por Luis Alberto de Herrera
La cultura social y política de los países sudamericanos es
un simple reflejo de la cultura europea. Esa luz prestada por las viejas
naciones, que llevan la personería moral del mundo, a las jóvenes naciones del
nuevo continente, llega hasta ellas de distintos rumbos y en proporción muy
desigual.
A Italia pide América del Sur elevadas enseñanzas de arte,
la levadura de sus emigraciones, la consigna avanzada de su ciencia jurídica,
el encanto de sus versos y los lirismos ardientes de sus poemas musicales; a Inglaterra
pide la fórmula, no comprendida, de sus instituciones libres, el concurso
opulento de sus dineros, el milagro civilizador de sus iniciativas
ferroviarias, ejemplos de cordura política y de sensatez nacional; a Francia
pide enorme caudal de doctrina, sus ideas cívicas, filosóficas, sociales, sus
gustos, sus predilecciones literarias, sus modas y hasta sus fanatismos y sus
idolatrías; a España, aunque menos confesada la colaboración, con injusticia,
le pide su hija transoceánica el perfume de las hermosas memorias del hogar, el
calor retrospectivo de tradiciones romancescas que son sus propias tradiciones;
a Alemania pide el concurso de su pasmosa energía comercial, maquinarias,
ciencia de vanguardia, ideas viriles y acción.
Alguna de esas influencias superiores no ha sido siempre
tenaz, o ha desfallecido; la germánica es de origen muy moderno y, alguna otra,
se acentúa con contornos sentimentales. Ninguna de esas características gravita
sobre el aporte al escenario sudamericano de las ideas francesas.
Desde hace un siglo su influjo viene creciendo al extremo de
ser en la actualidad absoluto, casi exclúyeme, su imperio.
Tal vez la misma nación favorecida con tan amplio homenaje
continental ignora la intensa fidelidad de esta adhesión espontánea, leal e
irreflexiva como son los gestos de todas las adolescencias. Porque lo curioso
del caso es que Francia muy poco ha puesto de su parte para alcanzar este éxito
de popularidad, ajeno a razones económicas, que se extiende en todos los
órdenes del pensamiento.
No son los rieles, ni las obras portuarias, ni el canje de
productos, ni copiosas transfusiones de sangre los motivos de la señalada
simpatía. América del Sur comercia por más grueso rubro con otras naciones
europeas; pero en cambio, compra sus libros, recoge juicios universales, bebe
doctrinas, mide el dogma social con el patrón exacto de los veredictos
franceses.
Este enamoramiento profundo y tan sentido que no espera la
reciprocidad para manifestarse, Francia no lo encontrará más dilatado en sus
propias colonias. Sobre todo, en el concepto político y filosófico, puede
afirmarse que América del S ur es una copia, sin alteración, de aquel ruidoso
modelo. ¿A qué causas se debe esta singular dominación sembra¬da por el viento,
sin mayor esfuerzo de la parte plagiada?
La fácil declamación corriente contesta, sin dudar, que las
naciones de este hemisferio prosternan sus corazones ante Francia, porque
Francia es la más alta antorcha de la civilización y porque sus entrañas han
parido el verbo de la democracia.
Hace muchos lustros que nuestras multitudes vienen
repitiendo, sin mucho beneficio de inventario, esa pomposa afirmación que ya va
adquiriendo, para nosotros, perfil sacramental. Pero un comentario más intenso
diría que el apasionamiento de los sudamericanos por las ideas francesas
arranca, en gran parte, del conocimiento imperfecto que se tiene de otros
luminosos núcleos sociales, de otras ideas de gobierno y de otros ensayos,
mucho más felices, de libertad. Por otra parte, un idioma comprensible y acariciador
para los oídos latinos, una literatura poderosa y por aquella razón muy
vulgarizada, la novelesca atracción parisiense y, en primera línea, el eco de
los días tempestuosos de 1789 trasmitido, como por gigantesca bocina, a través
del Atlántico, también han concu¬rrido a grabar en el alma americana los rasgos
de esa generosa devoción.
La identidad de defectos afirma las amistades rumorosas y
por cierto que la exaltación de los partidos franceses, sus alternativas
cesaristas y liberales y el fragor de sus luchas, con tan amplia reproducción
en el nuevo continente, han afianzado los vínculos de una instintiva
solidaridad moral.
