por Leopoldo Zea
16.
América y su relación con la cultura europea
Nuestra filosofía, si hemos de tener alguna, tendrá como
tarea la de hacernos tomar conciencia de nuestros límites como americanos:
definirnos, haciendo patente nuestra situación dentro del mundo de la cultura
universal. Conociendo nuestra situación podremos confrontar nuestra silueta con
la que dibujan otras culturas. Esta confrontación nos permitirá captar los
problemas inherentes a todo hombre. Pero hay que insistir en que los límites
—nuestra definición como americanos—, son límites en todo el sentido de la
palabra: esto es, obstáculos, imposibilidades, para alcanzar una verdad
ilimitada, universal. Insisto en este punto porque en muchos casos el afán que
se ha despertado en América sobre las posibilidades de una cultura propia,
puede ser llevado por un falso camino. No han faltado voces exigiendo una
especie de cultura autóctona, sin liga alguna con cualquier otra cultura. No
debemos hacer de nuestros límites un fin, sino un punto de partida para lo que
debe ser aspiración de toda cultura: lo universal desde el punto de vista de lo
humano. Así lo primero que debemos intentar es hacer una descripción objetiva
de nuestra situación como pueblos concretos. Y aquí lo que se nos hace patente
inmediatamente —lo hemos observado ya—, es nuestra dependencia con una cultura
que no consideramos nuestra. De esta cultura hemos querido sacar siempre la
solución de todos los problemas temiendo no poder hacerlo por nuestra cuenta.
La crisis actual es lo que nos ha obligado a un replanteamiento del problema.
Ha sido este replanteamiento el que nos ha conducido a la
cuestión de cómo vamos a resolver nuestros problemas una vez descartada, al
menos parcialmente, la fuente de nuestras soluciones. No falta quien piense que
es éste el momento oportuno para liberarnos del coloniaje cultural de Europa.
Éste es el momento adecuado para independizarnos de "la corrompida cultura
occidental" e iniciar una cultura que podamos llamar propia. Ahora bien,
creo que antes de opinar de tal forma, será menester preguntarnos si es posible
romper, así sin más ni más, con una cultura con la cual hemos estado ligados
durante varios siglos. Para resolver este problema será necesario que nos
preguntemos por lo que sea la relación de América con la cultura europea. Habrá
que examinar si esta cultura, la europea, es, por lo que se refiere a nuestro
Continente, algo superpuesto, en forma semejante a como la ha venido siendo
para culturas como la oriental. O bien, preguntarnos si no será nuestra
relación con la cultura europea, una relación semejante a la que tiene el hijo
con el padre. De ser ésta la relación, resultaría que esa cultura que
consideramos como ajena vendría a sernos tan propia como lo es la sangre que el
hijo recibe de su padre.
Si nos fijamos en la primera posible relación, la de la
cultura europea frente a la oriental, observamos que el oriental no adopta de
la cultura occidental sino lo superficial, lo que pertenece al campo de la
llamada civilización: instrumentos especialmente mecánicos. Esta adopción ha
sido siempre obligada por las circunstancias. Allí está el Japón y ahora la
nueva China. El oriental se ha visto obligado a adaptar los instrumentos
mecánicos de la civilización europea para poder detener el dominio de ésta.
Adopta su técnica, pero no sus sistemas de vida y concepciones del mundo. El
oriental no hace sino adaptar su mundo cultural a las circunstancias que le son
impuestas. A este hombre no le preocupará mucho la suerte que pueda correr la
cultura occidental; todo lo contrario, eliminándose esta cultura se eliminan
las complicaciones que ella le impuso.
Ahora bien, ¿podemos nosotros los americanos pensar lo
mismo respecto a la cultura europea? ¿Podemos pensar, como el asiático, que
dicha cultura ha venido a complicar nuestra circunstancia, y que eliminándola
eliminamos sus complicaciones? Si podemos pensar tal cosa será porque somos
poseedores de una cultura que nos es propia; equivaldrá a pensar que poseemos una
cultura que no ha podido alcanzar su expresión justa debido a la fuerza que
sobre ella ha hecho la cultura europea. De ser así, la crisis de la cultura
occidental no debe preocuparnos en lo más mínimo; dicha crisis lejos de ser un
problema aparece como una solución, equivale a la llegada de una ansiada
libertad.
