efectuar una explotación eficaz.
3º Que "para empezar" la explotación
en forma racional y remuneradora, se necesitaban como mínimo, doce millones de
pesos.
No había en el país opinión más autorizada en
la materia que la de este descubridor de nuestra riqueza petrolera,
propagandista entusiasta de la explotación oficial de esa industria destinada a
producir una revolución económica en el país. Demostraba Huergo el rápido
florecimiento que se operaría en otras industrias nacionales, hoy estancadas o
muertas por la carestía del combustible que impone fletes exorbitantes.
La primera consecuencia de esa explotación
sería un considerable abaratamiento de las tarifas ferroviarias permitiendo así
la explotación de nuestras enormes riquezas mineras, forestales, frutícolas y
sus múltiples derivados.
Sin embargo, la palabra del sabio, que apresuró
el fin de su laboriosa existencia con el enorme trabajo realizado en el terreno
y en el gabinete, fue casi ridiculizada por los poderes públicos. En efecto, el
ministerio sólo solicitó cuatro millones para "iniciar" la
explotación, y el Congreso, ofreció un máximo de dos millones.
El ingeniero Huergo, justamente indignado ante aquella
inconcebible ignorancia que malograba su más noble anhelo de patriota y de
hombre de ciencia, rehuyó la oferta manifestando que esa suma sólo serviría
para engrosar los presupuestos de muchas oficinas inútiles donde un ejército de
técnicos y de empleados pretendían producir petróleo con papel y tinta, con
notas, informes y trámites estériles.
Después de eso, varios ministros han visitado
los pozos de Comodoro y han regresado encantados convencidos de la colosal
importancia de esa industria inexplotada. Pero el entusiasmo nunca se tradujo
en hechos, sea porque esas preocupaciones sobre el asunto no llegaron más allá,
sea porque persisten las hostilidades que hicieron malograr la obra de Huergo.
Recién ahora el gobierno se dispone a solicitar un crédito de quince millones
de pesos para iniciar la explotación de aquel tesoro abandonado. ¿Prosperará el
propósito?
Mucho tememos que las poderosas influencias
extrañas a que hizo referencia el sabio, persistan todavía.
[Diario La Patria , 4/2/1916. Archivo Gral. de la Nación Argentina ].
LOS FERROCARRILES EN CONTRA DE NUESTRO PROGRESO INDUSTRIAL (1916)
UNO DE LOS
problemas que más nos interesa, fuera de toda duda, es el de la explotación de
nuestros ferrocarriles por empresas de capital forastero, cuyos intereses, de
conveniencias motivadas por su misma falta de arraigo y su origen, son
fundamentalmente opuestos a los intereses de la república.
Quien no nos
conozca y oiga decir que aquí las empresas ferroviarias no hacen cosa alguna, después
de obtener sus utilidades, que perjudicarnos, no lo creería, por parecerle cosa
inadmisible. Sin embargo, es la realidad de lo que sucede, y no se trata de
pequeñeces sino de cuantiosas riquezas que huyen del país y atrasos de todo
género que gravitan directamente sobre nuestro progreso industrial. Atribúyase
a lo que mejor se considere, de cualquier forma, se pensará en el gobierno, el
gobierno que cuando posee para su explotación una finca férrea pierde dinero y
se deja robar por medio mundo. .. el mismo gobierno que entrega a una empresa
extranjera esas mismas líneas y sin mayor control permite y ampara un crecido
número de irregularidades, de actitudes contraproducentes para la economía
nacional.
Las empresas
ferroviarias son todas extranjeras: capital inglés, sindicatos ingleses,
empleados ingleses. . . El capital, especialmente el inglés y el yanqui, no
sólo tienen campo abierto para todas sus especulaciones, buenas, regulares o
peores, si no además de ser respetado, como merece, es obedecido con ciertos
visos de servilismo poco honrosos por cierto.
Una línea
férrea se explota entre nosotros de manera halagüeña. Lleva la empresa noventa
y ocho probabilidades de obtener pingües ganancias contra dos de obtenerlas...
regulares; de perder, ninguna. Línea alguna ha dado ni dará pérdidas. Y este
dato merece ser tenido muy en cuenta al ocuparse de los ferrocarriles como
origen de nuestra atrofia industrial.
Una empresa
ferroviaria nos dará el servicio que juzgue oportuno ofrecernos, cobrando las
tarifas que tenga la ocurrencia de fijar. El monopolio de las líneas de
comunicación da un enorme margen para explotar al público, aun cuando el
ministerio fije tarifas máximas. Las empresas saben lo que hacen.
No les falta
un abogado a sueldo que esté emparentado con políticos de volumen o que sea él mismo
empleado nacional futuro o pasado.
Recientemente
se repitió el caso. El gobierno no pudo evitar que las empresas aumentaran las tarifas.
Se discutió mucho y encontró justa oposición de parte del público el aumento
del diez por ciento. La razón que dieron para obtener permiso del gobierno es
de sobra conocida. No obtenían los sindicatos la utilidad que según sus
contratos con accionistas y banqueros deben dar anualmente los capitales
invertidos. No fue suficiente aducir en contra de tal pretensión la crisis que
soportan todos, la escasez de dinero, la época anormal en que vivimos.
Los
ferrocarriles deben conseguir sus dividendos aun cuando se sepa que ningún
comerciante ganadero, agricultor, industrial, no llega actualmente a cubrir sus
gastos.
El aumento
se llevó a cabo. Un diez por ciento más a las tarifas que, repetimos eran
caras, enormemente caras. (¿Debe influir ello en que nuestros compatriotas
adinerados conozcan mejor Europa que el territorio nacional?)
Los
jornales.
Pero las
empresas no creyeron que esto bastaba. El diez por ciento ése no podía hacer
ingresar a sus cajas suficientes utilidades. El precio que se cobra por cargas
está ya suficientemente subido también. Tanto que dificulta el intercambio de
productos provinciales con el beneplácito de la administración nacional. Se
recurrió entonces al torniquete tantas veces usado. Exprimir al obrero y obtener
una mínima economía a fuerza de dejar exhaustos los estómagos de los peones y
sus familias. Se suprimieron en toda la extensión de las líneas, cuadrillas de
trabajadores y con el razonamiento de que el ofrecimiento de brazos es superior
en un cincuenta por ciento a la demanda, se resolvió pagar a los peones el
mínimo jornal. Un peso treinta centavos diarios que a duras penas darán treinta
pesos mensuales descontando domingos y feriados.
En tanto una
sola empresa "El ferrocarril Buenos Aires al Pacífico", y bastará
como ejemplo, desde el primero de enero al veintisiete de noviembre pasado, en
menos de un año, ha tenido entradas por un total de un millón seiscientos
ochenta y un mil libras esterlinas mientras que en igual tiempo del año
anterior fueron un millón trescientos setenta y tres libras lo que presenta un aumento
a favor del año corriente de trescientas ocho mil libras esterlinas. Este año
es malo, de sobra lo sabemos.
Muchísimas más cifras podríamos traer aquí, si
no estuviéramos seguros de que con un solo vistazo se convence cualquiera de
que las empresas de capital extranjero no pierden nunca ni un centavo.
Otro ejemplo.
Ayer mismo leíamos unos telegramas de Entre
Ríos quejosos del malísimo servicio del ferrocarril de aquella provincia. Se
han reducido todos los servicios, al extremo de que entre Paraná y Bajada Grande,
el principal puerto para embarque de cereales, se efectúan todos los trabajos
con una sola máquina, produciéndose así abarrotamiento que perjudica a los
agricultores y casas acopiadoras.
Y un telegrama publicado inmediatamente después
dice textualmente: "Las entradas de la empresa de ferrocarriles de Entre
Ríos. en la última semana batieron el récord, superando en 17.500 libras
esterlinas la mayor entrada semanal habida hasta entonces".
Los ferrocarriles, y repetimos que esto es
importante, no pierden. Obtienen una compensación excelente a su trabajo y a su
capital. Pero la nación se perjudica. Pagamos caros malos servicios, no hay
nación donde los viajes por ferrocarril sean tan subidos de precio, pero
tenemos además, el enorme flete que mata la industria que comienza, que cohíbe
a infinidad de comerciantes en impulsar sus negocios en un sentido ampliamente
nacional.
Volveremos a ocuparnos de este problema y hemos
de probar con datos que los ferrocarriles prohíben el progreso del país.
[Editorial del diario La Patria , publicado
en Buenos Aires, del día 12 de febrero de 1916. Archivo General de la Nación Argentina ].
SOBRE LA NEUTRALIDAD (1917)
(Declaraciones durante la 1º Guerra Mundial)
A El Universal de México, el 30 de mayo
de 1917:
"DEBE SABERSE de una vez por todas que no
tengo en la guerra más partido que el que deriva de los intereses de mi
América. Si los Estados Unidos se hubieran inclinado del lado de Alemania, yo hubiera
estado contra Alemania. Si Alemania lastimara mañana en cualquier forma nuestra
soberanía, yo lucharía contra ella. Pero en los momentos actuales, los
intereses son paralelos y no habrá campaña que acalle mi expresión de verdad,
porque si mi vida entera es garantía de honradez, también es garantía de
firmeza".
