lunes, 30 de agosto de 2010

Nota Preliminar a la Primera Edición de El Imperialismo y El APRA


por Haya de la Torre

Éste es un libro escrito hace siete años, que sólo ahora se publica. Creo necesario explicar los motivos de mi tardanza en darlo a la imprenta, proyectando de paso algo del ambiente -escenario y momento-, en que debió aparecer. Surgen así muchos recuerdos personales sin otra importancia para el lector interesado que la de aludir episódicamente a algunos aspectos más o menos notorios de la lucha antimperialista en Indoamérica durante el último decenio.
Cuando regresé de Europa a los Estados Unidos y México al finalizar el verano septentrional de 1927, los principios generales de la doctrina aprista -enunciados desde Suiza e Inglaterra en los años 24, 25 y 26-, eran ya bastante conocidos y suscitaban vehementes discusiones en los sectores avanzados de obreros y estudiantes indoamericanos. El primer grupo de apristas del Perú había llegado ya desterrado a México y algunos espontáneos simpatizantes cubanos de la nueva doctrina batallaban por ella desde una revista recién fundada en La Habana, "Atuei"[1].

jueves, 19 de agosto de 2010

I. EL ESTADO, ÓRGANO COMUNITARIO (6)

por Jaime María de Mahieu

6. La Comunidad orgánica jerarquizada

Si el instinto social exige de los hombres que vivan en grupos, es el mando, necesario a la vez a los individuos que lo ejercen y a aquellos que obedecen, el que da a dichos grupos la estructura jerárquica indispensable para su funcionamiento.
El carácter natural del orden que de él procede es claramente perceptible en la familia, puesto que sus bases aquí son biológicas, y es tan inconcebible modificar la relación entre el varón y la mujer, que establece la unión sexual, como atribuir a los niños alguna autoridad sobre sus padres. Resulta apenas menos evidente en el seno del taller, célula social económica, en la parroquia o en la compañía militar, porque en estos grupos la doble necesidad que hemos analizado más arriba se afirma en un nivel primario que la hace inmediatamente sensible.
Pero, fuera de la sociedad patriarcal, en la que el conjunto de las actividades sociales se realiza en un grupo único y multiforme, el ser humano no está sometido sólo a la jerarquía del grupo o de los grupos básicos de los que forma parte. Vive en el seno de una comunidad, vale decir, de un complejo de grupos biológicos, económicos, religiosos, étnicos, territoriales, etc., cada uno de los cuales tienen su orden propio que se opone en alguna medida al de los otros, y que permanecen sin embargo unidos por vínculos de solidaridad más fuertes que sus antagonismos. Más exactamente aún, la comunidad se presenta como una pirámide de federaciones cuya base está constituida por grupos naturales y asociaciones que, unos y otras, sólo se pueden reducir en los individuos que los componen y para los cuales representan la realidad social primaria.
El hombre es miembro de una familia, de un taller, de una parroquia, de un club deportivo. Pero las familias agrupadas en cierto territorio forman un municipio; varios municipios yuxtapuestos, una provincia; varias provincias, una nación. Y lo mismo ocurre, o debería ocurrir, con los demás grupos de función común. En los diferentes grados de semejante organización piramidal, el mando existe: es éste un hecho de observación y es también una necesidad comprensible.
Si la autoridad representa un factor indispensable de orden en la familia, cuyos miembros ya están unidos por la solidaridad carnal, con más razón se debe afirmar en los conjuntos que no poseen unidad inmanente y cuyos elementos sólo están asociados por vínculos que les son exteriores aun cuando de ellos depende su existencia.
El orden federal limita, en el interés común, la autonomía de los grupos básicos, y tanto más cuanto más amplios son los complejos que abarca. Suscita por eso mismo reacciones de defensa que deben neutralizarse. La autoridad federal es más lejana y menos tangible que la que se afirma en el seno del grupo mínimo. Debe, por tanto, imponerse con tanta mayor fuerza cuanto que más discutible resulta, si no en su principio, por lo menos en su expresión momentánea y en quienes la ejercen. Los grupos federados no sólo están destinados a coexistir, sino también a colaborar, en el sentido preciso de la palabra, exactamente como los miembros de una familia. No les basta, pues, limitar recíprocamente su campo de acción, como ocurre en las comunidades soberanas yuxtapuestas. Tienen que desempeñar cada uno su papel particular en el seno del organismo social. Sus funciones respectivas son complementarias. ¿Cómo podría concebirse una armonización de tantas actividades diversas e interdependientes sin un orden jerárquico, que implica el mando?
La comunidad orgánica, por el solo hecho de estar formada por individuos y grupos desiguales, posee, por otra parte, los factores humanos de tal orden. En ella, como en cada grupo básico, los jefes buscan mandar y los pasivos desean obedecer. La jerarquía nace, por tanto, de una doble exigencia de su ser social y de su materia prima individual. No es sorprendente que la historia no nos ofrezca un solo ejemplo de comunidad sin mando.

