21.
América como creación utópica de Europa
Ya hemos dicho que América es una creación europea. América
surge como realidad dentro de la vida cultural europea en una de las grandes
crisis que sufre esta cultura. El descubrimiento del Continente Americano se
origina en la ineludible necesidad que siente el europeo de un mundo nuevo. El
azar no cuenta para nada en esta aventura. Europa necesita de América, por esto
la descubre. Colón no se ha tropezado con ella debido a un azar, la encuentra
porque buscaba una tierra donde podrían ser realizados todos los sueños y
esperanzas del hombre del cual era él mismo un prototipo.
Antes de su descubrimiento América existía ya, aunque su
existencia jamás antes había preocupado al europeo. Estaba aquí, en este mismo
lugar geográfico en que fue descubierta. Pero antes no se le había ocurrido al
europeo buscar tierras distintas a las suyas. Nunca antes había sentido el afán
de desparramarse por tierras desconocidas. Antes de este momento histórico el
europeo había mostrado un gran respeto por lo desconocido. Le bastaba su fe,
por la fe le era todo conocido, no tenía necesidad de comprobar nada. Sin
embargo, en un momento que se semeja mucho al nuestro, dicha fe no le bastó ya.
Un buen día se encontró flotando en el vacío. Falto de fe todo su mundo se
derrumbaba, entraba en crisis. El ideal situado en lo alto se desvanecía, se
alejaba tanto que se hacía inalcanzable. Era menester buscar nuevos ideales,
nuevas creencias, rehacer el mundo. Pero también era menester buscar nuevos
lugares donde colocarlos (1). Ya no podían ser colocados en el cielo. Gracias a
la nueva física el cielo dejaba de alojar ideales para convertirse en algo frío
e ilimitado; en un infinito muerto, mecánico. Ahora tendrían que situarse los
ideales en otro lugar. Y este otro lugar no iba a ser más que la tierra, el
mundo.
Así, en tierras antes desconocidas, en tierras por las
cuales el hombre occidental no había antes sentido interés, se colocaron los
nuevos ideales. Todo lo que el europeo necesitaba, todo lo que anhelaba, todo
aquello de que carecía, fue colocado en esas tierras desconocidas. El europeo
se lanzó a la búsqueda de estas tierras de promisión. Viajeros y navegantes
daban fe de su existencia. Y es que éstos, como europeos, no veían ahora sino
aquello que querían ver (2).
El Continente Americano fue la tierra que mejor se prestó a
servir de alojamiento de los ideales del europeo. América surgió como la gran
utopía. América era la tierra nueva anhelada por el europeo cansado de su
historia. En América el europeo podía volver a hacer su historia, borrar todo
su pasado, empezar de nuevo. Europa necesitaba desembarazarse de su historia
para hacer una nueva. Era menester hacer una historia bien planeada, bien
medida y calculada, en la que nada faltase ni sobrase. Era necesario un mundo
nuevo sin liga alguna con el pasado.
En América podría realizar el hombre aquello que anhelaba
cuando hablaba por boca de Descartes diciendo que no sería en verdad sensato
que un particular se propusiera reformar toda una cultura, cambiándola desde
sus cimientos. En verdad, tal cosa no era sensata, sin embargo, todo hombre la
anhelaba; se quería reformar todo, transformarlo hasta sus cimientos. Había que
derribar todo lo existente y empezar de nuevo. Pero tal cosa sería insensata si
se proponía abiertamente. Había que buscar un subterfugio. Éste lo fue América.
América se presentó como tabla salvadora. En ella se podía construir, aunque
fuese idealmente, todo aquello que se quisiese. Tal acto no era insensato.
América se presentaba como tierra nueva, esto es, sin historia, sin pasado.
La imaginación del europeo colocó en estas tierras ciudades
fantásticas, diseñadas conforme al ideal de un solo ingeniero. Legislaciones,
Estados, costumbres y religiones ideales fueron colocados en este Continente;
todo a la medida de sus no menos fantásticos moradores. América no era otra
cosa que el ideal de Europa. En ella se veía lo que el europeo quería que fuese
Europa. Fue el modelo conforme al cual había que rehacer al mundo occidental.
América surgió así, como la suma de todas las perfecciones,
como tierra de promisión. Sin embargo, tales perfecciones le eran ajenas, no
eran sino lo que el europeo había imaginado en ella. La realidad americana era
muy otra. El europeo, atraído a estas tierras por la leyenda, pronto se
estrelló contra una realidad que le era difícil comprender. De aquí surgió la
decepción, y con la decepción la inadaptación del hombre que se formó en estas
tierras. Sin embargo, para Europa esta América siguió siendo tierra de
promisión, tierra nueva. La fantasía europea siguió bordando fantasías sobre
América. Ésta fue la más perfecta creación utópica de Europa.