A El Tarapacá, de Chile, el 25 de julio
de 1917:
"Hasta que los Estados Unidos se
mantuvieron neutrales, nadie puso en tela de juicio en nuestros países la
neutralidad. ¿Cómo se explicaría, qué excusa daríamos si empezáramos a
discutirla ahora a raíz de la entrada de Estados Unidos en la guerra? No sería
ésta la confirmación del sutil y secreto protectorado que ninguna nación
latinoamericana puede aceptar honradamente. Para decidir nuestra actitud, no
debemos levantar los ojos hacia el Norte, sino consultar nuestras propias
necesidades y conveniencias. Es más: debemos aprovechar la circunstancia feliz
para" desligarnos del engañoso panamericanismo que ha hecho de las
repúblicas libres fundadas por Bolívar, San Martín y O'Higgins, una anodina
sucesión de ceros. La neutralidad es realmente indispensable. La América Latina debe
permanecer irreductiblemente neutral, sobre todo desde el momento en que encima
de ella se dejan sentir presiones incompatibles con su inalienable
autonomía".
A El Universitario de Santiago de Chile,
el 14 de agosto de 1917:
"Los choques entre los pueblos han sido originados
siempre por intereses materiales de orden económico o territorial que han tomado
la forma o apariencia de reivindicaciones de justicia o de instintos generosos,
pero esta forma ostensible ha sido sólo la fachada con que se ha tratado de
alcanzar la simpatía de los de afuera, ocultando los verdaderos móviles que
llevaban a la acción. Que los listados Unidos proclamen su respeto a las
nacionalidades débiles y su apasionamiento por la justicia en los propios
momentos en que pisotean la libertad y la autonomía de naciones ultradébiles
como Santo Domingo, Haití y Nicaragua, en los propios momentos en que presionan
abusivamente sobre México, me parece realmente una ironía y un sarcasmo".
De La Patria Grande :
"Cuando estalló la guerra, fui
hispanoamericano ante todo. Defendí la integridad de Bélgica porque vi en ella
un símbolo de la situación de nuestras repúblicas. Pero no me dejé desviar por
un drama dentro del cual nuestro continente sólo podía hacer papel de
subordinado o de víctima, y lejos de creer, como muchos, que con la victoria de
uno de los dos bandos se acabaría la injusticia en el mundo, me enclaustré en
la neutralidad, renunciando a fáciles popularidades, para pensar sólo en nuestra
situación después del conflicto. Algunos juzgaron, en el apasionamiento de
aquellas horas, que porque los Estados Unidos intervenían en favor de los
aliados, la política imperialista se purificaba retrospectivamente y olvidaron
la situación de Nicaragua, el separatismo de Panamá, las invasiones a México,
la agonía de Puerto Rico, cuanto nos hiere en nuestra propia carne. Yo no lo olvidé,
porque sabía que mientras los imperialistas defendían en Europa la justicia y
el derecho de" los pueblos débiles, continuaban en América la política de
dominación. Para subrayarla, el 15 de mayo de 1916, mientras la opinión
mundial soñaba con una equidad permanente, desembarcaron tropas en Santo
Domingo y arrasaron cuanto quedaba de la autonomía de aquel país. El
acontecimiento pasó inadvertido en nuestros pueblos que olvidaban sus propias
reivindicaciones para defender las de Europa. Pero con ese motivo, aprovechando
una invitación de la
Universidad de San Carlos salí, pocos meses después, para Las
Antillas y México.
Atento sólo a los intereses de la América de habla hispana,
continué en plena guerra mi prédica de 1900, de 1911, ele 1913, de toda mi
vida. A mí no me tocaba averiguar si el imperialismo estaba desarrollando en
Europa una acción benéfica o no, lo que me concernía era la acción y el reflejo
de esa política, en el Nuevo Mundo, y como todo continuaba siendo fatal para nuestras
autonomías, combatí otra vez, sin cuidarme de problemas extraños, ya que los
extraños se han cuidado en todo tiempo tan poco de nosotros".
[Archivo General de la Nación Argentina ].
EL PUEBLO Y LA VIOLENCIA (1922)
EL ESTADO de
sitio, las persecuciones, la arbitrariedad en todas sus formas, sólo sirven
para vigorizar la acción de los partidos revolucionarios.
Hay cierta
candidez en suponer que bastan unos cuantos decretos con firmas nerviosas al
pie para contrarrestar los deseos de la masa popular y ahogar en germen sus
aspiraciones. A una declaración de guerra se contesta con otra; y no es posible
saber quién triunfará definitivamente si se encuentran en presencia dos fuerzas
irreductibles.
La legalidad
establecida es aceptada a condición de que mantenga los derechos que ella misma
concede. Pero cuando el Poder los viola, rompe el tácito convenio y echa mano
de armas nuevas y antojadizas; las víctimas se preguntan si la legalidad tiene
dos caras: una para los de arriba y otra para los que, sin desearlo, los
sostienen. Destruida la legalidad por los mismos que en ella se escudan, nada
puede retener a los que la toleraron sin haber contribuido algunas veces a
crearla. Sí en los comienzos pudieron sentirse cohibidos por las artificiales
leyes del duelo, recuperan con la ruptura todos sus recursos, y con ellos, el
derecho de rechazar la agresión como convenga. Dentro del respeto mutuo todo
puede ser discutido serenamente; fuera de él se desvanecen las equidistancias y
sólo queda en presencia, de un lado, la tiranía recurriendo a todas las
injusticias para perpetuarse; del otro, la libertad, que, como todo lo que
tiene alas, busca su salvación en la altura.
La situación
creada por recientes sucesos no puede ser más clara. Si el Poder, renunciando a
los propósitos conciliantes, se deja llevar a persecuciones, la democracia se
hará invulnerable, dentro de su energía serena. Ni el rigor, ni las dádivas, ni
las concesiones parciales, ni las leyes restrictivas pueden modificar sus
propósitos y su acción. Dispuesta a discutir pacíficamente y a aprovechar las buenas
disposiciones para realizar reformas y atenuar injusticias cuando la
oportunidad se presenta, pero decidida también a defender su organización por
todos los medios contra los que pretenden destruirla – a igual distancia de los
arrebatos prematuros y de los desfallecimientos culpables— es un bloque de
piedra capaz de resistir a todo. Si el rayo la hiere, ella también sabe esgrimir
el rayo.
Pero el
valor no consiste en lanzarse a todas las empresas, sino en sobreponerse al
ímpetu v saber medir cuáles son las que tienen probabilidades de éxito. Las
provocaciones suelen ser un ardid para encender las cóleras y justificar
hábiles represiones. El pueblo, consciente de sus responsabilidades v de sus
destinos, debe saber evitar los lazos que le preparan delimitar las fronteras
entre su acción y la de ciertas agrupaciones y dar la sensación de un gran
conjunto seguro de su verdad. En épocas normales todo lo espera de la eficacia
de sus razones y sólo recurre a la agitación en último extremo para defender el
ideal.
[ Del libro La Patria Grande ,
Editorial Internacional (Berlín-Madrid), 1922].
PARA LAS
nuevas generaciones, que, ajenas a los apasionamientos y a las incidencias de
cada región, examinan las corrientes que después de la guerra han empezado a
difundirse en la
América Latina , nada es motivo de tanto desconcierto como la
tendencia a transformar en teoría política aplicable a nuestras repúblicas la
política accidental de algunas naciones de Europa.
Como el
movimiento entraña un peligro innegable por la misma buena fe de los que lo
propician, creyendo preservar los destinos colectivos, y como los fenómenos que
se advierten en algunas zonas pueden ejercer influencia sobre las demás,
conviene tener presentes los fundamentos alrededor de los cuales debe girar la
vida de nuestra América.
Las
sociedades han pasado gradualmente de la obediencia a la libre disposición de
sí mismas, del oscurantismo a la libertad, con ayuda de una evolución laboriosa
que fue transformando su propia esencia. La difusión de la cultura, la
inquietud de las responsabilidades, acentuaron derechos y deberes, haciendo
florecer un ideal, constantemente ampliado, de elevación y de felicidad humana.
Estas conquistas dolorosas y difíciles, fruto de tragedias sangrientas y
memorables inmolaciones, constituyen algo irrevocable; y todo lo que tienda a
volver hacia lo ya dirimido, a interrumpir el ritmo del progreso, sólo conseguirá
arremolinar las aguas peligrosamente.
Lo que es
aplicable a todos los pueblos resulta más categórico en nuestras democracias
nuevas.
Las naciones
de Europa tienen, después de todo, un punto de partida feudal. El viejo
fermento autoritario ha seguido palpitando a través de las concesiones de la
monarquía, que para prolongar su existencia, tomó a veces engañosos ropajes
constitucionales. Mirándolo bien, la brusca crispación de un residuo
persistente sólo marca los estertores del sistema que no se resigna a morir.
Pero en
América ocurre todo lo contrario. Nuestras patrias jóvenes brotaron de una
rebelión contra la idea dinástica. Sus cimientos fueron edificados sobre
principios y Constituciones republicanas.
Toda
tendencia al predominio de una minoría o al auge de un gobierno fuerte equivale
a incorporar elementos discordantes que contrarían la lógica de nuestra
evolución.
