martes, 27 de diciembre de 2011

La liberación nacional y las definiciones socialistas


La fuerza política que utilizó en nuestro país el nombre Socialista para definirse, fue el socialismo amarillo, la tradicional ala izquierda de la oligarquía terrateniente que después de Caseros hizo de un país soberano una colonia. Esa oligarquía vendepatria que tuvo originalmente por lema “no ahorrar sangre de gauchos”, luego con el surgimiento del proletariado tampoco economizó sangre del peón de campo ni de obreros de la industria.
El socialismo cipayo del “maestro” Juan B. Justo, para quien el imperialismo era un invento, contribuyó inicialmente a hacer de esa palabra “socialismo” sinónimo del desprecio a las masas nativas y a toda lucha nacional. Socialista y amarillo fueron durante años sinónimos para nuestro pueblo. Aún hoy, en gremios como los de ferroviarios, socialista equivale a antiperonista.
Las masas sólo pueden valorar una política o ideología por su traducción concreta en la práctica y el socialismo fue no sólo expresión del derrotismo, como lo ha calificado Perón recientemente, sino que más allá constituyó la expresión de una concepción antinacional enmascarada tras un ropaje reformador. Social-imperialismo es su justo nombre.
Las excepciones, que las hubo, fueron sólo eso, y desde que el Movimiento Nacional Peronista existe, encontraron en él su encauzamiento natural, como el precursor Ugarte y los dirigentes sindicales que se sumaron al coronel Perón en 1945.
El “socialismo” de quienes estuvieron durante estos 25 años de lucha por la liberación al lado de la oligarquía o del brazo con Braden es repudiado por el pueblo, en razón de que apoyaron a la Unión Democrática en 1945/6, estuvieron con el “Cristo sí, Perón no” en la acción golpista de 1955, elogiaron la fracción “democrática y liberal” de Isaac Rojas, levantaron como consigna ante la proscripción peronista de 1957 “No vote en blanco, vote en rojo”, …hasta presentar su fórmula propia en las elecciones de marzo de 1973 restándole votos al peronismo, con lo que favorecieron objetivamente los planes de la camarilla militar, al darles la posibilidad de una segunda vuelta, que el pueblo hizo imposible, y hoy pretenden denunciar al plan Trienal como proimperialista.
Sólo cuando para los intereses políticos internacionales es conveniente apoyar las fuerzas de liberación en Iberoamérica, ellos, mitristas, liberales y antiperonistas desde la médula, varían su posición de 30 años. Los pocos meses de forzado giro hacia el peronismo no alcanzan a redimirlos de una trayectoria que se definió a sí misma al calificar el 17 de Octubre de 1945 como una acción provocada por lumpen proletariado y bandas fascistas.
Pero las malandanzas de estas expresiones del colonialismo mental, no pueden alterar el curso de la historia, aunque sí complicarlo y atrasar su avance. Todas las Revoluciones Nacionales de los pueblos de nuestro Tercer Mundo, como la que en la patria encabeza el peronismo, son parte del campo socialista mundial, porque enfrentan al imperialismo, al capitalismo de las burguesías monopolistas de las naciones explotadoras. El peronismo no pudo llamar socialista a su doctrina política en 1945, por el equívoco que provocaría en el pueblo, dado su uso por fuerzas que servían objetivamente al colonialismo. Ello llevó a Perón cuando hubo de darle nombre a escoger el de Justicialismo. A partir de entonces el Movimiento ha sido el canal concreto por donde avanzan políticamente las masas de nuestro proletariado nacional y con ellas marcha toda la historia de nuestra liberación.
El desarrollo de las luchas de nuestra clase obrera peronista en estos últimos 18 años hizo avanzar más aún al Movimiento. El cierre de toda perspectiva de legalidad política luego del golpe militar de 1966 para mejor servir a la orientación económica promonopolista de Krieger Vasena se combinaron con la mayor ofensiva destinada a quebrar la ciase obrera peronista y liquidar la jefatura de Perón. En este intento, no por inconfesable menos real, estuvieron comprometidos el participacionismo y vandorismo. Esta acción del enemigo tanto externa como interna, obligaron a la clase trabajadora peronista, a sus organizaciones y a Perón a la adopción de programas, métodos de acción y definiciones de carácter estratégico que nos encuadran expresamente en un contenido socialista. Para diferenciarnos del socialismo cipayo en plena descomposición, se le dio por parte de Perón el nombre de Socialismo Nacional, bandera con la cual se llevó adelante la última etapa de lucha contra la dictadura militar.
Lo que se consolidó en esa definición era la continuidad de un desarrollo que ya se perfilaba en el peronismo resistente. Los programas de Huerta Grande, La Falda, Movimiento Revolucionario Peronista, 62 de Pie Junto a Perón, CGT de los Argentinos, Agrupaciones, Sindicatos y Regionales del peronismo combativo y la Juventud Peronista hasta el 25 de mayo de 1973, todos tienen un desarrollo que apunta definidamente hacia un socialismo de características nacionales, fruto del avance en conciencia de las masas peronistas.
Pero este largo último año nos ensenó, una vez más, que el curso histórico no discurre siempre en permanente avance revolucionario, apresuradamente, ni en línea recta. El Movimiento ha recuperado el gobierno y con él la posibilidad de conducir la Nación, en un punto muy atrasado en la lucha de liberación. “La reacción interna y su apoyo exterior son muy poderosas”, como ha dicho Perón. La definición de los objetivos inmediatos de la etapa como de Reconstrucción Nacional evidencia cuán lejos estamos aún de una política peronista que pueda definirse como socialista. El Pacto Social y la nueva cuota de sacrificio que se le pide a los trabajadores son una evidencia de lo anterior. Pero hoy es Perón quien pide el sacrificio y dentro de una política nacional que tiende a mejorar gradualmente las condiciones sociales de la clase obrera.
La incomprensión de esta realidad, aunque nos disguste, por encima de las buenas intenciones que se puedan tener, coloca a quienes se equivocan con “los pies fuera del plato”. Y el enemigo de la Liberación es quien puede instrumentar todas las oposiciones a Perón. La clase obrera peronista, y peronista de la única clase de peronismo que conoció y reconoció, el peronismo de Perón, ve entonces en definiciones y consignas políticas “socialistas” una concepción ajena a la suya, que se expresó masiva y fervorosamente en el histórico 12 de junio de 1974, cuando “los obreros de Perón” se concentraron en Plaza de Mayo para ratificar la mutua lealtad soldada el 17 de octubre de 1945.
Hoy nos encontramos con que las fuerzas del antiperonismo de la ultraizquierda tienen todas, como en el pasado, una definición que de nombre es “socialista”. Estas banderas “socialistas” las levanta una pequeña burguesía revolucionaria, aún colonizada tras el velo del marxismo dogmático. También es preciso señalar que fuerzas definidas como peronistas pero que alzan un proyecto y una conducción alternativa de la de Perón, cuestionan el Movimiento y el gobierno popular desde definiciones que de palabra también son “socialistas”.
No habrá alternativas pretendidamente socialistas frente a la política peronista. El peronismo tiene en su seno todo el socialismo posible, al poseer un programa liberador, único eje de la unidad nacional contra el imperialismo, y por sostenerse fundamentalmente en el apoyo que le da nuestra clase obrera. Al margen de la política de la clase obrera peronista y de la Unidad Nacional construida en torno de su eje social, con la conducción de Perón, ¿qué desarrollo político hacia el socialismo es posible?
Con el gobierno popular la clase trabajadora ha conquistado un ancho margen de libertad política, aumentó su gravitación social y en el aparato estatal, aunque sea en muchos casos por intermedio de la burocracia sindical vandorista. Luego del 12 de junio comienza a participar orgánicamente en el control económico. Se va avanzando en ese largo camino histórico que deberá colocar al proletariado nacional como conductor de todo el pueblo. Esa hegemonía, sin la cual no puede hablarse de socialismo, se va construyendo lenta y dificultosamente, pero siempre dentro del cauce histórico en que desarrolla sus luchas la clase obrera peronista.
En estas condiciones, las definiciones socialistas se prestan a interpretaciones equivocas. Si bien durante un lapso comenzó a no haber en el Movimiento Nacional Peronista contraposición entre las dos definiciones, otra vez —como dijimos— se hace antiperonismo en nombre del socialismo.
Este hecho determina que políticamente sean de nuevo divergentes, aunque el peronismo llena realmente en nuestra patria de contenido definido y propio la marcha del mundo hacia el socialismo. Por otra parte, nuestra política peronista de hoy es de Liberación Nacional y no tiene objetivos inmediatos que sean socialistas.
Decir Peronismo es decir Liberación Nacional. Pero el peronismo no se agota en la Liberación Nacional tanto por ser nuestra Revolución Nacional parte del campo de las fuerzas que luchan por el socialismo —el futuro de la humanidad— como por el peso de la clase trabajadora, su base fundamental, en la que ya existe un desarrollo socialista, incipiente y fraccionado, pero no por ello menos real. Ya el peronismo no se agota en los objetivos de Liberación de la Patria, sino que se orienta hacia el Socialismo Nacional.