22.
Una aventura de la conciencia europea
Descartes al preguntarse sobre las causas de la desigualdad
que reinaba en todos los campos de la cultura exclamaba: "¡Cuán difícil es
hacer cumplidamente las cosas cuando se trabaja sobre lo hecho por
otros!". En lo hecho por otros se encontraba el origen de todas las
desigualdades: políticas, sociales, religiosas, morales y de opinión cultural.
Desigualdades que habían dado origen a sangrientas y largas guerras, apoyadas
por la historia, la tradición y las costumbres.
Frente a estas desigualdades la conciencia haría patente la
accidentalidad de las mismas, accidentalidad que los hombres habían convertido
en algo permanente. Pero había algo permanente y natural al hombre: "la
razón o buen sentido". Ésta era "naturalmente igual en todos los
hombres", decía el propio Descartes. La desigualdad tenía su origen en
algo remoto, pero accidental. En algo que le había sucedido al hombre debido a
una serie de diversas circunstancias. A estas circunstancias se referirán todos
los filósofos modernos, desde Descartes a Juan Jacobo Rousseau.
Decía Descartes: la desigualdad, "la diversidad de
nuestras opiniones no proviene de que unos sean más razonables que otros sino
tan sólo de que dirigimos nuestros pensamientos por derroteros diferentes y no
consideramos las mismas cosas". Esto es, la desigualdad tiene su origen en
el hecho de que los individuos toman diversos caminos orientados por una serie
de prejuicios: educación, costumbres, etcétera, de donde nace también ese
considerar las cosas desde puntos de vista diferentes; tan diferentes como los
prejuicios impuestos. A estos prejuicios impuestos se refería el filósofo
francés cuando decía: "pensaba yo que, como hemos sido todos nosotros
niños antes de ser hombres y hemos tenido que dejarnos regir durante mucho
tiempo por nuestros apetitos y nuestros preceptores que muchas veces eran
contrarios unos a otros, ni unos ni otros nos aconsejaban siempre acaso lo
mejor, es casi imposible que sean nuestros juicios tan puros y tan sólidos como
lo fueran si, desde el momento de nacer, tuviéramos el uso pleno de nuestra
razón y no hubiéramos sido nunca dirigidos más que por ésta". Los apetitos
y "los otros", como preceptores, son así, la causa de las desigualdades
humanas. Cicerón había llamado a lo hecho por los otros, a la historia,
"maestra de la vida", pues bien, era esta manera, una de las
principales causas de los males que tenía su origen en la desigualdad.
¿Cómo acabar con las desigualdades y, con ello, con todas las
miserias que provocan? Rompiendo con el pasado y la sociedad, rompiendo con lo
hecho por otros, o, aceptándolo sólo provisionalmente, a reserva de hacer algo
nuevo. Pero esta vez algo creado por la razón, que une al igualar. Descartes
expresa esta aventura que se halla patente en la convivencia del hombre europeo
de esa época. Ya otros hombres se habían lanzado a los mares y a continentes
desconocidos para hacer realidad este Nuevo Mundo, Descartes tratará de
realizarlo en su propia conciencia. Va a ofrecer las bases de esta nueva
aventura. Una aventura a la cual podrán o no concurrir todos los espíritus. Una
aventura personal, nacida de la propia convicción que no imita a otros ni
invita a ser imitada. Aventura en la propia soledad de la conciencia. Descartes
previene diciendo: "Mis designios no han sido nunca otros que tratar de
reformar mis propios pensamientos y edificar sobre un terreno que me pertenece
a mí solo. Si, habiéndome gustado bastante mi obra os enseño aquí el modelo, no
significa esto que quiera yo aconsejar a nadie que me imite. Los que hayan
recibido de Dios mejores y más abundantes mercedes, tendrán, sin duda, más
levantados propósitos; pero mucho me temo que este mío no sea ya demasiado
audaz para algunas personas. Ya la mera resolución de deshacerse de todas las
opiniones recibidas anteriormente no es un ejemplo que todos deben
seguir". En el llamamiento de Descartes existe el mismo espíritu de
aventura que apenas ayer había hecho posible el descubrimiento de América.
Colón, Cortés y todos los grandes capitanes del descubrimiento y la conquista
había hecho invitaciones semejantes. En sus expediciones sólo podían tomar
parte los voluntarios, aquellos individuos cuya imaginación desbordada se
sentía insatisfecha con su propia realidad. Individuos que anhelaban un mundo
nuevo creado por cada uno de ellos de acuerdo con su imaginación y su fantasía.