Esto no
significa negar que ha habido en el curso de la historia latinoamericana
penosos momentos en que la ley escrita fue anulada por los caudillos. Pero
estos recuerdos de luto y de miseria son los que con más fuerza se oponen a
toda reacción. Si hay pueblos que deben estar escarmentados del autoritarismo,
son los nuestros, que tan duramente lo lloraron en el pasado o tan amargamente
lo soportan aún en ciertas regiones.
Las
Repúblicas de la
América Latina , democráticas por las leyes y por la
composición nacional, no pueden tender a crear, a destiempo, privilegios
anacrónicos, sino a perseguir la ampliación de las fórmulas libertadoras,
afrontando cuantos desarrollos económicos y filosóficos conducen las hipótesis
nuevas. Porque no es posible olvidar que el gobierno de un hombre, o el de una
minoría —que ya han existido entre nosotros en forma de trampa o de
imposición—, marcaron siempre en la geografía y en el tiempo, las zonas y los
momentos de más hondo atraso y de mayor infelicidad colectiva.
Al margen de
los teóricos, las incidencias de actualidad pueden ser usufructuadas por las oligarquías
para robustecerse y por los veteranos de la, reelección para perpetuarse,
basándose éstos y aquéllas en la aparatosa necesidad de defender la salud de la
patria. Conviene evitar que, bajo apariencias de interés común, recobren su
vigor las fuerzas retrógradas que fueron vencidas en el origen del separatismo
por las concepciones liberales, y en los debates internos por el sufragio universal.
Nadie podrá
tacharme de antipatriota. Por defender el principio de patria y las bases que
creo indispensables para su perdurabilidad, recorrí el continente y me
distancié en la Argentina
del partido que sintetiza mis ideales. Mi socialismo fue siempre moderado y
nacionalista. Pero entiendo que nada puede ser tan nocivo para el progreso de
nuestras Repúblicas como los Gobiernos de sorpresa y las hegemonías marciales
erigidas en tribunal dosificador de la libertad.
Nuestra
América ha de extraer de sí misma la vida espontánea y nueva a que la obliga su
juventud.
Pero si
juzgamos indispensable buscar modelos, imitemos, más bien, a Francia, donde
está gobernando una coalición de fuerzas tendidas hacia el progreso; imitemos a
Inglaterra que mantiene el juego normal de los partidos; imitemos a Alemania,
que, a pesar de todas las dificultades tiene el oído atento a la voluntad
popular; imitemos, en fin, a la triunfante América del Norte, donde ni en
sueños ha llegado nadie a formular la idea de resucitar el pasado.
No cabe duda
de que una de las consecuencias de la última conmoción ha sido fortificar los sentimientos
nacionales. Pero esto, lejos de marcar una reacción anuncia un progreso. A
medida que la nación se ha hecho democrática, la democracia se ha hecho
nacional. Y los tronos caídos, la sustitución casi general de las antiguas
casas reinantes por Repúblicas avanzadas, algunas de las cuales van más allá de
nuestras propias convicciones, está diciendo a voces que si la conflagración ha
tenido una filosofía, es la que marca el advenimiento del pueblo, el triunfo
del sufragio universal.
Fulminar
contra el parlamentarismo, cuya falta de eficacia consterna a los partidarios
del golpe de Estado, es partir de una base inconsistente. Claro está que el
régimen parlamentario no es perfecto. ¿Pero lo fue acaso el absolutismo? ¿Lo
fueron las dictaduras que escalonan en la historia sus eslabones de sangre? Los
errores del parlamentarismo —que sintetiza la presencia constante en el Gobierno
de la voluntad colectiva— son rectificados siempre por la masa electora. ¿Quién
rectificará, en cambio, los errores de los déspotas, que quedan invariablemente
impunes y fueron a menudo punto de partida para empecinamientos y persecuciones
que ahogaron a los pueblos bajo el silencio y el terror?
También se
ha invocado injustamente la incapacidad de nuestras democracias, olvidando que dieron
prueba, desde los orígenes, de especial clarividencia. Pero aún admitiendo que
la democracia latinoamericana carezca de educación política, no se probará,
como consecuencia de ello, que hayan alcanzado esa educación política los que
aspiran a erigirse en tutores por derecho divino. Entre nosotros, los que han
dejado siempre más que desear han sido los gobernantes. No es ensanchando sus atribuciones
como aumentaremos sus capacidades. Y en lo que se refiere al pueblo, tan
duramente juzgado por los censores, más fácil será lograr su perfeccionamiento
con ayuda de la democracia, que está interesada en servirlo, que a la sombra de
los dictadores, cuya preocupación eterna fue perpetuar la ignorancia para
dominar.
En cuanto al
bien supremo de la colectividad —que se invoca indeterminadamente, como si volvieran
los sacrificios de los tiempos bárbaros y fuera necesario desarmar a los dioses
adversos inmolando las libertades—, no hay razón atendible que haga depender la
vitalidad de nuestros países de una mutilación de la voluntad popular.
Cuantos forman parte de un conjunto están
interesados en su grandeza. Y lo que exige la prosperidad de nuestras
libertades no es el Gobierno de unos pocos que demasiado se ha prolongado, con
ayuda de los peores expedientes, sino la franca realización de lo que las Constituciones
anunciaron, la sana igualdad que no ha llegado aún, y contra cuyo cercano advenimiento
quieren levantarse las minorías para retardar la evolución inevitable.
La juventud debe pronunciarse contra todo lo
arbitrario, contra todo lo que marque imposición personal o de núcleo, contra
todo lo que falsee las inspiraciones y el punto de partida de nuestra vida institucional.
La América Latina
sólo se engrandecerá dentro del marco cada vez más moderno, cada vez más
generoso de los debates a plena luz. Y cuanto tienda a cercenar las
atribuciones de los Parlamentos, a reducir el campo de acción de la prensa, a
limitar la espontaneidad de la palabra, a oprimir el pensamiento, a arrebatar,
en fin, el cetro a las mayorías para depositarlo sobre una clase, una casta o
un individuo, debe ser considerado como nocivo para la patria, para la raza y
para la humanidad.
Desde el punto de vista de la evolución
interior, como desde el punto de vista de las consecuencias internacionales,
sería fatal para el Nuevo Mundo toda tentativa de cesarismo, civil o militar.
La felicidad de cada entidad independiente, y la fraternidad entre todas ellas,
depende de la fidelidad a los principios republicanos. Levantemos cada vez con
mayor brío la bandera nacional. Defendamos de todo corazón a la patria. Pero no la defendamos con armas
viejas y procedimientos contraproducentes, generadores de atraso, anarquía y
disolución. Para defenderla bien, identifiquémosla con la felicidad de todos
sus hijos, hagámosla cada vez más ágil; purifiquemos sus ideales, perfeccionemos
sus instituciones, libertémosla de los egoísmos parasitarios. Así coincidirá con
todas las fibras de la nación y levantará en peso a la colectividad entera, sin
injusticias, sin odios, sin privilegios.
Las nuevas generaciones con el instinto seguro
que las orienta, han optado por preservar los principios superiores, cuyos
desarrollos futuros representan una esperanza en medio de errores que se
prolongan. Ajenas a las corrientes efímeras salvaguardarán antecedentes y
destinos, instituciones liberales y audacias luminosas, cuanto es nuestro
pasado, cuanto será nuestro porvenir.
[Escrito en Niza, en 1925, publicado en El
Sol de Madrid, el 12 de junio de 1925. Archivo Gral. De la Nación Argentina ].
Así COMO en
el orden internacional hay para las repúblicas de la América Latina un
problema superior a todos los otros —la defensa de las autonomías nacionales
frente al imperialismo—en el orden interior se impone una reforma por encima de
todas las reformas posibles: la que ha de dar por resultado la repartición de
la tierra.
En comarcas
tan vastas y tan poco pobladas que a veces sólo cuentan un habitante por
kilómetro cuadrado, esta cuestión no hubiera debido plantearse siquiera si la
dirección de los asuntos públicos estuviera en manos de hombres atentos a
preparar los caminos del porvenir. Desgraciadamente, hemos sido gobernados
hasta ahora por el privilegio, la rutina o la casualidad. El latifundio se ha
mantenido o ha prosperado de una manera monstruosa. Hay hombres que poseen
zonas inmensas, verdaderos estados dentro del Estado. Y un feudalismo sui
géneris falsea las constituciones y los principios republicanos, aún en
aquellos países que parecen más atentos a envanecerse de una legislación
moderna.
Del inaudito
acaparamiento de la tierra por algunos ha nacido una violenta desigualdad
social y hasta una forma nueva de esclavitud: la esclavitud de los hombres que
nacen, trabajan y mueren sometidos a un sistema dentro del cual la tierra, los
víveres y cuanto existe pertenecen a un amo todopoderoso.
Hay lugares
en la América Latina
donde el déspota rural es dueño de las expendedurías y proveedor único de las
muchedumbres que viven y trabajan en sus campos. Les paga con fichas que los miserables
cambian por alimento y por alcohol. Les abre crédito para retenerlos. Los hijos
heredan las deudas de los padres. Y de generación en generación, se prolonga la
servidumbre.