Todos los excesos y todos los pecados cívicos de nuestra
raza han encontrado atenuación piadosa ante el ejemplo de otro gran pueblo,
honra y prez de la humanidad, que ha sido y sigue siendo, como nosotros,
inconsecuente, demagogo, a ratos rebelde, y siempre pronto a la inquietud y a
la embriaguez de las aventuras gloriosas.
Incapacitados para encamar en la práctica viril los anhelos
democráticos, porque muchas fatalidades se han aliado para estorbarlo, hemos
debido resignarnos a dar vida, sobre el papel, al ensueño de perfección soñada,
y de ahí que nos abracemos, con ingenuo orgullo, al texto, a menudo
esclarecido, de nuestras cartas constitucionales.
A los tcorizadores quedó librada la tarca, casi poética, de
vestir con los más brillantes atributos el pensamiento político de los pueblos,
que un día, por razón inesperada del azar, se despertaron libres de nombre,
aunque atados de pies y manos al sistema colonial.
Se trataba de crear denominaciones republicanas, sin
detenerse en la previa y lógica consulta a soberanías incipientes y ajenas,
hasta en doctrina, al fuego de las instituciones modernas.
Ningún ejemplo más insinuante, entonces, para nuestros
padres legisladores, que las abstracciones de la Revolución Francesa ,
pictóricas de reforma radical y de sonoridad agradable para todos los
tem¬peramentos románticos.
Al alcance de la mano estaba aquel caudal, entre sangriento
y filosófico, de audaces innovaciones en todos los órdenes de organización
pública y, a buen seguro, que su coronamiento de lucha a muerte con la realeza
le agregaba prestigio a ojos de los imitadores.
En el Nuevo Mundo se volcaron en toda su integridad, hace
cerca de un siglo, los dogmas entregados a la opinión europea en las
postrimerías de otra centuria. La retórica nativa y el interés de las
fracciones en pugna, luego, se encargaron de decorar con profusión de epítetos
el sistema de gobierno adquirido todo entero y de golpe, como se compra, de
apuro, una indumentaria; y en la actualidad ese material de instituciones y de
pensamientos prestados continúa gimiendo ensayos de organización en el fondo de
cada retorta criolla, es decir, de cada nación sudamericana.
Por entendido que todas nuestras situaciones de fuerza han
encontrado abundante apoyo declamatorio en los anales del jacobinismo, siendo
justo agregar que, por su parte, también las reacciones inflexibles y el anhelo
de las purezas ilusorias se abrazaron a la evocación del martirio girondino.
Copia más o menos fracasada de las enseñanzas republicanas
francesas, natural es que las naciones del oriente se hayan identificado, hasta
extremos apasionados, al país que, en buena o en mala hora, eligieran como guía
de su conducta independiente.
La distancia entre los discípulos y la cátedra, en vez de
perjudicar ese entusiasmo admirativo, le ha concedido el exagerado empuje que
adquieren todas las impulsiones soñadoras cuando no se ven de cerca las
fisonomías, ni se tocan los obligados defectos de la realidad, siempre inferior
a la perspectiva.
Ya hemos dicho que una soberbia labor literaria afianzó las
atracciones del hermoso modelo, todavía certificadas con la fama de su ciencia
eminente y, en otro sentido, por la leyenda de fabulosas conquistas.
América del Sur vive, pues, con el oído atento a las
inflexiones de la voz francesa que ha sustituido, en mucho, a la voz de la
propia sangre. Así vemos que, a dos mil leguas de distancia, se vibra con las
mismas pasiones de París, recogiendo idénticos sus dolores, sus indignaciones y
sus estallidos neurasténicos.
Ninguna otra experiencia se acepta; ningún otro testimonio
de sabiduría cívica o de desinterés humano se coloca a esa altura excelsa.
Sólo en un rumbo están puestas las ardientes afecciones
intelectuales y sólo de ese rumbo se reciben los grandes consejos colectivos.
De ahí que, con profunda sinceridad creyente, se repita en
América la frase, conocida, de que todo hombre libre tiene dos patrias: la
propia y Francia.
Se presta verdad inconcusa a este concepto avanzado, falso
como todas las afirmaciones incompletas, olvidando que el bien universal es
obra de la comunidad de poderosos esfuerzos distintos y que las libertades
públicas que hoy gozamos no han alcanzado su mejor cultivo en el seno de la
familia latina.