El espíritu de aventura caracterizará las diversas formas
de expresión del hombre moderno. Formas que a su vez harán patente las diversas
e individuales actitudes del hombre europeo que habrán de dar origen a las no
menos diversas nacionalidades de este Continente. Espíritu de aventura es
espíritu de evasión. El nuevo hombre hastiado de un mundo que no ha podido
hacer, que encuentra hecho, busca la forma de eludirlo para crear otro.
Abandona la seguridad que ofrece lo conocido y se lanza a la aventura del
inseguro desconocido. España lanza a sus hijos a la aventura mística y a la
aventura del descubrimiento y conquista de un nuevo Continente. Inglaterra a
esa aventura que ha hecho posible el mundo capitalista. Y Francia, siempre
precavida, a la aventura de la conciencia que ahora recordamos encarnada en
Descartes. Aventuras, todas ellas, en las cuales sólo cuenta la voluntad de los
individuos. Empresas personales en las que se juega todo para ganarlo todo.
Aventureros que queman sus naves para encontrar a Dios, un Imperio, un gran
mercado o la más segura de las certezas. En estas aventuras no hay
intermediarios y todos los medios son válidos. No hay póliza contra riesgos y
el que a ellas se lanza se juega el alma, la fortuna o la seguridad del
conocimiento.
Y lo primero que se juega, a lo primero que se renuncia es
al pasado. Éste se presenta al hombre como lo que es, sin más, sin posibilidad
de ser otra cosa; esa otra cosa que él quiere ser. El pasado se presenta como
el ser que ha consumido todas sus posibilidades. Es lo realizado, lo que no
permite posibilidad alguna de realización. El hombre europeo se encuentra con
un mundo hecho, un mundo en el que siguen mandando los muertos. Éstos imponen
sus leyes y conductas. Ellos son la fuente de todas las desigualdades. La
situación del hombre que se encontraba dentro de ellas como un condenado.
"Esas viejas ciudades —agregaba el filósofo francés—,
que no fueron al principio sino aldeas, y que, con el transcurso del tiempo han
llegado a ser grandes urbes, están, por lo común, muy mal trazadas y
acompasadas, si las comparamos con esas otras plazas regulares que un ingeniero
diseña, según su fantasía, en una llanura". De eso se trataba, de
construir un nuevo mundo de acuerdo con la fantasía, diseñado en una llanura
sin obstáculos, es decir, sin historia, sin tradición, sin comunidad, sin
compromisos con los otros. Este mundo sólo podía estar en el futuro. En éste el
hombre podía ser aquello que no había podido ser. El futuro es el campo de la
fantasía, la imaginación, lo que aún no es y, por lo mismo, puede ser en
infinitas posibilidades. Para hacer posible este mundo de la conciencia rompe
Descartes con la realidad mediante la famosa duda metódica. Y una vez que ha
roto con toda la realidad que le circunda, una vez que ha roto con los
compromisos que ella le imponía, reinicia su construcción. Empieza todo como si
nada estuviese hecho, como si todo tuviese que ser sacado nuevamente de la
nada, de esa nada, precisamente, que se llama el futuro. La imaginación del
hombre toma aquí el papel del Creador e inicia la más audaz de las aventuras de
la humanidad.
23.
América como tierra de evasión
El hombre moderno, del cual es Descartes una de sus
expresiones, verá en América el campo ideal para situar sus fantasías. La
realidad europea, por insuficiente, empuja a este hombre al descubrimiento de
una tierra que, por desconocida llena su imaginación y fantasía. América es una
tierra que nada tiene que ver con la historia, la tradición y el pasado
europeos, ese pasado del cual trata el nuevo hombre evadirse. Por irreal,
América posee todas las posibilidades. En esta tierra también hay hombres, pero
hombres de una naturaleza muy especial. No poseen historia, no tienen
compromisos que asumir. El pasado, es decir, el pasado de Europa, nada tiene
que ver con este hombre y, la historia de éste nada dice al europeo, no le
comprometen. El Continente Americano y sus hombres son vistos como blanda
materia, la materia de todas las fantasías. El hombre de América es "el
buen salvaje", el hombre natural, el hombre bueno por naturaleza. Esto es,
la nada por excelencia para la historia. Sólo la historia podía extraviar al
hombre. La historia había extraviado al europeo. Mirando en esta forma al
americano el europeo se proyectaba a sí mismo, reflejaba su imaginación, su
fantasía.
Ésta es la actitud que ha hecho posible el descubrimiento
de América. Ésta surge en medio de una de las más grandes crisis que ha sufrido
la llamada cultura occidental. Crisis que provocará la caída de las viejas
formas de la cultura cristiana y el asentamiento cultural de lo que se ha
llamado la modernidad. El descubrimiento de América es el fruto de la nueva
conciencia. En ella se proyectarán los ideales del Nuevo Mundo, de ese mundo
que aspira a imponer en Europa el hombre que ha surgido a partir del
Renacimiento. El nuevo europeo que había perdido la fe en el Viejo Mundo
cristiano busca un lugar donde colocar sus nuevos ideales una vez que ya no
existía un cielo donde colocarlos. Aquí estaba el mundo que quería realizar a
reserva de cambiar el Viejo Mundo que acepta sólo a título de provisional.