Inmensas
zonas en el Perú, Bolivia y hasta en el territorio argentino de Misiones, se
obstinan aún en ese sistema criminal y anacrónico, dentro del cual los mismos
funcionarios del estado — comisarios de policía, jueces de paz, etc.— se hallan
estipendiados directa o indirectamente por el terrateniente local o por la
compañía arrendataria.
Aun en aquellas zonas donde los procedimientos
se han hecho menos rudos, la injusticia es flagrante y dolorosa. Las grandes
propiedades rurales heredadas se han valorizado desproporcionadamente, dando
lugar a fortunas cuantiosas y poniendo en manos de unos pocos la llave de la
prosperidad nacional.
Por eso es que de norte a sur de la América Latina sube
un clamor creciente en favor de la reforma agraria. La tierra, fuente suprema
de riqueza en nuestras comarcas dedicadas a la ganadería, la agricultura, la
explotación intensiva de los tesoros naturales del suelo y del subsuelo, no debe
estar en manos de unos pocos que derrochan fastuosamente sus rentas en las
grandes capitales. Algún derecho ha de tener sobre la tierra quien la cultiva,
quien la hace fructificar. Un sentimiento nuevo de equidad y de reparación
surge en las conciencias. La situación del indígena de la América Latina no
puede continuar como hasta ahora. Aún aquellos que no se hallan lastimados directamente
por el actual estado de cosas, se elevan contra la sinrazón evidente que las
hizo nacer.
La reforma agraria tiene que ser el eje sobre
el cual gire la política interior de nuestras repúblicas. Por encima de las
luchas vanas entre la ambición de los políticos y de las declamaciones sobre
ideas generales, hay que abordar resueltamente este problema vital. Cuanto se
haga para ignorarlo o para aplazarlo, será inútil. Los fenómenos humanos no
dependen de la voluntad individual. Es la voluntad individual la que se ajusta
a los fenómenos humanos. Y sea cual sea la oposición que opongan ciertos
elementos, la reforma agraria tendrá que hacerse.
[Publicado en la revista Monde, dirigida
por Henry Barbusse, en París, el 6 de julio de 1929. Archivo Gral. de la Nación Argentina ].
EL FIN DE LAS OLIGARQUIAS LATINOAMERICANAS (1931)
EN LUCHA con
las Universidades, las organizaciones obreras, la prensa independiente y todo
aquello que represente un reflejo de pensamiento o de conciencia libre, las
dictaduras vacilantes como las de Machado en Cuba y de todos los autócratas
latinoamericanos, tienen los días contados. Pero la prevista caída sólo
resolverá el problema si ella conduce al fin de un régimen. Las repúblicas de origen
español y portugués sufren una tiranía que sobrepasa las individualidades. En la Argentina , por ejemplo, quince
familias poseen, ellas solas, 2.773.760 hectáreas ,
cuyo valor puede ser calculado en tres mil millones de francos. Los déspotas no
se imponen sino como representantes de estas oligarquías que absorben la
vitalidad nacional, bajo la protección alternada del imperialismo inglés o del
imperialismo norteamericano que favorecen, sin saberlo o sabiéndolo demasiado,
la funesta expansión económica. Las subversiones operadas en el personal
político, por más tumultuosas que hayan sido, no consiguieron nunca transformar
el fondo de las cosas. Por encima de los sacudimientos y a través de los
nombres, gastados o nuevos, se ha visto perpetuarse, con ligeros matices, desde
los tiempos coloniales y a lo largo de la independencia, la misma dominación
semiplutocrática, semifeudal, de aquellos que se hacen la ilusión de encarnar a
la nación, porque se identifican con el estado de cosas que los favorece.
La evolución
económica ha sido, por este hecho, detenida en su punto de partida. El
colonialismo se perpetúa a pesar de la autonomía nominal. Las repúblicas más
prósperas no han hecho más que exportar los productos del suelo y comprar en el
exterior los objetos manufacturados.3 Esto sin tener
en vista el plan más elemental para el desarrollo y equilibrio de los intereses
generales del país. A excepción de la agricultura y la ganadería
—ya bien comprometidas por lo demás— todo ha sido abandonado a la iniciativa y
a los capitales extranjeros.
Algunas
exportaciones sólo dejan entre nosotros el precio de la mano de obra,' pagada miserablemente.
Las minas fabulosas de Bolivia y de Perú se han vaciado por canales invisibles,
sin que esas regiones se hayan beneficiado en forma alguna. Las repúblicas
sudamericanas no son ricas, en realidad, más que para los sindicatos
cosmopolitas a los cuales un grupo ínfimo de nativos acuerda para mantener su
preeminencia, las concesiones más onerosas. Cada iniciativa de valorización es
el resultado de la venta, a una compañía extranjera de una nueva parte del
patrimonio nacional. Los ferrocarriles, el petróleo, la industria frigorífica
que controla la exportación del ganado, los bancos, los seguros —en ciertos
casos, las propias aduanas— todo ha sido librado al imperialismo anglosajón.
La inmensa
masa de los ciudadanos trabaja para asegurar dividendos a los accionistas de
Nueva York o de Londres, o para permitir llevar, a un grupo restringido, una
vida fastuosa en los grandes centros de Europa. Sólo su extraordinaria riqueza
ha permitido a la
América Latina resistir la intoxicación, neutralizada por la
vitalidad del organismo. Pero habiendo el desbarajuste mundial precipitado los
acontecimientos, los productos no se venden más, el cambio se desploma y una situación
angustiosa pone en evidencia las taras de un sistema.
Es lo que ha
determinado el despertar de las únicas fuerzas que el imperialismo no ha
tocado: el pueblo y la juventud. Es así cómo las jóvenes generaciones, salidas
en parte de los grupos privilegiados, se levantan contra la injusticia, adoptan
(como sucede en la víspera de grandes transformaciones) ideas avanzadas y
procuran rejuvenecer a las Universidades, convertidas en los mejores focos de
renovación.
Sorprendidas
por palabras inesperadas, las viejas oligarquías comprenden en cierto modo sus errores
pero, incapaces de reaccionar miden sobre todo el peligro que corren ante una
agitación que no es ya política sino social. Han recurrido ellas a dos sistemas
clásicos: la opresión violenta y las concesiones engañosas.
En el primer
caso se suprimen los diarios que molestan, se procura castigar las
universidades rebeldes como las de Buenos Aires y La Plata , se recluían milicias
voluntarias encargadas de mantener "el orden", se fusila a los
ciudadanos en las calles, como en La
Habana , donde los estudiantes y obreros han debido cortar la
corriente eléctrica y sumir a la ciudad en la oscuridad, para escapar a la
persecución de la policía.
En el segundo caso, se intenta dar a la opinión
aparentes satisfacciones. Los políticos son los mismos, pero a medida que las
posibilidades se deslizan hacia la izquierda, se los ve teñirse de rojo. Como
en España se pudo advertir el hundimiento inevitable de la monarquía, por la
complacencia con que los antiguos cortesanos se atropellaban alrededor de una
república que no existía, en América Latina se siente la inminencia de las
nuevas horas, por la actitud artificialmente "liberal" de algunos
conservadores de renombre.
Ni la fuerza, ni la astucia, parecen que puedan
desviar, sin embargo, el impulso hacia la extrema izquierda. El se hace sentir
desde la Argentina
hasta México. El movimiento agrario y antimperialista inquieta a los gobiernos
que se esfuerzan por echar máquina atrás, bajo la influencia de los Estados
Unidos y de las fuerzas del terror. Numerosos síntomas marcan el fin de un
estado de cosas. Bajo la crisis económica, las oligarquías se disgregan, así
como el pretorianismo y los vanos simulacros parlamentarios. La atmósfera se
rarifica también para los políticos que cultivan la paradoja y aspiran a
figurar en la vanguardia, sin cortar sus vínculos con el pasado. La acusación
de extremismo no espanta más a nadie. Ante la depreciación de los productos,
las deudas, la desocupación, el déficit —resultados del fracaso de los
dirigentes— parece evidente que no se puede remediar la confusión en que
América se debate, como no sea con la ayuda de los hombres nuevos y de las
ideas nuevas.
[Publicado en Monde, revista política
dirigida por Henry Barbusse en París, el 1º de agosto de 1931. Reproducido en Polémica,
de Buenos Aires, el 19 de septiembre de 1931. Archivo General de la Nación Argentina ],
NO SOY ALIADOFILO, NI GERMANOFILO: SOY
IBEROAMERICANO (1940/45)
APASIONAMIENTOS IRRAZONADOS
DENTRO DE algunos años, cuando se observe
fríamente el panorama, será difícil explicar los apasionamientos unilaterales,
los odios ciegos y las parcialidades estridentes que arrebataron a ciertos sectores
de la opinión iberoamericana durante la guerra actual. Se extraviaron los
espíritus en el campo ajeno y se alejaron hasta perder de vista su propia
realidad. Conviene, pues, hacer un esfuerzo para contemplar serenamente la
situación, teniendo en cuenta sobre todo los intereses de nuestra tierra.