lunes, 9 de agosto de 2010

RAZA Y CULTURA HISPÁNICAS

por Pedro Henriquez Ureña

Generosa inspiración la que ha creado esta festividad del Día de la Raza, donde confirmamos, año tras año, la fe en los grandes destinos de los pueblos que forman la comunidad hispánica. Y no menos feliz inspiración la que dedica en homenaje a España este Día de la Raza en la Universidad de La Plata, en cuyo nombre debo hablar, gracias a honradora designación que debo a su distinguido presidente; en homenaje a España, la más antigua de las naciones y la más joven de las repúblicas que forman nuestra comunidad espiritual.
No son inútiles estos actos, que el escepticismo tacha de infecundos. El mundo marcha más despacio que el pensamiento generoso. La palabra que difunde pensamientos de futuro, la palabra profética que quiere transmitir su velocidad a los hechos, comienza como voz clamante en el desierto; pero al fin penetra en las ciudades, y entonces, si la profecía no se cumple de inmediato, los oídos desatentos la confunden con los gritos de la feria. Doble esfuerzo, así, el de convencer, junto a los incrédulos, a los creyentes de ayer que se sienten defraudados. Pero la palabra debe seguir abriendo surcos, sembrando esperanzas: la simiente germinará, en momento inesperado tal vez.
En pocos años, donde dominaba la indiferencia, la limitación local de toda visión de los problemas humanos, ha crecido y se ha desarrollado la conciencia de nuestra comunidad espiritual, de la unidad esencial de los pueblos hispánicos, la conciencia de «la raza», denominada así, no ciertamente con exactitud científica, pero sí con impulso de simplificación expresiva.
Desde el punto de vista de la ciencia antropológica, bien lejos está de constituir una raza la multicolor muchedumbre de pueblos que hablan nuestra lengua en el mundo, desde los Pirineos hasta los Andes y desde las Baleares y las Canarias hasta las Antillas y hasta las Filipinas, junto a las gentes del viejo solar ibérico, donde se superponen culturas milenarias, desde las más antiguas del Mediterráneo, ligadas a troncos raciales diversos, están los pueblos indígenas de las dos Américas, cuya inmensa variedad lingüística desaparece bajo la lenta pero segura presión del español; están los descendientes de los africanos, a quienes la codicia de sus robadores trajo a sufrir esclavitud o miseria en tierra para ellos extraña, y a los descendientes de los europeos, a quienes el ansia de libertad o de bienestar trajo en busca de nuevas patrias; hasta el Oriente, cercano o lejano, alberga grupos de habla castellana o envía a las tierras hispánicas sus hombres; a veces, como ocurre con los levantinos, para fundirse rápidamente con nuestras poblaciones.
Pero el vocablo raza, a pesar de su flagrante inexactitud, ha adquirido para nosotros valor convencional, que las festividades del 12 de octubre ayudan a cargar de contenidos de sentimiento y emoción. El Día de la Raza bien podría llamarse el Día de la Cultura Hispánica, porque eso es lo que en suma representa; pero sería inútil proponer semejante sustitución, porque el vocablo cultura, en el significado que hoy tiene dentro del lenguaje técnico de la sociología y de la historia, no despierta en el oyente la resonancia afectiva que la costumbre da al vocablo raza.
Lo que une y unifica a esta raza, no real sino ideal, es la comunidad de cultura, determinada de modo principal por la comunidad de idioma. Cada idioma lleva consigo su repertorio de tradiciones, de creencias, de actitudes ante la vida, que perduran sobreponiéndose a cambios, revoluciones y trastornos. Así, el latín ha sido en Occidente el vehículo principal de la tradición romana: la tradición persiste, a través de todas las evoluciones, dondequiera que persistió el latín. Deshecho el Imperio Romano, su idioma se partió en mil pedazos; pero en las lenguas de cultura que se construyeron sobre las ruinas del latín, dominando a la multitud circundante de dialectos rivales, sobrevive la tradición del Lacio, y esas lenguas la han difundido sobre territorios que Roma no sospechó. Pertenecemos al Imperio Romano, decía Sarmiento hablando de estos pueblos de América; pertenecemos a la Romanía, a la familia latina, o, como dice la manoseada y discutida fórmula, a la raza latina: otra imagen de raza, no real sino ideal.