El paso de la
Edad Media a la Edad Moderna será uno de los pasos más difíciles
de la historia de la cultura occidental. Los viejos poderes medievales se
resistían a dejar el campo a los nuevos puntos de vista del hombre que había
surgido como reacción contra ellos. Se entabla entonces la lucha entre estos
poderes y las fuerzas de la modernidad que han surgido en la historia. La Iglesia y el Feudalismo se
niegan a dar paso a las nuevas formas sociales. En esta lucha aparecen las
nuevas monarquías que acaban con el Feudalismo dando lugar a las nacionalidades
modernas. Surge también el movimiento de Reforma frente al imperialismo de la Curia Romana. A la
guerra contra los señores feudales siguió la guerra de religiones. La violencia
y el crimen se adueñaron de Europa, esa violencia de que fuera testigo el
propio Descartes. A la intransigencia se contestó con la intransigencia, a la
violencia con la violencia, al fanatismo con el fanatismo. Los monarcas vencían
a los viejos autócratas feudales para convertirse en autócratas nacionales. Los
reformistas que reclamaban la libertad en materia religiosa se convirtieron en
feroces perseguidores de quienes no seguían sus creencias. Si Roma quemaba a un
Giordano Bruno, Calvino en Ginebra hacía quemar a un Miguel Servet. Descartes
sabía también de esto y se cuidaba mucho de caer en manos de uno o de otro de
los fanatismos que se disputaban el mundo moderno.
Esta realidad había hecho sentir en el hombre europeo la
necesidad de establecer un mundo nuevo. Un mundo en el que deberían ser
eliminados todos los antagonismos, limadas todas las desigualdades de criterio.
Para ello era menester desembarazarse del pasado, de ese pasado que dividía y
originaba todas las violencias. Era necesario empezar otra historia, una
historia sin contratiempos, sin obstáculos. Una historia limpia de compromisos.
Una historia planeada y calculada desde el principio, en la cual cupiesen los
sueños de todos los individuos, sus fantasías y proyectos. Sin embargo, este
ideal no podía ser declarado abiertamente. Los viejos poderes tenían aún
suficiente fuerza para estrangular cualquier proyecto que los amenazase
directamente o al menos para dilatarlo. Por esto Descartes, consciente de lo
peligrosa que es su filosofía para el Viejo Mundo, dice: "no sería en
verdad sensato que un particular se propusiera reformar un Estado, cambiándolo
todo, desde los cimientos, y derribándolo para enderezarlo". "Esos
grandes cuerpos políticos —agrega—, es muy difícil levantarlos, una vez que han
sido derribados, o aun sostenerlos en pie cuando se tambalean, y sus caídas son
necesariamente duras". No, a este mundo habría que derribarlo de retache.
Antes había que imaginar un mundo donde todos los sueños del nuevo hombre
pudiesen ser realizados y, después, atacar la propia realidad. Así, lo que el
europeo no podía realizar mediatamente en Europa, lo realizaría con la
imaginación en América.
América se presentó así como el Nuevo Mundo por excelencia.
El Nuevo Mundo al que aspiró el hombre renacentista, el hombre que quería
volver a nacer como historia. En América situará el europeo todas sus utopías,
los mundos que imaginaba crear, los mundos que anhelaba construir. América era
la nueva tierra de promisión. Tierra de promesas, de posibilidades. La
perfección de que se le rodeó fue el reverso de la realidad que se quería
destruir. En su perfección ideal se hacía patente la crítica a insuficiencia
expresada por la realidad europea. Las cualidades de que se dotaba a la América eran defectos que
se señalaban en Europa. La imaginación del nuevo hombre dibujó en América la
imagen de lo que quería fuese el futuro de Europa. América era el ideal a
realizar por Europa, el modelo conforme al cual debería rehacerse. En otras
palabras, América no vino a ser otra cosa que otra Europa. Esto es, su futuro,
una nada como realidad. En América pudieron evadirse los inconformes con la
realidad europea. Evasión real, pero aun dentro de esta realidad, evasión
imaginaria. Se hizo de América una Nueva Europa.