Como sí
estuviesen frente a una competencia deportiva, donde los espectadores corean a
sus favoritos, la pasión se derramó en clamores, sin darse cuenta de que no se
trata de un torneo. En el curso de los acontecimientos actuales no cabe gritar:
"a mí me gusta esto" sino averiguar la mejor forma de salvaguardar la
propia situación. No cabe optar, elegir o averiguar si esto es más justo que aquello,
preocupación, por otra parte, poco frecuente en política internacional. Se
trata de abarcar los horizontes y develar en medio de la tormenta sobre la
suerte, no del navío ajeno, sino del navío en que navegamos.
Desde los
comienzos del conflicto, cuando me preguntaban "¿es usted aliadófilo o germanófilo?"
he contestado siempre: "Soy iberoamericano".
Porque si
interviene el buen sentido es evidente que debemos dar preferencia a lo propio,
es decir, a nuestra situación y a las consecuencias que de esa situación pueden
derivar en medio de una confrontación de fuerzas superiores a nuestro volumen
nacional, a la órbita de nuestros intereses y a las materiales posibilidades de
intervención.
Pero la
enfermedad del continente ha consistido en confundir los planos en que se
mueven las cosas y en cultivar el sentimentalismo cuando se impone la
reflexión.
En vez de
ver en el choque una crisis resolutiva de la trágica rivalidad entre dos
potencias que se disputan el primer puesto en el mundo, Iberoamérica se dejó
enardecer por consideraciones de ética y de política interior que le inyectaba
uno de los bandos en lucha.
El recuerdo
de la guerra de 1914, que levantó parecidas llamaradas y dio lugar a tantas decepciones,
no bastó para mantener la serenidad. A un cuarto de siglo de distancia, los
mismos hombres, en las mismas circunstancias, cayeron en los mismos errores,
arrebatados por la prédica tendenciosa de las agencias.
A los que
nos mantuvimos, durante la otra guerra, neutrales, es decir, como hoy,
básicamente nacionalistas, no podía sorprender la nerviosidad que se difundió
de nuevo. Ya habíamos conocido "el terror". Se repetían los
fenómenos. En 1940, como en 1914, no fue posible ser persona decente si no se
gritaba en favor de Inglaterra y de Estados Unidos. Toda divergencia marcaba
culpabilidad, soborno, ignominia. Bastaba el silencio para invalidar a un
hombre. Dentro del conflicto, un bando representaba la libertad, la cultura, la
civilización y el otro sintetizaba la tiranía, la crueldad, la barbarie.
Tan ingenua
simplificación de los problemas mundiales podría dar una idea inexacta de la
solvencia intelectual de nuestras repúblicas. Conviene puntualizar que dominó,
especialmente en los círculos espumosos de las capitales o en la prensa
comercializada y que buena parte de la juventud y de la masa, alcanzó,
instintivamente., una concepción a la vez más universal y más nacional.
Yo no tengo
razones para defender a Alemania. Pero tampoco las tengo para defender a Inglaterra
o a Estados Unidos. Lo que ha de determinar mi opinión es el interés de mi
América, entendiendo por "mi América" el conjunto de los países de
origen hispano.
Desde
principios de este siglo, antes de la guerra, he consagrado mi vida a combatir
las fuerzas extrañas que han obstaculizado el desarrollo de nuestras
repúblicas. Así he hablado y he escrito sin descanso contra el imperialismo
inglés y contra el imperialismo norteamericano, como lo hubiera hecho contra el
imperialismo alemán si se hubiera manifestado en este continente. Y entiéndase
que al censurar a Inglaterra y a Estados Unidos no me baso en las actitudes que
adoptaron en estos o en aquellos conflictos mundiales, sino en la acción que
ejercieron directamente sobre nosotros. El punto de mira no fue el odio, la
conveniencia o la razón ajena, sino los problemas y el porvenir de la entidad
superior que formamos los iberoamericanos.
¿Quiénes son
los que se han atravesado en nuestro camino desde los orígenes?
Hago el
balance de la vida del continente y encuentro la agresión de Inglaterra desde
los tiempos remotos en que los galeones de España eran atacados por piratas que
solían convertirse después en gobernadores. Rememoro los desembarcos de
soldados ingleses en Buenos Aires, pocos años antes de la independencia.
Compruebo la ocupación de Belice, perteneciente a Guatemala. Pienso en las
islas Malvinas. . . Pasando a Estados Unidos, no puedo dejar de tener presente
que arrebataron a México la mitad de su territorio. Tampoco cabe olvidar las
palabras del senador Preston: "La bandera estrellada flotará hasta el cabo
de Hornos, único límite que reconoce la ambición de nuestra raza". Hasta
el momento actual en que nos piden bases navales en nuestras costas, esa acción
no se ha detenido un momento. Nicaragua, Cuba, Panamá, Puerto Rico. . .
Lo que voy a
añadir ahora parecerá a algunos un despropósito, pero expresa una verdad que
todos pueden comprobar: Alemania no nos dio nunca, en cambio, motivo de queja.
Se halla tan saturado el ambiente que hasta cuesta trabajo hacer admitir esta
verdad, pero la mejor prueba de que es una verdad innegable es que la
propaganda tendenciosa no ha podido invocar un solo caso en que Alemania haya
realizado algo contra nosotros y tiene que limitarse a impresionarnos con lo
que Alemania podría hacer en el futuro, si llega a triunfar.
Así nos
invitan a abrir de par en par las puertas a los peligros que conocemos, para
prevenir peligros que no se han manifestado aún.
Esto sería
suficiente para invitar a la reflexión.
EMOCIONES IMPORTADAS
Volviendo a la realidad y a la guerra en sí,
basta preguntarnos, para medir la parcialidad que enrarece el ambiente, si la
indignación por el avance de las tropas alemanas en Europa se hubiera
manifestado en el caso de que los aliados se internaran victoriosos en
territorio alemán,
Si solo resulta malo lo que va contra ciertas
predilecciones, daremos la sensación de un continente supeditado a una
influencia, inclinado a vivir de reflejo, sin que asome el juicio propio que
lógicamente ha de sobreponerse a la propaganda para crear, de acuerdo con las
conveniencias locales, una opinión autónoma. Este es, justamente, el momento de
revelar la personalidad de Iberoamérica.
Al aceptar la versión tendenciosa y al
entregarnos a ella, aparecemos como gente mal informada que ignora los
expedientes a que recurren las naciones en lucha. Parecemos, además, no tener noticia
de la ebullición que llevó en todos los tiempos a todos los pueblos a
expandirse o a contraerse según las alternativas de su vitalidad. Los imperios
se acumularon y se disolvieron siempre sin más regulador que la fuerza,
superada al cabo de cierto tiempo por otra fuerza. Ninguno se formó por medios
pacíficos y legales.
Cuando un canciller ingenuo declara que la Argentina no reconoce
conquistas, se expone a que le pregunten si tan encomiable decisión se extiende
hasta la conquista de América por los españoles, de los cuales somos, más o
menos, descendientes. Creer que la violencia se inaugura en este siglo, es confesar
completo desconocimiento de la historia.
Ninguna nación se impuso por la violencia en
tan vastos territorios como Inglaterra, que simboliza ahora, para algunos, la
legalidad. Basta abrir un mapa para contemplar el mayor imperio conocido.
Trescientos millones de hindúes, en favor de los cuales clama Gandhi en vano,
la mitad del África, Gibraltar, islas innumerables pobladas por enormes
muchedumbres trabajan v sufren para que los ingleses mantengan un standard
superior de vida. Esas zonas no han merecido la protesta de los sentimentales.
En cuanto a Estados Unidos, vemos que pocas veces
se ha ensanchado una nación con tanta rapidez, seguridad y de manera tan
implacable. En siglo y medio quintuplicaron la extensión de su territorio,
absorbiendo y anexando la
Florida , la
Luisiana , Nuevo México, Texas, Panamá, Puerto Rico, etc.
Sorprende en este caso también que no se haya
encendido el fervor puritano o la cólera justiciera en favor de pueblos débiles
que son del mismo origen. Porque la indignación de ahora subraya, por contraste,
que nunca estallaron apasionamientos análogos cuando se cometieron atentados
contra las naciones hermanas de América.
La emoción por la suerte de Polonia o de
Finlandia trae a la memoria el silencio frente a la ocupación de Belice, las
Guayanas o las Malvinas, y si estos parecieran hechos antiguos, de la ocupación
recientísima de la isla de Curazao, frente a las costas de Venezuela, realizada
en el curso de la guerra actual. Nadie alzó la voz tampoco cuando Roosevelt se
adueñó de Panamá, ni cuando los Estados Unidos quitaron a México las provincias
del norte ni cuando fue sacrificado Sandino en Nicaragua.
Por curiosa anomalía, parece que el sagrado
derecho que tienen las colectividades a disponer de su suerte es un postulado
de exclusiva aplicación en Europa, y hasta dentro de Europa, un privilegio de las
zonas donde no se perjudica a los intereses de Gran Bretaña. Porque la campaña
en favor de los irlandeses nunca halló eco tampoco entre nosotros.
Es lo que debe hacernos reflexionar.
Cuando se trata de defender a ciertas naciones
lejanas con las cuales no tenemos trato ni conocimiento, surge un torrente de
reconvenciones caudalosas. Cuando es lo nuestro lo que está en tela de juicio,
reina el silencio más absoluto. ¿Importamos del extranjero las emociones? ¿Razonamos
por delegación?