Pero ¿es así como lo sentimos? Habrá que preguntarnos cuál
es la cultura que consideramos como propia, cuál es la cultura que Europa ha
impedido que desarrollemos. Acaso se puede pensar en la llamada cultura
precolombina; la cultura indígena existente antes de la Conquista. De ser
ésta la cultura que consideramos como propia habrá que ver qué relación tiene
con nosotros. Si comparamos esta relación con la que nos ha servido de ejemplo,
la cultura oriental, veremos que nuestra relación con la cultura autóctona
americana no es la misma que la del asiático con la cultura autóctona de Asia.
El oriental tiene una concepción del mundo que no ha dejado de ser oriental, no
ha dejado de ser la misma de sus antepasados. En cuanto a nosotros, ¿podemos
decir que nuestra concepción del mundo es la indígena? ¿Tenemos una concepción
del mundo azteca o maya? La verdad es que este tipo de concepciones son tan
ajenas para nosotros como las asiáticas. De no ser así, sentiríamos por los
templos y divinidades aztecas o mayas, la misma devoción que siente el oriental
por sus antiquísimos templos y divinidades. Lo que decimos de los templos y
divinidades podemos también decirlo de toda la cultura precolombina.
Entonces ¿qué es lo nuestro? Porque nos sucede algo muy
grave: somos conscientes de que la cultura europea no es nuestra, que la
imitamos, pero si buscamos en nosotros mismos no encontramos lo que podríamos
llamar nuestro. Parece que lo nuestro no es sino un anhelo, un llegar a ser, un
futuro, en una palabra: lo nuestro parece ser un simple proyecto. Es algo que
tenemos que hacer, no algo hecho. Sin embargo, hay alguna cosa sobre la cual
nos apoyamos, un punto de partida, una visión de mundo conforme a la cual
tendremos que hacer esta nuestra anhelada cultura. Este algo no hemos podido
hacerlo nosotros mismos; nos hemos encontrado con un ser que no hemos hecho.
Tenemos un modo de sentir el mundo y de vivir la vida, el cual no hemos
realizado; pero que no por esto deja de ser nuestro. Ahora bien, este nuestro
ser no puede haber sido heredado de la cultura precolombina. Cierto que somos
el fruto de un mestizaje; pero lo que corresponde al indígena se ha fundido en
tal grado que ya no tiene para nosotros ningún sentido. La cultura precolombina
carece de sentido para nosotros; no nos dice vitalmente nada. Existe un punto
de vista, el nuestro, para el cual es plenamente ajena. Este punto de vista es
el que podemos llamar americano. Para nosotros, americanos, la cultura precolombina
carece del sentido vital que tenía para el indígena.
Pero ¿si no nos apoyamos sobre la cultura precolombina,
sobre cuál lo haremos? ¿Acaso sobre la cultura europea? Ya hemos visto cómo en
vez de sentirnos herederos de tal cultura nos sentíamos una especie de
imitadores, esto es, copistas de algo que no es nuestro. La sentimos demasiado
grande para nosotros. Es cierto que adoptamos las ideas de esta cultura; pero
no podemos adaptarnos a ellas, nos parecen demasiado grandes. Nos atraen dichas
ideas; pero al mismo tiempo nos sentimos incapaces de realizarlas. Sentimos sus
ideales como si fuesen nuestros ideales; pero no los aceptamos como propios.
Decía más arriba, que acaso nuestra relación con la cultura
europea fuese una relación semejante a la que tiene el hijo con su padre. Sin
embargo, nosotros no lo sentimos así, a pesar de que nuestro modo de pensar y
nuestra concepción del mundo, son semejantes a los del europeo. La cultura
europea tiene para nosotros un sentido del que carecen las culturas autóctonas
de América. Sin embargo, independientemente de esto, no sentimos a la cultura
europea como nuestra. Lo que de ella tenemos no lo sentimos como el hijo siente
los bienes que del padre ha heredado. En realidad no nos sentimos como hijos
legítimos, sino como bastardos que usufructúan bienes a los cuales no tienen
derecho. Nos servimos de estos bienes pero lo hacemos con timidez, como si
temiésemos que nos reclamase su legítimo poseedor. Al usar alguna de sus ideas
tenemos siempre el cuidado de hacer patente su procedencia. Y cuando no se
acusa esta procedencia, no faltará el denunciante que se encargará de acusar
tal procedencia.
Es aquí donde se encuentra el nudo de nuestro problema por
lo que se refiere a nuestras relaciones con la cultura europea. Nuestra manera
de pensar, nuestras creencias, nuestra concepción del mundo, son europeas, son
hijas de la cultura occidental. Sin embargo, a pesar de que son
"nuestras" las sentimos ajenas, demasiado grandes para nosotros.