América vino así a ser la piedra de toque de la
justificación de una serie de ideas nuevas con las cuales el hombre moderno se
enfrentaba a su pasado. Todo lo que el hombre había hecho hasta ayer adquiría
un carácter accidental. Había hecho eso, pero podía haber hecho otra cosa. Por
esta razón el pasado, lo hecho, no podía imponerse al nuevo hombre. La
aceptación de este pasado, su vigencia, dependía del hombre que vivía. Los
muertos dependían de los vivos y no al revés. De aquí la relatividad de
costumbres, religión, política, sociedades, etcétera. De esta relatividad daba
buena cuenta el mundo descubierto. "Bueno es saber —decía Descartes—, que
de las costumbres de otros pueblos, para juzgar las del propio con mejor
acierto, y no creer que todo lo que sea contrario a nuestras modas es ridículo
y opuesto a la razón, como suelen hacer los que no han visto nada". "Es
cierto —agregaba— que, mientras me limitaba a considerar las costumbres de los
otros hombres, apenas hallaba cosa segura y firme, y advertía casi tanta
diversidad como antes en las opiniones de los filósofos. De suerte que el mayor
provecho que obtenía, era que, viendo cosas que, a pesar de parecernos muy
extravagantes y ridículas no dejan de ser admitidas comúnmente y aprobadas por
otros grandes pueblos, aprendía a no creer con demasiada firmeza en lo que sólo
el ejemplo y la costumbre me había persuadido". En estas mismas ideas
había abundado Montaigne haciendo concreta referencia a la diversidad de
costumbres entre los "caníbales" de América y los cultivados europeos
que se despedazaban para imponer sus opiniones. Todo ese mundo que parecía
seguro y firme no era, en realidad, sino algo relativo y, por ser relativo,
posible de cambio. "No todos los que piensan de modo contrario al nuestro
son por ello bárbaros y salvajes —repetía Descartes—, sino que muchos hacen
tanto o más uso que nosotros de la razón". Todo era un problema de
educación, de formación. La diversidad de ideas y actitudes provenía de ese
haber tenido diversos maestros en la vida. "Un mismo hombre, con su mismo
ingenio —sigue diciendo—, si se ha creado desde niño entre franceses o
alemanes, llegará a ser muy diferente de lo que sería si hubiese vivido siempre
entre chinos o caníbales". De ahí la relatividad de las opiniones y la
inutilidad de todas esas discusiones y matanzas a las que se había entregado
Europa. Lo más firme, lo más seguro, estaba en la razón, esto es, en lo que
hace de un hombre un hombre. Todo lo demás, por relativo y accidental, dependía
de la elección del hombre, de su libertad. Era en nombre de esta libertad que
se ponía entre paréntesis la vigencia del mundo dado. Al nuevo hombre le tocaba
negar o refrendar su vigencia. Aceptarlo o negarlo.
Consciente de esta su máxima posibilidad, la de su libertad
de elección, el hombre moderno aceptaría el mundo dado con el carácter de
provisional, a reserva de cambiarlo parte por parte, de acuerdo con sus
posibilidades materiales. Aun esta aceptación provisional iba a tomar un signo
distinto. Se le aceptaba racionalmente. Como algo necesario para no permanecer
"irresoluto" había dicho Descartes. Pero la vigencia de esta
provisionalidad dependía ahora del individuo. Para su vigencia no contaba más
el pasado. La Iglesia ,
el Estado, que hasta ayer se apoyaban en todo un pasado religioso y místico,
dependían ahora de una voluntad individual que, convertida en voluntad general,
podía poner fin a su poder cuando así lo decidiese.
La conciencia de su libertad llevaría al individuo, en una
primera etapa, a la pura evasión de su realidad. La evasión que realiza Marco
Polo que viaja por ver, por conocer otros pueblos y otras costumbres. La
evasión que estimula a los voluntarios que siguen a Colón y la de los que
seguirán a los grandes capitanes de la Conquista de América. Puro afán de ver y
entregarse a un mundo desconocido, mundo de maravillas. Ese mundo que ya se
dibujaba en los libros de Caballería en donde se inspirarían los futuros
aventureros del descubrimiento y la conquista. Otros serán los afanes que
lleven a los pasajeros del "Mayflower" a la nueva tierra. Éstos
también se evaden de la realidad europea para construir en América una Nueva
Europa. Una Europa también de acuerdo con sus sueños y fantasías. Una Europa
planificada, realizada conforme a los lineamientos de la razón. Esa misma razón
conforme a la cual Descartes trata, en la propia Europa, de rehacer la
conciencia del hombre occidental.
24.