EL PROBLEMA
Aquí se toca el hueso del problema.
La estruendosa parcialidad en medio de esta
guerra que no nos atañe en sus finalidades ni en su desarrollo, puesto que se
libra en zona lejanas y sin herirnos directamente, sólo puede responder a maniobras
del bando al cual favorece.
Los supervisores de la vida iberoamericana, en
la nerviosidad de la lucha, se quitan la careta, pierden la flexibilidad
cautelosa de los tiempos normales y nos revelan nuestra situación. Inglaterra
busca la adhesión cerrada que no alcanzó en sus propios dominios y los Estados
Unidos aspiran al monopolio comercial. Lo que Inglaterra quiere impedir en
Iberoamérica no es la implantación de un régimen totalitario, sino la
competencia a su comercio. Lo que los Estados Unidos se afanan por preservar no
son las instituciones democráticas sino su predominio. Aunque tan poderosas
naciones se aprestan a defendernos en la misma forma como defendieron a Checoslovaquia,
Polonia, Finlandia, Noruega, Holanda, Bélgica y Francia, Iberoamérica, que
tiene el cuerpo marcado por los latigazos de la protección, recuerda las
parábolas de los circos, impregnadas a menudo de amarga filosofía.
El payaso aparece, maltratando, como de
costumbre, al Tony y el jefe de pista interviene: —¿Por qué le pega?
A lo cual contesta con enojo el payaso: —Nadie
tiene derecho a intervenir en favor de este hombre. Usted no debe acercarse. Yo
lo defiendo. . .
Y sigue dándole golpes. . .
Así como en los ejércitos hay tropas coloniales
que luchan por algo que no les concierne, ¿habrá también, en el terreno de la
opinión mundial, tropas coloniales del pensamiento que sostienen causas ajenas
y van hasta contra sus, propios intereses, dado que al aumentar el poder de
aquellos a quienes sirven aumentan la propia sujeción?
FRANCIA
Todos hemos tenido, y tenemos, profunda
simpatía y gran admiración por Francia. No es éste el momento de investigar si
estaban en lo cierto los políticos franceses que propiciaron una alianza de Francia
con Alemania para ir contra Inglaterra, o si acertaron mejor los que, uniéndose
a Inglaterra, declararon la guerra a Alemania para llegar a la situación
actual. He vivido en París en los años en que se planteaba formalmente el
dilema: ¿con Inglaterra o con Alemania? y he asistido a la perplejidad frente
al interrogante vital.
Bastaría esa divergencia de pareceres para
establecer que Francia ha sido en la lucha una fuerza complementaria, un factor
concurrente y que la causa del choque, la incompatibilidad fundamental, reside
en la pugna entre dos grandes potencias industriales y exportadoras que
compiten en los mercados del mundo y aspiran a desalojarse mutuamente. En 1940,
como en 1914, sólo se enfrentaron en realidad, por un lado Inglaterra,
acostumbrada a dominar todos los mares y por el otro, Alemania, en pleno
crecimiento y ansiosa de conquistar su puesto al sol.
Las dos guerras nacieron de la oposición entre
una fuerza deseosa de perpetuar su hegemonía y una fuerza empeñada en abrirse
paso para imperar a su vez. De un lado, las posiciones adquiridas, del otro, la
inquebrantable renovación del mundo.
El camouflage ideológico y sentimental
no logra borrar la línea que delimita los dos campos.
Pero para desorientar a la opinión y reclutar
adeptos, en 1940, como en 1914, se explotaron hasta la inverosimilitud las
simpatías que Francia despierta en el mundo y especialmente en Iberoamérica.
Francia fue la niña bonita presentada en todas
las posiciones para atraer y conmover. Se jugó esa carta hasta el punto de que
cuando las tropas alemanas pasaron la frontera, el voto más íntimo fue ver a
París devastado por el bombardeo para capitalizar la reacción instintiva de los
espectadores. Francia resultó, en suma, la careta idealista de Inglaterra, el
escrúpulo romántico que detenía la opinión de muchos.
Descartada ahora Francia de la lucha,
desaparece el motivo de inhibición. Es más. Si hemos de ser fieles a la
tendencia francófila, no podemos menos que comprobar que Inglaterra al volverse
contra la antigua aliada, dio prueba de su ingratitud. Porque Francia se lanzó
líricamente a una guerra en la cual lo podía perder todo, sin llevar una
finalidad precisa, fascinada por la diplomacia inglesa que deshojaba margaritas
de democracia, cultura y civilización. Veamos lo que representan., siempre
desde nuestro punto de vista, esos tres tópicos de propaganda tan insistentemente
utilizados para movilizar los espíritus en Iberoamérica.
DEMOCRACIA
Sabemos por la enseñanza de la historia que los
pueblos al gravitar sobre otros pueblos defienden la expansión de su vitalidad,
pero no con las formas temporales de gobierno que han podido darse. Si estas
son invocadas, sólo será con el fin de ocultar o favorecer la ambición.
Nadie conoce las intenciones de Alemania en el
futuro. Pero parece aventurada la afirmación categórica de que desea difundir
su sistema de gobierno. Equivaldría a suponer que tiene interés en generalizar
el uso de las armas que le dieron la victoria.
Si el totalitarismo ha favorecido la
potencialidad de Alemania y si la democracia ha preparado la debilidad de sus
adversarios, no es presumible que Alemania esté impaciente por incubar rivales,
comunicándoles el secreto de su fortaleza. Parece más verosímil que preferirá
reservarse la exclusividad de los engranajes que le permitieron dominar. Si
algo llega a imponer fragmentariamente será para asegurar la duración de
gobiernos con los cuales pueda tratar. Pero no ha de querer transvasar la
eficacia y el vigor que puede volverse un día contra ella.
Las opiniones apresuradas parten en este punto
como en otros de una concepción básicamente errónea. El más claro indicio de
que no se hace la guerra para imponer ideologías, es la marcha paralela y
armónica de Alemania con Rusia, a pesar de las divergencias de orientación.
Existen planos diferentes y jerarquías
superpuestas. La política interior no logra nunca ser base para una política
internacional, ni puede desarrollarse sin tener en cuenta la amenaza de afuera.
La política internacional, en cambio, más flexible y más alta, se sirve de la
política interior o la ignora, porque va más lejos y tiene acción duradera. Prueba
de ello es que puede existir una política internacional sin política interior,
pero no alcanza a afirmarse nunca una política interior sin que la respalde una
política internacional.
Todo esto es tan elemental que asombra la
persistencia con que en la interpretación de los sucesos se da siempre al
factor secundario más importancia que al factor esencial.
Al decir que defiende la democracia y al
transformar esa afirmación en aparente objetivo de la lucha, Inglaterra no hace
más que entregar al mundo una vieja bandera lírica mientras consulta las estadísticas
de sus exportaciones y las compara con las de su rival. Hay una verdad primaria
que no debemos olvidar: nunca se hizo en la historia una guerra por motivos
ideológicos, pero siempre se dio a la guerra una apariencia espiritual.
Los que mareados por las palabras creen en
Iberoamérica que se trata de una pugna entre instituciones antagónicas, entre
teorías filosóficas, entre el día y la noche, entre Dios y Satán, confiesan su
desconocimiento de la filosofía política y se dejan deslumbrar por apariencias.
Olvidan, además, que si la democracia —alcanzada sólo por algunos pueblos
privilegiados— constituye, en tiempos de paz, una de las más nobles aspiraciones
de la especie, en tiempos de guerra resulta uno de los más eficaces
procedimientos de suicidio. Si en estos últimos años la democracia pudo ser
definida como el sueño loco de Europa, no podría ser llamada entre nosotros,
desde la independencia, ¿la hipocresía de Iberoamérica? Esta crisis nos abre
los ojos.
¿Dónde hemos realizado la democracia? ¿En qué
ha consistido? ¿Pueden decirnos sus partidarios en qué momento trabajaron
realmente para acercarse a ella?
Ha llegado la hora de abandonar ilusiones,
porque si algunos países de Europa renuncian a la democracia después de haberla
experimentado, nosotros corremos el riesgo de defenderla sin haberla conocido
nunca.
El indígena, asociado teóricamente desde los
orígenes a la esperanza de la patria, sigue viviendo, con excepción de
Guatemala y México, como un ilota. A pesar de constituir la mayoría, nada ha hecho
por él la democracia. En cambio, el pequeño grupo que bajo todas las etiquetas
dominó siempre no ha sido desalojado ni fundido hasta ahora en el cuerpo de la
nación. A pesar de ser la minoría, sigue imponiéndose dentro de la democracia.
La teoría no ha favorecido tampoco la revelación de los verdaderos valores del
país.
¿Qué defenderíamos nosotros al defender la
democracia? ¿El derecho de seguir entregando las minas, los saltos de agua, los
monopolios y las riquezas esenciales del país a los sindicatos de Nueva York y
de Londres? ¿El privilegio de abandonar los beneficios que deja esa transfusión
de sangre a un centenar de familias que componen la oligarquía, a otro centenar
de firmas comerciales que integran la plutocracia y al turbulento batallón de
políticos que suelen ser abogados de las compañías yanquis de petróleo o de los
ferrocarriles ingleses?