Frente a la tradición romana, aunque educándose parcialmente en ella, se organizó y creció durante la Edad Media la cultura germánica: cuando alcanza su madurez, vemos cómo se contraponen las dos culturas, cómo los pueblos de lenguas germánicas divergen de los pueblos de lenguas románicas en los modos de concebir y practicar la religión, la filosofía, las artes y las letras, el derecho, la vida familiar, la actividad económica, las actividades técnicas. Y, como para ilustrar y aclarar el caso, Inglaterra, pueblo cuya lengua vive del equilibrio variable entre el vocabulario germánico y el vocabulario latino-románico, se sitúa espiritualmente en la frontera entre el Norte y el Sur: hasta su religión oficial, divorciada de Roma, no es sin embargo un protestantismo; es sólo un catolicismo que protesta.
Dentro de la Romanía constituimos, los pueblos hispánicos, la más numerosa familia, extendida sobre inmensos territorios, los más vastos que ocupa ninguna lengua, salvo el inglés y el ruso. Y eso nos señala grandes deberes para el porvenir.
Como quiera que se conciba la evolución de la humanidad en el futuro próximo, es difícil suponer que desaparezca la red de comunicaciones que hoy la enlaza: apoyándose en ellas, la civilización insistirá en su tendencia unificadora, con las ventajas y desventajas de toda unificación. Esfuerzos se harán para mantener vivas las lenguas locales, y con ellas las tradiciones y costumbres que dan sabor a la existencia regional; pero las grandes lenguas de cultura predominarán. El siglo XIX, que con el romanticismo reanimó las lenguas locales en toda Europa y estimuló su florecimiento literario, dando impulso además a los nacionalismos y regionalismos políticos, con el positivismo de la actividad técnica y económica afirmó el predominio de las grandes lenguas centrales. Cien años atrás, en España, como en Francia o en Inglaterra, abundaban los habitantes que desconocían el idioma oficial de la nación; hoy son ya muy raros. En América, donde ni siquiera se ha trabajado nunca para asegurar la persistencia de los centenares de lenguas indígenas que todavía existen, el español las suplantará íntegramente antes de mucho, y los lingüistas tienen ya que apresurarse para recoger sus últimos alientos. Además, las grandes lenguas de cultura se extenderán y persistirán, enriqueciendo su vocabulario, pero esforzándose por no sufrir variación sustancial de formas o de normas: la difusión de la cultura, las semejanzas en la organización de la vida, las relaciones constantes, actuarán contra las variaciones grandes o frecuentes, que son estorbos para la facilidad y la claridad. El latín clásico duró cinco siglos, desde Lucrecio hasta San Agustín, en singular unidad, que da la impresión de la vida inmarcesible; sólo la ruptura de la comunidad política y la sumersión de la cultura, con la caída del Imperio, pudieron partir en pedazos aquella unidad lingüística. Las modernas lenguas de cultura no corren igual peligro, a menos que sobrevenga el cataclismo de la civilización que oímos predecir a los augures de tragedia.
No cataclismo, pero sí crisis de civilización, crisis transformadora, es probable que padezcamos; acaso la estamos padeciendo ya. Y para afrontar la crisis necesitamos disciplina, la disciplina de la organización eficaz en la vida pública, la disciplina del esfuerzo bien orientado y constante en la vida individual.
Es de uso tachar a España de indisciplina, y de paso a todos los países de América que hablan español; pero Vossler hacía notar, poco tiempo atrás, hablando en Buenos Aires, que España ha dado en el siglo XVI el curioso ejemplo de llevar la disciplina militar a las cosas del espíritu, mientras dejaba a la libre iniciativa del individuo el éxito de las campañas militares: Ignacio de Loyola organiza militarmente la disciplina espiritural de la defensa del catolicismo, mientras Hernán Cortés emprende la conquista de México como hazaña personal.
Hoy las cosas son bien distintas: España nos da constantemente ejemplo de esfuerzo disciplinado, particularmente en el orden de la cultura. Pero los conflictos del pasado se explican. La historia de España —o, más exactamente, de toda la Península Ibérca— no es semejante a la de ninguna otra nación de Europa; ninguna otra echó sobre sus hombros carga como la que asumió España desde la Edad Media. No es raro que a veces se rindieran «sus fuerzas fatigadas al abrumante peso». Su tarea fue siempre doble: organizarse interiormente mientras rechazaba al invasor; colonizar y cristianizar las Américas mientras defendía la unidad religiosa de Europa.