"Utopía", ejemplo de Europa
En América se reflejarán los proyectos que en su afán de
nueva libertad imagina el europeo. Los críticos de la Vieja Europa sitúan
en América el tipo de vida que anhelan para una Europa Nueva. No basta
evadirse, es menester, además, reconstruir ese mundo con el cual se sienten
insatisfechos. Se debe establecer un nuevo orden; pero ya no el orden de la
autoridad que se apoya en la tradición, el tiempo o la historia, sino un orden
que tenga como base la propia libertad del hombre. Una libertad, que a sí misma
ha de decir limitarse dando así origen a un nuevo tipo de sociedad. Libertad
que se autolimita y que es fuente de ese "Contrato Social" de que
hablará más tarde Juan Jacobo Rousseau. Idea que ya se anuncia en Descartes
cuando dice: Imaginaba que esos pueblos que han ido civilizándose obligados por
las circunstancias no pueden ser tan perfectos como los que "desde que se
juntaron, han venido observando las constituciones de algún prudente
legislador".
Leyes, costumbres y formas de política que tienen su origen
en una planificación racional y no en el amontonamiento circunstancial. Orden
racional aceptado libremente por la mayoría. Orden por el cual ha de pugnar,
siglos más tarde la
Revolución Francesa. Tal era el ideal de "nuevo
orden" perseguido por los peregrinos del "Mayflower" y los que
les siguieron en América. Un orden que pondría fin a las sangrientas disputas
que sobre opiniones de todos los tipos se planteaban en Europa. Antes de que
estas expediciones se realizasen los utopistas del Renacimiento hablaban ya de
este ideal y lo situaban en esas tierras desconocidas recién descubiertas. Para
estos utopistas lo fantástico, lo maravilloso, no se encontraba ya en el
posible encuentro de monstruos mitológicos, sino en el encuentro de sociedades
bien gobernadas, sin violencias, por la pura voluntad de los gobernados.
Dice Tomás Moro en su Utopía: "Después de una
expedición de muchos días encontraron fortalezas, ciudades y repúblicas
admirablemente gobernadas". A estos imaginarios expedicionarios no les
sorprende ya, como pudo sorprender a conquistadores hispanos, el encontrar
monstruos. "Tales monstruos —dice Moro— no tienen novedad alguna `ya que
los Escilas, los rapaces Celenos, los Lestrigones devoradores de pueblos y otros
terribles y semejantes portentos, casi en ningún sitio dejan de encontrarse,
mientras no es tan fácil hallar ciudadanos gobernados recta y
sabiamente'". En estas ciudades podría encontrarse los modelos para
corregir los errores de otras ciudades, naciones y pueblos. Esto es, de esa
Europa que merecía ser reformada. La
Europa a la cual se refiere Moro concretamente comparándola
con esa serie de ciudades ideales que se encuentran en ese nuevo mundo hasta
ayer desconocido. "Utopía" es bien diferente de Europa. "Es un
país que se administra con tan pocas y eficaces leyes, que aunque se premie la
virtud, por estar niveladas las riquezas, todo existe en abundancia para
todos". Aquí todos conocen las leyes, porque son pocas y fáciles de
interpretar. Porque tienen la "claridad y distinción" de que hablaría
Descartes. Y Campanella, otro de los utopistas, ha dicho: "Las leyes de la Ciudad del Sol son pocas,
breves y claras".
Respecto a la misma formación de las ciudades de
"Utopía", Moro las describe de acuerdo con ideal de ciudad bien
construida de que más tarde hablaría Descartes y al cual nos hemos referido
antes. Todas son ciudades planificadas, hechas de acuerdo con un plan, de
acuerdo con la fantasía de un solo arquitecto. "Conocer una de sus
ciudades es conocerlas todas, dice Moro; hasta tal punto son semejantes entre
sí, en cuanto la naturaleza del lugar lo permite". La planificación de las
ciudades es semejante a la planificación de las costumbres, religión, leyes,
etcétera; por esto son perfectas. Todas están hechas de acuerdo con un plan, no
interviene en ellas el azar. Una solamente, una sola razón las ha hecho, por
esto no hay la imperfección de lo que se va acumulando.
En la "Utopía" se hace transparente el mismo
ideal de Descartes: la negación de la historia, la negación de lo que sólo
puede considerarse como un accidente. Aquí todo ha sido construido de acuerdo
con un plan racional. De ahí su perfección y sencillez. Nada ha sido olvidado,
ni el trazo de las ciudades, ni las leyes, ni las costumbres. Todo es aquí
uniforme, tan uniforme como lo es la razón o buen sentido de los hombres. De
ahí viene la uniformidad y, con ella, el acuerdo de todos los que forman estas
sociedades. Cada cosa está en su lugar, de acuerdo con este plan. Por esto
"Utopía" es una ciudad maravillosa, sencilla, firme. La claridad y
distinción le caracteriza.