Es en otras tierras y en otros climas donde han tenido
maravilloso desarrollo las instituciones redentoras y nadie ignora que, si bien
en otros laboratorios sociales no se ha fatigado el frontispicio de los templos
y de los palacios administrativos con la divisa pomposísima de "Igualdad,
Libertad, Fraternidad", no por eso ha sido menos brillante la sanción
práctica de esa seductora trilogía.
La exactitud estricta nos ordenaría dar relieve al anterior
aserto, diciendo que la libertad política y religiosa del mundo debe, más que a
Francia, a otras naciones de evolución externa más regular y menos reconocida
por ser ella menos turbulenta.
Pero la opinión general en América del Sur no lo piensa así
y hasta parecería que cada día adquiere mayor arraigo en las conciencias la
devoción espiritual de los años primeros.
Casi con temor irreverente nos atrevemos a confesar nuestra
discrepancia con esa tan cerrada idolatría, en la parte que refiere al
beneficio sobresaliente prestado a nuestros pueblos por el ejemplo democrático
de Francia.
Pero no es nuestra la culpa si el espectáculo de otras
sociedades políticas de diversa cepa y el paralelo ansioso, luego realizado,
han sido causa de que se rompiera el encanto exclusivo que también hemos
compartido. Estas páginas modestas brotan bajo la inspiración de ese criterio,
casi cismático entre nosotros.
Lejos de nuestra mente el propósito de someter a análisis el
significado de la influencia francesa en concepto general. Ninguna opinión
puede alzarse contra esa preciosa colaboración humana y, por cierto, que
merecería caer abrumado bajo el peso de su propia insensatez quien se atreviera
a renegarla. No; localizando comentarios, nos limitaremos a juzgar la parto tan
activa que los sucesos han dado a la Revolución Francesa
en el desarrollo de nuestros ideales cívicos y filosóficos.
Habrá sido ese terremoto punto de arranque de inmensos
bienes para la nación que sintió quemadas las entrañas por el fuego de sus
lavas furiosas. Ahí no estriba la cuestión que ahora nos interesa. Nosotros
sólo averiguaremos si es cierto que las democracias del nuevo continente han
usufructuado esa cosecha de redenciones, tanto como el homenaje corriente lo
repite en todos los tonos. Encararemos el drama de 1789 en sus conexiones con
este hemisferio, para llegar a la conclusión, después de una larga jornada, de
que muchos de nuestros defectos de origen y de tendencia han sido exaltados por
la interpretación frenética de aquel otro frenesí.
Demasiada crueldad se pone en el juicio, también
generalizado, que atribuye a la madre patria la responsabilidad original de
nuestras grandes caídas institucionales. Mucha parte de ese reproche, aunque él
sea amargo, debemos volverla contra nosotros mismos que, ofuscados por la
conquista de la independencia territorial, nos lanzamos en la infancia libre a
las más descabelladas especulaciones filosóficas, persistiendo, todavía, a
pesar de los golpes sufridos, en los mismos excesos doctrinarios que han sido
causa de nuestro desastre republicano.
Acentuando nuestras deficiencias orgánicas, han sido las
ideas absolutas de la
Revolución Francesa , sus fanatismos demoledores, sus quimeras
y sus propósitos abstractos de fraternidad universal y de derechos ilimitados,
los factores morales indirectos de nuestra anarquía endémica, que ahora empieza
a batirse en retirada.
Así, crudo y contradictorio con arraigados preconceptos, se
yergue el comentario cuando, sustrayéndose a los convencionalismos escritos, se
aproxima el pensamiento al fondo mismo de las cosas y se tiene la lealtad
preliminar de reconocer que los pueblos de América del Sur, ajenos a la verdad
del sufragio y al ejercicio elemental de la soberanía, poseen de la libertad,
más las vibraciones engañadoras de tan dulce palabra, que la verdad positiva de
sus beneficios.
La interpretación sofística de la Revolución Francesa
y de sus consecuencias externas, así como un exagerado afán imitativo, sin
consultar circunstancias ni las conveniencias propias, han sido causa de que
permaneciera disimulada en nuestro continente esa derrota de las más generosas
aspiraciones comunes.
Pero lo extraordinario es que se cierre los ojos a esa
evidencia cuando hubiera sido obra de milagro el éxito social de los ideales
delirantes de 1789 en el seno de cuerpos políticos extraños a las virtudes de
las instituciones libres.