viernes, 23 de diciembre de 2011

Al pueblo mexicano


El movimiento revolucionario ha llegado a su periodo culminante y, por lo mismo, es ya hora de que el país sepa la verdad, toda la verdad.
La actual revolución no se ha hecho para satisfacer los intereses de una personalidad, de un grupo o de un partido. La actual revolución reconoce orígenes más hondos y va en pos de fines más altos.
El campesino tenía hambre, padecía miseria, sufría explotación, y si se levantó en armas fue para obtener el pan que la avidez del rico le negaba; para adueñarse de la tierra que el hacendado, egoísticamente guardaba para sí; para reivindicar su dignidad, que el negrero atropellaba inícuamente todos los días. Se lanzó a la revuelta no para conquistar ilusorios derechos políticos que no dan de comer, sino para procurar el pedazo de tierra que ha de proporcionarle alimento y libertad, un hogar dichoso y un porvenir de independencia y engrandecimiento.
Se equivocan lastimosamente los que creen que el establecimiento de un gobierno militar, es decir despótico, será lo que asegure la pacificación del país. Esta sólo podrá obtenerse si se realiza la doble operación de reducir a la impotencia a los elementos del antiguo régimen y de crear intereses nuevos, vinculados estrechamente con la revolución, que le sean solidarios, que peligren si ella peligra y prosperen si aquella se establece y consolida.
La primera labor, la de poner al grupo reaccionario en la imposibilidad de seguir siendo un peligro, se consigue por dos medios diversos: por el castigo ejemplar de los cabecillas, de los directores intelectuales y de los elementos activos de la facción conservadora, y por el ataque dirigido contra los recursos pecuniarios de que aquellos disponen para producir intrigas y provocar revoluciones; es decir: por la confiscación de las propiedades de aquellos políticos que se hayan puesto al frente de la resistencia organizada contra el movimiento popular que, iniciado en 1910, ha tenido su coronamiento en 1914, después de pasar por las horcas caudinas de Ciudad Juárez y por la crisis reaccionaria de La Ciudadela, trágicamente desenlazada por la dictadura huertista.
En apoyo de esta confiscación existe la circunstancia de que la mayor parte, por no decir la totalidad, de los predios que habrá que nacionalizar representan intereses improvisados a la sombra de la dictadura porfirista, con grave lesión de los derechos de una infinidad de indígenas, de pequeños propietarios, de víctimas de toda especie, sacrificadas brutalmente en aras de la ambición de los poderosos.
La segunda labor, o sea, la creación de poderosos intereses afines a la revolución y solidarios con ella, se llevará a felíz término si se restituye a los particulares y a las comunidades indígenas los terrenos de que han sido despojados por los latifundistas, y si este gran acto de justicia se completa, en obsequio de los que nada poseen ni han poseído, con el reparto proporcional de las tierras decomisadas a los cómplices de la dictadura o expropiadas a los propietarios perezosos que no quieren cultivar sus heredades. Así se dará satisfacción al hambre de tierras y al rabioso apetito de libertad que se dejan sentir de un confín a otro de la República, como respuesta formidable al salvajismo de los hacendados, quienes han mantenido en pleno siglo XX, y en el corazón de la libre América, un sistema de explotación que apenas soportarían los más infelices siervos de la edad europea.
El Plan de Ayala, que traduce y encarna los ideales del pueblo campesino da satisfacción a los dos términos del problema, pues a la vez que trata como se merecen a los jurados enemigos del pueblo, reduciéndolos a la impotencia y a la inocuidad por medio de la confiscación, establece en sus artículos 6° y 7° los dos grandes principios de la devolución de las tierras robadas (acto exigido, a la vez, por la justicia y la conveniencia).
Quitar al enemigo los medios de dañar, fue la sabia política de los reformadores del 57, cuando despojaron al clero de sus inmensos caudales, que sólo le servían para fraguar conspiraciones y mantener al país en perpetuo desorden con aquellos levantamientos militares que tan grande parecido tienen con el último cuartelazo, fruto, también, del acuerdo entre militares y reaccionarios.
Y en cuanto a la obra reconstructora de la revolución, o sea, la de crear un núcleo de intereses que sirvan de soporte a la nueva obra, esa fue la tarea de la revolución francesa, no igualada hasta hoy en fecundos resultados, puesto que ella repartió entre millares de humildes campesinos las vastas heredades de los nobles y de los clérigos, hasta conseguir que la multitud de los favorecidos se adhiriese con tal vigor a la obra revolucionaria que ni Napoleón, con todo y su genio, ni los Borbón, con su aristocrática intransigencia, lograron nunca desarraigarla del cuerpo y del alma de la nación francesa.
Es cierto que los ilusos creen que el país va a conformarse (como no se conformó en 1910) con una pantomima electoral de la que surjan hombres en apariencia nuevos, que vayan a ocupar los curules, los escaños de la Corte y el alto solio de la presidencia; pero, los que así juzgan parecen ignorar que el país ha cosechado, en las crisis de los últimos cuatro años, enseñanzas inolvidables, que no le permiten ya perder el camino, y un profundo conocimiento de las causas de su malestar y de los medios de combatirlas.
El país no se dará por satisfecho -podemos estar seguros- con las tímidas reformas candorosamente esbozadas por el licenciado Isidro Fabela, Ministro de Relaciones del gobierno carrancista, que no tiene de revolucionario más que el nombre, puesto que ni comprende ni siente los ideales de la revolución; no se conformará el país con tan sólo la abolición de las tiendas de raya si la explotación y el fraude han de subsistir bajo otras formas; no se satisfará con las libertades municipales, bien problemáticas, cuando falta la base de la independencia económica, y menos podrá halagarlo un mezquino programa de reformas a las leyes sobre impuesto a las tierras, cuando lo que urge es la solución radical del problema relativo al cultivo de éstas.