Creemos en ellas, las consideramos eficaces para resolver nuestros problemas;
pero no podemos adaptarnos a ellas. ¿Por qué?
17.
Inadaptación del hombre americano
Hemos dicho que sentimos a la cultura occidental como
nuestra, pero que al mismo tiempo sentimos que es demasiado grande para nosotros.
No podemos adaptarnos a ella. Nos sentimos cohibidos, inferiores. El mal está
en que nos queremos adaptar a la cultura europea, y no lo contrario, adaptar
ésta a nosotros. No podemos negar que las creencias de la cultura europea, su
sentido de la vida, son nuestras; pero lo que no es nuestro son sus
circunstancias. Tenemos nuestras propias circunstancias. Ahora bien, lo que
nosotros tratamos de hacer es adaptar nuestras circunstancias a las ideas o
creencias de la cultura europea. Lo que equivale a querer someter la realidad a
las ideas. En vez de hacer lo contrario, adaptar las ideas o creencias a
nuestras circunstancias. Es ésta la causa por la cual sentimos que la cultura
europea es demasiado grande para nosotros. Y es que a pesar de este sentimiento
no nos atrevemos a recortarla. No nos atrevemos a adaptarla a nuestra
circunstancia o situación vital. Recortar, adaptar lo que hemos heredado a
nuestras necesidades, es reconocer nuestra personalidad, es reconocer nuestro
propio ser. Es sabernos americanos. Pero es esto, precisamente esto, lo que
estamos empeñados en no querer reconocer. Es a esta enfermedad a la que en
Hispanoamérica llamamos criollismo.
El criollo es un inadaptado. No se siente ni americano ni
europeo. Se siente superior a uno e inferior al otro. América le parece poco,
Europa demasiado. Desprecia a lo americano y está resentido contra lo europeo.
Cuando habla de hacer una cultura americana, lo que verdaderamente pretende es
mostrar que es capaz de realizar lo mismo que el europeo, exactamente lo mismo.
No se trata de hacer una cultura propiamente americana, sino de demostrar a
Europa que el americano puede hacer lo mismo que ella. O en otras palabras, el
criollo trata de demostrar que es tan europeo como el nacido en Europa. Ésta es
la razón por la que no se atreve a modificar las ideas de la cultura europea.
Porque modificarlas equivaldría a reconocerse inferior, a reconocer su
incapacidad. Hay que demostrar todo lo contrario, que el americano puede hacer
lo mismo que el europeo. Si las circunstancias no se amoldan ¡peor para las
circunstancias! Si América no se adapta ¡peor para América! En el fondo, este
hombre sufre un gran vacío. Siente que no puede alcanzar lo que anhela; que no
puede hacer de América otra Europa América, pese a todos sus esfuerzos, se
resiste siempre a ser lo que no es.
América como tal, no sólo el Continente Americano, sino
América como conjunto de sentidos, es un producto, fruto de la cultura
occidental. Es su obra, una de sus creaciones. Porque esta América, desde su
mismo nombre, no tiene sentido sin la
Europa que la incorpora en su historia. En América arraiga y
vive la cultura occidental, es su más viva continuación. Pero ser continuación
de algo no implica ser repetición de eso que se continúa. Nuestra cultura, por
esta razón, no puede ser una repetición de la cultura europea aunque sea su más
segura continuación. Por sus venas corre esta cultura; pero su destino tiene
que serle propio, el que le corresponda dentro de las circunstancias que le han
tocado en suerte. La inadaptación que como cultura hemos vivido hasta ahora
tiene su origen en nuestra incapacidad para reconocer esta situación. Nos hemos
negado, mediante múltiples subterfugios, a reconocer que somos americanos. Nos
hemos empeñado en des-hacernos en vez de continuar la hechura que nos había
sido donada. Con ello no hemos hecho otra cosa que detener nuestra historia.
Nos hemos negado a tener una historia propia, nos hemos negado a hacerla. Nos
hemos negado a tener un destino.
18.
América como tierra de proyectos
América en relación con la cultura occidental no ha sido
otra cosa que tierra de proyectos. Tierra ideal y, por lo mismo, tierra del
futuro. Europa ha sido la primera en negar una historia a América. Le ha dotado
de futuro pero arrancándole todo posible pasado. América es un Mundo Nuevo y,
por serlo, un mundo continuamente sin historia. El hombre europeo ha visto
siempre en América la tierra en que pueden llegar a ser realizados sus sueños.