Hay que afrontar, repito, la realidad. Si la
democracia es hoy en el mundo un cadáver que se está velando desde hace varios
años, entre nosotros es el cadáver de una ilusión que no se logró alcanzar.
Sin entregarnos a directivas extrañas, dentro
de nuestro ambiente y con ayuda de nuestros medios, hemos de responder a la
hora experimental en que entramos, distinguiendo la realidad de la ficción.
LIBERTAD
Otra de las razones que se invocan para que
apoyemos a Inglaterra es la defensa de la. libertad.
Nadie nos dice si la palabra ha de entenderse
en lo que atañe a las relaciones del individuo con sus compatriotas o a la
iniciativa autónoma del conjunto de cada nación. Aunque de antemano sabemos que
nada fue, entre nosotros, más arriesgado que pensar por cuenta propia y aunque
todo gesto nacional estuvo supeditado a influencias extrañas, conviene buscar
lo que pueda tener de exacto el concepto.
¿En qué ha consistido la libertad en
Iberoamérica?
No es fácil establecerlo con precisión, si
abandonamos las generalidades para concretar hechos.
Desde el punto de vista interior la libertad
fue un principio que los políticos exaltaban desde la oposición y que ahogaban
al llegar al poder. Un tablero de ajedrez sobre el cual empujaban la pieza de
sus ambiciones, que a menudo acababan en el mate de los fusilamientos.
Para los fundadores de la Patria —Bolívar, San
Martín, O'Higgins, Morazán— la libertad se tradujo en sacrificio. Los que
esforzándose por seguir sus huellas, trataron más tarde de favorecer a nuestros
países, corrieron parecida suerte. Se suicidó Balmaceda, que intentó la
organización nacional en Chile, como se suicidó Lisandro de la Torre que denunció, en la Argentina , los abusos de
los frigoríficos extranjeros.
Hasta los teóricos inofensivos se vieron
obligados, si investigamos bien, a pasar la frontera. La muerte mísera de José
Enrique Rodó en Italia más que obra de la casualidad, fue consecuencia de su libro
Ariel.
Por haber emprendido hace treinta años una
campaña en favor de la independencia integral de Iberoamérica quien escribe
estas líneas se haya condenado al ostracismo.
En realidad, cuantos se basaron en la libertad
para levantar un ideal o defender una doctrina, soñando estructurar el Estado o
desligarlo de influencias extrañas, fueron anulados implacablemente. Cuantos
contrariaron la influencia omnipotente de Inglaterra o de Estados Unidos no
pudieron ser nada en Iberoamérica. Ni siquiera lograron editar un libro contra
el imperialismo. La ilusión
americana del escritor brasileño Eduardo Prado fue
retirado, por orden superior, de las librerías.
Cuando hay sombras que se interponen y deciden,
cuando los resortes esenciales están en manos de un poder invisible que hunde o
levanta, según sea la oposición o la complacencia para colaborar con él, no
puede existir libertad.
La única libertad de que realmente hemos
disfrutado ha sido la libertad de no ser. Nunca la libertad de ser.
Tuvimos la libertad de emprender guerras
inútiles con naciones limítrofes para favorecer a los fabricantes de
armamentos, la libertad de arrojar al mar el café o de quemar el trigo en las locomotoras
para mantener el beneficio de los intermediarios, la libertad de multiplicar
las agitaciones políticas que entretienen credulidades locales mientras nos
desangra la metrópoli del Hudson o del Támesis.
Pero esa no es la libertad de servir nuestros
intereses. Es la libertad de servir los intereses de otros. Si Inglaterra y
Estados Unidos se afanan por defender la libertad en nuestras naciones será para
prolongar el sistema que nos entrega a su conveniencia, remachando las cadenas
de la autonomía nominal. Será porque temen que desaparecida la libertad,
volvamos a ser libres.
CIVILIZACION
Al culto de las palabras, aceptadas sin examen
en su vaga sonoridad, tiene que suceder una tendencia investigadora que nos
lleve a aquilatar lo que contienen. Con párrafos que terminaban en "igualdad"
y "constitución" entretuvieron los políticos iberoamericanos al
pueblo durante más de un siglo sin lograr remediar con ello el hambre o la
servidumbre. Entre protestas de patriotismo se enajenaron las mejores riquezas
de la patria. No correspondió siempre el vocablo a la realidad. Por eso, ha de
hacernos reflexionar también el entusiasmo con que nos empujan a defender la civilización
Sabemos que civilización significa adelanto
intelectual y moral, cultura, estado superior de los pueblos. ¿Quién puede
estar contra ella?
Para construir nuestras patrias, nosotros hemos
sacado elementos de civilización de todas las grandes naciones. Por eso no se
alcanza a ver como hemos de defender ahora la civilización atacando a naciones
que nos han favorecido con su enseñanza o con su ejemplo.
No es razonable admitir que civilización
conquista común de las colectividades adelantadas— pueda ser invocada como
argumento para hostilizar arbitrariamente a determinados representantes de esa
misma civilización.
En el bando contrario a Inglaterra está
Alemania cuyo aporte es enorme en la industria, la ciencia, el arte y la
filosofía. Está también Italia, cuna de la latinidad y de la cultura en el Mediterráneo,
lista virtualmente España, origen y raíz de nuestras repúblicas de
Iberoamérica.
Es difícil admitir que Alemania, Italia y
España sintetizan la barbarie y que la civilización, considerada hasta ahora
como europea, resulte un secreto exclusivo de las islas británicas.
Cada vez que se debilita una preeminencia
política no se derrumba una civilización. Si cae Inglaterra, caerá una fuerza
preeminente, pero la cultura, el conjunto de conocimientos o de conquistas
espirituales que el hombre ha acumulado a lo largo de los siglos seguirá
siendo, con ella o sin ella, el haber común de la humanidad.
La plutocracia británica, el sistema
supercapitalista, la conjunción de circunstancias que otorgaron a ese pueblo de
40 millones de habitantes el privilegio de gobernar a 400 millones de súbditos
no establece en ninguna forma una condición esencial para la elevación de la
especie.
Numerosos imperios cayeron en los siglos y el
mundo siguió adelante, con más fuerza a veces, porque al renovarse se
vigorizaba. Muchos sistemas políticos fueron desplazados por fórmulas que temporalmente
resultaban más adecuadas dentro de la evolución sin término de los grupos humanos.
Cuando estalló la Revolución Francesa
y empezaron a rodar las monarquías, muchos creyeron también como ahora que
llegaba el fin del mundo. El hombre continuó, sin embargo, su trayectoria,
hacia la superación. Y lo que ahora puede parecer a algunos indispensable para
que la civilización subsista, es precisamente lo que hace un siglo y medio, a
juicio de los timoratos de entonces, debía hacerla zozobrar.
Esta expresión, nacida durante la guerra civil
española, designó como todos sabemos, al grupo emboscado en el seno del bando
rojo para favorecer a los nacionalistas.
Pero si la quinta columna se hallaba integrada
en Madrid por franquistas que preparaban la llegada de su caudillo y si por
extensión, esas palabras, señalan a los elementos divergentes que trabajan
dentro de uno de los grupos por la victoria del grupo contrario, nos damos
cuenta en seguida de que nada tiene que ver con nosotros.
De acuerdo con el significado admitido puede haber
una quinta columna inglesa en Alemania y en Italia y una quinta columna germana
en Inglaterra. Pero siendo las repúblicas iberoamericanas neutrales, no se
comprende como existiría en ellas algo parecido, dado que toda quinta columna
presupone una beligerancia del conjunto dentro del cual se produce.
Entre nosotros, desde luego, hay grupos que
usando de sus prerrogativas simpatizan con uno o con otro de los bandos que
luchan en Europa. Pero sólo aceptando la identificación de nuestras repúblicas
con uno de esos beligerantes, sólo presuponiendo una absoluta fusión política y
moral con él, se podría establecer que los simpatizantes de la tendencia
contraria constituyen una quinta columna, es decir, un núcleo cuya divergencia
resulta peligrosa dentro de la colectividad.
Hay iberoamericanos que simpatizan con
Inglaterra. Hay otros que simpatizan con Alemania. Ambas actitudes son lícitas
y respetables, porque tanto derecho tienen éstos, como aquéllos.
En cuanto a los extranjeros que habitan en
nuestras repúblicas es natural que los ingleses deseen el triunfo de Inglaterra
y que los alemanes quieran el triunfo de Alemania. Los primeros, como los segundos,
cumplen con su deber trabajando en favor de su país de origen siempre que no comprometan
la tranquilidad del que los hospeda.
Por nuestra parte, los iberoamericanos hemos de
velar por los intereses iberoamericanos, porque, por definición, somos
neutrales.
En esta fábula de la quinta columna sólo ha de
inquietarnos que se ponga en circulación la fórmula, girando en blanco sobre
nuestra actitud futura y considerándonos como vagones atados a otras
locomotoras. No hay que dejar que sirva de pretexto para imponer una manera de
ver o para perseguir a los que tienen preferencias contrarias a los intereses
de determinada nación. Si esto se llegara a comprobar, el verdadero peligro
vendría de los que, jugando con las palabras, tratan de embanderarnos a la
fuerza. La quinta columna sería entonces para nosotros la intriga procedente
del extranjero que nos empuja a hacer lo que conviene a otros.