El país quiere algo más que todas las vaguedades del señor Fabela, patrocinadas por el silencio del señor Carranza, quiere romper de una vez con la época feudal; que es ya un anacronismo; quiere destruir de un tajo las relaciones de señor a siervo y de capataz a esclavo, que son las únicas que imperan en materia de cultivos, desde Tamaulipas hasta Chiapas y de Sonora a Yucatán.
El pueblo de los campos quiere vivir la vida de la civilización, trata de respirar el aire de la libertad económica, que hasta aquí ha desconocido y la que nunca podrá adquirir si deja en pie el tradicional señor de horca y cuchillo, disponiendo a su antojo de las personas de sus jornaleros, extorsionándolos con la norma de los salarios, aniquilándolos con tareas excesivas, embruteciéndolos con la miseria y el mal trato, empequeñeciendo y agotando su raza con la lenta agonía de la servidumbre, con el forzoso marchitamiento de los seres que tienen hambre, de los estómagos y de los cerebros que están vacíos.
Gobierno, militar primero y parlamentario después, reformas en la administración para que quede reorganizada, pureza ideal en el manejo de los fondos públicos; responsabilidades oficiales escrupulosamente exigidas; libertad de imprenta para los que no saben escribir; libertad de votar para los que no conocen a los candidatos; correcta administración de justicia para los que jamás ocuparon a un abogado. Todas estas bellezas democráticas, todas esas grandes palabras con que nuestros abuelos y nuestros padres se deleitaron, han perdido hoy su mágico atractivo y su significación para el pueblo. Este ha visto que con elecciones y sin elecciones, con sufragio efectivo y sin él, con dictadura porfiriana y con democracia maderista, con prensa amordazada y con libertinaje de la prensa, siempre y de todos modos él sigue rumiando sus amarguras, padeciendo sus miserias, devorando sus humillaciones inacabables, y por eso teme, con razón, que los libertadores de hoy vayan a ser iguales a los caudillos de ayer, que en Ciudad Juárez abdicaron de su hermoso radicalismo y en el Palacio Nacional echaron en olvido sus seductoras promesas.
Por eso, la revolución agraria, desconfiando de los caudillos que a sí mismos se disciernen el triunfo, ha adoptado como precaución y como garantía el principio justísimo de que sean todos los jefes revolucionarios del país los que elijan al Primer Magistrado, al presidente interino que debe convocar a elecciones, porque bien sabe que del interinato depende el porvenir de la revolución y, con ella, la suerte de la República.
¿Qué cosa más justa que la de que todos los intereses, los jefes de los grupos combatientes, los representantes revolucionarios del pueblo levantado en armas, concurran a la designación del funcionario en cuyas manos ha de quedar el tabernáculo de las promesas revolucionarias, en ara santa de los anhelos populares? ¿Por qué la imposición de un hombre a quien nadie ha elegido? ¿Por qué el temor de los que a sí mismos se llaman constitucionalistas para sujetarse al voto de la mayoría, para rendir tributo al principio democrático de la libre discusión del candidato por parte de los interesados?
El procedimiento, a más de desleal, es peligroso, porque el pueblo mexicano ha sacudido su indiferencia, ha recobrado su brío y no será él quien permita que a sus espaldas se fragüe la erección de su propio gobierno.
Todavía es tiempo de reflexionar y de evitar el conflicto. Si el jefe de los constitucionalistas se considera con la popularidad necesaria para resistir la prueba de la sujeción al voto de los revolucionarios, que se someta a ella sin vacilar.
Y si los constitucionalistas quieren en verdad al pueblo y conocen sus exigencias, que rindan homenaje a la voluntad soberana aceptando con sinceridad y sin reticencias los tres grandes principios que consigna el Plan de Ayala: expropiación de tierras por causa de utilidad pública, confiscación de bienes a los enemigos del pueblo y restitución de sus terrenos a los individuos y comunidades despojados.
Sin ellos -pueden estar seguros- continuarán las masas agitándose, seguirá la guerra en Morelos, en Guerrero, en Puebla, en Oaxaca, en México, en Tlaxcala, en Michoacán, en Hidalgo, en Guanajuato, en San Luis Potosí, en Tamaulipas, en Durango, en Zacatecas, en Chihuahua, en todas partes en donde haya tierras repartidas o por repartir, y el gran movimiento del sur, apoyado por toda la población campesina de la República, proseguirá como hasta aquí venciendo oposiciones y combatiendo rsistencias, hasta arrancar, al fin, con las manos de sus combatientes los jirones de justicia, los pedazos de tierra que los falsos libertadores se hallan empeñados en negarle.
La revolución agraria, calumniada por la prensa, desconocida por la Europa, comprendida con bastante exactitud por la diplomacia americana y vista con poco interés por las naciones hermanas de sudamérica levanta en alto la bandera de sus ideales para que la vean los engañados, para que la contemplen los egoístas y los perversos que no quieren oir los lamentos del pueblo que sufre, los ayes de las madres que perdieron a sus hijos, los gritos de rabia de los luchadores que no quieren ver, que no verán, destruidos sus anhelos de libertad y su glorioso ensueño de redención para los suyos.

Reforma, Libertad, Justicia y Ley

Campamento revolucionario

Milpa Alta, agosto de 1914

El General en Jefe del Ejército Libertador, Emiliano Zapata.

martes, 20 de diciembre de 2011

EL DESTINO DE UN CONTINENTE (9)

por Manuel Ugarte

CAPÍTULO VIII
LA PRIMACÍA EN EL SUR DEL ATLÁNTICO

LA ATRACCIÓN DE LOS GRANDES PUERTOS. – ERRORES DE LA POLÍTICA ARGENTINA. - DIVERGENCIAS CON EL PARTIDO SOCIALISTA. - PELIGROS Y VENTAJAS DE LA INMIGRACIÓN. – CARACTERÍSTICAS URUGUAYAS. - EL AISLAMIENTO DEL PARAGUAY. - LA DIPLOMACIA DEL BRASIL Y EL DOMINIO DEL MAR.

viernes, 16 de diciembre de 2011

LAS EXPROPIACIONES MEXICANAS DEL PETROLEO

por Leon Trotsky

Un desafío al Partido Laborista británico[1]
23 de abril de 1938
Al director del Daily Herald

Londres
Estimado señor:

En el vocabulario de todas las naciones civilizadas existe la palabra “cinismo”. La defensa que hace el gobierno británico de los intereses de una camarilla de explotadores capitalistas debería introducirse en las enciclopedias como un ejemplo clásico de cinismo descarado. Por lo tanto, no estoy equivocado al decir que la opinión pública mundial espera oír al Partido Laborista británico respecto al escandaloso papel de la diplomacia inglesa sobre la cuestión de expropiación de la Eagle, sociedad anónima petrolera, por el gobierno mexicano.
El aspecto jurídico de la cuestión es claro hasta para un niño. Con el objetivo de explotar la riqueza natural de México, los capitalistas británicos se colocaron bajo la protección y al mismo tiempo bajo el control de las leyes y las autoridades mexicanas. Nadie obligó a los señores capitalistas a hacer esto, ni por medio de la fuerza militar ni con notas diplomáticas. Actuaron voluntaria y conscientemente. Ahora el señor Chamberlain[2] y Lord Halifax desean forzar a la humanidad a creer que los capitalistas británicos se han comprometido a reconocer las leyes mexicanas solo dentro de aquellos límites que ellos consideran necesarios. Además, ocurre incidentalmente que la interpretación totalmente “imparcial” de las leyes mexicanas de Chamberlain-Halifax coinciden exactamente con la interpretación de los capitalistas interesados.
Sin embargo, el gobierno británico no puede negar que sólo el gobierno mexicano y la Corte Suprema del país están capacitados para interpretar las leyes de México. A Lord Halifax, quien tiene una calurosa simpatía por las leyes y cortes de Hitler, las leyes y cortes mexicanas le parecerán injustas. ¿Pero quién le dio al gobierno británico el derecho de controlar la política interna y los procedimientos legales de un estado independiente? Esta pregunta contiene ya parte de la respuesta: el gobierno británico, acostumbrado a mandar a cientos de millones de esclavos y semiesclavos coloniales, está tratando de aplicar esos mismos métodos a México. Habiendo encontrado una resistencia valerosa, instruye a sus abogados para que rápidamente inventen argumentos en los cuales la lógica jurídica es reemplazada por el cinismo imperialista.
El aspecto económico y social del problema es tan claro como su aspecto jurídico. En mi opinión, el Comité Ejecutivo de su partido actuaría correctamente, si crease una comisión especial que estudie la medida en que el capital británico y en general el capital extranjero, han aportado a México y han extraído de él. Tal comisión podría, en un corto período, presentarle al público británico, ¡el balance sorprendente de la explotación imperialista!
Una pequeña camarilla de magnates extranjeros succiona, en todo el sentido de la palabra, la savia vital tanto de México como de otra serie de países atrasados o débiles. Los discursos solemnes acerca de la contribución del capital extranjero a la “civilización”, su ayuda al desarrollo de la economía nacional, y demás, representan el más claro fariseísmo. La cuestión, en realidad, concierne al saqueo de la riqueza natural del país. La naturaleza requirió muchos millones de años para depositar en el subsuelo mexicano oro, plata y petróleo. Los imperialistas extranjeros desean saquear estas riquezas en el menor tiempo posible, haciendo uso de mano de obra barata y de la protección de su diplomacia y su flota.
Visiten cualquier centro de la industria minera: cientos de millones de dólares, extraídos por el capital extranjero de la tierra, no le han dado nada, nada en absoluto a la cultura del país; ni autopistas, ni edificios, ni un buen desarrollo de las ciudades. Aún las instalaciones de las mismas compañías a menudo parecen barracas. Ciertamente, ¿por qué hay que gastar el petróleo mexicano, el oro mexicano, la plata mexicana en las necesidades de un México lejano y extraño cuando, con los beneficios obtenidos, es posible construir palacios, museos, teatros en Londres o en Mónaco? ¡Así son los civilizadores! En lugar de las riquezas históricas, dejan agujeros en la tierra mexicana y enfermedades en sus trabajadores.
Las notas del gobierno británico se refieren a la “ley internacional”. Aún la ironía deja caer las manos impotentes ante este argumento. ¿Sobre qué clase de ley internacional estamos hablando? Evidentemente acerca de la ley que triunfó en Etiopía y que el gobierno británico se prepara ahora a sancionar.
Evidentemente de la misma ley que los aeroplanos y tanques de Mussolini y Hitler están anunciando en España desde hace dos años, con el invariable apoyo del gobierno británico.
Este último sostuvo interminables conversaciones acerca de la evacuación de España de los “voluntarios” extranjeros. La opinión pública, ingenua por largo tiempo, pensó que esto significaba el retiro de los bandidos fascistas extranjeros. Realmente el gobierno británico sólo le pidió a Mussolini una cosa: que retirara sus tropas de España únicamente después de garantizar el triunfo de Franco. En este caso, como en todos los demás, el problema consistía no en defender la “ley internacional” o la “democracia”, sino en salvaguardar los intereses de los capitalistas británicos en la industria minera de España de posibles amenazas por parte de Italia.
En México, el gobierno británico realiza básicamente la misma política que en España, pasivamente con relación a España, activamente con relación a México.
Ahora estamos presenciando los primeros pasos de esta actividad. ¿Cuál será su posterior desarrollo? Todavía nadie lo puede predecir. Chamberlain mismo aún no lo sabe. Una cosa podemos afirmar con seguridad: el posterior desarrollo de los atentados del imperialismo británico contra la independencia de México dependerá, en gran parte, de la conducta de la clase obrera británica. Aquí es imposible evadir el asunto recurriendo a fórmulas indefinidas. Es necesaria una decisión firme para paralizar la mano criminal de la violencia imperialista. Por lo tanto, termino como empecé: ¡la opinión pública mundial espera la voz firme del Partido laborista británico!.

NOTAS

[1] Carta al Daily Herald, periódico del Partido Laborista británico. Publicado en Socialist Appeal el 14 de mayo de 1938. Tomado de la versión publicada en Escritos, Tomo IX, pág. 472, Editorial Pluma.
[2] Primer ministro británico.