La larga lucha contra el moro templó al español, dándole gran dominio de sí; exigiéndole también una fe sin vacilaciones. La tolerancia no podía ser flor de tales cultivos; no se puede ser a la par baluarte y jardín. Pero sí germinaron allí la capacidad de sacrificio, la perseverancia, el desdén de las cosas pequeñas, la generosidad, el sentido de los valores humanos puros, desnudos de todo esplendor adventicio. Y en 1492, cuando la lucha termina, y ganada es Granada, cae entre las manos de España un mundo nuevo.
Estamos viviendo todavía las consecuencias del portentoso suceso, el más trascendental de la historia. La consecuencia mayor, aunque tardía, el nuevo aspecto que asumen desde hace cien años las variaciones en el equilibrio del mundo. Y durante esos cien años se ha discutido sin descanso la obra de España en América. En las campañas de independencia de las naciones hispánicas del Nuevo Mundo se juzgó necesario ennegrecer aquella obra. Después, los libros patrióticos de cada república nueva repitieron mecánicamente la propaganda de las campañas de independencia. Cuando, a fines del siglo XIX, hubiera podido alcanzarse la serenidad de juicio, la última campaña se interpuso, la guerra de Cuba. Pero al comenzar el siglo XX la atmósfera se despejó: no había ya guerras que pelear; podríamos mirar y juzgar con claridad y tranquilidad. Rápidamente va cambiando el juicio. No es sólo que se acepte la excusa que generosamente ofrecía a la «virgen del mundo, América inocente», Quintana, historiador a la vez que poeta: «Crimen fueron del tiempo y no de España». Es que la conquista y la colonización se ven de modo muy diverso: porque la verdad es que España se volcó entera en el Nuevo Mundo, dándole cuanto tenía. No pudo establecer formas libres de gobierno ni organización económica eficaz, porque ella misma las había perdido; pero dictó leyes justas. No estableció la tolerancia religiosa ni la libertad intelectual, que no poseía; pero fundó escuelas, fundó universidades, para difundir la más alta ciencia de que tenía conocimiento. Y sobre todo, su amplio sentido humano la llevó a convivir y a fundirse con las razas vencidas, formando así estas vastas poblaciones mezcladas, que son el escándalo de todos los snobs de la Tierra, de todos los devotos de la falsa ciencia o de la literatura superficial, pero que para el hombre de mirada honda son el ejemplo vivo de cómo puede resolverse pacíficamente, cristianamente, en la realidad, el conflicto de las diferencias de raza y de origen. Durante el siglo XIX se hizo costumbre afirmar la superioridad de otras naciones sobre España y Portugal como colonizadoras. ¡Como si hubiera superioridad en trasplantar a suelo extraño las condiciones de la vida europea, pero para disfrutarlas el europeo solo, negándoselas o escatimándoselas a los nativos! El siglo XX nos devuelve a la verdad, que ya conocía Liniers cuando en una de sus proclamas de 1806 exhortaba al pueblo de Buenos Aires colonial a rechazar la invasión, para no convertirse en otro tipo muy inferior de colonia. iLiniers debía de conocer muchas que aun hoy confirman su juicio! Y ya en nuestros días, William Henry Hudson —el gran argentino inglés, nacido a la mitad del camino que va de Buenos Aires a esta ciudad, más joven que él—, al hablar de aquellas invasiones decía que por fortuna fracasaron en ellas sus antepasados, porque, si hubieran conquistado estas tierras purpúreas, la vida humana habría perdido mucho de su encanto.
No; la más humana de las colonizaciones, y por eso la mejor, ha sido la de España y Portugal: es la única que de modo sincero y leal gana para la civilización europea a los pueblos exóticos. No erró por ventura quien dijo que, mientras el germano teme el contacto con los pueblos de escasa civilización, porque él mismo no se siente muy seguro de la suya, antigua de diez siglos apenas, el latino no ve peligro en el contacto porque su cultura es inmemorial y sale siempre vencedora en los encuentros.