Todo estaba por hacerse en América cuando la emancipación se
cruzó en su camino. La definición del coloniaje la da el letargo. Los siglos de
estancamiento sólo sirvieron para afirmar el cimiento granítico de las
costumbres heredadas. Sin comercio, o haciendo de su ejercicio delito de
contrabandistas; sin libros y concibiendo a la letra de molde como vehículo de
disolución moral; sin mejoras en el orden establecido, porque atreverse a
corregir las deficiencias iniciales importaba delito de lesa fidelidad a la
monarquía tutora, pero, en cambio, con esclavos, con ensayos inquisitoriales,
aunque tímidos, con inmigraciones africanas y con ajustada red de alentados y
de despojos. Arriba, el fanatismo de la autoridad indiscutida; abajo, el
fanatismo de la sumisión. Falta agregar el contingente de una creencia
religiosa ultra, tan exclusiva como sincera, que sólo comprendía como legítimo
el imperio de las intolerancias.
A justo título se ha alabado el matiz popular de los
Cabildos; pero, ¡cuánta diferencia media entre esos raros síntomas de
representación vecinal, enfrascada en la tiesura de ceremoniales anticuados y
extraños, en el hecho, a las tibiezas de la intervención popular, y el
funcionamiento, en otros escenarios, de las comunas que son algo así como
células preciosas donde se elabora la salud de los pueblos y la miel de sus más
hermosos derechos!
Ni siquiera existía materia prima propicia a los afanes
superiores del artífice. Ni el indio, corajudo y resignado, pero inepto, por lo
mismo, para las agitaciones ansiosas del civismo; ni el negro, importado como
ser inferior, a pretexto de sustituirlo al aborigen en el envilecimiento del
yugo; ni el aventurero ibérico, temerario, desordenado y de escasos escrúpulos,
tan pocos como exige la ambición arrebatada, ofrecían elementos felices para
fundir, de golpe, bronce de ciudadanos.
Como los individuos, las razas obedecen al determinismo de
su origen. Sus cualidades y sus virtudes las transmite el pasado: las
corrientes de la sangre, al igual del agua de los ríos, ofrecen el sabor
característico de los terrenos que ellas han atravesado. Cumpliendo esa ley, el
producto sudamericano de las horas independientes pronto reveló, en la acción,
el timbre de sus imperfecciones étnicas.
La montaña de arbitrariedades y de rancios prejuicios, que
ocupaba la espalda, sólo podía dar vertiente a las pasiones y al clamor de los
excesos y de la fuerza.
Por eso bulle en el alma hervor de protesta cuando la
demagogia intelectual, repudiando, arbitraria, todas las atenuaciones de fondo
admitidas por la filosofía de la historia, en sus considerándoos, pide castigo
de hoguera para los protagonistas en el drama, todavía abierto, de las guerras
civiles sudamericanas y de la organización nacional.
Sólo la tradición bíblica concibe sin madre, sin gesto de
atrás, al primer hombre creado, pero, por virtud milagrosa, dicen sus libros; y
sólo refiriéndose a ese Adán pudo Miguel Ángel suprimir, en su estatuaria, todo
rastro umbilical.
Pero las sociedades del Nuevo Mundo, hijas legítimas de su
medio ambiente y del cruce de enmarañados antecesores, llevan en su conducta el
sello inextinguible de su filiación. De ahí que no hayamos podido ser mejores
de lo que venimos siendo.
Por desventura las circunstancias, en vez de oponer freno a
ese fatalismo irregular, le abrieron dilatada cancha. Antes de tiempo, todavía
en período intrauterino, fuimos llamados a cumplir delicados deberes de
autonomía.
Eramos el desierto inmenso, oscuro, sin vías de contacto,
apenas ribeteado de civilización en los litorales, y una mañana inopinada ese
desierto y esas poblaciones supieron que el destino los llamaba a una
figuración enérgica. Por singular eslabonamiento de las cosas el despotismo
napoleónico engendró la emancipación de un continente.
Llamados a la dura brega sin conocer a ciencia cierta los
derechos que defendían; mentores de un dogma de soberanía sólo prestigiado por
el eco de exóticas leyendas, los americanos fueron, sin embargo, tan bravos en
su sacrificio inmortal que merecieron ser libres y ellos mismos se creyeron
capaces de serlo.
Con hilo de hazañas cosieron los colores de sus banderas y,
si la justicia tuviera la aptitud mágica de cegar lagunas y de pulir defectos,
desde sus primeros ensayos habría obtenido nuestra raza ancho lote de libertad.