viernes, 9 de diciembre de 2011

Relato


por Augusto C. Sandino

Nicaragua será libre solamente a balazos y a costa de nuestra propia sangre, hemos dicho, y esa bola de canallas políticos que se disputan el látigo del invasor, por su culpa quedarán anulados en un futuro no muy lejano y el pueblo tomará las riendas del Poder Nacional.
El suscrito y su Ejército, son solamente la natural consecuencia de la descabellada y criminal política internacional de Norteamérica en Nicaragua, y aun en detrimento del mismo pueblo yanqui; nosotros hemos sido provocados en nuestros propio país, por lo que no somos responsables en nada.
Creo oportuno manifestar que: nací en un pueblecillo del Departamento de Masaya, el 18 de mayo de 1895; crecí en privaciones hasta de lo más indispensable, y nunca me imaginé asumir, en el nombre del pueblo nicaragüense, la actitud en que nos encontramos; hasta que, en vista de los abusos de Norteamérica en Nicaragua, partí de Tampico, Méx., el 18 de mayo de 1926, -en donde me encontraba prestando mis servicios materiales a la compañía yanqui-, para ingresar al Ejército Constitucionalista de Nicaragua, que combatía contra el régimen impuesto por los banqueros yanquis en nuestra República.
Cuando partí de México a estas privilegiadas tierras, aún ignoraba todavía mi espíritu la terrible y pesada tarea que me esperaba. Los acontecimientos me fueron dando la clave de la actitud que debería asumir como hijo legítimo de Nicaragua y en representación del mismo espíritu de nuestro pueblo, ante la claudicación y cobardía de nuestros directores políticos.
Mi buena fe, mi sencillez de obrero y mi corazón de patriota, recibieron la primera sorpresa política, cuando después de haber librado algunos combates contra los intervencionistas en Las Segovias, me dirigí en solicitud de armas a Puerto Cabezas, donde estaba nuestro Gobierno Constitucional, el del doctor Juan Bautista Sacasa. Hablé con el mencionado doctor, y me dijeron que consultarían mi caso con el general Moncada. Este se negó rotundamente y permanecí en aquel puerto cuarenta días en aplazamientos, pues los ministros de Sacasa estaban llenos de ambiciones presidenciales. Por un tercero supe que estaban tratando de enviar la expedición a Las Segovias, al mando de un general Adrián Espinoza, y que me propondrían que acompañase al mencionado general siempre que yo aceptase hacer propaganda por el candidato que se me indicara. En eso sucedió que el 24 de diciembre de 1926 los piratas norteamericanos obligaron a Sacasa a que los militares y elementos bélicos, salieran de aquel puerto en el término de 24 horas; Sacasa no pudo sacar el armamento y los piratas lo hundieron en el mar. La Guardia de Honor de Sacasa salió desorganizada para Prinzapolka, unos por agua y otros por tierra, quedando Sacasa y sus ministros encerrados en un círculo de casas de campaña del ejército yanqui que lo sitió. Yo salí con seis ayudantes atrás de la Guardia de Sacasa y conmigo iba un grupo de muchachas de amores libres, ayudándonos a sacar hasta la distancia impuesta por los invasores, rifles y parque, que fueron en número de 30 rifles y siete mil cartuchos. La flojera de nuestros directores políticos llegó hasta lo inesperado y fue entonces cuando comprendí que los hijos del pueblo estábamos sin directores y que hacían falta hombres nuevos.
Llegué a Prinzapolka y hablé con Moncada, quien me recibió desdeñosamente, ordenándome entregar las armas a un tal general Eliseo Duarte, por lo que dispuse mi rápido regreso a Las Segovias. Pero sucedió que llegaron los doctores Arturo Vaca y Onofre Sandoval, quienes gestionaron con Moncada que se me dieran los treinta rifles y los siete mil cartuchos que yo mismo había llevado a lo que accedió Moncada despectivamente.
Cuando regresé el 2 de febrero de 1927 a Las Segovias, me encontré con que en esos días los conservadores habían destruido en Chinandega a las fuerzas al mando del general Francisco Parajón y que éste y sus jefes, se habían refugiado en la República de El Salvador.
Los hombres segovianos me esperaban llenos de entusiasmo en la zona de El Chipote y en sus manos puse aquellos treinta rifles y siete mil cartuchos, los que, dos días después, utilizamos en el primer triunfo que tuvimos en San Juan, Segovia. Por consunción, el enemigo abandonó la plaza de Ocotal y fue ocupada por nosotros. Allí me encontró el general Camilo López Irías, quien estaba empeñado en reunir las fuerzas dispersas que abandonó el general Parajón en Chinandega.
Convinimos con López Irías que él pasaría a ocupar Estelí, que también estaba abandonado por el enemigo, y que yo con mi gente tomaríamos a balazos la plaza de Jinotega.
En Ocotal dejamos fuerzas militares y autoridades civiles.
López Irías logró acrecentar rápidamente su columna y pocos días después, en el lugar denominado "Chagüitillo" sorprendió al enemigo, quitándole un valioso tren de guerra, que duró poco en su poder por habérselo vuelto a arrebatar el enemigo, con creces, al extremo de que lo desorganizó y lo hizo huir a Honduras.
El enemigo ocupaba las plazas de Estelí y Jinotega y no había columnas organizadas del liberalismo ni en Occidente ni en los departamentos del Norte, a excepción de mi columna segoviana que se encontraba impertérrita en San Rafael del Norte; no obstante que un tal general Carlos Vargas, perteneciente a la columna de López Irías, me aconsejaba huir de aquellos lugares porque estábamos rodeados del enemigo. Vargas venía derrotado y acobardado junto con su jefe aún cuando había visto el heroísmo con que combatieron mis muchachos de una caballería que mandé en su protección, quienes derrotaron al enemigo por su flanco y le arrebataron provisiones y parque.
El enemigo se vio libre en todo el interior y acumuló gran parte de sus fuerzas sobre de las nuestras que venían del Atlántico, al mando de los generales Luis Beltrán Sandoval, José María Moncada y otros jefes constitucionalistas.
Aquellos días eran de desesperación para el Ejército Liberal; me escribió Moncada, pero firmó Luis Beltrán Sandoval, desde "Tierra Azul", ordenándome reconcentrarme con las fuerzas a mi mando, al lugar en que ellos se encontraban, porque de lo contrario me harían responsable del fracaso del Ejército Liberal. (Esta famosa nota se encuentra en mi poder y en aquellos días era secretario de Moncada, el general Heberto Correa, quien puede saber algo a este respecto).
Por mi parte hubiera volado para salvar a Moncada y sus hombres de la desesperación en que se encontraban, pero mi columna era relativamente pequeña y peleábamos casi a diario. Sin embargo, mandé 150 hombres chipoteños al mando de los coroneles Simón Cantarero y Pompilio Reyes, quienes iban desarmados, custodiados por 8 rifles mal equipados y con instrucciones de ponerse a las órdenes del general Moncada y de esperar mi llegada a reunirme con ellos. La fuerza salió y en la misma noche marchó de Yucapuca, a la toma de Jinotega, y a las cinco de la mañana teníamos rodeada aquella plaza, que con la blancura de sus paredes envueltas todas en una sábana de neblina blanca y con sus lucecillas pálidas que recibían los primeros rayos de la luz del día, nos detuvo por un instante la dulce calma en que dormía; pocos minutos más tarde se entabló el sangriento combate que terminó a las cinco de la tarde con el triunfo de nuestras armas libertadoras, avanzándole al enemigo todo el elemento de guerra de que disponía en aquella plaza.
El ejército enemigo había llegado a sentir terror por nuestra columna, pues las mesetas del "Yucapuca" y del "Saraguasca", estaban sembradas de cadáveres habidos en los combates anteriores.
Nuestra columna segoviana la integraban ahora 800 hombres de caballería muy bien equipados y nuestro pabellón rojo y negro, majestuoso, se levantaba en aquellas agrestes y frías colinas.