¡Extraño poder de revivificación el de pueblos como España! Es aquella tierra el más antiguo hogar de cultura en Europa, desde las primitivas que dejaron como testimonio las pinturas rupestres de Altamira y de Pindal hasta las primeras que caben ya en la historia, como la de Tartessos. Y después, la existencia toda de España es, como la del ave fénix, perpetuo arder, consumirse en apariencia y resucitar. Iberos y celtas, fenicios y griegos, romanos y cartagineses: todas las culturas se superponen allí, se entrecruzan, se amoldan al territorio español; sólo la de Roma ejerce influencia indeleble y decisiva, con vigor para vencer después la envolvente de los árabes, en la ocasión única dentro de nuestra era —salvo la excepción insular de Sicilia— en que una porción del Occidente cae bajo el dominio de una cultura oriental. De aquel conflicto sale triunfante en España el espíritu occidental, pero el contacto le deja ventanas abiertas al Oriente, como ajimeces desde donde se oyera el grito de la guitarra morisca.
El contacto entre España y América, luego ha dado gradualmente al espíritu español amplitud y vastedad que van en progreso. Nada más humano que la estrechez, porque tiene origen defensivo: cada tribu primitiva se defiende de las vecinas atribuyéndoles magias diabólicas, dignas de exterminio; cada nación moderna se defiende de las demás, atribuyéndoles cualidades inhumanas. Es fácil adquirir la fe en nuestra propia superioridad, porque esa fe es recurso de victoria; es difícil, luego, admitir la igualdad o la equivalencia de las aptitudes que existen, en potencia o en acto, en todos los hombres, en todas las naciones o en todas las razas. A esa amplia visión sólo llegan pocos; los unos, por el camino de la ciencia; los otros, por el camino del amor.
España, que tanto ha padecido por su antigua intolerancia en el orden del pensamiento, hija de la necesidad defensiva, tuvo en cambio espontánea amplitud humana. Aunque España creó el tipo del hombre señorial, como dice Vossler, y el español más humilde tiene aire de caballero, como dice Belloc, nunca se incubó en España ninguna doctrina de superioridad de razas ni de climas, como las que en nuestra era científica corren, miméticamente disfrazadas de ciencia, como reptiles verdes entre hojas nuevas o insectos pardos entre hojas secas. La amplitud humana del español necesitaba completarse con la amplitud intelectual para crear la imagen depurada del tipo hispánico. A eso aspiran, desde su nacimiento, las repúblicas hispánicas de América. A eso tiende, en el siglo XX, la España nueva.
En toda la época moderna el espíritu de amplitud intelectual tuvo que constituir en España la oposición, latente o despierta: sólo fugazmente alcanza el poder en los comienzos del reinado del Emperador, o bajo Carlos III en el siglo XVIII, o, más fugitivamente todavía, en 1812, en 1820, en 1873. Pero en 1898 España hace de su derrota una victoria, renace el fénix, y grado a grado surge el espíritu nuevo de una España más pura y más severa. Si a fines del siglo XIX España parecía a muchos, vista desde América, condenada a irremediable decadencia, mientras el avance de las más prósperas repúblicas cisatlánticas, «joyas humanas del mundo dichoso», como dijo Lugones, las aproximaba a la nueva ventura con cada día dorado —ahora, desde hace pocos años, la antigua nación, rejuvenecida, entra en la olimpiada junto a las naciones jóvenes, y ¿por qué no confesarlo?, en la mayor parte de las carreras se nos adelanta. Este milagro sólo se explica como fruto de disciplina, de largo ejercicio espiritual practicado en silencio. Pero no hemos de sorprendernos si pensamos en tantos silenciosos reformadores que supieron trabajar sin desmayos, esperar y confiar, como aquel santo laico, Francisco Giner de los Ríos, a quien quizá debe la España nueva más que a ningún otro precursor.
España se nos muestra hoy, además, amplia y abierta, más que nunca, para todas las cosas de América. El antiguo recelo ha cedido el lugar a la confianza; la nueva Constitución, al crear la doble nacionalidad, española y americana, aunque desconcierte al antiguo criterio jurídico, place a la buena voluntad.
Sobre la buena voluntad se cimenta la obra de confraternidad hispánica. En esta obra debemos todos unir nuestro esfuerzo, para que la comunidad de los pueblos hispánicos haga, de los vastos territorios que domina, la patria de la justicia universal a que aspira la humanidad.