Utopía es tanto más sencilla por cuanto está más cerca de
lo natural al hombre. Allí no rige más tradición que la de la mente que la
planificó. No hay historia, porque la historia es la fuente de todas las
complicaciones y desdichas. Los hombres de "Utopía" son felices
porque son naturales. En todos sus actos es su razón la que legisla. La razón
es, para Moro, el instrumento de la naturaleza que apetece lo que conviene al hombre
y desecha lo que le daña. "Afirman los utópicos —dice Moro— que la
naturaleza misma nos prescribe una vida agradable, es decir, el placer como
meta de todas nuestras acciones, y definen la virtud como la vida ordenada de
acuerdo con los dictados de la naturaleza". "Llaman placer a todo
movimiento corporal o anímico con el cual, obedeciendo a la naturaleza, se
experimente un deleite; en ese concepto incluyen, y no sin motivo, los apetitos
naturales. Los sentidos y razón aspiran, en efecto, a lo naturalmente agradable
y a lo que se consigue sin detrimento ajeno ni ocasionar la pérdida de otro
placer mejor ni acarrean molestia alguna". Todo lo contrario de los
europeos que buscan placeres contrarios a la naturaleza por lo cual no pueden
alcanzar la felicidad: el hacer de la ropa un distintivo o el acumular riqueza
no causa más que infelicidad.
Frente a la intransigencia religiosa, "Utopía" es
también un ejemplo para Europa. Aquí se encuentran juntas diversas religiones
aunque la mayor parte de los habitantes de Utopía crean en un solo Dios,
eterno, inmenso e inexplicable. El planificador de Utopía ha decretado
"que cada ciudadano puede seguir la religión que desee e, incluso, hacer
prosélitos; pero procediendo con moderación, dulzura y razones, sin destruir
brutalmente las demás creencias ni recurrir a la fuerza ni a las
injurias". Él mismo, "juzgó tiránico y absurdo exigir a la fuerza y
con amenazas que todos aceptasen una religión tenida por verdadera, aun cuando
una lo sea en efecto y falsas las restantes". Aquí sólo ha sido detenido
un cristiano que se puso a predicar públicamente sobre su religión condenando a
las otras sin distinción y amenazando con el fuego eterno a los que no la
siguiesen. Este cristiano, dice Moro, fue aprendido y desterrado, no por
ultraje a la religión, sino por alboroto público. Porque una de las leyes de la
ciudad establece que nadie puede ser molestado por sus creencias.
En esta forma "Utopía", ese país situado en las
tierras hasta ayer no conocidas, sirve al europeo para criticar una realidad
con la cual no está ya de acuerdo. Sobre el ruinoso edificio de un mundo que se
desmorona, agrietado con sus múltiples contradicciones, se quiere levantar un
mundo nuevo. La crítica se hace cada vez más atrevida. Pronto este ideal de
reconstrucción dejará de dar rodeos para encararse directamente con su
realidad. Descartes realiza este primer y más poderoso esfuerzo de
reconstrucción. También, como los utopistas, se evade de su realidad negándola;
pero, a diferencia de ellos, ha encontrado en esta evasión el método más seguro
para reconquistar su realidad, transformándola una vez que ha sido apresada.
Descartes aspira también a rehacer su realidad. Al igual que los críticos
anteriores pone en evidencia la imperfección del mundo con el cual se ha encontrado;
pero hace también patente la accidentalidad de estas imperfecciones. Lo
perfecto, lo firme y lo seguro está en el mismo hombre. La crítica debe hacerse
a este hombre. Él es el que tiene que ser puesto en crisis. Pero esta crisis
debe ser obra del hombre mismo. Del hombre como individuo único y libre. La
reconstrucción del mundo debe empezar en el hombre. Antes de cambiar el Estado,
la religión y las costumbres debe encontrarse la base sobre la cual ha de ser
realizado este cambio. Y ésta es una obra personal. Tan personal como lo es el
método que Descartes muestra a sus contemporáneos, sin pretender por esto, que
sea necesariamente adoptado por ellos. Es ésta una aventura en la que sólo
voluntarios pueden tomar parte. Para cambiar el aspecto de una ciudad no es
necesario que se obligue a todos los habitantes a realizar esta transformación,
basta con que algunos de éstos manden "echar abajo sus casas para
reedificarlas" y, si luego son imitados por la mayoría, la ciudad podrá
ser plenamente transformada. "Mis designios —agrega Descartes— no han sido
nunca otros que tratar de reformar mis propios pensamientos y edificar sobre un
terreno que me pertenece a mí solo. Si habiéndome gustado bastante mi obra, os
enseño aquí el modelo, no significa esto que quiera yo aconsejar a nadie que me
imite".
25.