Los 150 hombres fueron quienes salvaron el tren de guerra de Moncada, que estuvo a punto de caer en poder del enemigo. Mientras tanto el general López Irías desapareció totalmente de Las Segovias, y en esos mismos días supimos que el general Parajón trataba de reorganizarse en Occidente; inmediatamente mandamos una nota desde Jinotega al mencionado general, invitándole a que pasara con su gente a Jinotega, para que juntos cooperáramos a la salvación de Moncada.
Mi carta llegó al poder de Parajón y en la primer quincena de abril de aquel año de 1927, llegó con sus fuerzas a Jinotega, lugar en que le recibimos con marchas triunfales, y por la noche dimos un concierto en su honor, en el parque de aquella ciudad.
El día siguiente, dejamos a Parajón en posesión de la plaza de Jinotega, marché con mis 800 hombres de caballería, a libertar a Moncada, quien había abandonado hasta los cañones, dado el empuje abrumador del enemigo.
En el recorrido que hicimos de Jinotega a "Las Mercedes", lugar en que hallamos a Moncada, tuvimos dos ligeros encuentros en San Ramón y Samulalí.
En Jinotega se reunieron después de mi partida, los generales Parajón, Castro Wassmer y López Irías, formando una sola columna con la que me seguían de cerca.
Una tarde de la última quincena de abril, llegamos a "El Bejuco", en donde hizo alto la cabeza de nuestra caballería pues encontrábamos señales positivas de que el enemigo estaba a corta distancia.
Efectivamente, teníamos al enemigo al frente y toda nuestra caballería tomó posiciones; al instante ordené al coronel Porfirio Sánchez H., que con 50 hombres de caballería descubriera al enemigo; al mismo tiempo manifesté a los generales Parajón, Castro Wassmer y López Irías, la conveniencia de que sus fuerzas se tendieran en línea de fuego, lo que hicieron al instante.
Diez minutos después se trabó entre nuestra caballería y el enemigo un ruidoso combate en el que participaron gran cantidad de ametralladoras del enemigo. Acto continuo, ordené al coronel Ignacio Talavera, jefe de la primera compañía de nuestra caballería, que con las fuerzas a su mando protegiera al coronel Porfirio Sánchez H. Esperé la llegada de los generales Parajón, Castro Wassmer y López Irías, quienes llegaron a mi presencia solamente con sus ayudantes. Hice sentir a ellos mi opinión, a la vez que mi propósito de ir en persona con mis 150 muchachos. Los generales mencionados quedaron en el lugar que me encontraron y yo marché.
A poca distancia de haber caminado entre montañuelas, me encontré con mi gente llena de entusiasmo, por haber capturado el cuartel general del enemigo que afligía a Moncada. Avanzamos al Hospital de Sangre y encontramos muchos heridos, quienes nos informaron que los jefes de aquella fuerza enemiga, eran los generales conservadores, a saber: Bartolomé Víquez, Marcos Potozme, Carlos Chamorro Chamorro, Benavente, Baquedano, Alfredo Noguera Gómez y otros que no recuerdo por el momento. Avanzamos un valioso botín de guerra, consistente en varios miles de rifles y muchos millones de cartuchos. La fuerza de Castro Wassmer, aprovechó para acabarse de equipar hasta por demás.
La noche entró; al amanecer descubrimos unas banderitas rojas que flameaban en el picacho de un cerro y con cien hombres fui a descubrirlas de cerca, pero antes de llegar nos encontramos con tres hombres pertenecientes a las fuerzas de Moncada, quienes nos acompañaron a la casa-hacienda donde se encontraba el mencionado Moncada.
Las fuerzas costeñas, entusiasmadas vivaban a Sandino y a su columna. Cuando llegué al campamento, ya estaba Castro Wassmer y Moncada sentados en una hamaca, pero un soldado se anticipó a decirme que Castro Wassmer decía a Moncada lo mucho que le costó hacer llegar a aquel lugar a Parajón, López, Irías y Sandino.
Efectivamente encontré a los dos hombres en la hamaca y Moncada se levantó con sonrisa irónica tendiéndome el brazo sobre las espaldas.
Moncada hizo leer una orden del día, prohibiendo el traspaso de soldados de una columna a otra, en prevención a que gran parte del ejército constitucionalista ahora reunido, quería pertenecer a mi columna segoviana.
Despechadamente, Moncada me ordenó ocupar la plaza de Boaco, manifestándome que fuerzas de su mando ocupaban aquella plaza, lo que era falso; y su única intención fue la de que fuese asesinado por las fuerzas al mando del coronel José Campos, a quien Moncada tenía sobre el camino que por la noche yo pasaría. Después que me comuniqué con el mencionado coronel, me manifestó que Moncada no le dijo nada de mi pasada por aquel lugar y que a eso se debió que la noche anterior me hubiera emplazado las ametralladoras, tal como lo hizo, porque creyó que se trataba del enemigo.
Cuando llegué a las orillas de Boaco, donde creí encontrar fuerzas de Moncada, el enemigo nos rechazó a balazos y me vi obligado a ocupar posiciones, desde donde mandé correo expresándole a Moncada que: en Boaco estaba reunidas todas las fuerzas conservadoras que derrotamos en "Las Mercedes" y que diera sus órdenes, porque no era cierto que fuerzas de su mando ocupaban aquella plaza.
El correo regresó manifestándome que Moncada había desocupado totalmente "Las Mercedes", y marchado para Boaquito. Me regresé con mi gente y lo seguí hasta alcanzarlo, y entonces fue que el coronel José Campos me contó lo que atrás dejé referido.
En Boaquito me ordenó Moncada que ocupara con mi fuerza el cerro "El Común". Allí permanecí hasta el día que Moncada ahorcó al liberalismo nicaragüense en "El Espino Negro" de Tipitapa.
Todo lo acontecido de aquella fecha al presente ya lo hemos dicho y el público observador ha logrado aquilatar nuestra actitud.
Digo que cuando partí de México, para Nicaragua, en mayo de 1926, lo hice bajo la confianza que el liberalismo nicaragüense luchaba por la restauración de nuestra Independencia Nacional, seriamente amenazada por los ilegales Tratados Bryan-Chamorro, hijos de la criminal política internacional de Norteamérica.
Sin embargo, ya en el teatro de los acontecimientos, nos encontramos con que los dirigentes políticos conservadores y liberales nicaragüenses, son una bola de canallas, cobardes y traidores, incapaces de poder dirigir a un pueblo tan patriota y tan valeroso como el nuestro, digno de mejor suerte, quien, con su actitud patriótica está dando ejemplos de dignidad y moral a los demás pueblos del Continente en donde sus directores están en condiciones análogas a los fracasados nuestros. Nosotros hemos sido abandonados por nuestros directores políticos, quienes se han aliado con los invasores, pero entre nosotros mismos los obreros y campesinos, hemos improvisado a nuestros jefes.
Todavía en estos días de tanta luz y ejemplo para nuestro pueblo, los fracasados políticos siguen disputándose el látigo del invasor siendo lo más irrisorio del caso, que están peleando como perros y gatos dentro de un costal, por alcanzar una presidencia, a base de supervigilancia extraña, que nosotros no se la permitiremos.
Los despechados dicen que Sandino y su ejército son "BANDIDOS", lo que quiere decir, que antes de dos años Nicaragua, toda estará convertida en un país de "BANDIDOS", supuesto que antes de ese tiempo nuestro ejército habrá tomado las riendas del Poder Nacional, para mejor suerte de Nicaragua, en donde ya no tendrán lugar de vivir (SALVO QUE BAJO SIETE CUARTAS DE TIERRA) los patriotas de la clase de Adolfo Díaz, Chamorro, Moncada, Cuadra Pasos y otros.
Nuestro ejército de obreros y campesinos anhela fraternizarse con los estudiantes, porque comprendemos que de nuestro ejército y ellos sacaremos hombres, quienes, con nuevas orientaciones harán de nuestro suelo una Patria luz, que será benéfica hasta para nuestros hombres de política pasada, quienes si rectifican sus errores, podrán merecer nuestros respetos; a excepción de los de la clase mencionada en el párrafo anterior, por haber matado con sus ambiciones materiales el vínculo de nacionalidad que les asistió.
Nicaragua será libre solamente a balazos y a costa de nuestra propia sangre.