jueves, 5 de agosto de 2010

Prólogo de Política británica en el Río de la Plata

por Raul Scalabrini Ortiz

La economía es un método de auscultación de los pueblos. Ella nos da palabras específicas, experiencias anteriores resumidas, normas de orientación y procedimientos para palpar los órganos de esa entidad viva que se llama sociedad humana. En puridad, la economía se refiere exclusivamente a las cosas materiales de la vida: pesa y mide la producción de alimentos de materia prima, tasa las posibilidades adquisitivas, coteja los niveles de vida y capacidad productiva, enumera y determina los cauces de los intercambios y, en momentos de fatuidad, pretende pronosticar las alternativas futuras de la actividad humana. Pero la economía bien entendida es algo más. En sus síntesis numéricas laten, perfectamente presentes, las influencias más sutiles: las confluentes étnicas, las configuraciones geográficas, las variaciones climatéricas, las características psicológicas y hasta esa casi inasible pulsación que los pueblos tienen en su esperanza cuando menos.

El alma de los pueblos brota de entre sus materialidades, así como el espíritu del hombre se enciende entre las inmundicias de sus vísceras. No hay posibilidad de un espíritu humano incorpóreo. Tampoco hay posibilidad de un espíritu nacional en una colectividad de hombres cuyos lazos económicos no están trenzados en u destino común. Todo hombre humano es el punto final de un fragmento de historia que termina en él, pero es al mismo tiempo una molécula inseparable del organismo económico de que forma parte. Y así enfocada, la economía se confunde con la realidad misma.

Temas para extraviar son todos los de la realidad americana. Esa realidad nos contiene, su calidad condiciona la nuestra. Somos un instante de su tiempo, un segmento de su espacio histórico. Ella delimita constantemente la posibilidad del esfuerzo individual. No podemos ser más inteligentes que nuestro medio sin ser perjudiciales a los que quisiéramos servir y a nosotros mismos. Valemos cuanto vale la realidad que nos circunda.

La realidad se anecdotiza incesantemente en nuestros actos y en nuestros pensamientos sin que la inteligencia americana se preocupe de consignarlos. Solemos referirnos a los pasados de América que se anotaron con trascendencia histórica, solemos hilvanar imaginerías sobre su porvenir, pero el instante vivo en que la historia se confecciona, sólo ha merecido desdén de la inteligencia americana que podía haberlos descrito. Y ésa es una de las grandes traiciones que la inteligencia americana cometió con América.

Cuatro siglos hacen ya que la sangre europea fue injertada en tierra americana. Tres siglos, por lo menos, que hay inteligencias americanas nacidas en América y alimentadas con sentimientos americanos, pero los documentos que narran la intimidad de la vida que esos hombres convivieron no se encontrarán, sino ocasionalmente, por ninguna parte.

Razas enteras fueron exterminadas, las praderas se poblaron. Las selvas vírgenes se explotaron y muchas se talaron criminalmente para siempre. La llamada civilización entró a sangre y fuego o en lentas tropas de carretas cantoras. El aborígen fue sustituído por inmigrantes. ëstos eran hechos enormes, objetivos, claros. La inteligencia americana nada vió, nada oyó, nada supo. Los americanos con facultades escribían tragedias al modo griego op disputaban sobre los exactos términos de las últimas doctrinas europeas. El hecho americano pasaba ignorado para todos. No tenía relatores, menos aún podía te´er intérpretes y todavía menos conductores instruídos en los problemas que debían encarar.