Pero las ineptitudes para el gobierno propio eran de orden
fundamental. Quisimos leer antes de saber deletrear. Laurearnos de académicos
sin cursar bachillerato de democracia. Instigados por ese empeño, la pléyade de
hombres ilustres que formaban al frente de la milicia indígena liberada,
anhelaron para los suyos las más preciadas vendimias de la ajena sabiduría.
Entonces se lanzan, con gesto iluminado, a la pesquisa de los sistemas más
infalibles de felicidad doctrinaria y, en ese propósito, se agitan, sin
descansar, audaces y generosos, porque, cuando la idea alta lo trabaja, el
espíritu entra en celo, afiebrado como la tierra que germina.
Por esa época la propaganda gloriosa de la filosofía ya
había conmovido los cimientos feudales de Europa. Estaban en auge los dog¬mas
revolucionarios de Rousseau. ¡Qué inversión tan colosal en el curso de las
ideas universales! Con tradiciones, reyecías, privilegios, experien¬cias y
aristocracias se hizo un gigantesco hacinamiento de combustibles. El principio
revelado de la soberanía del pueblo dio la señal del incendio. La moda
intelectual ordenaba tener por mal construida a la sociedad existente, que
levantaba sus paredes maestras sobre cimientos de opresión. Las agrupaciones
humanas no debían reconocer otro origen que el mutuo consentimiento entre sus
componentes: ¡las maravillas espontáneas del Contrato Social! Tan científicos
consideraron los contemporáneos estos asertos, que corriendo el tiempo serían
esgrimidos por la guillotina en función, que hasta la nobleza, entonces clase
privilegiada, se rindió a la atracción equitativa, casi piadosa, de los nuevos
postulados. Todavía el ariete no hería la carne viva y se ignoraban los arcanos
del porvenir. Con ánimo sonriente se concedió la razón teórica al reformador
ginebrino, al extremo de desearse la regresión al estado de naturaleza, que
devolvería a la humanidad dolorida toda la ventura despilfarrada en erradas
organi¬zaciones.
Muy lejos de la religiosidad de los libros sagrados,
partiendo de sus antípodas, se llegaba a otorgar veracidad filosófica al
ensueño de las dichas paradisíacas, interrumpidas por la caída del pecado
original.
Los rumbos de la educación sufrieron un vuelco y las páginas
extra¬ordinarias del Emilio indicaron las rutas prácticas del flamante credo,
contradictorio con todo lo existente.
En 1789 hicieron crisis esos colosales sofismas. Fue aquello
un cuadro de Rembrandt: iluminada la profundidad oscura de la tela por
magistral pincelada de luz.
En el despeñadero de la hecatombe ondea el principio de la
soberanía del pueblo, arrancado palpitante, por Juan Jacobo, del mármol de las
edades; importando poco a la humanidad heredera que fuese equivocada la
procedencia atribuida.
Ahora bien, las repúblicas sudamericanas empezaron a vivir a
raíz de ese cataclismo mundial, cuando estaba llena la atmósfera de sus acres
olores. Nada más explicable que el entregamiento ingenuo, rendido, total, a la
declamación jacobina, protegida en sus desvaríos por los nombres augustos de
Montesquieu, de Rousseau, de Voltaire, de Diderot, y también de Malcshcrbcs y
Condorect, que nadie tenía apuro en recordar obligados a la inmolación
miserable por sus propios discípulos.
No cabía momento más oportuno para intentar la realización
de los apotegmas redentores soñados por el Vicario Saboyardo. ¡Magnífico liinpo
de experimentación el ofrecido por un continente entero a las teorías en boga!
¿Podía pedirse mejor arcilla para el ensayo idealista que una masa de hombres
extraños a la costra secular de la monarquía europea, sin tendencias políticas
definidas, sin cristalización volcánica, más bien unidos que separados por sus
fronteras, dibujadas por la inmensidad de las selvas, y huérfanos hasta de la
instrucción elemental, alimenta
prejuicios y rencores localistas?
El autor de la tesis anárquica nunca pudo soñar tan
espléndido homenaje. Las páginas de libros célebres sudaron fórmulas de
gobierno para América, que se prestó muda al sacrificio, tal vez con la resignación
de la inconsciencia. Se pensó que basta a los afanes su nobleza para que ellos
echen rama.
La historia da fe del resultado de tan pasmosa tentativa
teórica.
capitulo I de LA
REVOLUCIÓN FRANCESA Y SUDAMERICA
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