Cuartel General del Ejército Defensor de la Soberanía Nacional de Nicaragua, Las Segovias, Nic, C. A., agosto 4 de 1932.
PATRIA Y LIBERTAD.

martes, 6 de diciembre de 2011

¿AZUL O CELESTE?


por José María Rosa

Es vieja la discusión sobre el exacto matiz del azul de nuestra bandera. Sucesivamente ha sido azul-celeste, azul-turquí, nuevamente azul-celeste y ahora predomina el celeste diluido. Tampoco es clara la prueba documental, pues azul, celeste y azul-celeste son usados como sinónimos por Belgrano, el Primer Triunvirato, la Asamblea del XIII y el Congreso de Tucumán. Ateniéndonos al pie de la letra, el Congreso sancionó la ley de banderas el 25 de enero de 1818 estableciendo que “los dos colores” blanco y azul en el modo y la forma hasta ahora acostumbrados”, formarían la insignia nacional.
El color azul, no el celeste, es el usado en heráldica; es el color del espectro solar, mientras el celeste es un sernicolor. El azul admite distintas gradaciones que van del azul oscuro o “azul del mar” también llamado turquí, al azul claro o “azul del cielo”, que no debe confundirse con el celeste diluido que, vuelvo a decir; no es un color sino un semicolor, un tono.
La bandera, creada en Rosario el 27 de febrero de 1812 por Belgrano inspirada en la escarapela azul-celeste del Triunvirato.
Debió ser del color que señala la heráldica. Ni azul-turquí, ni celeste claro: “azul-celeste”, que es el que conocemos generalmente por azul.
De ambos colores de nuestra bandera,, el principal o “jefe” es el blanco, situado en el centro del pabellón, y junto al asta en la bandera de los Andes de San Martín. El blanco o argentino simboliza en heráldica la “plata”, y era lógico que distinguiera a los “argentinos”. Cintas blancas, exclusivamente blancas como hoy se ha probado, distinguieron a los patriotas el 22 de mayo: algunos dicen que en señal de paz, pero creo que fue por su condición de nativos que usaron el color argentino. El azul llegaría después, lucido en la solapa junto al blanco por los integrantes del cuerpo de Patricios; como los de otros regimientos emplearon encarnado y blanco, o los tres colores y hasta un ramito de olivo en el sombrero. Algunos suponen que el azul-celeste de los patricios fue tomado de la Orden de Carlos III, otros, de la inmaculada Concepción. Presumo que ambos colores (el blanco y el azul) fueron sacados del escudo de la ciudad de Buenos Aires, cuyos colores eran precisamente blanco y azul.

Origen del celeste y blanco

La bandera blanca y azul, establecida definitivamente en 1818 en sus tres franjas horizontales, flameó desde entonces en el Fuerte de Buenos Aires, y combatió en la primera guerra contra Brasil.
Artigas había erigido en 1813 otra bandera de tres franjas horizontales azules y blanca, pero le añadió en diagonal un trozo punzó en señal de federalismo. Esta bandera fue adoptada, también por Entre Ríos y Corrientes. No obstante ser la triunfadora en la jornada de Cepeda el 1º de febrero de 1820, no desplazó a la blanca y azul; pero desde entonces el color punzó o colorado sería usado como escarapela o divisa partidaria por los federales, mientras los unitarios emplearon una divisa de color celeste: “celeste diluido”, no azul-celeste como la escarapela nacional.
Al preparar Lavalle en Martín García el ejército llamado “Libertador”, recibió como obsequio una bandera celeste y blanca, ‘ que usó en sus campañas y cayó en Famaillá en poder de sus vencedores. Era un distintivo partidario y no una bandera nacional, como lo dice Miguel Otero en sus Memorias: “ni siquiera enarbolaron (los libertadores) el pabellón nacional azul y blanco, sino el estandarte de la rebelión y la anarquía celeste y blanco para que fuese más ominosa su invasión en alianza con el enemigo” (ed. 1946, pág. 165).
Como el color de la bandera nacional se diluyera por la intemperie semejándose al celeste del enemigo, Rosas o sus partidarios, sin modificar la ley, empezaron después de 1840 a cargar las tintas del azul haciéndolo de color más subido hasta exagerar en azul-turquí o aún en un tono casi negro. Blanca y azul-turquí fue la bandera de la Vuelta de Obligado en 1845, que recibió en 1849 el homenaje de los cañones ingleses por el tratado Southern y en 1850 el desagravio triunfal de la escuadra francesa.
(Entre paréntesis: la bandera que flameó en el Fuerte durante la época de Rosas habrá exagerado el tono de su azul, pero no tuvo el aditamento de gorros frigios colorados como suponen algunos después de ver el pabellón de un barco mercante que existe en el Museo Histórico de Buenos Aires.)
Producida la caída de Rosas el tono de la bandera volvió al azul “del cielo”, aunque muchos regimientos variaban la gradación del color: más oscuro en los estandartes de la Confederación, más claros en los de Buenos Aires; pero siempre azul y no celeste.
Blancas y azules fueron las banderas argentinas en la guerra del Paraguay, como puede verse en los museos de Buenos Aires y Montevideo.
Fue Sarmiento el introductor del celeste unitario en vez del azul de la bandera nacional. En su Oración a la Bandera de 1870, después de denigrar a la “blanca y negra” de la Vuelta de Obligado caída gloriosamente en lucha contra fuerzas superiores, dice aquello que bien pudo ahorrarse: “la bandera blanca y celeste ¡Dios sea loado! no fue atada jamás al carro triunfal de ningún vencedor de la tierra”. A la bandera de Sarmiento, “los vencedores de la tierra” no la ataron jamás a su carro triunfal, porque se ató sola. Tampoco la reconocerían por vencedora con el saludo de 21 cañonazos sin contestación.
Mitre, no obstante no haberla usado durante su presidencia, se agregó entusiasmado a los partidarios del color celeste. En 1878 se publicaban las Memorias del general Espejo donde el viejo compañero de San Martín recordaba como fue originariamente azul el color de la bandera de los Andes conservada desteñida en Mendoza. Mitre lo atribuyó a una disminuida memoria del veterano y trajo en apoyo del celeste dos pruebas que creyeron decisivas: una nota de Belgrano comunicando al Triunvirato la erección de una bandera “blanca y celeste de los colores de la escarapela”, en febrero de 1812 junto al Paraná, y un óleo de San Martín confeccionado en Bruselas en 1828 en el cual el Libertador aparece envuelto en una bandera celeste y blanca. Objetó ambas pruebas Mariano Pelliza, pues Belgrano – decía – en su nota empleaba celeste como sinónimo de azul-celeste pues así era la escarapela sancionada por el Triunvirato; y azul-celeste no era el semicolor diluido de los unitarios que Sarmiento y Mitre pretendían imponer. En cuanto al óleo de San Martín, bien podía haberse perjudicado por el transcurso del tiempo o ser la fantasía de un artista. Finalmente sostuvo Pelliza que el término “azul”, empleado en definitiva, por el Congreso de 1818 y el Director Pueyredón, no admitía tergiversaciones. Su opinión pareció definitiva.
Desde entonces se ha usado indistintamente el azul y el celeste. En 1908, a pedido de la Comisión del Centenario y ante la anarquía existente se estableció el color azul de la ley 1818 para la confección de banderas. Sin embargo, siguió empleándose el celeste y alguno vez se lo tuvo – invocándose a Sarmiento y a Mitre más que a Belgrano y a Pueyrredón – por el color nacional.