Sin un contenido vital, las palabras que en Europa determinan una realidad, en América fueron una entelequia, cuando no una traición. El conocimiento preciso de la realidad fue suplantado por cuerpos de doctrina, parcialmente sabidos, que no habían nacidop en nuestro suelo y dentro e los cuales nuestro medio no calzaba, ni por aptitudes, ni por posibilidades, ni por voluntad. La deliberación de las conveniencias prácticas fue reemplazada por antagonismos tan sin sentido que más parían antagonismos religiosos que políticos o intelectuales. En esas luchas personales o absurdamente doctrinarias se disipó la energía más viva y pura que hubiera podido animar a estasnacientes sociedades.

Los revolucionarios de 1810, por ejemplo, con exclusión de Mariano Moreno, adoptaron sin análisis las doctrinas corrientes en Europa y se adscribieron a un libre cambio suicida. No percibieron siquiera, esta idea tan simple: si España, que era una nación poderosa, recurrió a medidas restrictivas para mantener el dominio comercial del continente ¿cómo se defenderían de los riesgos de la excesiva libretad comercial estas inermes y balbuceantes repúblicas sudamericanas? Pero el manchesterismo estaba en auge y a su adopción ciega se le sacrificó todas las industrias locales.

América no estaba aislada. Fuerzas terriblemente pujantes, astutas y codiciosas nos rodeaban. Ellas sabían amenazar y tentar, intimidar y sobornar, simultáneamente. El imperialismo económico encontró aquí campo franco. Bajo su perniciosa influencia estamos en un marasmo que puede ser letal. Todo lo que nos rodea es falso o irreal. Es falsa la historia que nos enseñaron. Falsas las creencias económicas con que nos imbuyeron. Falsas las perspectivas mundiales que nos presentan y las disyuntivas políticas que nos ofrecen. Irreales las libertades que los textos aseguran. Este libro no es más que un ejemplo de alguna de esas falsías.

Volver a la realidad es el imperativo inexcusable. Para ello es preciso exigirse una virginidad mental a toda costa y una resolución inquebrantable de querer saber exactamente cómo somos. Bajo espejismos tentadores y frases que acarician nuestra vanidad para adormecernos, se oculta la penosa realidad americana. Ella es a veces dolorosa, pero es el único cimiento incorruptible en que pueden fundarse pensamientos sólidos y esperanzas capaces de resistir a las más enervantes tentaciones. Desgraciadamente, es difícil aprehender con seguridad a nuestro país. Hay que darlo por presente en las meras palabras que lo denominan o en los símbolos que lo alegorizan. O ser extremadamente sutil para asir entre lo ajeno y lo corrompido esa materia finísima, impalpable casi e incorruptible que es nuestro espíritu, el espíritu de la muchedumbre argentina: venero único de nuestra probabilidad.

Todo lo material, todo lo venal, transmisible o reproductivo es extranjero o está sometido a la hegemonía financiera extranjera. Extranjeros son los medios de transportes y de movilidad. Extranjeras las organizaciones de comercialización y de industrialización de los productos del país. Extranjeros los productores de energía, las usinas de luz y gas. Bajo el dominio extranjero están los medios internos de cambio, la distribución del crédito, el régimen bancario. Extranjero es una gran parte del capital hipotecario y extranjeros son en increíble proporción los accionistas de las sociedades anónimas.

Hay quienes dicen que es patriótico disimular esa lacra fundamental de la patria, que denunciar esa conformidad monstruosa es difundir el desaliento y corroer la ligazón espiritual de los argentinos, que para subsistir requiere el sostén del optimismo.

Rechazamos ese optimismo como una complicidad más, tramada en contra del país. El disimulo de los males que nos asuelan es una puerta de escape que se abre a una vía que termina en la prevariación, porque ese optimismo falaz oculta un descreimiento que es criminal en los hombres dirigentes: el descreimiento en las reservas intelectuales, morales y espirituales del pueblo argentino.