En vez de repetir por pereza o por costumbre lo
que nos sugieren, tratemos de ver a través de las intenciones para llegar a
crear una verdadera conciencia iberoamericana. En medio de tantos males, esta
guerra puede tener la virtud de revelarnos nuestro verdadero estado y de
abrirnos los ojos para abarcar la obra que urge realizar.
En vez de medir las contingencias a que se
hallan sometidos los demás, pensemos en los problemas propios que tan
bruscamente asoman y se perfilan al resplandor de los acontecimientos actuales.
[Escrito por ligarte en Chile durante la
segunda guerra mundial. Inédito. Archivo General de la Nación ].
capitulo III de La Nación Latinoamericana
NOTAS
1 Para valorizar debidamente este
"Programa", así como los restantes textos de este capítulo, debe
tenerse en cuenta lo siguiente:
Las ideas
que prevalecen en esa Argentina de 1915 -que son las de la clase dominante- se
pueden rotular como liberalismo oligárquico y expresan los intereses de la
oligarquía porteña (estancieros bonaerenses y burguesía comercial de Buenos
Aires) y del imperialismo inglés. Ese liberalismo oligárquico propugna la
división internacional del trabajo (Argentina la granja, Inglaterra el taller)
con la consiguiente libertad de importación y exportación, de entrada y salida
de capitales y significa la justificación ideológica de la Argentina Agraria
dependiente del Imperio. En función de esa estructura semicolonial se sostiene
como mitos inatacables: a) la inconveniencia de tarifas aduaneras protectoras porque
crean "industrias artificiales", defendiendo así los intereses de los
fabricantes extranjeros y los importadores nativos y asegurando la existencia
de una desocupación permanente, b) la necesidad imprescindible de la moneda
sana o sea una política monetaria deflacionaria que impida la formación de un
mercado interno propio que a su vez pueda generar el desarrollo de industrias,
c) el destino exclusivamente agrario de la Argentina en razón del cual no interesa descubrir
si posee recursos minerales ni posibilidades hidroeléctricas, d) el condigno
desprecio por todo tipo de enseñanza técnica y en general por todo sistema
educativo que tienda a revelar la realidad nacional, e) el predominio de una cultura
extranjerizante, simple remedo de la europea, que desarraigue las mentalidades
respecto del país y su pasado, quebrando su continuidad histórica, f) un
complejo de inferioridad nacional, publicitario a los efectos de que los
argentinos no pretenden llevar a cabo las actividades que tan "eficientemente''
desempeña e¡ capital extranjero, g) un destino europeizado, de potencia blanca
y civilizada, que el país debe buscar dando la espalda al resto de América
Latina y acercándose a Europa.
A partir de
estas pautas el imperialismo y la oligarquía introdujeron reproductores
ingleses y trazaron los ferrocarriles en abanico hacia el puerto de Buenos
Aires, construyeron en su punta los frigoríficos, instalaron compañías de
servicios públicos, contrataron empréstitos y proclamaron a la faz de la tierra
que estaba constituido "el granero del mundo". Se vivían los
principios del siglo, el intento nacional del roquismo había fracasado y el
mitrista Quintana, abogado de compañías inglesas, asumía la presidencia. El
pobrerío de las provincias —los hijos de los viejos montoneros— y los
inmigrantes, tanto en el campo como en las ciudades, que quedaban marginados de
esta estructura, configuraron una alianza con Yrigoyen a la cabeza, que
enfrentó al régimen con la bandera del sufragio libre. Sin embargo, la
ideología del radicalismo -elaborada bajo la presión oligárquica y expresión de
clases sociales que pedían su lugar bajo el sol, pero no llevaban el propósito
de romper el sistema semicolonial- resultó sumamente ambigua y no postuló la
quiebra de la dependencia ni el desarrollo de las fuerzas productivas. La
ideología del radicalismo puede definirse como nacionalismo agrario, expresión
de las clases medias en ascenso, que reclamaban la coparticipación de la renta
agraria, pero que no planteaban el desarrollo industrial, ni la explotación de
los recursos naturales, ni la nacionalización de las compañías extranjeras, ni
el reemplazo de la cultura vigente por una cultura nacional. Apenas hubo vagos
atisbos en estos terrenos, pero la inexistencia o debilidad de una burguesía
nacional condujo el empleo de meros paliativos (alza del salario real, leyes
protectoras del trabajo, intentos de crear la marina mercante y controlar las
empresas inglesas, defensa del petróleo, política exterior independiente).
Frente al
liberalismo oligárquico y al nacionalismo agrario, existía en ese año 1915, una
ideología que expresaba aparentemente los intereses de la clase obrera: la del
Partido Socialista. No era así, sin embargo. Ni ella era socialista, ni había
tal clase obrera. En la semicolonia sin industrias, sólo existía un
proletariado artesanal -que en gran medida apoyaba por entonces a los
anarquistas- y sólo parte de ese sector social, junto a sectores de clase media
urbana, se expresaban en el curioso engendro que dirigía Juan B. Justo, cuyas
postulaciones estaban mucho más lejos de cuestionar al sistema que las del
nacionalismo agrario de Yrígoyen. El socialismo justista recubrió con
fraseología izquierdista los anhelos de pequeño burgueses fuertemente influidos
por el liberalismo oligárquico y así se constituyó en el ala izquierda del
sistema. Al igual que el liberalismo oligárquico: a) sostuvo la división
internacional del trabajo y el libre cambio (con el argumento del
"internacionalismo proletario), b) propugnó como ejemplo a Australia y
Nueva Zelanda oponiéndose pertinazmente a las tarifas aduaneras protectoras de la
industria (con el argumento de que el producto importado era más barato y no
encarecía la vida del obrero, de ese mismo obrero al cual condenaban, al
impedir el desarrollo de industrias dentro del país, a la desocupación), c)
propició una educación enciclopedista y desarraigada de la realidad argentina,
compartiendo la historia y la cultura oficial (bajo la advocación de Sarmiento
y la concepción universalista que deducían, erróneamente en una semicolonia,
del internacionalismo proletario), d) atacó los intentos estatales por
desplazar a las empresas extranjeras (aduciendo que la administración estatal
no era eficiente, se caracterizaba por vicios y corruptelas y llegando a
diferenciar entre un "capitalismo sano y eficiente", el de las
empresas extranjeras y un "Capitalismo incapaz" el nacional), e)
rechazó toda política nacional manifestando absoluta indiferencia frente a los
atropellos imperialistas, porque, en definitiva, todos los hombres somos
hermanos y llegando incluso a justificar, como factor de "civilización y
progreso", las invasiones imperialistas sobre los pequeños países. (No resultará
extraño entonces que ese partido se haya alineado junto a la oligarquía y
contra los dos movimientos nacionales más importantes de este siglo en la Argentina , irigoyenismo
y peronismo, en los años de batallas cruciales: 1930, 1945, 1955).
Así, pues,
si entendemos por izquierda aquella posición históricamente más progresiva que
enfrenta al orden conservador y tiende a modificar las relaciones de producción
provocando un avance social resulta que el partido de Justo sólo está a la
izquierda de la oligarquía, coincidiendo con ella en muchos de sus postulados.
El radicalismo, por su parte, se coloca de frente al régimen como movimiento
nacional que disputa el poder a la clase dominante, aunque tampoco plantea transformaciones
de fondo. Y en este espectro político, el programa nacional-democrático de
Ugarte se ubica, a su vez, a la izquierda del radicalismo, en el campo
antimperialista, de modo que su programa, que defiende públicamente a la
propiedad privada, tiene paradojalmente un significado — para la Argentina de 1915—
peligrosamente revolucionario al cuestionar la estructura semicolonial del país.
Al proponer tarifas aduaneras, créditos a la industria, explotación de los
recursos naturales y lucha contra los monopolios extranjeros, Ugarte ataca en
sus raíces la estructura agraria dependiente. Y al sostener la necesidad de una
cultura nacional, golpea duramente a la superestructura cultural creada por el
imperialismo como reaseguro del coloniaje.
El
nacionalismo democrático, antimperialista e industrialista con connotaciones
socializantes, sostenido por Ugarte, resulta de esta manera el programa más
avanzado para esa Argentina agraria que carece prácticamente de proletariado y
en la cual, recién cuarenta años después, el nacionalismo democrático mostrará
sus limitaciones, al par que la historia crea condiciones para un socialismo nacional.
2Este es uno de los tantos artículos publicados
por Ugarte en esa época del veintitantos para refutar el auge de ideas
cesaristas, totalitarias, nacidas como consecuencia del desprestigio de las
prácticas democráticas en América Latina y de los vientos que soplan ya desde
Europa y que tuvieron su mayor resonancia en el discurso en el cual Leopoldo
Lugones proclamó, en Lima, "la hora de la espada".
3Obsérvese como Ugarte replantea el elogio de sus
primeros artículos respecto a los países del sur de América Latina, a quienes
juzgaba antes "en franco progreso y prosperidad ' y de los cuales afirma ahora
que aún ellos "no han hecho más que exportar materias primas e importar
artículos manufacturados", revelando así la situación semicolonial en que
se encuentran.
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