Capitulo cuarto de El Revisionismo Responde

viernes, 2 de diciembre de 2011

La relación Iglesia - Estado

por Jorge Abelardo Ramos

La siguiente nota fue publicada en la revista Políticón, de efímera vida, en agosto de 1986. Dirigida por Oskar Blotta, aparecieron dos o tres números de esta revista humorística en la que Jorge Abelardo Ramos y María Julia Alzogaray escribían sobre un mismo tema, propuesto por el editor.



Más bien debería hablarse de las malas relaciones del Estado con la Iglesia Católica. Resulta realmente picante que el gobierno, desvelado por su manía perfeccionista de llevar sus vínculos con el Occidente luterano, y en general con el mundo externo, al nivel de un romance inextinguible, valore tan poco la delicada naturaleza de sus vínculos con la Iglesia argentina y con los católicos.

Estos “progresistas” en el gobierno, aturdidos todavía con un poder que no habían soñado alcanzar jamás, se han vuelto librepensadores decimonónicos. Dicho sea al pasar, el Occidente luterano hace poco caso de las cabriolas y banquetes del ilustre Caputo. Reagan abofetea a la Argentina y vende trigo a bajo precio a los rusos cuando le conviene. A las grandes potencias se les antoja algo ridícula la seudodiplomacia de los países que pretenden ser occidentales y no lo son.

No pasa un solo día, sin embargo, que por casi todas las radios (en poder del gobierno) y en las revistas ilustrdas, aunque sin la menor ilustración, todo género de personajes, y aún de insectos de un nivel cultural equivalente a su especie, no se haga un escarnio de la Iglesia. Pero no se trata, en realidad, de una cuestión de índole religiosa, ni de que un viejo pecador como yo pretenda pasar como beato. Por cierto que los pastores protestantes, los archimandritas, los rabinos, los Testigos de Jehová y los mormones se sienten bien a gusto con el alfonsinismo en el gobierno. De todo lo cual debe inferirse que no hay teologías en discusión, sino más bien una ofensiva indeclarada contra los católicos y su Iglesia. Esta ofensiva cuenta con la “neutralidad benévola” del Estado, a cargo de un gobierno extasiado por una Constitución que establece el sostén del culto católico. Misteriosa contradicción.

He dicho más de una vez que, en América Latina, el indigenismo indicativamente esgrimido por blancos puros de religión protestante esconde, allá en el fondo, la acción político-étnica del imperialismo. Este último se propone fragmentar más todavía la Nación-continente. De la misma manera, los amargos y hasta soeces ataques a la Iglesia que suelen verse en las tapas de las revistas porno-progresistas de Buenos Aires, no suponen un diálogo herético con Dios o el soliloquio de un metafísico, sino la manifestación vulgar de una política extranjera contra la Nación. Esto debe explicarse en el sentido de que la fe católica es profesada por la mayoría de los argentinos y latinoamericanos y es, de algún modo, como la coránica en Medio Oriente, un peculiar escudo de nuestra nacionalidad ante aquellos que quieren dominarnos o dividirnos.

En los pueblos marginados del “estilo de vida occidental” y que, como nosotros, padecen un “estilo de vida accidental”, la religión ejerce un doble papel: el teológico que le es propio y el de ideología nacional defensiva contra el dominador extranjero.

La campaña contra la fe católica, sus símbolos, sus hombres y sus instituciones es tanto secreta como pública. Secreta, en cuanto a la silenciosa poda de los subsidios tradicionalmente otorgados a las escuelas privadas dirigidas por sacerdotes católicos. Y pública, a través de todo género de lenguaraces que han tomado la radio o la televisión por asalto en nombre de la “participación democrática”. Esto debería traducirse en un franco enfrentamiento entre la “progresía” y la “feligresía”. Pero no es tal. La respuesta de los sectores nacionales y, en este caso, de la Iglesia, por dichos medios es medida por un gotero por estos “profesionales de la libertad”.

Si se toma como ejemplo el tema del divorcio, otra muestra de la inventiva inagotable del alfonsinismo, se verá que la truculencia periodística contra la Iglesia tiene pocos precedentes en la Argentina.

¿Cuál es la actitud del gobierno? Adopta el aire pampeano de dejar pasar el tiempo. Se lava las manos como si nada le concerniese. Son sus diputados y senadores de liviano equipaje intelectual los encargados de conducir el tema, seguidos al trote por los peronistas liberales, que con legión y por raleados demócratas cristianos, porco cristianos y dudosos demócratas, aunque alfonsinistas devotos. Cabe imaginar qué diría Irigoyen de sus herederos y Perón de los suyos.

Pero lo que resulta digna de ser señalada es la actitud de la “gran prensa”, cuya unción en otra época arrancaba lágrimas. Eran los tiempos en que el régimen oligárquico, la Iglesia y la “prensa seria” discurrían armoniosamente en el “status quo”. Después de Juan XXIII y de Pablo VI, después de Medellín y de Puebla, cuando la Iglesia descubre América por segunda vez y admite que la liberación del Nuevo Mundo recae en las manos del gran pueblo latinoamericano, la oligarquía tanto como la gran prensa se distancian de la cristiandad. La miran con sospecha, como los coroneles-terratenientes a los Obispos del Brasil. Y es justamente ahora que el Sr. Alfonsín y sus jóvenes ligeros de lengua, ebrios de poder, someten a la Iglesia a burla universal.

Es que el Estado Nacional aguarda su nacionalización. Así como destrata a las Fuerzas Armadas, a las que simula atribuir la responsabilidad común de los excesos en la represión, del mismo modo que condena a los Comandantes que ocuparon las Malvinas y absuelve al General que las rindió, así como trata a la Señora Thatcher con la punta de una pluma, el régimen gobernante dedica a la Iglesia una hostilidad infatigable.

Cabe preguntarse ante estos políticos profesionales la cantidad de cordura que inspira tales actos. Por si nada faltara, el odio indisimulado del gobierno hacia los obreros y sus organizaciones completa la constelación de sus adversarios. En un mundo tormentoso y con un pueblo atormentado en su torno, el gobierno mal lleva sus relaciones con la Iglesia. Enfrentarse a la vez con los obreros, la Iglesia y las Fuerzas Armadas parece demasiado, aún para la frivolidad e incompetencia del gobierno y su fecunda producción de golpes de efecto. Cree saber la orientación exacta de la brisa. Por esa ilusión, supone más valiosa para su perduración en el poder la palabra de un banquero norteamericano que la palabra del Sermón de la Montaña. Es un error, que anotamos con piedad.