Por esto no acepta una América que haya creado algo; América es sólo
posibilidad, no realidad. El futuro de América es prestado, se lo han prestado
los sueños del hombre europeo. En este ser el futuro de Europa, lo que aún no
ha sido ni es, está la continua novedad de América, su ser siempre tierra
nueva, tierra de proyectos.
Ahora bien, tal cosa ha venido a originar la
despreocupación que por su pasado siente el americano. El hombre americano se
ha venido sintiendo sin historia, sin tradición, a pesar de llevar a cuestas
varios siglos. Falto de tradición, el americano se pasa la vida en proyectos.
Lo que ayer hizo no influye en lo más mínimo en lo que haga mañana. De esta
manera es imposible la experiencia. Siempre se estará ensayando algo nuevo. Y
este ensayo carecerá siempre de arraigo.
Se ha definido al hombre por su historia. Se ha dicho que
el hombre se diferencia del animal, o de cualquier otro ser, porque tiene
historia. Pero si tal cosa es así, podría surgir un grave problema, y es el de
saber qué tipo de hombre es el americano, ya que parece no tener historia. Sin
embargo, el americano, como todo hombre, tiene su historia. Pero acaso se
diferencie de otros hombres en que no quiere reconocer esto, en que no quiere
reconocer su pasado. Pero es este su pasado el que hay que sacar a flote,
porque en él se encuentra el origen del carácter que le señalamos. La historia
del hombre americano está formada por este su querer vivir en el futuro; por
este negarse a reconocer que tiene una circunstancia que le es propia; por este
empeñarse en ser utopía europea; por este negarse a ser americano.
Es ahora cuando América vuelve los ojos a sí misma y busca
una tradición; aunque sea ésta una tradición hecha de negaciones. Sin embargo,
dentro de ella está la esencia de lo americano y la posibilidad de su
realización. Ahora es cuando América necesita de una tradición; pero ésta no se
encuentra ni en la destruida cultura precolombina, ni en la europea. La
tradición está en lo hecho ya por América. Porque siempre ha hecho algo aunque
este algo pueda parecer negativo.
Este estar ligada América al futuro de Europa, este ser
algo que no es aún, ha originado el sentimiento de inferioridad ya señalado. De
América podríamos decir lo que Scheler dice del espíritu: que por sí mismo es
impotente para realizarse. América se ha presentado en la cultura occidental
como un valor a realizar por Europa; pero irrealizable por sí misma. Es
simplemente un valor, Y como valor impotente. Es este sentimiento de impotencia
el que anida en el hombre americano. Porque América, si bien sabe que es el futuro
de Europa, no sabe qué clase de futuro es. No es América la que hace sus
propios planes, sus propios proyectos, sino que espera a que se los hagan. El
americano no quiere hacer de América sino lo que el europeo quiere que sea.
19.
Sentimiento de inferioridad
El no ver en América sino lo que Europa quiere ver; el
querer ser una utopía en vez de una realidad, provoca el sentimiento de
inferioridad. Lo real, lo circundante, es visto por el americano como algo
inferior en comparación con lo que considera debe ser un destino, un destino
que nunca se realiza, un destino utópico. Lo propio del americano es
considerado por este mismo como de poco valor. Se empeña en realizar modelos
que le son vitalmente ajenos. Se empeña en imitar.
El sentimiento de inferioridad se muestra en la América sajona en el afán
de reproducir en grande todo lo realizado por Europa. La América sajona se ufana de
ser futuro de la cultura occidental. Toda su propaganda —en periódicos,
revistas, cine, etcétera—, está animada por este afán. Trata de hacer de
América una segunda Europa, pero de mayores dimensiones. Lo gigantesco, lo
colosal, es decir, lo cuantitativo, es lo que más le preocupa. Por medio del
dinero y una técnica cada vez más perfecta trata de obtener todo esto. Pero en
el fondo se agita un sentimiento de inferioridad.