No es un impulso moral el que anima estas palabras. Es un impulso político. Cuando los Estados Unidos de Norte América se erigieron en nación independiente, Inglaterra, vencida, parecía hundirse en la categoría oscura de una nación de segundo orden, y fue la energía ejemplar de William Pitt la salvadora de su prestigio y de su temple. Decía Pitt: "Examinemos lo que aún nos queda con un coraje viril y resoluto. Los quebrantos de los individuos y de los reinos quedan reparados en más de la mitad cuando se los enfrenta abiertamnete y se los estudia con decidida verdad". Ésa es la norma de este libro.

lunes, 2 de agosto de 2010

Decreto de Guerra a Muerte


por Simón Bolivar

Venezolanos: Un ejército de hermanos, enviado por el soberano Congreso de la Nueva Granada, ha venido a libertaros, y ya lo tenéis en medio de vosotros, después de haber expulsado a los opresores de las provincias de Mérida y Trujillo.
Nosotros somos enviados a destruir a los españoles, a proteger a los americanos, y a restablecer los gobiernos republicanos que formaban la Confederación de Venezuela. Los Estados que cubren nuestras armas, están regidos nuevamente por sus antiguas constituciones y magistrados, gozando plenamente de su libertad e independencia; porque nuestra misión sólo se dirige a romper las cadenas de la servidumbre, que agobian todavía a algunos de nuestros pueblos, sin pretender dar leyes, ni ejercer actos de dominio, a que el derecho de la guerra podría autorizarnos.
Tocado de vuestros infortunios, no hemos podido ver con indiferencia las aflicciones que os hacían experimentar los bárbaros españoles, que os han aniquilado con la rapiña, y os han destruido con la muerte; que han violado los derechos sagrados de las gentes; que han infringido las capitulaciones y los tratados más solemnes; y, en fin, han cometido todos los crímenes, reduciendo la República de Venezuela a la más espantosa desolación. Así pues, la justicia exige la vindicta, y la necesidad nos obliga a tomarla. Que desaparezcan para siempre del suelo colombiano los monstruos que lo infestan y han cubierto de sangre; que su escarmiento sea igual a la enormidad de su perfidia, para lavar de este modo la mancha de nuestra ignominia, y mostrar a las naciones del universo, que no se ofende impunemente a los hijos de América.
A pesar de nuestros justos resentimientos contra los inicuos españoles, nuestro magnánimo corazón se digna, aún, abrirles por la ultima vez una vía a la conciliación y a la amistad; todavía se les invita a vivir pacíficamente entre nosotros, si detestando sus crímenes, y convirtiéndose de buena fe, cooperan con nosotros a la destrucción del gobierno intruso de España, y al restablecimiento de la República de Venezuela.
Todo español que no conspire contra la tiranía en favor de la justa causa, por los medios más activos y eficaces, será tenido por enemigo, y castigado como traidor a la patria y, por consecuencia, será irremisiblemente pasado por las armas. Por el contrario, se concede un indulto general y absoluto a los que pasen a nuestro ejército con sus armas o sin ellas; a los que presten sus auxilios a los buenos ciudadanos que se están esforzando por sacudir el yugo de la tiranía. Se conservarán en sus empleos y destinos a los oficiales de guerra, y magistrados civiles que proclamen el Gobierno de Venezuela, y se unan a nosotros; en una palabra, los españoles que hagan señalados servicios al Estado, serán reputados y tratados como americanos.
Y vosotros, americanos, que el error o la perfidia os ha extraviado de las sendas de la justicia, sabed que vuestros hermanos os perdonan y lamentan sinceramente vuestros descarríos, en la íntima persuasión de que vosotros no podéis ser culpables, y que sólo la ceguedad e ignorancia en que os han tenido hasta el presente los autores de vuestros crímenes, han podido induciros a ellos. No temáis la espada que viene a vengaros y a cortar los lazos ignominiosos con que os ligan a su suerte vuestros verdugos. Contad con una inmunidad absoluta en vuestro honor, vida y propiedades; el solo título de americanos será vuestra garantía y salvaguardia. Nuestras armas han venido a protegeros, y no se emplearán jamás contra uno solo de nuestros hermanos.
Esta amnistía se extiende hasta a los mismos traidores que más recientemente hayan cometido actos de felonía; y será tan religiosamente cumplida, que ninguna razón, causa, o pretexto será suficiente para obligarnos a quebrantar nuestra oferta, por grandes y extraordinarios que sean los motivos que nos deis pare excitar nuestra animadversión.
Españoles y Canarios, contad con la muerte, aun siendo indiferentes, si no obráis activamente en obsequio de la libertad de América. Americanos, contad con la vida, aun cuando seáis culpables.

Cuartel General de Trujillo, 15 de junio de 1813.