América y la aventura moral de Europa
Ésta es, pues, la mentalidad del hombre europeo que había
de hacer posible la realización de un nuevo método como el de Renato Descartes,
así como el descubrimiento, la
Conquista y colonización de América. Una y la misma es la
conciencia de este hombre respecto al Nuevo Mundo y el sistema filosófico que
se inicia con el antiguo escolar de la Fléche. Tanto América como el sistema cartesiano
son una creación de la conciencia europea. Creación de un hombre que en alguna
forma trataba de escapar a las responsabilidades, cada vez más apretadas, que
le imponía el Viejo Mundo.
Un nuevo humanismo se hace patente lo mismo en la filosofía
cartesiana como en el hombre que se ha lanzado al descubrimiento y Conquista de
América. Este humanismo se apoya en el individuo, es el eje en torno al cual
construirá un nuevo mundo. El individuo es el único y seguro responsable del
mundo que va a formarse. De aquí ese carácter de aventura que le señalábamos.
La responsabilidad ha dejado de ser social, no corresponde a la comunidad,
convirtiéndose en moral. Ese tipo de moral propio del hombre moderno: moral
autónoma en oposición a una moral heterónoma cuyos mandatos y obligaciones
quedan fuera del individuo. El nuevo hombre no responde ya ante poderes
tradicionales o divinos, sino ante sí mismo. El nuevo tipo de sociedad se apoya
en esta moral, su fuente es la voluntad autónoma del individuo. Las
limitaciones a que éste se somete tienen su fuente en esta voluntad. No hay ya
fuerza exterior que le constriña e imponga sus leyes. La voluntad del individuo
se limita a sí misma.
Aventura moral. Por vez primera el hombre abandona toda
justificación externa a sus actos y asume la responsabilidad de los mismos.
Pero, como toda aventura, su resultado será imprevisible. La misma voluntad que
libremente había creado este mundo podía también destruirlo. El sentido de
responsabilidad podía cambiarse libremente en irresponsabilidad. El nuevo
hombre, abandonado a sus propias fuerzas, podía, si así lo quisiese, falsificar
ese mundo de autenticidad que se perfilaba. Las obligaciones morales que había
adquirido podrían ser fácilmente transformadas en derechos. Fácil sería crear,
así, un mundo de justificaciones trascendentales, apoyadas en una idea
abstracta del hombre, las cuales, por haberse originado en el propio individuo,
no vendrían a ser otra cosa que refinadas formas de la hipocresía.
Parece ser que ahora nos encontramos al final de esta
aventura en la que tanto ha significado América. Un severo análisis de esta
aventura podría mostrarnos sus fallas y sus errores. Pero éstos no podrán
hacerse patentes sino ante una conciencia que tenga ya otro sentido de lo
existente. Para la aventura, dentro de su más justo sentido, no hay fallas ni
errores porque no hay meta definida. Cualquiera que sea el lugar a donde se
llegue, éste será la meta natural a toda aventura. Por esta razón no tiene
sentido hablar de éxito o fracaso sino simple y puramente del fin de la
aventura. Ya decía Descartes: "Mi segunda máxima fue la de ser en mis
acciones lo más firme y resuelto que pudiera y seguir constante en las más
dudosas opiniones, una vez determinado a ellas, como si fueran segurísimas,
imitando en esto a los caminantes que, extraviados en algún bosque, no deben
andar errantes dando vueltas... sino caminar siempre hacia un sitio fijo... aun
cuando en un principio haya sido el azar el que les haya determinado a elegir
un rumbo; pues de este modo si no llegan precisamente a donde quieren ir, por
lo menos acabarán por llegar a alguna parte..."
En esta aventura América será sólo el estímulo de Europa.
Su ser cambiará de acuerdo con las ideas o ideales del hombre del Viejo
Continente. "Es un país —dirá Hegel— de nostalgia para los que están
hastiados del museo histórico de la Vieja Europa ". Unas veces servirá para
mostrar lo que debe ser Europa, otras para destacar lo positivo de la misma.
Europa la idealizará unas veces y la condenará otras. Como ideal representará
la suma de todas las perfecciones, como realidad la suma de todos los defectos.
Unos verán en ella el ideal de la nueva humanidad, otros la infrahumanidad.
Para unos será la meta de todo progreso, para otros el mundo que se encuentra
fuera de todo progreso. El racionalista europeo de los siglos XVII y XVIII le
negará dimensión histórica para dibujar en ella el tipo de hombre que quiere
crear; el historicista del siglo XIX la condenará a la nada que es el futuro,
por carecer de esta historia. En cada uno de los casos Europa no hará sino justificarse
a sí misma. Frente a estas proyecciones propias de la cultura europea América
irá tomando conciencia de su propia realidad en una larga y penosa marcha.
Notas
1. Véase Alfonso Reyes,
Ultima Tule, México: Imprenta de la Universidad Nacional
de México, 1942.
2. Marco Polo, El Millón.
capitulo cuatro de AMÉRICA COMO CONCIENCIA
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