No importa la creación original, lo que importa es realizar
el sueño de Europa. Ésta da los modelos, América los realiza en su máxima
perfección. Todo puede ser realizado, basta dar la idea. Mucho dinero y una técnica
perfecta es suficiente. Se puede crear un arte; pero esto no es lo más
importante, no se necesita, se puede comprar. Todo se reduce a números: dólares
y metros. La América
sajona encarna el ideal del hombre moderno: desde la Utopía de Moro hasta las
utopías de Wells o Huxley. Pero todo este gigantismo, este poder reproducir
todo en su máxima perfección, en su máximo tamaño o cantidad, no es sino una
máscara, una forma de compensar cierta timidez, falta de valor para caminar por
sí mismo. Los norteamericanos parece que no quisieran dejar de ser niños. Se
conforman con sorprender y admirar a los mayores con esfuerzos que parecieran
superiores a sus fuerzas.
El hispanoamericano, a diferencia del norteamericano, no
oculta su sentimiento de inferioridad. Todo lo contrario, lo exhibe, se está
continuamente autodenigrando. Siempre está haciendo patente su incapacidad para
crear. No intenta nada por su cuenta, le basta con asimilarse la cultura ajena.
Pero al hacer esto, se siente inferior, como si fuese un mozo vestido con el
traje del amo.
Samuel Ramos hace una perfecta descripción del sentimiento
de inferioridad del hispanoamericano en su libro titulado El perfil del hombre
y la cultura en México. En este libro muestra cómo el hispanoamericano se
siente situado entre dos planos: un plano real y un plano ficticio. Planos que
explican nuestras continuas "revoluciones", lo que más bien podríamos
llamar "inadaptaciones". Estas revoluciones son la consecuencia de un
querer adaptar la realidad a proyectos y programas que le son ajenos.
Nosotros los hispanoamericanos estamos siempre proyectando
aquello para lo cual no estamos hechos, aquello que nos es ajeno vitalmente. El
resultado tiene que ser el fracaso. Sin embargo, no achacamos este fracaso a la
inadaptación entre nuestra realidad y las ideas que se quieren realizar, sino a
lo que consideramos nuestra incapacidad. Nos sentimos inferiores por un fracaso
inevitable. Nos empeñamos en realizar lo que no es nuestro, y al no lograrlo
nos sentimos impotentes, incapaces. Sin reflexionar que es en estos límites, en
este no poder ser plenamente otro, que está nuestra personalidad y, con ella
nuestra capacidad para realizar lo que sea verdaderamente nuestro.
No nos encontramos a nosotros mismos porque no nos hemos
querido buscar. Y es que nos consideramos demasiado poco, no sabemos
valorarnos. Esta falta de valoración hace que no nos atrevamos a realizar nada
por sí mismos. Nos hace falta la marca de fábrica extranjera. No nos atrevemos
a crear por miedo al ridículo. El ridículo, que sólo siente quien se considera
inferior, ha estorbado nuestra capacidad de creación. Tememos destacarnos
porque no queremos equivocarnos. Y no queremos equivocarnos porque nos sentimos
ridículos, inferiores. De aquí que sólo nos atrevamos a imitar. Nuestro pasado
parece también ridículo, por ello lo negamos, lo ocultamos o disfrazamos. No
queremos contar con él. No queremos recordar nuestras experiencias, preferimos
las experiencias ajenas.
Faltos de tradición, sin ideales propios, no nos importa ni
el pasado ni el futuro. Lo único que nos importa es el hoy. Un hoy que nos
permita vivir de la mejor manera posible. De aquí que nuestra política se haya
transformado en burocracia. La política no es sino el instrumento para alcanzar
un puesto burocrático que nos permita vivir cuando menos al día. Nuestras
revoluciones, nuestros ideales políticos, degeneran en burocracia. Esto no
quiere decir que tal cosa no suceda en otros países, lo único que se quiere
decir es que entre nosotros es éste un mal crónico. No importan banderas o
ideales, éstos no son sino instrumentos para el logro de intereses
personalísimos.
El egoísmo es el digno corolario del sentimiento de
inferioridad. Egoísmo que se traduce en desconfianza. Quien no confía en sí
mismo menos podrá confiar en sus semejantes. Esta desconfianza es la que hace
que sea imposible una verdadera política; lo que hace que nuestras luchas con
fines sociales se transformen en luchas por alcanzar puestos burocráticos. El
ideal social no cuenta, sólo cuentan los intereses personales. La verdadera
política se basa en la confianza: la coordinación de las relaciones sociales
hay que confiarlas a alguien. Pero si falta la confianza lo único que importará
será el logro de la mayor cantidad de ventajas dentro de tales relaciones. En
esta forma la política deja de ser tal para convertirse en un modus vivendi.
20.
Mayoría de edad americana
Por lo anterior se habrá podido ver que el origen de
nuestros males está en el hecho de querer ignorar nuestras circunstancias,
nuestro ser americanos. Nos hemos empeñado, erróneamente, en ser europeos cien
por ciento. Nuestro fracaso nos ha hecho sentirnos inferiores, despreciando lo
nuestro por considerarlo causa del fracaso. Consideramos como un mal el ser
americanos. Alfonso Reyes, en sus Notas sobre la inteligencia americana, decía
al respecto: "Encima de las desgracias del ser humano y ser moderno, la
muy específica de ser americano; es decir, nacido y arraigado en un suelo que
no era el foco actual de la civilización sino una sucursal del mundo" (1).
En efecto, así era, lo americano no dejaba que fuésemos europeos, lo cual era
considerado como una gran desgracia. Sin embargo, si observamos todo con otro
punto de vista, el legítimo, veremos que tal cosa, lejos de ser un mal, es un
bien. Es el bien que más se puede ambicionar, gracias a él nos encontramos con
una personalidad. Lejos de ser un eco, una sombra, resultamos ser una voz y un
cuerpo auténticos. Gracias a esta nuestra irreductible americanidad nos
encontramos, ahora, con la posibilidad de una tarea dentro de la cultura
universal. Ahora sabemos que podemos cooperar en la obra de tal cultura; porque
hay en nuestra América material virgen, inexplotado, que puede dar lugar a
remozadas formas de cultura. La cultura necesita ahora de nuevos ideales, de
nuevas formas de vida; América puede ayudar a proporcionarlos. Este Continente
puede ofrecer a la cultura nuevos tipos de experiencias humanas que, por ser
humanas, valdrán para todo lo humano; en especial para el hombre que ahora se encuentra
en crisis buscando dónde apoyarse.
Pero esto no quiere decir que vayamos a cometer el pecado
contrario; que vayamos a caer en el extremo opuesto: que nos sintamos ajenos a
la cultura europea, queriendo borrar toda relación con ella. Querámoslo o no,
somos hijos de dicha cultura; esto es algo que no podemos negar ni evitar. De
Europa tenemos el cuerpo, el armazón, la base sobre la cual nos apoyamos.
Lengua, religión, concepción de la vida, etcétera, las hemos heredado de la
cultura europea. De todo esto no podremos desprendernos sin desprendernos de
una parte de nuestra personalidad. No podemos renegar de tal cultura como no
podemos renegar de nuestros padres. Pero así como sin renegar de nuestros
padres tenemos una personalidad que nos diferencia de ellos, también tendremos
una personalidad cultural sin necesidad de renegar de la cultura de la cual
somos hijos.
Si hacemos consciente nuestra verdadera relación con la
cultura europea podremos eliminar el sentimiento de inferioridad que nos
agobia. Eliminado tal sentimiento podremos dar origen a un nuevo sentimiento,
el de responsabilidad. El hombre americano debe sentirse responsable ante el
mundo, debe tomar la tarea que le corresponda. Este sentimiento es el que Reyes
ha denominado "mayoría de edad". Por medio de él, el hombre americano
entra en la historia, toma el puesto que le corresponde. El americano
responsable reconoce que tiene un pasado, acaso poco brillante, pero no reniega
de él; de la misma manera como todos nosotros reconocemos que tuvimos una
infancia sin que nos avergüence recordarla. El americano se sabe legítimo
heredero de la cultura occidental y por lo mismo debe reclamar su puesto en
ella. No debe seguir viviendo de tal cultura, sin más ni más, sino colaborando
en ella. Se ha llegado a la mayoría de edad, a la de la responsabilidad, ahora
le toca un puesto activo, de colaborador; ahora debe resolver por sí mismo sus
problemas vitales; que al resolverlos irá también resolviendo varios de los
problemas de la cultura occidental por lo ligado que está con ella.
En nombre de una América consciente de su tarea, un
americano, Alfonso Reyes, reclama ahora "el derecho a la ciudadanía
universal que ya hemos conquistado". Dirigiéndose a los más altos
representantes de la cultura contemporánea dijo en memorable ocasión:
"Hemos alcanzado la mayoría de edad. Muy pronto os habituaréis a contar
con nosotros." En efecto, es ahora, en esta crisis en que se encuentra la
cultura en general, que nuestro aporte puede ser valioso, como lo será el de
todos los pueblos que tengan conciencia de esta ineludible responsabilidad.
capitulo tres de AMÉRICA COMO CONCIENCIA
NOTAS
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